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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (2 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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Los visitantes, dos caballeros de punta en blanco y gesto adusto, flanquean al enfermo en pie y lo miran con algo más que impaciencia.

—Como lo oyen. Puedo decir el momento exacto en que todo cambió. Todos los que estuvimos allí presenciamos el fin de los tiempos sin ser conscientes de la trascendencia de los hechos a que asistíamos. Yo al menos no reparé en esta fractura de la historia hasta mi retiro, mis años de reflexión, hasta mucho pasar esos días ya antiguos que ahora tanto les interesan, llenos de sangre y de miedo. Esa guerra transformó el mundo...

—Disculpe —interrumpe el más grande de los dos, el del bombín pardo, al que a falta de nombre mejor y prefiriendo ocultar su verdadera identidad por tratarse de alguien eminente, le daremos el de «Alto»—. ¿Qué puede tener que ver esto con las muertes...?

—Mucho. —El viejo emite un sonido que pudiera ser un carraspeo, apenas forzado por su débil pecho. Luego continúa con voz grave, profunda, demasiado para su fragilidad—. Mis queridos amigos, mucho. Si de verdad quieren conocer los pormenores de aquellos acontecimientos deben atender a los orígenes. De lo contrario, si se quedan con la aséptica narración de los hechos, sabrán tanto de esta horrible historia como la cuchara conoce el sabor de la sopa, que diría un galés. Verán, les agradezco su visita, aquí nunca viene nadie, y entiendo la urgencia de la situación. No obstante, coincidirán conmigo en que el devenir histórico no es más que la confluencia de personas y sus actos, y es fundamental saber las motivaciones de los participantes en el drama vital de la existencia, quién de entre ellos se ve impelido a actuar por la luz de nuestro Señor y quién es arrastrado por las oscuridades del fondo de su alma. Para su desgracia sólo me tienen a mí de entre los protagonistas de estos episodios. No soy el principal actor, y más cercano a las penumbras que a las claridades he andado siempre...

—Señor, perdone que insista, pero lo que quería preguntarle es si está seguro de que en algún momento todo esto tendrá que ver con el Ajedrecista...

—Por otro lado —continúa molesto por la interrupción—, hace mucho que no converso con nadie dispuesto a escucharme, y ustedes se ven forzados a prestarme toda su atención; comprenderán que no pueda dejar pasar una ocasión así, caprichos de viejo.

Ambos se miran impertérritos, nada dejan escapar a través de sus gestos severos, quizá el atisbo de una curiosidad que pugna por asomar. Alto mira al Cristo en la pared y el más joven dice muy despacio (debido a que no domina el español con fluidez, por lo que a partir de ahora le llamaremos con el no muy imaginativo y algo socarrón sobrenombre de «Lento»):

—Conforme, señor Aguirre. Se hará como a tú...

—A usted.

—Como a usted le convenga...

—Excelente. Pues les contaba que...

—... pero nos permitirá sentarnos, ¿sí? Parece que el relato será largo.

El anciano da golpecitos sobre los brazos guateados del sillón; es su modo de reír. No puede, o no debe, emitir carcajadas en su estado y así se manifiesta en las escasas ocasiones en que encuentra algo divertido.

Perdonen este esperpento de carcajada —dice al ver las miradas de los visitantes—. Pocas cosas han sido merecedoras de risa alguna en mi vida. Olvidé cómo reír y en su lugar adopto este palmoteo seco de arena cayendo en sepulcro. En cuanto a su acomodo, lamento que no haya otro mejor que un par de cojines que encontrarán tras el sillón. Este trono ahormado ya a mí no es tan espacioso como para que se sienten a mi lado, y mi enfermero, mi carcelero debiera llamarle, no es el hombre más hospitalario de Europa. Dudo que él les proporcione asiento alguno. ¿Qué les decía...?

—Hablaba de una guerra en la que estuvo —responde Alto, que queda recostado en la esquina junto a la puerta, resoplando.

—Sí. La guerra americana cambió el mundo.

—Se refiere a...

—Por supuesto, la Guerra Civil. Allí se inició el futuro. Sin duda no fue así con exactitud, lo sé, tal vez se trató de una manifestación del mudar de las cosas, el efecto y no la causa del tránsito de lo hermoso a lo gris; igual da, a mí se me antoja que sin aquella lucha todo hubiera ido mucho más lento. Aquel, mi conflicto patrio por excelencia, fue el principio de este plomizo, feo y perpetuo tornar que llamamos progreso, modernidad. Allí se peleó con caballos y afiladas hojas, pero también con armas de repetición, y con trenes y telégrafos, con barcos de metal y submarinos. Esa guerra fue la primera fotografiada y difundida en periódicos y postales, y todos los que allí sangrábamos y los que miraban desde Europa, nos sorprendimos ante el progreso y su barbarie. Incautos; aún no habíamos visto lo que las postrimerías del siglo nos traerían.

—Disculpe, señor Aguirre —interrumpe una vez más Lento, y ahora sí permite que una sonrisa trastorne la máscara de cera de su semblante—, parece que este... un discurso ensayado...

—No se equivoque, pollo. No necesito ensayo alguno, mi memoria es mucho más fiable que cualquiera de las suyas, de la de cualquier hombre cinco años más joven que ustedes; es lo único que aún conservo en plenitud pese a la edad. Por otro lado, el escribir mi biografía ya es lo último que me queda, languideciendo como estoy, así que tengo cada palabra de mi narración bien guardada. Ya está bien, cesen todas estas interrupciones, son ustedes los que andan apurados. —Con un gesto amable, le indican que prosiga—. Pues esto, que habiendo pasado mi mocedad en esos campos de batalla que anticiparon el avance de la humanidad, creo que soy el más apropiado para contar la historia del mundo, la que nadie conoce.

»Empezó hace mucho antes de mi nacimiento, que tuvo lugar el trece de octubre de mil ochocientos cuarenta y cuatro en San Agustín de La Florida.

—¿Esa es la fecha exacta? —dice el Alto, armado ahora de pluma y cuadernillo para tomar notas.

—Claro está, no les debe ser difícil comprobarlo. Busquen la filiación de Raimundo Thelonious Aguirre, recluta del Segundo de Infantería de Florida. Deben aún existir documentos sobre mí, al menos en diez o doce prisiones de todo el mundo. Lo mismo da, prosigo. Colegirán por mi apellido que desciendo de familia española, de los muy escasos españoles que no marcharon a Cuba cuando la Corona vendió La Florida por cinco cochinos millones de dólares, que ni siquiera se llegaron a cobrar. Cinco millones por el paraíso. Eso fue en el veintiuno, pero ya antes el control español era escaso; se había tenido que sofocar un intento independentista en el diecisiete, y en el dieciocho Jackson entró a fuego por el norte... maldita política.

»Desde hacía tiempo éramos pocos los colonos españoles en La Florida, menos de cinco mil, que nos manteníamos del dinero que llegaba año tras año desde Méjico, así que nadie pensó que la venta fuera un error. Deshacerse de un territorio que de facto no controlaban a cambio de la soberanía sobre Tejas, Nuevo Méjico y California no era mal trato, alejando en lo posible estos y otros lugares de la codicia yanqui. Nunca se debe menospreciar la avaricia de un pueblo. La Florida quedó desierta de población hispana, salvo por unos pocos, que como mi abuelo, dudaban de la vida que les esperaba de vuelta a casa. Especialmente reacio era don Luis Aguirre, el padre de mi padre, hombre por cierto acaudalado; vean así que mi origen pudo ser alto, bien alto, y así la caída hasta estas simas de la miseria ha sido mucha. Las tierras que mi abuelo tenía en San Agustín estaban empeñadas, entrampadas como todo el resto de su patrimonio debido a sus malos hábitos, que su hijo heredó y cultivó con exceso y poco juicio. El dinero que daba la Corona a título de resarcimiento por las tierras perdidas era inexistente, más para don Luis, que no gozaba con amigos en la corte, y no había un español de importancia que no fuera acreedor suyo. Volver a España era inconcebible, y marchar a Cuba era caer en manos de prestamistas a los que ya no podía disuadir con el valor de la heredad de los Aguirre, ni con su puesto o influencias, y que lo mandarían a presidio dejando a su mujer y a sus dos hijos en las calles de La Habana, sin posibilidad de sustento digno alguno. Así que mi familia tornó de española a norteamericana al tiempo que La Florida. De americanos no nos fue mejor que de españoles, todo lo contrario. Esas tierras que quisimos conservar se perdieron, y así, pudiendo haber nacido de hacendado pudiente, lo hice de un desalador que acabó con la piel quemada por la sal y el alma por la bebida.

»Poco interés tendría para los sucesos que nos ocupan la historia de mi familia, intrascendente, olvidable y olvidada, de no ser por el empeño del viejo Luis Aguirre de conservar algo de sus orígenes entre los suyos, mantenernos católicos y obligar a todos en casa a hablar español, convirtiendo esto en tradición. De ese modo, mi padre habló conmigo en su lengua natal y hasta con mi madre, nacida en Virginia, también se expresó siempre en español. Así este, el español, fue mi primera habla desde niño y me gusta pensar que tal circunstancia, además de permitirnos esta agradable conversación, propició el fin de un cáncer que hubiera acabado con la felicidad del mundo.

»No adelantaré acontecimientos, que aún queda trecho en el sendero. Cuando llegó la guerra y La Florida mandó a sus hijos a morir por la Confederación, yo fui con ellos. Escapé para enrolarme de casa de mi tío, un bombero de San Agustín que no quería saber nada de guerra, ya pasó las suyas siendo más joven en Méjico. Había ido a vivir con él cuando mi padre, tras llegar a la viudedad en virtud de un martillo pilón que él mismo empuñara, se dejó caer borracho en medio de la calle y tuvo la decencia, la única muestra de ella en toda su vida, de aspirar sus propios vómitos y morirse. Yo mismo, su unigénito, tuvo que ayudarlo a quemar el cadáver de mi madre y hacerlo desaparecer, y soportar a toda una comunidad señalándote, haciendo caer sobre ti la vergüenza de una madre fugada, ganándose la vida en cualquier calleja. Eso decían y yo callaba.

»No lloré a mi padre.

»Mi tío era a su hermano como el día a la noche. Bebía también, y era un miserable, pero la más profunda tristeza en lugar del odio era lo que removía el licor que a diario tragaba. No recuerdo bien qué me empujó a escaparme, la precariedad de mi existencia junto a mi pariente o el odio a los yanquis, odio imitado de lo que veía en la calle y no compartido por mi tío el unionista. Me alisté en los fusileros de San Agustín en... a finales de abril del sesenta y uno, con dieciséis años, solo habían pasado cuatro meses desde que Florida votara la secesión. Pocos días después de que a mis oídos llegaran las noticias del bombardeo del fuerte Sumter, en Carolina del Sur, yo salté por la ventana de casa del hermano de mi padre y no volví a ver jamás a nadie de mi sangre.

»Quise llevarme un recuerdo, eso sí, y para ello robé, iniciando así una larga y no muy provechosa carrera delictiva. Poco tenía el jefe de bomberos Aguirre que pudiera ser de valor, tan solo una moneda de plata de Judas, que acarreaba con él como amuleto desde la juventud, y que amaba más que a su difunta mujer. Por las noches la sacaba del bolsillo y la guardaba dentro de su Biblia bajo un tablón del suelo, en su cuarto. Tras la muerte de su joven esposa acostumbraba a conciliar el sueño gracias al whisky, eso junto a mi ya considerable habilidad para moverme en silencio, hizo que no me fuera difícil entrar por la noche, sacar la caja de madera con doble candado donde la encerraba bajo el suelo, forzarla y marcharme, dejando el libro sagrado, pero no su contenido. No estoy seguro de que no estuviera en el fondo movido por el rencor hacia su desapego, o para castigarlo por unionista, puede. Lo que más recuerdo es que mientras corría al alistamiento, apretaba la moneda de plata en mi mano, confiando en que si me iba mal, su valor me sería de ayuda. Pronto verán que hacerme acompañar por el símbolo de la mayor de las traiciones no fue afortunado.

»Todos éramos buenos hijos del Sur en los fusileros de Florida, muchachos del condado de Putnam dispuestos a patear un montón de culos yanquis. Yo no era una excepción en cuanto a mi edad; si me quedara algo de dinero les apostaría aquí mismo a que la mitad tenía tres o hasta cuatro años menos de lo que dijo al oficial de recluta.

»A principios de junio nos reunimos con otras nueve compañías al norte, cerca de Brick Church, al oeste de Jacksonville, ciudad que siempre recordaré con amargura. Allí se formó el segundo regimiento de infantería de Florida, al mando del coronel George T. Ward. Un caluroso lunes subimos todos al tren cantando Dixie, dispuestos a atravesar Virginia hasta Richmond, donde llegamos el veintiuno de julio por la tarde. Allí estuvimos cerca de dos meses, en un campo de adiestramiento... los mejores tiempos de mi vida. Estaba aprendiendo algo, formando parte de algo... veo por su expresión que no tienen mucho apego por la vida castrense, muy propio de la juventud actual.

—En absoluto, señor mío —dice Alto—, por lo que no tenemos apego es por perder el tiempo escuchando...

Lento apacigua el mal carácter de su compañero con un gesto, y con extrema amabilidad en el tono (tal vez sea que no sabe ser desagradable en español), trata de aclarar este punto.

—Señor Aguirre... Su vida está interesante, pero no vemos qué tienen que ver sus experiencias en milicia con asesinatos...

—Y mucho menos con el Ajedrecista —apunta su compañero.

—¿Qué tienen que ver? Todo, señores míos. Absolutamente todo. Yo no hubiera tenido participación alguna en los crímenes de no ser por lo que ocurrió allí.

—¿Lo que pasara en el campo de entrenamiento de Richmond durante el verano del... sesenta y uno fue la causa de que casi treinta años más tarde...?

—No lo que sucedió en Richmond, sino tiempo después, cuatro años después. Ya entraremos en eso a su tiempo. Antes, a los dos meses de llegar a Virginia, ya convertidos en soldados del Sur de la compañía H del segundo de infantería de Florida, partimos hacia Yorktown, donde nos unimos con la última compañía, y con ellos pasamos allí el otoño y todo el invierno. En el sitio de Yorktown fue donde todos recibimos nuestro bautismo de fuego, el principio de los horrores. Mucha guerra, mucha muerte para un muchacho que solo buscaba una buena forma de ganarse la vida, aunque a decir verdad no pisé primera línea de fuego.

»Supongo que por mi aspecto juvenil, muy lejano entonces al de un aguerrido soldado, me asignaron como asistente del cirujano del regimiento. Pareciera que tal situación me alejaba de los aspectos más desagradables del combate, todo lo contrario. Ser testigo de amputaciones sin anestesia alguna, cortando miembros en menos de tres minutos, ver órganos palpitando, rodeados de moscas, pulgas y suciedad mientras el buen doctor no daba abasto, oír gritos y ruegos desesperados de hombres que van a perder sus piernas, brazos u ojos, en el mejor de los casos; es posible que todo eso no sea comparable al combate directo, pero no es mejor. No puede serlo. Yo me encargaba de quemar y enterrar brazos, pies y piernas inútiles despojadas de su dueño. El olor de esa carne abandonada no salía de mí. Manos con marcas de anillos, cicatrices, brazos con tatuajes, señas de vidas pasadas que perdían su significado cuando hacía un hatillo con todos ellos, mezclando partes izquierdas y derechas sin orden alguno. Murieron casi tantos en las enfermerías como en el campo de batalla, puede que más. Visiones como esas, día tras día, hacen que algo dentro de los hombres cambie, te hace aborrecer la carne, el cuerpo y sus humores en continua descomposición desde el nacimiento a la muerte. Para otros, al contrario, supone el alumbramiento a apetitos menos alejados del alma humana de lo que el común cree. De todo eso vi: oficiales hechos y derechos a los que les temblaban las piernas frente a una herida, y jóvenes imberbes que no se cansaban de ver carne mutilada, de tocarla. Otros, claro, nos limitamos a curtir nuestras propias pieles y corazones.

BOOK: Los horrores del escalpelo
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