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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (5 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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»Finegan mandó atacar regimiento tras regimiento, el sesenta cuatro, el treinta y dos, el sexto... mientras nosotros aguijoneábamos con nuestras andanadas. Los yanquis flaquearon y fue nuestro turno de avanzar. Mis pies se movían, pero el corazón quedaba atrás. El miedo me atería los dedos mientras hacía girar las pesadas ruedas del armón sobre el suelo seco cubierto de agujas de pino, ayudando al par de caballos, únicos que quedaban de los seis que iban uncidos cuando salieron de Georgia. La matanza gobernaba en el campo; allí en la estrecha franja por donde circulaba la vía no había lugar donde parapetarse, y fue en ese infierno donde tuvimos que detenernos. Me tiré cuerpo a tierra y empecé a disparar mientras los cañones tronaban a mi lado. Me temblaban tanto las manos que apenas tenía fuerza para cargar, y las balas caían al suelo, tres por cada una que metía en la carabina. Un oficial tras de mí mantenía en marcha a los hombres, no dejaba que las piezas descansaran, disparando una y otra vez, gritando más fuerte que las bocas de los cañones. De pronto dejó de dar órdenes. Alcé la vista y vi que la sangre la salía por el cuello, parecía haber perdido la garganta por completo y su cabeza estaba a punto de caer rodando, pero él no se daba cuenta. Se agitaba, movía los labios en silencio, incapaz de pronunciar palabra, como los actores en el cinematógrafo. Estaba muerto, y tardó un tiempo en entenderlo.

»—¡Aaaaaaaaaaadelante! —gritó Holland, o creo que gritó, porque el estruendo de la artillería no me dejaba oír ni mis propios jadeos aterrorizados. Avanzamos una vez más. Los pífanos y tambores apenas se hacían hueco en la atroz fanfarria de gritos, trote de animales y estallido de bombas. Los yanquis se habían rehecho y aguantaban ahora donde antes habían retrocedido, no dejaron que avanzáramos ni diez pasos. El que más y el que menos andaba buscando balas que usar entre los muertos, bien podían recoger las que yo desperdiciaba. Desesperados, viendo que la jornada estaba sobre el fiel, y que la ausencia de munición iba a decantar a la fortuna hacia los federales, las órdenes de los suboficiales eran desoídas. Los de Florida nos topamos con un muro de negros que peleaban como demonios. Hacía una hora, los nuestros habían aniquilado a un regimiento entero de negros bisoños, pero estos eran otra cosa, estos estaban furiosos y peleaban con denuedo inusitado. Si hubiera quedado una gota de agua en mi cuerpo sediento, me hubiera orinado encima.

«Disparé y fallé, y al momento los demonios negros se nos echaron encima. Habían salido a la carga como nosotros, sin esperarnos, acción esta no solo valiente, sino inteligente, pues mala defensa tenían en sus posiciones. Llegó el cuerpo a cuerpo.

»Oí tras de mí un fuerte estallido; una de las cuatro piezas de la batería que acababa de dejar atrás voló. Alguno de los sirvientes se había equivocado; el cansancio, el esfuerzo por aumentar la cadencia de tiro sin dejar enfriarlo, o el cañón ya andaba viejo y quejoso de tanta guerra y no pudo más. Todos nos tiramos cuerpo a tierra. Apareció un negro enorme dispuesto a clavarme al suelo con su bayoneta. Lo golpeé con la culata de mi fusil descargado en la entrepierna, y cuando cayó volví a darle en la cara hasta que dejó de tener formas reconocibles. El miedo me hacía herirlo una y otra vez, asegurarme que no se levantara. Grité de miedo, no de ira. Tenía que escapar.

»Casi ninguno teníamos bayoneta, así que en el cuerpo a cuerpo andábamos en precario. Cuando recobre el sentido le quité el fusil a mi negro muerto y acerté a otro con él en la espalda. El único pensamiento que me guiaba era que si mataba a todos esos salvajes, vería amanecer al día siguiente. Mi última presa alanceada por retaguardia portaba un revólver, esa arma puede cambiar el sentido de una pelea. Se lo arrebaté. Disparé los seis tiros sobre otro negro que pidió piedad tras el primero.

»—¡Aguirre! —me gritó Holland, que luchaba a mi lado—. ¡Ahorre munición! —Y ordenó replegarnos. Nos masacraban. La brigada Bonaud sangraba más que todo el Sur, ochenta o cien hombres murieron allí, y yo solo tenía la mente puesta en los pantanos de mi izquierda. Llegaba mi oportunidad, volver a los cenagales, a la soledad que tanto añoraba.

»No, los meses de aislamiento no me habían vuelto completamente obtuso. Sabía que mi cabeza estaba sobre mis hombros por una conjura del azar. Si me volvían a atrapar desertando, aparecerían postales mías colgando de un pino aquí, en Georgia, en Louisiana y en toda la Confederación. Me daba tanto miedo huir como quedarme.

»Con la urgencia de una derrota inminente volvimos a nuestras posiciones de origen conservando cierta organización. Holland nos animó a apoyar a los artilleros. Muchos de los sirvientes de las piezas habían caído o temblaban inoperantes, y era necesario redoblar el fuego sobre esos negros. Todos empezamos a cargar las balas, limpiar y enfriar el cañón, cebarlo, y devolver disparos a los yanquis. En mi batería solo quedaban dos cañones funcionando, «Napoleones» de doce libras, el tercero andaba a medio ritmo por falta de dotación. Me puse en él.

»—¡Coge la lanada! —me gritó el artillero con la cara renegrida por la pólvora—. Y mójala bien, que hay prisa. —La agarré apresurado, un palo con un hatillo de trapos que debía empapar en un cubo de agua y meterlo por la boca del cañón, para enfriarlo y limpiarlo. Un doce libras debía poder disparar dos veces por minuto sin estallar, si se refrigeraba bien, y necesitábamos más cadencia.

«Recordé la voladura de la cuarta pieza, los heridos con una pierna o un brazo perdido que pasarían el resto de la guerra en un hospital, como los que vi en Yorktown, mutilados, vivos. No mojé la lanada, me quedé quieto, mirando el cubo de agua a mis pies.

»Otro desgraciado tan asustado como yo traía la bala.

»—¿Ya está? —me preguntó. Dije que sí y la dejó caer por el alma del cañón. Oímos disparos que rebotaron en el bronce y uno fue a dar en el improvisado sirviente, que cayó gritando.

»—¡Fuera de aquí! —aullaba presuroso el artillero—. Sacad a este herido. ¿Cargado? —Me preguntaba a mí. Nadie había visto nada. Dije que no, que tenía que limpiar el cañón todavía. El artillero me gritó enfadado y se fue por una bala más. Encontré bajo el cañón un estopín preparado para prender. Lo enganche a la lanada y apreté con el proyectil que ya había dentro. Noté el bronce ardiendo. Llegó el artillero con la segunda bala y la metió—. Aprisa, ponte atrás —me dijo.

»Me coloque junto al asta que servía para empujar la pieza tras su retroceso. Me aparté, despacio, mientras el artillero daba fuego al cañón. Corrí perseguido por la mirada de alguno, mucha gente corre asustada en un campo de batalla, no resulté llamativo. Necesitaba distanciarme de la pieza, solo quería perder un brazo, o una pierna... algo que me dejara inútil para matar y para morir. La explosión me cegó. No noté dolor, tan solo el golpe más fuerte que jamás he recibido, que me tiró al suelo, y un zumbido permanente que aún oigo en pesadillas. Respiré dos veces, una tercera; estaba vivo, vivo y lisiado seguramente. Me llevarían al hospital, guapas enfermeras de Richmond sanarían mis heridas, me condecorarían... se acabó la guerra.

»Me incorporé. Tenía piernas, y brazos y... me faltaba la cara. En lugar de rostro tenía ese horrible amasijo húmedo que me ha acompañado la mayor parte de mi vida. Las prótesis han mejorado mucho, es obvio que soy una autoridad sobre este campo; entonces, en Olustee, al norte de Florida, al pobre Raimundo Aguirre le habían arrancado la cara. Salí corriendo, aullando sin ver, buscando auxilio, llamando al capitán Holland, a Drummon, a mi tío el bombero de San Agustín. Corrí durante mucho tiempo hasta que tropecé con algo, caí sobre tierra húmeda, que debí humedecer aún más con mi sangre. Pensé en los pantanos, pensé que Drummon me perdonaría y me curaría con esas hierbas que me enseñó, esas que sanaban todo. Gracias a Dios perdí el conocimiento.

»Así me capturaron los yanquis. Parece una broma; ganamos en Olustee, repelimos a los federales, no volvieron a entrar en Florida por el resto de la guerra, que ya a punto expiraría, y yo fui capturado por el enemigo que huía. El único prisionero que hicieron los yanquis esa jornada. No sé cómo, tal vez mi ceguera y la locura me llevaran a correr muy lejos y muy rápido, no sé. Desperté en el hospital, en Jacksonville, sin ojo izquierdo, sin oído, sin nariz, y con la cabeza fracturada pero vivo; y lejos de la guerra al fin.

Los dos hombres suspiran al unísono, como si hubieran estado aguantando la respiración durante toda una hora.

—¿Conmovidos?

—Mucho, sin duda, señor Aguirre —dice Lento—. Lleva más de media hora contando horrores de guerra. Cualquier hombre... con sangre en venas, como dicen ustedes, se conmovería...

—Sí, amigo, la guerra no es honor ni gloria, nada de eso. Es el imperio de la sinrazón, a través de la que se manifiesta lo peor del hombre: el miedo y la cobardía. No se espanten aún, queda lo peor, mucho peor de lo que han oído hasta ahora... No me engañan, son hombres de mundo y esto que les he contado no deja de ser un reflejo más de la imagen que conocen; ya saben de la condición humana y sus muchas lacras, tienen edad y educación para haber presenciado, o incluso padecido, la crueldad, la mezquindad y cicatería, la miseria moral que conforma nuestra especie. No, su expresión severa no es de espanto por los males de la guerra, es desprecio hacia mí.

—En absoluto señor...

—Sí. Y no crean que me siento ofendido. Ustedes me están juzgando, eso es inevitable, todos somos rápidos en el juicio de las faltas ajenas y más morosos a la hora de pronunciar veredicto para las propias. Es cierto que maté a mis compañeros en esa explosión, no sabría decir a cuántos, y es igual de cierto que lo hice por cobardía, por infligirme una lesión que casi me mata y me dejó lisiado para el resto de mis días. No me defenderé de tales acusaciones: soy culpable, pero ya pagué mi deuda. No me refiero a mi larga vida penitenciaria, ni al dolor, ni a las humillaciones, ni a las taras en mi espíritu o mi cuerpo; eso solo sirve para consolar a la buena gente que sufriera mis desmanes, para proporcionar una venganza justa a parientes y amigos de aquellos a los que hice mal. La balanza de la vida no se equilibra con la mortificación y el sufrimiento, la deuda de mal ha de pagarse con bien, y con réditos suficientes. Eso he hecho yo: yo salvé al mundo del horror, o ayudé a ello, así que mi pasado ni me ofende ni me espanta, pues ya Dios ha borrado a buen seguro mis faltas en mi cuenta de deudas.

—Le aseguro que no le juzgamos —dice Alto—, los pecadillos de juventud...

—¿Pecadillos...? Es que también las hubo en la madurez. Dejemos de divagar y vayamos al verdadero horror, a donde comenzó todo, a la visión de unos hechos que cambiaron mi vida, a...

—Adelante, por el amor de Dios, vamos a donde sea.

—Vamos pues. Sobreviví a mis heridas por mi fuerte constitución, bendita sea, y por algún milagro. Me gusta pensar que Dios me reservaba...

—Para el futuro, para que obrara como lo hizo después por el bien de todos nosotros, ¿puede continuar? Se lo ruego.

—Voy. La impaciencia de la juventud... Mi cura no pudo ser fruto del buen hacer de los cirujanos yanquis. Conozco los milagros de la medicina y no se suelen dar en un hospital de campaña. El caso es que por mediación de Cristo nuestro Señor salí, sin media cara, con el ojo y el oído izquierdos perdidos, con una cojera en la pierna derecha y una debilidad general en todo ese lado. La mitad de mi cráneo andaba algo achatada, quemada, sin pelo, mis facciones desaparecidas. Con veinte años no es agradable convertirse en un monstruo, ni siquiera para un truhán analfabeto como yo. En las cárceles yanquis empecé a coleccionar motes:
Ugly Ray, Pudding Face, Rotten Face...
de todo. Acabé por ponerme un saco en la cabeza y hacerle un agujero para ver; así los apodos cambiaron algo: Espantapájaros, Cabeza de Saco... El mundo se volvió de pronto un lugar feo y oscuro, pasé de la guerra a otra clase de infierno casi peor. Infeliz. Aún era un pobre ignorante, un romántico que creía saber de los horrores del mundo.

»Estuve ocho o nueve meses rebotando de campo en campo. Primero en hospitales y luego en prisiones de mala muerte. Me volví un tipo violento, mi dificultad al hablar, mi deformidad, hicieron algo con mi alma, la torcieron y quemaron transformándome de muchacho asustadizo a hombre irascible, agresivo y peligroso. Una bestia, más cercana a mis viejos vecinos los caimanes que a un ser humano. Intente fugarme, no sé cuántas veces. Peleé contra guardias, enloquecido, intentando escapar para ir a ningún sitio. Por fortuna no herí de gravedad ni maté a nadie, de ser así hubiera acabado en la horca.

»En diciembre del sesenta y cuatro ingresé en la prisión de Old Capitol, en Washington. Acabé allí de rebote, supongo, o porque algún yanqui compasivo prefirió encerrarme ahí a colgarme, porque no era mi sitio. Allí había oficiales, mucho civil, espías, sospechosos de rebeldía, asesinos de yanquis... incluso había yanquis traidores o prófugos; pero reclutas pocos, y reclutas deformes menos. Allí estuvo la preciosa Belle Boyd,
la Belle Rebelle
, la espía más famosa de la Confederación con quien nunca me encontré, a mi pesar. También ingresaron varios generales, y hasta el mismo John Mosby y su banda de rebeldes. A esos sí los vi, eran como la aristocracia entre nosotros. Mosby, que había dado problemas a los federales tanto como pudo, que acabó trabajando para el gobierno terminada la guerra, era un héroe para todos... continuó.

»Fue un invierno muy frío ese, y supongo que las bajas temperaturas acabaron con mi genio. Me encerraron en la habitación dieciséis, en el segundo piso de Old Capitol. La prisión constaba en realidad de dos zonas: el Old Capitol propiamente dicho, un edificio grande que tuvo destinos mucho más nobles en el pasado, con cuatro plantas encaladas en blanco hasta la mitad de la fachada y tejado a dos aguas, y el Carroll, otro pabellón separado por el parque; los dos en medio de Washington. El Carroll estaba abarrotado, ambos lo estaban, pero en este abundaban oficiales y civiles, incluso mujeres desdichadas que habían acudido en busca de parientes y acabaron ellas encerradas, acusadas de rebelión o alguna otra atrocidad, ese no era mi lugar. Compartí la habitación dieciséis del Old Capitol con otros veinte rebeldes de pasados sombríos, malas barbas y mirada perdida a través de la ventana que daba a la fachada este del edificio del Capitolio.

»Allí lo pasé muy mal, pese a que mi temperamento endemoniado se había doblegado algo con las palizas e insultos, siempre merecidos. Aquello era como la antesala del infierno. Éramos muchos, hacinados en las habitaciones del primer y segundo piso, cohabitando con yanquis, la mayoría recluidos en el piso inferior. Salíamos al patio una vez al día, dos en verano, al mismo patio, mitad tierra mitad pavimentado de adoquines, en el que se disponía el cadalso de las ejecuciones, que no fueron pocas durante el tiempo que permanecí allí. Aparte de eso, era casi imposible salir de los cuartos y nunca en grupos mayores de dos. Las habitaciones eran el paraíso de la podredumbre, cucarachas y otros insectos compartían nuestros camastros. La comida era escasa, se podía dar dinero a algún guardia para que trajera comida de la ciudad; era práctica habitual, incluso algunos vendedores voceaban sus ofertas a través de las ventanas, con el riesgo de acabar metidos dentro. La mayoría comíamos un rancho militar escaso. Decían que Lincoln, recién reelegido, había aprobado una ley para que a los prisioneros se les redujera la ración a la mitad; carestías de guerra. No sé si era cierto, si esa era la causa o se trataba de una venganza por lo que los nuestros hacían con los prisioneros federales en el campo de Andersonville...

BOOK: Los horrores del escalpelo
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