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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (16 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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—Le recuerdo que yo no cobro entrada alguna ni exhibo a esta maravilla.

—Sólo apuesta con él —dijo Hamilton-Smythe.

—Lo que espero que sea un modo de lucro para nosotros, no para usted —dijo De Blaise.

—Todos los propietarios se mantenían presentes junto a la máquina y su oponente durante las partidas —prosiguió Hamilton-Smythe ignorando el comentario—, y es bien posible que fueran capaces de manipular al autómata mediante un sistema de hilos o imanes, o hacer algún tipo de señas al jugador que de seguro se escondía en las tripas de esa marioneta falaz. Muchos que presenciaron las exhibiciones afirmaban eso.

—¿Estaban presentes?

—Y manipulaban en ocasiones al autómata, fingían ajustar algo de la maquinaria, o con cualquier otro ardid. Es seguro que pasaran información a un cómplice en el interior de la figura del Turco. ¿Cómo? Con gran habilidad, desde luego, puesto que nadie...

—Discúlpeme, pero creo que fueron más los que quedaron asombrados del Ajedrecista y lo calificaron de «el mayor prodigio tecnológico del siglo», que los que dudaron de él —dijo Tumblety y después de mirar a su oponente con largueza, añadió—: No solo cree que fuera falso, sino que lo desea con fervor, teme que no sea así, ¿me equivoco, teniente?

¡Diantre!, no, no lo deseo; tengo completa seguridad de que ese Ajedrecista es imposible, a menos que se trate de un engaño, un juego de títeres, sombras chinescas. Porque de lo contrario... miren. —Hamilton-Smythe buscó algo bajo su guerrera, sacó un papel que se puso a leer—. Es una copia del artículo que el señor Poe escribió con ocasión de una exhibición que hizo Maelzel en Richmond, en mil ochocientos treinta y cinco. Sirva de ejemplo, Poe no fue el único que vio la trampa tras todo ese espectáculo. Bien, pues el señor Poe dijo... leo: «es por completo cierto que las operaciones del autómata son guiadas por una mente, y por nada más... la única incógnita es el modo en el que la intervención humana es llevada a cabo». —Volvió a guardar el documento en su pecho, y mirando a toda la concurrencia con gravedad, dijo—: Porque de lo contrario esa mente necesaria para jugar al ajedrez no es humana, sino artificial, y eso es inconcebible, la peor de las blasfemias.

Todos guardaron un silencio incómodo, en aquel tiempo de modales tan rígidos como afectados, la irrupción del profundo fanatismo era siempre desconcertante, aunque estuviera cargado de razones, como parecía estar en este caso. El Monstruo, al que poco podían perturbarle los excesos, habló y zanjó el debate.

—Caballeros, esta agradable discusión, como no podía ser de otra manera hablando con caballeros tan instruidos, también es muy fútil pudiendo dirimir nuestras diferencias en el irrebatible terreno de lo empírico.

—Tiene razón —dijo De Blaise apurando su copa, su segunda copa— . Esta tertulia es excelente, el whisky inmejorable, pero sinceramente prefiero no prolongar demasiado la reunión entre caballeros, a menos que se hable de deporte.

—¿Echa algo de menos, teniente? — preguntó Tumblety mientras sacaba por fin a los perros de la habitación.

—Ya le digo que su whisky es magnífico y muy aromático, doctor, aunque prefiero el perfume de una mujer.

—Vamos, no me dirá que el punto de vista de una fémina hubiera aportado algo a nuestra charla.

—Belleza, ¿le parece poco?

—Sí. —El americano cerró con demasiada brusquedad la puerta tras sacar a sus perros, que empezaron a ladrar a través de ella—. Yo le diré lo que aportan las mujeres: nada en el mejor de los casos y lo más habitual es que traigan el desconcierto y la cizaña; la manzana del pecado. Hay algo en la condición femenina que las hace incapaces para cualquier actividad, salvo la de procrear, actividad esta que comparten con vacas, cerdas y hasta el más inmundo representante del reino animal. Son propensas al juicio ligero, al engaño o a la distracción veleidosa si no quieren ser muy severos; a la traición, para ser más precisos. Admiro profundamente a su país, caballeros, que me ha acogido tan bien, pero hay algo pernicioso en ser gobernados por una mujer. Sean sinceros, ¿cuáles son las virtudes que ensalzamos en ellas? La belleza, el alimento de la vanidad, que no es otra cosa que la máscara que usa el engaño. La discreción, que es un modo de disfrazar la mentira. La abnegación por los hijos, cuya finalidad es manipular a los jóvenes y hacerse así con el gobierno del hogar, que debiera siempre quedar en manos del varón. En cambio la razón, el valor, la lealtad... son virtudes desconocidas por ellas, virtudes masculinas. Esas perras de presa son fuente de todos los pesares y las angustias del hombre. Si son bellas, pronto acaban cayendo en el adulterio, víctimas de su débil voluntad, incapaces de resistirse al tornadizo carácter que todas poseen. Si por el contrario no son agraciadas, su naturaleza luciferina las dota de una malsana astucia, que no inteligencia, para pergeñar las más viles ofensas. Si ven a un buen hombre sufrir, detrás estarán las arteras intenciones de...

Los tres permanecían en silencio, quietos, consternados. Ni siquiera cuando las palabras de Tumblety apuntaron aunque de refilón a la Reina, los dos oficiales británicos movieron un músculo. La crispación con la que el doctor indio pronunciaba aquella diatriba era excesiva, desaforada, como los ladridos de sus mascotas. Apretaba los puños hasta blanquear los nudillos y hacía gestos como si estuviera arengando a la multitud hacia una enloquecida cruzada. Cuando reparó en la mirada de sus invitados, calló azorado. Ya solo se oían a los sabuesos. Dio una orden que ambos animales obedecieron y él se disculpó.

—Perdonen mi... entusiasmo. Estuve casado, saben, y mi esposa me fue infiel. No es una falta que cualquier hombre aguante con serenidad, discúlpenme. En todo caso, hemos venido para otra cosa. Vayamos a ver al Ajedrecista.

Salieron los cuatro, yo estaba adormilado, recostado contra el coche que aún los esperaba. Hall Caine, el querido Hommy Beg, quedó en casa tras despedirse de su amigo tomándole la mano en actitud demasiado familiar, circunstancia que seguro todos percibieron ahora que, después del incomodo episodio de minutos antes, lo observaban con atención. Subieron al coche y yo lo hice al pescante, pues ya no había sitio para mí al añadírsenos Tumblety.

—Se va a empapar allí arriba —dijo el siempre atento Torres—, parece que va a arreciar.

—No se apure, señor —dijo el cochero de lord Dembow, mientras me tendía un amplio capote—. Su criado puede guarecerse con esto, yo no lo necesito. No me afecta la lluvia ni el frío. —Eso hice.

Fuimos hacia el este, a la Isla de los Perros, que no es una verdadera isla, sino una península formada por un acusado meandro del Támesis. Eso no es del todo cierto, el City Canal, habilitado para evitar que los buques perdieran el tiempo negociando la curva del río y donde se encuentran los magníficos West India Docks, corta la isla del resto de Londres, al que se mantiene unida por puentes a través de los que circula el tren. Así, la Isla de los Perros quedaba a un tiempo unida y aislada de la ciudad, convertida en un centro industrial donde se ubicaban astilleros, entonces ya no tan activos como hacía veinte años, y centenares de empresas, carboneras, conserveras e instalaciones portuarias. Emporios industriales gobernaban el tiempo y el espacio en la Isla. Claro está, allí abundaban los almacenes y otros edificios fabriles donde bien se podían guardar autómatas del siglo pasado.

Hubiéramos podido ir en tren si los horarios hubieran acompañado; nadie se planteó esa opción. A esas horas la ciudad era muy transitable, apenas tardamos. Por si fuera poco, las calles se vaciaron bajo la lluvia. Aun así yo, ya que no podía proteger a mis amigos del mal que los acompañaba, mantuve mi vigilancia por lo que viniera de fuera, tarea imposible con la oscuridad acrecentada por el torrente que nos caía, demasiadas sombras sospechosas por escrutar, y con la continua distracción del chofer, tan campante bajo la lluvia, que no me hablaba, pero no cesaba de cantar cancioncillas soeces.

Tras esperar a que un lento vapor negociara el canal, cruzamos por el puente y nos adentramos en la Isla. Desde las cinco de la mañana aquello era un ensordecedor caos de sirenas y sonido de maquinaria. Una aglomeración de serrerías y siderurgias, de metal y chispas, de humos oscureciendo el cielo y de inmundicias apagando el Támesis. Ahora era de noche, y el silencio y la soledad gobernaban todo. Las calles, estrechas y retorcidas entre las humildes viviendas de tres o cuatro pisos para trabajadores cuyo mundo se circunscribía a la Isla, ajenos a la vitalidad de la City, cercana pero seccionada por el canal, resonaban con los ecos de nuestro tiro. No había muchos establecimientos públicos, la mayoría cantinas donde marinos y obreros, que hoy parecían desaparecidos, cambiaban viejas historias.

Terminó el trayecto en un viejo almacén en la parte oeste de la Isla de los Perros, uno más entre una línea larga que jalonaba el muelle de Millwall, a escasos metros del río. Un edificio alto, con tejado a dos aguas y en aparente desuso a juzgar por los desconchones y deterioros que se adivinaban en su fachada. Desdibujado y oculto por la cortina de agua que nos caía se vislumbraba un viejo letrero sobre el portón, del que apenas se entendían las primeras letras: Great E... y algo más, bajo ellas, una cifra de más reciente escritura: 1558. La altura de esa fachada y su deterioro extinguieron la alegría que traían los caballeros, parecía que ese depósito solo estaba diseñado para almacenar cosas feas, tristes, las más tristes. Uníase a eso el ambiente lóbrego, solitario, lejano al Londres que conocían, como si la ciudad hubiera desaparecido y solo quedara el reflejo desvaído de los peores recuerdos de sus habitantes. Dicen que aquello fue hace mucho un pantano, y no me sorprendería que los vapores pútridos que de él emanaran tiempo atrás hubieran permeado el suelo, el aire y el cemento de los muelles; aún seguían ahí.

No se veía un alma, lo que inquietaba y apaciguaba el ánimo por igual. ¿Quién, que no fuera un grupo de jóvenes aventureros tras una estrambótica apuesta, podía frecuentar esas frías soledades? Por lo menos, la lluvia y el río cercano apaciguaban el hedor que seguro llenaba esos parajes y que hubieran molestado a los caballeros, no a mí.

El cochero insistió en irse, aduciendo que no quería dejar los caballos del señor ahí, a la intemperie y en tan desagradable barrio. Tumblety sugirió que volviera dentro tres horas.

—Una hora por partida, supongo que no nos llevará mucho más tiempo. —Sonrió mordaz, y ofreció dinero al conductor.

—Por dios, señor —dijo este, rechazando el dinero—, no tiene que darme nada. El señor ha dicho que esté a su disposición y eso haré. Estaré aquí dentro de tres horas.

El coche se fue acompañado del ruido de los cascos sobre el empedrado húmedo, y nos dejó, solos.

Tumblety abrió el candado que cerraba el almacén. Entramos, la lluvia se filtraba por el techo, rebotando y sonando aquí y allá. El olor a cerrado y a pescado de tres días hizo que los señores protegieran sus narices con pañuelos. Tras encender unos candiles, apareció de las tinieblas el cuartucho que vieran en la foto tridimensional, aunque ahora, libre de los marcos físicos del retrato, parecía mucho más amplio, y más desagradable. Una gran nave llena de trastos y bultos oscuros, cuya naturaleza en nada apetecía descubrir. Tumblety fue colocando sillas ante un gran bulto cubierto de lienzo rojo situado justo en el centro, en silencio, sacudiéndoles antes el polvo.

—Caballeros, aquí lo tienen. —Y con ampulosa afectación retiró la cobertura. Allí estaba el autómata, como debió aparecerse ante la emperatriz de los austrohúngaros hacía un siglo, en escenario más regio. Con esa luz tenue el maniquí con aspecto de turco cobraba un poco más de vida. Esos ojos hueros, fijos en mí, parecían andar a medio camino entre lo vivo y lo inerte.

Visto entonces, al natural, las dimensiones del Ajedrecista se redujeron un tanto. El escritorio ante el que se sentaba el Turco mediría metro y medio de largo por cerca de uno de profundidad, y algo más de alto. Se sustentaba en cuatro pequeñas ruedas de color broncíneo que lo alzaban un poco del suelo.

El pupitre estaba dividido en su frente por tres puertas iguales, bajo las que había un cajón ocupando todo lo largo del mueble.

Los presentes se fueron sentando, despacio, ensimismados en la contemplación de un trozo de pasado.

—¿Es... es el de Maelzel? —preguntó De Blaise.

—De von Kempelen —matizó Hamilton-Smythe con reverencia—. No puede ser...

—Les aseguro que lo es, señores —dijo Tumblety—. Y de no serlo, no somos tratantes de antigüedades después de todo. No es la autenticidad de esta pieza lo que nos ha llevado hasta aquí. Sea el Ajedrecista de von Kempelen o lo haya fabricado yo el mes pasado, afirmo que esta máquina puede derrotar a cualquiera de ustedes, y hasta a un maestro reconocido del ajedrez que nos acompañase. ¿Dispuestos?

Todos asintieron y Tumblety comenzó con la exhibición. Como había asegurado que haría, permitió que la vista inquisitiva de los fusileros y el señor Torres escrutaran las tripas del autómata hasta quedar satisfechos. El americano sacó del bolsillo de su chaleco un juego de llaves del que escogió una para abrir la puerta de la izquierda del escritorio, alumbrando con un candil lo que había dentro. Todo el interior parecían ruedas dentadas e intrincada maquinaria de relojería, entre la que sobresalía un grueso rulo horizontal con un complicado diseño de hendiduras grabado, como el cilindro con púas de una caja de música o una pianola, pero mucho más abigarrado. Tumblety fue a la parte de atrás del Ajedrecista y allí abrió otra puerta que se oponía directamente a la que había dejado abierta al frente. Movió la luz e iluminó por detrás toda la maquinaria; para un lego como yo parecía un intrincado embrollo de piezas de poca utilidad.

Cerró las puertas a continuación para abrir el cajón de abajo, de donde sacó un tablero de ajedrez y las piezas, de color rojo y marfil tanto el uno como las otras. Lo dejó sobre la mesa y abrió las dos puertas restantes. Dentro, además de la similar colección de componentes metálicos, aunque en menor densidad, había un cojín rojo, una pequeña caja de madera y un tablero lleno de letras doradas, objetos que Tumblety depositó con mimo sobre una pequeña mesa junto al Ajedrecista. De nuevo abrió puertas traseras e iluminó por ahí los mecanismos, moviendo la luz minuciosamente, desvelando cualquier sombra, cualquier resquicio...

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