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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (67 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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He aquí que todo el mundo quería ver a Torres, ¿por qué? El tendía a pensar, y no voy a ser yo el que le contradiga, que apareció en el momento menos apropiado en medio de aquel nudo gordiano, o en el más apropiado. Era el elemento aséptico en un cruce de dolores y sentimientos heridos. Sea como fuere, la segunda quincena de septiembre del ochenta y ocho Torres recibió las más dispares peticiones; él, que solo quería ocuparse de su ciencia, sus ideas, y volver ya a casa. En la pensión de la viuda Arias, lugar tranquilo y discreto por demás, se vio abordado en muy breve plazo de tiempo por tres visitas, a cual más desconcertante.

Esos encuentros le llegaron mientras continuaba construyendo el facsímil del ajedrecista de Tumblety, ¿lo recuerda? No hubiera proseguido con este proyecto en circunstancias normales, tal vez habría llegado a crear un modelo más complejo tras el éxito ya demostrado de su primer prototipo, pero nunca intentaría reproducir el Ajedrecista de von Kempelen sin la concurrencia de un par de circunstancias. La primera, el origen de todo: si era capaz de realizar el autómata utilizando las piezas que yo encontrara, propias del ajedrecista «original», o con otras similares, probaría el hecho insólito de que un hombre, un genio del siglo dieciocho fue capaz del prodigio de hacer una «máquina pensante» cuando hoy en día toda esa materia parecía estar, cuanto menos, en sus inicios, si no se trataba de delirios de científico optimista.

El hecho de que el autómata que viera diez años atrás fuera el mismo que von Kempelen y Maelzel pasearan por Europa y América hasta mitad de siglo, se apoyaba solo en la palabra de Francis Tumblety, palabra que no gozaba del crédito de Torres, ni de nadie con buen juicio. Daba lo mismo, lo extraordinario del ingenio era independiente de si la fecha de construcción era mil setecientos setenta o mil ochocientos sesenta; el desconocimiento en la automática, tal como la entendía Torres, era a efectos prácticos igual en un siglo que en otro. Aún teniendo en cuenta esto último, había algunos datos al respecto de Wolfgang von Kempelen que no dejaban impasible al español. Le había dedicado cierto tiempo desde su anterior visita a Inglaterra, y lo que conocía de él aumentaba su admiración y su sorpresa.

Fue un individuo brillante desde joven, versado en muchas disciplinas científicas y humanísticas. Y de muy temprano gozó del beneplácito de la corona imperial por sus continuas aportaciones a la ciencia y el arte. A los veintitrés años era un triunfador, rico, ilustrado, con don de gentes, querido en los círculos más respetados; en definitiva, un joven en extremo atractivo y con un futuro más que prometedor. Se desposó con una muchacha, Franciscka, que por desgracia falleció sin causa justificada a las pocas semanas tras la boda. Este golpe afecto mucho al carácter de Kempelen, lo agrió, se convirtió en un hombre taciturno y volcó todas sus energías en investigaciones científicas, apoyado por una considerable fortuna que le permitió costearse los experimentos que fueron necesarios. Ese terrible embate en su vida fue un impulso para su carrera de ingeniero.

Como funcionario de su majestad imperial se le encargó la administración de la minería de sal en la agreste región de Transilvania. Allí ideó extraordinarios sistemas para mejorar las explotaciones en la zona. Fue urbanista, arquitecto, llegando incluso a administrar justicia, sin ser esta su obligación. Construyó también un gran número de autómatas; cualquier cuestión mecánica parecía no tener secretos para él. Tenía, por ejemplo, una máquina parlante que podía hablar en latín, francés e italiano, pronunciando cualquier palabra que el público asistente a sus demostraciones propusiera. Pese a su talento y buen hacer, era muy temido por los transilvanos, pueblo más que proclive a la superchería, y que tenían sus obsesiones científicas y sus modernos ingenios por diabólicas construcciones, aunque todo lo hiciera para facilitar las labores de los mineros.

Luego llegó el famoso reto de la emperatriz María Teresa del que ya hablé, el Ajedrecista y su paso a la historia, a su pesar, pues a lo largo de su vida trató de que otros méritos ocultaran a su autómata más célebre, sin éxito. Murió ya comenzado el siglo, a la edad de sesenta años. Fue enterrado en Viena, y en su panteón se grabaron las palabras de Horacio:
Non omnis moriar
, epitafio apropiado, pues la memoria de este genio húngaro perdura, aunque no del modo que él deseara.

Con todo, aun siendo extraordinarias las capacidades científicas, y siempre teniendo en cuenta que la investigación que hiciera sobre el húngaro no había sido más que casual, nada indicaba a Torres que Kempelen hubiera hecho avance alguno en la resolución mecánica de ecuaciones, por simples que fueran, y todos sus inventos no parecían nada más, ni nada menos, que imaginativos artefactos mecánicos, productivas obras de ingeniería, artilugios de prestidigitación, relojes, etcétera.

Había muchos comentarios sobre el posible «fraude» del Ajedrecista, tantos como manifestaciones en sentido contrario, y se barajaban distintos candidatos a ser los socios de von Kempelen, los que se ocultarían entre las tripas del autómata. Se hablaba de enanos o de niños, de un soldado tullido que de día ocultaban su minusvalía gracias a los prodigiosos talentos de Maelzel, el segundo propietario del Ajedrecista, en la medicina protésica, y que en las veladas de exhibición se aprovechaba de la pequeñez de su cuerpo mutilado para encerrarse en las tripas del autómata. Todos ellos con mucha pericia en el juego, a juzgar por los resultados documentados de algunas partidas frente a maestros ajedrecistas de la época. Incluso se mencionaban a los propios hijos de Kempelen.

Concluyendo: que aunque hablamos de un hombre excepcional, brillante e imaginativo, nada indica que fuera capaz de crear un prodigio como el que trataba de construir Torres. Este misterio tal vez fuera suficiente acicate para que el español se empeñara en tan inverosímil reto por sí solo, pero recuerden que he hablado de dos motivos que lo empujaron, y el segundo fue más extraordinario que el primero, si cabe.

La mañana del día en que el doctor Phillips reveló durante la vista del asesinato de Annie Chapman que un estudiante americano había solicitado órganos en hospitales de la capital, tal y como le adelantara Abberline a Torres días antes, el español recibió una nueva visita de De Blaise, que se presentó en casa de la viuda Arias acompañado de dos hombres, detectives privados contratados como guardaespaldas desde el desagradable y peligroso incidente ocurrido el día quince frente a su casa. Torres había pasado los últimos cuatro días enfrascado en su nuevo ajedrecista, dedicado a una tarea cuya consecución parecía una gesta excesiva para un solo hombre. La señora Arias, preocupada por el casi enclaustramiento de su huésped, apremiaba a su hija para que la tuviera al tanto de la situación del español, y la muchacha hizo lo que pudo, asistiendo a Torres, jugando interminables partidas de ajedrez con él, enfadándose mucho cuando el autómata le ganaba, y alegrándose aún más cuando descubría un hueco en la defensa del nuevo proyecto de ajedrecista, huecos que aparecían en numerosas ocasiones, mostrando la dificultad a la hora de complicar el prototipo.

¿Qué traía al señor De Blaise de nuevo por la casa de la viuda Arias? Una sorprendente oferta comercial, por decirlo de alguna manera. Vino como mensajero del lord Dembow, quien tenía la intención de financiar la construcción del nuevo Ajedrecista, sin escatimar en gasto alguno. Así de directo le espetó la oferta de su tío, nada más entrar ya en el cuarto de Torres. Dado el silencio atónito que tan repentino mecenazgo causó en su interlocutor, De Blaise se aventuró a hablar.

—¿Ha progresado en sus investigaciones?

—¿Sobre el...? Para serle sincero no demasiado, ya le dije que la empresa es inmensa. Además, aquello que le expliqué, eso de que mis avances previos en automática parecían parejos a aquellos mismos que hiciera el fabricante del Ajedrecista, ¿recuerda? Ahora no estoy tan seguro. —Ocurría que Torres había encontrado una profusión de partes de difícil definición entre los restos del Ajedrecista, tubos de vidrio, recipientes metálicos grandes y horadados por cien orificios, tubos de caucho secos y quebradizos, y más de un centenar de extraños discos y placas metálicas grabados o perforadas con cientos de marcas, objetos que no encajaban en ningún artefacto mecánico que pudiera idear el español, y cuya finalidad se le escapaba.

—Lo lamento —continuó De Blaise—. Sin embargo espero que esos obstáculos no le desanimen; ahora, gracias al interés que su trabajo, y más aún sus capacidades, han suscitado en el viejo, podrá contar con todo el tiempo que desee para su investigación y los medios que considere precisos, si acepta nuestra propuesta.

—Verá, señor, es una oferta muy generosa, pero... —Un patrocinio así no era algo desdeñable para un científico como Torres, ávido de saber, de experimentar sin la cortapisa continua que supone la falta de medios. La ciencia es muy cara, amigo mío, y obtener fondos para el más simple experimento supone el incómodo trabajo previo de confeccionar una memoria capaz de convencer a los organismos que tienen el dinero, disponer también de contactos en lugares concretos siempre ayuda; un sinfín de molestias que lord Dembow se ofrecía a hacer desaparecer de un plumazo. El problema es que Torres no era hombre que se comprometiera en una quimera así, no emprendería un trabajo sin estar por completo seguro de que el camino es el correcto, y esto era nada más que un sueño, un desafío si acaso—. El construir una máquina que juegue al ajedrez está muy lejos de esas capacidades que tanto valora en mí su generoso tío, al menos de momento, me temo. Invertirían ustedes una gran cantidad de dinero y de tiempo para al final, con toda probabilidad, perder ambos o tener que conformarse con un simple mecanismo de relojería algo más sofisticado.

Lord Dembow confía plenamente en su talento, ya lo sabe. Le hablé de su portentoso ajedrecista, y quedó muy impresionado. Le aseguro que no habrá problema en cuanto a la financiación, y no hay exigencias ni expectativas que satisfacer, ninguna que, conociéndolo, no se pusiera usted mismo.

—No puedo aceptar, señor mío. Me apasiona la automática, como le expliqué, y tengo intención de dedicar mucha de mi energía a este campo en los años venideros, pero poco a poco. Sería un necio, o un timador, comprometiéndome a construir esa máquina en ningún plazo razonable. Agradezco de veras su confianza en mis posibilidades, que creo excesiva. Debo rechazar su oferta. Además, quiero volver pronto a mi país.

—¿Cuándo tenía pensado dejarnos?

—Para el mes que viene. —Había considerado suficiente permanecer esas dos semanas que quedaban hasta octubre, por si pudiera ayudar en algo a Abberline y a la policía. Pensó que si para entonces no se había avanzado nada, su utilidad sería escasa. Por otro lado, deseaba con fervor volver junto a su familia, y por un telegrama recibido el día anterior sabía que Luz también le echaba de menos.

—De acuerdo, pues posponga su decisión hasta entonces. Concédame eso al menos. Tiene intención de seguir trabajando en él de momento, ¿no?

—Sí, aunque yo no lo llamaría trabajar. Es un divertimento que cada vez se acerca más a un callejón sin salida, tal vez el ver que mis ideas podían cobrar forma me empujó a...

—Entonces continúe, trabaje, diviértase a su gusto, y pida todo lo que necesite mientras esté en Londres, sin compromiso alguno. Si llegado el treinta decide intentarlo, seguiremos trabajando juntos, de lo contrario, espero que siempre nos tenga por sus amigos ingleses. —Torres quedó dudando, en silencio—. Lo que le ofrezco es bien sencillo, siga con los planes que tenía. Si cuando llegue el momento de volver a España, considera que hay alguna posibilidad de que nuestra cooperación fructifique, lord Dembow estaría más que orgulloso de colaborar en lo posible con su investigación.

—No quiero parecer empecinado en mi negativa sin razón alguna, no veo mal en lo que dice, aunque me temo que
milord
se deja llevar por un entusiasmo excesivo. Conozco la materia y le digo que estoy muy lejos de fabricar un artefacto como el que desean. Creo que no se contentarán con una máquina como la que ya le mostré, querrán un jugador de ajedrez completo, y eso está cerca de lo imposible.

—Sin embargo alguien lo hizo, y dudo mucho que usted sea menos brillante o capaz que él. Excelente. —De Blaise se frotó las manos, sonriente y satisfecho—. Podemos disponer de un laboratorio para usted, puede trasladarse...

—Aguarde. No lo tome como un desplante no quiero desairar a lord Dembow, que ha mostrado tanta generosidad, pero de momento no quisiera abandonar estas habitaciones, verá...

—Entiendo, Torres, claro que lo entiendo. Necesita tiempo para pensar, sé que es una oferta un tanto precipitada; lord Dembow está muy interesado en la ciencia, ya lo sabe. Y en eso que usted llama «automática» de un modo muy especial. Considera, por otro lado, que no le queda mucho tiempo como para mostrarse paciente... No quiero interrumpirle más, seguro que necesita concentrarse en su investigación. De todas formas quisiera mencionarle ciertas condiciones que propone lord Dembow, en caso de que decida aceptar nuestra ayuda.

—¿Condiciones? —Torres se imaginaba a qué se refería, aun siendo joven, mucho sabía de los entresijos del mundo intelectual—. Si se refiere a temas de patentes, me temo que...

—En absoluto, será por completo suyo, el ajedrecista y cualquier adelanto que devenga de su construcción. Lo que quiere lord Dembow es poder supervisar sus progresos y, sobre todo, que se le permita sugerir ciertos... ciertas líneas de investigación a seguir. En ningún caso trata de usurpar el invento, solo serían sugerencias, ya le digo.

—No sé si le entiendo bien...

—Tiene ideas.

—¿Ideas?

—Por supuesto, siempre que usted las considere adecuadas, interesantes o correctas. Le aseguro que lord Dembow es un ingeniero capaz, un hombre de ciencia con una visión nueva en ciertas disciplinas, yo diría que más global que el resto de sus colegas, tal vez con su notable excepción. Creo que su forma de pensar puede ayudarle a sortear algunos obstáculos.

Torres sonrió y asintió con la cabeza, hizo un esfuerzo para que la extrañeza no aflorara a través de sus gestos, y sin consentir o negarse a la oferta de modo explícito, procuró dar a entender que se avenía al acuerdo sin reserva alguna. De Blaise sonrió a su vez, tomó el sombrero y se despidió. Apenas salió el inglés de la habitación, y ya estaba dentro Juliette.

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