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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (10 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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Algo apagado y extinto desde la infancia debió prender en mi cabeza. Rápido, sabiendo que contaba con poco tiempo antes de ser disciplinado por mi deserción, el que empleara Potts en apaciguar a sus clientes enfadados por la espantada, fui a por ellos y lo abordé:

—Dis... dis... señor, ¿p... puedo ayu... ayudarle? —Me hice entender bien en la lengua de mis antepasados, pese a los años sin usarla. Parece que las lesiones en el cerebro que entorpecían mi raciocinio hasta convertir cada pensamiento en un doloroso parto, conservaban mi memoria, o ciertas partes de ella, en excelente estado. El hombre me miró desde su altura, solo desde la física. Aunque la talla moral del caballero superaba la mía, aunque era innegable que mientras yo había crecido alimentado por la ignominia, el espíritu de este hombre se había nutrido de generosidad, bondad y sabiduría, no me despreció con la mirada, en ella solo vi gratitud. Era la primera vez que alguien me daba las gracias, supongo que también era la primera vez que yo hacía algo por alguien.

—Gracias a Dios —dijo—. No imaginaba encontrarme a nadie que hablara español por aquí. Trataba de decir a esta señora que...

—Nnnnadie habla su id... idioma en Lili... Londres.

—El problema de las lenguas, sí... —empezó a divagar—, cuánto avanzaría este mundo si no estuviéramos sumidos en una Babilonia... ¿ha oído hablar del Esperanto?

No entendí nada, ni Eliza, que me miraba con más abulia en su cara de lo habitual, si eso era posible.

—¿D... d.. .de d... dónde es us... ted? —dije yo.

—¡Eh! —gruñó ella.

—Español...

—¿O,— q... qué quiere?

—Sí. Trataba de explicar a esta amable señora que busco el... Spring Gardens, pero creo que me he perdido.

—Mmmme temo... q... q... que así es. —Sí, el callejón de Potts era el polo opuesto al Spring Gardens. El lugar que buscaba Torres, aun estando muy cerca de mi exhibición de atrocidades, distaba tanto de ella como el cielo del infierno. Era una iglesia remozada hacía un siglo por James Cox, un afamado artista e inventor que convirtió la capilla en un museo para sus creaciones. Tres meses atrás ese museo había sido reabierto de nuevo, no sé si bajo la tutela de sus herederos, pero sí con el mismo espíritu que el original; una feria de estilo mucho más edificante que la del señor Pottsdale. Según contaban, por supuesto que yo jamás la había visitado, el lugar era una recopilación de los mayores prodigios científicos y artísticos de la humanidad, los del señor Cox y los de sus discípulos así como obras de todos los genios europeos de varias décadas. Solo un viajero perdido y desconocedor del idioma podía acabar aquí yendo allí. Me gustaría a mí no equivocar el camino al final de todo, e ir abajo en lugar de arriba, si es que no estoy ya en ese final—. El lugar q... q... q... está m... muy cerca. Veng... venga con... conmigo.

Eché a andar hacia la calle, ligero pese a mi caminar de borracho. Eliza gritó algo: «Cara Podrida me dijo, así solía llamarme, y—: ¿Qué crees que haces?», todo ello aderezado con multitud de lindezas. Yo seguí adelante tirando de la manga del extranjero, que se disculpó con el sombrero ante «la dama» mientras me seguía.

—D... déjela... iba a... ro... robarle.

—Oh... Muchas gracias por su ayuda en ese caso. Es usted muy amable, solo será necesario que me indique.

—Somos... p... p... paisanos. —La sonrisa del español aumentó, sin duda mi acento revelaba más que mis palabras. Me enfadé, no me gustaba que se rieran de mí—. Yo nnnn... nací aquí —mentí—, p... p... pero mis... ab... abuelos eran de Esp... Esp...

—Entonces en efecto, casi somos paisanos.

Salimos del callejón al empedrado húmedo del exterior al tiempo que Potts abandonaba su cuarto bastón en mano para ajustarme las cuentas, después de que la pareja de caprichosos se las ajustara a él, imagino. Londres es frío y desapacible en otoño, y muy concurrido a esas horas del mediodía, todavía algunos muchachos voceaban las ediciones de la mañana con las listas de los muertos del
Princess Alice
, mezcladas junto a las noticias de una nueva aparición de Jack, el demonio que aterraba a las mujeres de Londres desde hacía mucho tiempo. Chismes y horrores reales entremezclados en la prensa eran ojeados por personas despreciables que esperaban entrar en el callejón de Pottsdale, y por buenas gentes que iban de visita a Spring Gardens, o a ocuparse de asuntos comunes, que aunque yo lo ignorase, podían ir más allá de hurtos y tropelías. Mi mundo era feo y así veía a mi ciudad. Nunca me gustó, me parecía sucia y malhumorada, peligrosa; ese era el Londres que yo conocía. Llegué a odiarla aún más diez años después, y con todo, la amé a un tiempo.

—¿Qué le... t... trae p... por aquí, s... señor...? —pregunté.

—Torres. Oiga, no es preciso que me acompañe... —respondió él.

—N... no. —Me detuve—. N... n... necesita ayuda, y... y yo... ¿Algo mmmalo?

Lo miré desafiante, sabedor de lo que turbaba mi media cara. Suponía que asqueado, el tal Torres trataba de zafarse de mi incómoda presencia, como tantos otros. Por Dios, intentar deshacerse de mí, que estaba evitando que le robasen... nada más lejos de la verdad. En la mirada del español no había ni una sombra de desprecio, ni rastro de la repugnancia que pudiera provocarle mi aspecto, tan solo el sincero apuro ante mi arranque de generosidad.

—En absoluto —dijo mientras se protegía del frío entre el cuello de piel de su abrigo—. Le vuelvo a agradecer tanta molestia. ¿Su nombre era?

—Rai... Raimundo. ¿Q… q... qué le trae p... por...?

—Como le dije... oh, se refiere a su país. Llevo varios meses viajando por Europa, conociéndola, disfrutando de su arte y sus paisajes. —Viajado, bien vestido, un diletante rico, no puede evitar que mi instinto de criminal se agudizara.

—Aquí... no hay p... pa... paisajes. Yo p... p... puedo acom... acom... llevarle hasta Ep... Epping Forest, es b... bonito. ¿Art... art... artttista?

—No. Ingeniero.

—Aquí. —Le indiqué la fachada de lo que fue una iglesia sobria, acogedora pero muy seria. Esta austeridad contrataba y magnificaba la fulgente belleza que se escondía en el interior, belleza que en condiciones normales jamás podría haber estado a mi alcance.

La entrada en Spring Gardens era exorbitante, diez chelines y seis peniques que Torres no dudó en pagar, subvencionando así mi acceso al paraíso del genio del hombre. El portero me miró con mala cara, pero Torres abonó con naturalidad la tarifa ignorando los reparos que mi presencia provocaba en los empleados del museo y ambos franqueamos la entrada. Dentro oculté mi rostro desfigurado tras mi máscara de cuero (ya hacía tiempo que no usaba el viejo saco) avergonzado por cómo afeaba mis deformidades tanta hermosura. En todos los años de mi vida no he visto nada tan bello como lo que descubrí allí dentro, con la excepción del angelical rostro de cierta joven. Magníficas pinturas adornaban el techo del que colgaban candelabros de cristal, suntuosos cortinajes escarlata arropaban las paredes hasta el suelo, brillante como un espejo. Un buen número de caballeros distinguidos acompañados de damas envueltas en bonitos azules y alegres verdes se paseaban por las salas, sonrientes, desprendiendo elegancia en los andares y en los gestos. No podía creer que la gentuza chillona y ordinaria que frecuentaba el callejón tuviera algún parentesco taxonómico con estas criaturas hechas de gentileza y buenas maneras.

Todo ese ambiente agradable que me envolvió era el perfecto marco para lo que allí se exhibía, objetos que eran el fruto de todo lo bueno del hombre, como yo lo era de todo lo malo, y cuyas imágenes aún me acompañan en los momentos de dolor y me dicen que pese al horror, el hombre está dotado para lo sublime.

En las paredes, en las salas anejas, por todas partes había pavos reales de plata que abrían su cola enjoyada, cisnes brillantes que aleteaban, delicadas bailarinas o pequeños tigres de oro que enseñaban, furiosos y regios, sus colmillos refulgentes. En una esquina había una estrella que se movía centelleando por las miles de gemas que la adornaban, y que no despertaron en mí codicia alguna, sino admiración. Había una estatua de un muchacho con una piña en la cabeza que se abrió para mostrar un nido de pajaritos piantes, y relojes con curiosas figuras sacramentales y apocalípticas moviéndose alrededor en mesas dispersas aquí y allá, extraños péndulos oscilando, instrumentos prodigiosos, y hasta un sillón donde un anciano caballero se sentó y exclamó gozoso y sorprendido entre aplausos de los asistentes, aliviado por obra de esa delicada ciencia de alguna dolencia que sufría.

—¿Q… q... q… qué es...? —susurré, y el amigo Torres a mi lado, tan embelesado como yo o más, puesto que el conocimiento le permitía saborear los prodigios que nos rodeaban con paladar más educado, me respondió.

—La obra de Cox, de Joseph Merlín, de muchos otros; autómatas.

—Es... ¿mag... brujería?

—En absoluto, don Raimundo: es ciencia. Ingenios mecánicos de exquisita precisión. —Y belleza. La delicadeza con que aquellos artefactos estaban construidos saturó la capacidad de asombro de una criatura tan poco acostumbrada a lo bonito como yo. Continuamos paseando en ese taller de las maravillas. En una habitación cercana se había improvisado una sala de conciertos sobre cuyo escenario brillaba un extraño y enorme artilugio, cuajado de trompetas, clarinetes, instrumentos de cuerda y percusión, sumergidos todos en un entramado mecánico inextricable; una orquesta completa y mecánica. En un atril a la entrada del auditorio descansaba el programa de conciertos.

—¿Le agrada la música, don Raimundo?

—Rrrr... Raimundo. —Me quedaba grande el «don».

—Parece que van a interpretar una pieza de Beethoven con este... Panharmonicon. ¿Le gustaría asistir...?

Yo miraba absorto un calidoscopio que reposaba en una mesa contigua, invento que siempre hace las delicias de niños y mentes débiles como la mía, cuando la atención de Torres reparó en otra cosa y se olvidó del extraño instrumento. Era música también, pero de una simple flauta. Una dulce melodía estaba siendo interpretada por la estatua de un flautista sentado sobre un pedestal. La gente rodeaba al autómata y al señor Davies, actual y orgulloso propietario de Spring Gardens, que lo presentaba.

—El flautista de Vaucanson. Esta muestra es mejor de lo que esperaba. — Torres parecía conocer bien esos aparatos. Nos acercamos y él quedó ensimismado mientras Davies manipulaba la máquina y otra melodía empezaba a sonar. Yo estaba más interesado en la reproducción de una batalla que teníamos al lado, con sus tropas dispuestas a tomar una plaza fortificada, los cañones humeando y la caballería cargando sobre una superficie de más de cinco pies... perdone, me cuesta acostumbrarme; dos metros. Cada soldado cabía en mi mano. A Torres parecían apasionarle más esas reproducciones de metal de músicos.

Davies continuó con la muestra conduciendo a su audiencia hacia otro autómata, esta vez un pato de primoroso acabado: el también famoso ánade de Vaucanson, anunció. El animal agitaba las plumas, pero eso no era más que adorno, un añadido al verdadero prodigio del pato mecánico, afirmó Davies sin ahorro de florituras verbales que yo sí evitaré aquí. El animal artificial era capaz de comer, digerir el alimento y excretar los residuos.

—¡Qué necedad! —Un joven oficial, rubio, agraciado en extremo y de ojos encendidos, que asistía al lugar junto con un compañero de armas, ambos engalanados con el elegante uniforme verde de fusileros, soltó ese exabrupto que destacó sobre las expresiones de asombro e incredulidad de la concurrencia.

—¿Algo le incomoda, teniente? —preguntó Davies sin alterar un ápice su actitud amable y hospitalaria.

—Por supuesto que me incomoda algo, señor mío, a cualquier hombre de bien, temeroso de Dios, molestaría semejante burda emulación de la obra del Creador. Un pato de metal que come y... por todo lo sagrado... defeca. ¿Qué más monstruosidades tiene en su casa de los horrores, señor Davies? ¿Una cabeza parlante?

—Puede ver una junto a la entrada, teniente. —Todos rieron la respuesta de Davies. Me llama la atención que entonces no cayera en lo paradójico de que ese oficial, al que más adelante llegara a conocer mejor, llamara «casa de los horrores» a Spring Gardens, estando tan cerca de los auténticos espantos de Potts. Para cada cual las pesadillas tienen distintas formas.

—Disculpen a mi camarada —intervino el otro teniente que lo acompañaba, algo mayor, de pelo oscuro como su fino bigote y menos apuesto, aunque con un aire más mundano en la mirada—. Está en vísperas de su boda, por lo que se encuentra en un estado de ánimo un tanto inquisitorial.

Más risas. Torres, que apenas se enteraba de nada, sí percibió la violencia de la situación en cómo el rostro del teniente objeto de burlas se encendió. Me preguntó, y yo le hice de traductor lento pero veraz, pues mi cabeza nunca ha sido capaz de mentir por falta de imaginación, no por sinceridad. El oficial de pelo claro, molesto con la intervención de su compañero, trató de decir algo, pero Davies lo interrumpió una vez más.

—No hay problema, teniente. Esto es solo fruto del cerebro y las manos de hombres excepcionales, no de sortilegios del diablo.

—No me tome por ignorante, señor. Es de las manos y las mentes de los hombres de donde mana el pecado —dijo, furioso por las guasas y abochornado por la atención que recibía de todos los presentes. Yo no perdía ripio, pendiente de la conversación para traducírsela a Torres. Davies dio a entender con un elegante ademán que en ningún momento trataba de ofender al oficial, y dejando atrás cualquier posible riña, volvió a atender a su animal mecánico. Manipuló algo en el pato y este agitó la cabeza, picoteó el grano que había en un plato junto a él y lo tragó. Como se había anticipado, la criatura de metal empezó a excretar los desechos de su fingida digestión entre aplausos de la concurrencia.

No pude contener la risa. Ver aquellas señoras encopetadas y a sus acompañantes aplaudiendo al presenciar cómo caga un pato era lo más cómico que había visto en mi vida. El teniente iracundo reparó en mi risa, en mi máscara y en mi mugre, y reaccionó con la misma hostilidad que ante el pato cagón de metal.

—Señor, ¿algo de mí le resulta divertido?

En cualquier otra situación un desplante así no lo hubiera tolerado sin responder, y no con la palabra. El uniforme, la limpieza del lugar, los buenos modales, todo eso me tenía muy acobardado; la actitud agresiva del militar hizo que me acurrucara, como cuando aguardaba resignado los bastonazos de Pottsdale. Torres se apresuró a socorrerme. Aunque el teniente no pretendía dañarme en absoluto, nada más contrario a su carácter que agredir a un desvalido, el español trató de sacarme del posible apuro. Difícil tarea sin conocer el idioma, su traductor, un servidor, estaba demasiado confundido para ejercer mis nuevas e improvisadas funciones. Por fortuna ambos militares eran hombres de alta extracción y muy cultivados, y hablaban francés con cierta fluidez. Así pronto entendieron las excusas que Torres dio en mi nombre.

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