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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (11 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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—Todo lo contrario —dijo el moreno—, disculpe usted a mi amigo, como ya he dicho sus inminentes esponsales le han agriado un poco el carácter. El matrimonio es el mayor antídoto contra el buen humor. ¿Está usted casado?

—No.

—¿Ni comprometido? Eso demuestra inteligencia, además de una entereza poco usual en un varón, conociendo lo hermosas que son las mujeres de su país. ¿No te lo he dicho a menudo, Harry? Cuando deje el regimiento pienso hacer un largo viaje por España.

—Y allí les recibiremos con los brazos abiertos, aunque les sería a mis paisanos mucho más fácil atenderles si supieran sus nombres...

Tiene razón, qué descortesía por mi parte. —Se cuadró sin demasiada marcialidad—. Teniente John De Blaise, del tercero de la Real Compañía de Fusileros del Rey. Mi amigo de tan desagradable carácter es el teniente Henry Hamilton-Smythe.

No le haga caso —dijo Hamilton-Smythe olvidado ya su enfado y exhibiendo una sonrisa que le convirtió en un momento de iracundo censor en un atractivo joven de rasgos casi femeninos—. Las habilidades sociales de De Blaise están acordes con el resto de su persona, no se lo tenga en cuenta.

—Me llamo Leonardo Torres, vengo de España, y mi... recién conocido amigo y cicerone en esta laberíntica ciudad suya es don Raimundo.

Ambos me miraron. Dos petimetres jugando a ser soldaditos, me parecieron a mí. Un par de ejemplos de la pujante juventud del imperio que se daban aires de
bon vivant
, ricos sin duda, pero no de muy alta cuna, pequeña nobleza si acaso, dispuestos a devorar el mundo a bocados, conocedores de pertenecer a lo mejor que la raza humana podía aportar... miento. Entonces solo bajé el rostro incapaz de juzgar ni tener opinión alguna, salvo el temor, y dejé que mi máscara me defendiera de sus miradas.

—Tenga cuidado con esta clase de gente —dijo De Blaise—, en un extranjero solo ven presa fácil para sus villanías. Si busca un guía mejor...

—Todo lo contrario. Don Raimundo me ha librado de un mal encuentro derrochando valentía, y se ha ofrecido desinteresadamente a guiarme.

—John —intervino su amigo. El que antes se encaraba conmigo, ahora era mi defensor—, esta devoción tuya por la belleza hace que asocies la deformidad y la fealdad con el mal. El pobre hombre solo tiene una atrofia... ¿nació usted así o se trata de un accidente?

No dije nada hasta que Torres me aclaró la pregunta.

—Su cara, don Raimundo.

—Raimundo.

—¿Qué le pasó? —me preguntó con naturalidad.

—La g... guerra...

—Dice que es soldado, como ustedes —tradujo Torres—. Una herida en combate, supongo.

—¿Soldado...? —exclamó De Blaise, a punto de preguntar hacia qué guerra necesitaba embarcar monstruos Su Graciosa Majestad, cuando su amigo lo interrumpió.

—¿Has visto? Puede que acabemos como él en cuanto seamos destinados, es una falta de caridad ofenderse por su aspecto. Salgamos ya de esta feria grotesca, ¿nos acompaña, señor Torres?

El aludido titubeó; luego llegué a conocerlo muy bien y estoy seguro que deseaba sobre todo seguir admirando esas bellezas, su avidez científica fue siempre el mayor de sus apetitos. No obstante, por aquel entonces era muy joven, y el interés en relacionarse con personas de toda condición le atraía con fuerza, así que no despreció el paseo con estos caballeros, posponiendo la satisfacción de sus intereses científicos para otra ocasión. Fuimos saliendo hacia la calle. De Blaise, tras despedirse afectuosamente del señor Davies, siguió respondiendo a su amigo.

—Espero que no sea así en tu caso —Hamilton-Smythe lo miró intrigado—, lo de volver con cicatrices en tu carita de querubín; la dulce Cynthia no querrá un marido feo... pero no es el aspecto de este hombre lo que me preocupa. En las calles hay gentuza con sus facciones completas pero con el alma degradada hasta extremos aterradores, se lo aseguro señor Torres.

—Nunca entenderé esa extraña moral tuya, por muy propia de estos tiempos que sea —dijo Hamilton-Smythe, siguiendo una discusión entre viejos amigos que parecía venir de atrás—. Censuras con severidad las debilidades de carácter, causadas casi siempre por la pobreza y la ignorancia que envilece, y, sin embargo, pasas por alto las blasfemias que aquí contemplamos...

Antes de que De Blaise se defendiera con alguna burla (ese era el divertido carácter del oficial), Torres intervino cuando ya nos plantábamos en la húmeda calle.

—Eso creí entender antes, teniente, que le escandalizaban los autómatas.

—¿Y a qué cristiano cabal no? Emular y hacer burla de la obra del Señor es el peor de los pecados.

—Yo soy católico, me considero profundamente religioso y no veo falta alguna en estas portentosas máquinas. Soy un hombre de ciencia y creo que la ciencia no puede ofender a Dios nunca, puesto que no es más que el conocimiento de la obra del creador, y ese conocimiento no provoca en nosotros otra cosa que no sea reverencia y admiración. Menos, desde luego, puede ofender o dañar lo que aquí se exhibe, que además de hermoso es divertido, ¿se ha fijado cómo reían, cómo reíamos, los presentes ante esas maravillas...?

—No estoy en contra del progreso en absoluto, pero ha de tener sus límites. Animales que comen, músicos de metal, cabezas de rapsoda... ¿Tratamos acaso de crear vida, hasta este punto ha llegado la soberbia del hombre moderno?

—En absoluto. Es razonable pensar que cualquier proceso natural que podamos definir con modelos matemáticos pueda ser repetido por medios mecánicos. Huesos, músculos, pulmones; son todos órganos que se mueven, ejercen fuerzas y responden a tensiones, todo esto es reproducible en cierta medida. Por el hecho de que la acción de un número de resortes y palancas cause que una melodía suene en una flauta, no estamos «creando vida» como usted dice. Incluso es concebible el poder idear mecanismos de toma de decisión, que permitieran a esa máquina que hemos visto, por ejemplo, escoger tocar una canción en lugar de otra según la información que le suministráramos. —El azul de los ojos del teniente Hamilton-Smythe se volvió gélido ante esa afirmación—. Sí, conferir algunas capacidades volitivas a una máquina, no parece inconcebible, y eso en cierto modo es inteligencia, pero no vida. Eso está en el alma, y el alma es otra cosa más que movimientos mecánicos. La bondad, la caridad, el honor, incluso la conciencia de uno mismo... son patrimonio del espíritu del hombre e imposible de emular; no hay ecuación que defina el alma, salvo quizá en el pensamiento del Señor. Es en el hálito divino donde reside la vida tal y como la conocemos, no en la inteligencia y sus funciones. Sería como decir que imitamos al Creador porque enseñamos a nuestro perro a traernos un palo. Hacer ese pato, es hacer un simple juguete para niños, ¿no le gustan los niños...?

—Por supuesto que es imposible crear vida. La ofensa está en el intento, no en la consecución. Y no me diga que no es esta la intención de estas obras. Tras la apariencia de simples juguetes, hay un propósito malsano. Ese flautista y ese pianoforte que toca solo, ejecutan piezas de arte, y el arte es una capacidad superior, patrimonio del espíritu humano y que por tanto emana de Dios.

—Solo interpretan las piezas, no las crean. No veo que la intención de Vaucanson y todos estos grandes científicos y artistas fuera usurpar el puesto del Señor con estas obras, más bien tratan de embellecer el mundo, causa noble donde la haya, y avanzar en el conocimiento del movimiento, la dinámica, la mecánica o la propagación del sonido. Podemos reproducir movimientos simples, hasta cabe dentro de lo razonable imaginar máquinas capaces de resolver problemas más complejos como le digo, ya se han hecho cosas así. Ahora bien, imitar funciones superiores, propias del espíritu...

—Está usted en un gran error, mi incrédulo amigo.

El hombre que así los abordó en la puerta del Spring Gardens, y que al parecer había atendido a la conversación entendiendo solo la esencia de esta, supongo, puesto que la charla se desarrollaba en una extraña mezcla de francés e inglés, era de todo menos insípido o ramplón. A su paso las miradas de los presentes giraban y los comentarios se arremolinaban. Si ninguno de los cuatro reparamos en él fue, en el caso de los caballeros por el entusiasmo que ponían en sus palabras, y en el mío porque se acercó por mi flanco izquierdo. Era un hombre alto, más que Torres. Aunque ya andaba muy entrado en la cuarentena, mantenía un aspecto envidiable, ayudado por el abundante maquillaje con que se acicalaba: pelo negro y espeso, aspecto sano y bigote espectacular adornando su cara. Iba vestido con un estrafalario uniforme militar azul, con entorchados dorados, que le daba un aire aún más bizarro. A sus pies, atados por gruesas cadenas se movían nerviosos dos enormes sabuesos, que hacían incomodo mantener la mirada en su amo. El magnetismo del sujeto era innegable, hasta tal punto que pese a la posible falta de elegancia al entrometerse en conversación ajena, nadie se ofendió, todo lo contrario, en mayor o menor grado en cada uno el extraño sujeto ejerció cierta fascinación. No en mí. Yo vi al Monstruo en su mirada, algo más viejo, pero era él. Otra vez.

—¿Señor...? —preguntó De Blaise.

—Creo que el caballero extranjero dudaba de que se pudieran reproducir funciones elevadas —me apresuré a traducir a desgana a Torres las palabras del Monstruo—, las propias del espíritu, con máquinas semejantes a las que aquí vemos. Pues no es así y puedo probar lo que afirmo.

—Tumblety —lo reconoció De Blaise, sorprendiendo a su amigo, a quién le aclaró—. Es ese curandero que fascina tanto a Cynthia.

—«Médico indio», así me gusta considerarme, aunque no me son desconocidas las disciplinas de la medicina... más convencional. Frank Tumblety, a su servicio. —Se destocó para saludar.

—Cierto —dijo De Blaise—, dicen que sus tónicos son milagrosos.

—Gracias, solo trato de ayudar a mi prójimo, aliviar sus males en la medida que mis conocimientos me lo permiten. He escuchado su debate, y espero disculpen mi intrusión en ella, que creo de lo más oportuna. No cabe duda de que hablo con hombres de cultura, y siendo así sería cruel mantenerles en su error. Es posible construir máquinas que emulen el comportamiento humano, hasta el más elevado y honorable.

—Absurdo.

—Puedo mostrarles una.

—Eso no es posible, además de ser algo sumamente inmoral —insistió Hamilton-Smythe—. Aunque debiera ser más preciso al referirse a emular «un comportamiento elevado».

—El más elevado, el don supremo que Dios dio a los hombres: la razón. Puedo mostrarles un artefacto capaz de razonar, de pensar por sí mismo, y de superar a cualquiera de nosotros en una prueba intelectual.

Torres pareció muy interesado por el alarde de Tumblety en cuanto se lo traduje.

—¿A qué se refiere?

—Existe como les digo una máquina capaz de derrotar a cualquiera de ustedes, caballeros inteligentes e instruidos, en un reto en el que solo participe el intelecto.

—¿Una máquina? —dijo De Blaise—. Algún juego de prestidigitación. ¿Qué clase...?

—En absoluto. Pueden examinar el ingenio a su antojo, ni trucos, ni hilos, ni trampas.

—Imposible —se mantuvo en sus trece el teniente Hamilton.

—Muy seguros les veo, caballeros. ¿Apostarían algo? Puedo detectar la audacia donde la veo, y no creo que ustedes se acobarden...

—Por supuesto que apostaré lo que sea, señor —bramó Hamilton-Smythe, llevado por la fuerza de su sangre—. Usted dice que una máquina de relojería puede pensar, y vencerme...

—Un momento, amigos —serenó la situación Torres—. No sabemos de qué clase de desafío estamos hablando. Debiera aclarar usted los pormenores... sea más preciso.

—Por supuesto. Esta es la máquina.

De su amplia y decorada guerrera sacó un estereoscopio, colocó una imagen en él y lo tendió para que los caballeros lo examinaran. Torres estaba a su derecha y fue el primero que tomo el artilugio. Miró con desgana, más atraído por el ingenioso artefacto óptico que en lo que se pudiera ver a través de él, hasta que contempló la imagen tridimensional de un hombre exótico sentado ante un tablero de ajedrez, entonces su interés se centuplicó.

La imagen no era de gran calidad aunque el efecto tridimensional sobrecogía, más aun tratándose del retrato de un lugar tan inquietante. Era una habitación demasiado oscura para la cámara que había tomado las dos instantáneas necesarias para realizar la estereografía. Aun así se distinguían las paredes de un sucio sótano, o un almacén, tan feo y lóbrego como este en el que mis achaques me confinan. En medio, en primer plano, había una enorme mesa, un escritorio grande sobre el que descansaban dos altos candiles custodiando un tablero de ajedrez con las piezas dispuestas para iniciar la partida. Tras la mesa, mirándonos con ojos muertos de porcelana, había un turco de tez oscura ataviado con gran lujo. Llevaba un turbante plateado en la cabeza, rematado con una gema que sostenía una pluma en el centro, y vestía un amplio abrigo o casaca acabada con pieles bajo el que asomaba una camisa de seda estampada. Su brazo derecho reposaba junto al tablero, el izquierdo sostenía una larga pipa que se llevaba a los labios.

Cuando Torres apartó la vista tenía expresión sorprendida.

—El Ajedrecista.

—Ajedrez, por supuesto. ¿Conocen algún otro juego que sea un perfecto reto entre inteligencias? Pues bien, les aseguro que esta máquina, la creación de un genio o un místico, no sabría decirles, es capaz de derrotar a cualquier hombre de carne y hueso.

—Es de todo punto imposible que un mecanismo gane a un ser humano al ajedrez —dijo Hamilton-Smythe mientras contemplaba la imagen—, a menos que sea por pura casualidad.

—Una partida a cada uno de ustedes tres. —Me ignoró, y no sin cierta razón, pues ni sabía nada del juego ni hubiera podido entender sus reglas por muy claras que me las explicasen—. Y dispondrán de cuantas revanchas deseen, les aseguro que perderán todas.

—En mi caso no sería sorprendente —siguió De Blaise—, un chimpancé ciego me ganaría, pero Harry es un maestro...

—Apostemos entonces si tan seguro está, teniente; cubriré las apuestas de los tres. Su prometida —dirigiéndose a Hamilton—, la señorita William, me ha encomiado más de una vez su valentía. Un joven oficial tan apuesto, no temerá una partida de ajedrez. Una guinea por juego, con todos ustedes...

—He oído hablar de esas máquinas ajedrecistas —dijo Torres—, fueron populares hace tiempo. Temo que la mayoría no sean más que trucos, marionetas. Y esa parece ser el Ajedrecista de Maelzel, era un muñeco de un turco.

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