Los huesos de Dios (12 page)

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Authors: Leonardo Gori

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Los huesos de Dios
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—¿Has entrado para espiarme?

—Por supuesto. ¿Te preparas para emprender una correría más allá de Fiesole?

Nicolás se levantó y le dirigió una sonrisa.

—Parto en busca de Leonardo. Sólo yo puedo hacerlo, no me fío de nadie y por otro lado ninguno de mis hombres lograría regresar con vida.

—Acabarás como Durante.

—No, Ginebra. Él era muy joven, demasiado intrépido e impulsivo: ha sido una presa fácil para alguien cuya experiencia vale en peso diez veces la vida de los hombres corrientes.

—¡Entonces es que piensas que fue Leonardo quien le mató!

Nicolás tenía la certeza de que Durante había pasado por las manos del maestro, aunque todavía no lograba dar con una explicación razonable, por lo que intentó eludir el tema.

—No lo sé, pero espero arrojar luz sobre lo ocurrido.

—¿Cuándo partirás?

—Cuando haya interrogado a ciertas personas que pueden proporcionarme algunas informaciones que aquí, en Florencia, no sabría dónde obtener. Espero tenerlas a mi disposición antes de tres días.

—Iré contigo.

—No puedo permitirlo. Traicionaría la voluntad de Durante, que implícitamente te confió a...

No logró acabar la frase: la respiración se le cortó de improviso y la vista se le ofuscó. Cuando sus ojos volvieron a la luz, vio el puño de Ginebra que apretaba un diabólico artefacto móvil de hierro: le había golpeado el vientre con él, rauda e infalible como la legendaria Hipólita.

—Pero ¿por qué..., madonna Ginebra? —Las palabras a duras penas podían asomar por su boca mientras el dolor le impedía mantenerse en pie.

—Para demostrarte que estoy acostumbrada a hacer cuanto me place y a comportarme como un hombre. Lo he dicho de todas las maneras posibles, a ti y a los otros, y ahora he juzgado necesario pasar a los hechos. Y me decepcionarás todavía más si no piensas reaccionar al igual que harías con cualquier otro.

Nicolás dirigió la mirada hacia la puerta, como si de repente hubiera entrado alguien, y aprovechó el momento de distracción de Ginebra para asestarle un fuerte golpe en la frente, con la palma de la mano. La mujer, atónita, abrió sus grandes ojos azules y cayó de espaldas; pero pudo rodar por el suelo hasta Nicolás y aferrarle las piernas, para hacerle caer. Se sentó a horcajadas sobre él y le asestó dos puñetazos tan fuertes que nada tenían que envidiar a los de un hombre de complexión media.

A continuación le inmovilizó el cuello con las manos, se abalanzó sobre su rostro y le agarró la lengua con los dientes, apretándosela sin exagerar. Aquel acto tan sorprendente no tardó en convertirse, para Nicolás, en un beso ferino que mudó el dolor en pasión. Ginebra permaneció encima de él, acometiéndolo en el amor como en la lucha.

—¿Quién eres, Ginebra? ¿De qué país procedes? En qué tipo de guerrera te han convertido...

—No es necesario que lo sepas. Iré contigo a buscar a Leonardo: quiero vengar la muerte de Durante y desvelar su misterio.

—De acuerdo, partirás conmigo, me hace falta un hombre con tu fuerza y tu astucia.

Nicolás no quiso añadir nada más: se puso en pie y se vistió de nuevo, cogió otra vez su puñal, lo escondió en el jubón y guardó en el baúl los ropajes que no le servían. También Ginebra se levantó, haciendo crujir el vestido que no se había quitado del todo. Después se acercó a él y le rodeó el cuello con los brazos. Nicolás sonrió y se dispuso a corresponderle con una caricia, pero entonces ella volvió a acecharlo de improviso: el Secretario torció los ojos, con la respiración entrecortada.

—¡Devuélveme el arma que me has robado!

Nicolás obedeció de inmediato: cogió el puñal por el filo y se lo tendió a la mujer, que hizo una leve inclinación en señal de agradecimiento.

Interrogatorios

Los sicarios de Violante regresaron a Florencia al cabo de pocas horas, sorprendente e inesperadamente temprano. Traían consigo a un capitán de la armada pisana y a un joven maestro ayudante de Leonardo en la excavación de la fosa del Arno: éste no era florentino, pero sí del condado, con lo cual el secretismo era aún mayor.

Poco antes del amanecer, un hombre de Violante se encargó de avisar a Nicolás, quien todavía estaba en casa de madonna Ginebra: el Primer Secretario se desplazó enseguida al palacio del Bargello en su montura y franqueó la puerta de entrada justo cuando el reloj de la torre daba la hora decimocuarta ab occasu. Una vez en el corredor húmedo y lúgubre de las cárceles, Violante le salió al encuentro, ataviado con un vestido negro que apenas contrastaba con las sucias paredes de esas estancias infernales.

Habían separado a los dos prisioneros. Primero condujeron al Secretario a la celda del capitán de Pisa, quien estaba medio desnudo, atado de pies y manos a uno de los instrumentos de tortura más tristemente célebres. Miró su cuerpo fuerte y musculoso, brillante por el sudor: no debía de tener más de treinta años. Su rostro era afilado, los ojos negrísimos y los pómulos muy pronunciados. Llevaba la barba corta, una perilla y los bigotes apenas apuntados alrededor de la boca.

—¿Era necesaria la cuerda?

El verdugo se sorbió la nariz, un gesto tan vulgar a ojos de Nicolás que se le antojó el de un animal de feria: al verlo, le vino a la mente uno de aquellos enormes simios de Livorno.

—Es un hombre orgulloso. Se tiene por un gran guerrero, pero ante nosotros ya ha bajado la cresta, el muy gallito...

Maquiavelo fulminó al torturador con una mirada tan elocuente que el hombre se apresuró a desatar al prisionero, anticipándose así al rabioso grito que resonó imperativo por todas las celdas.

Cuando la cuerda se aflojó, el capitán soltó un quejido. El verdugo lo levantó por debajo de los brazos y lo sentó en el banco, para luego ordenar a un carcelero que le trajera un poco de agua. El pisano se pegó a la taza, la apuró de un trago y pidió más agua, en un gesto desesperado. Aunque no se mostraba servil: todo lo contrario, los tormentos infligidos no parecían haberle doblegado el ánimo. A Nicolás le pareció, tras cruzarse varias veces con sus ojos, que no le había reconocido todavía. Se alegró de ello en el fondo de su corazón, porque en ese caso quizá no sería necesario acabar con su vida. Se apresuró a prohibirle al verdugo, con palabras susurradas al oído, que pronunciara su nombre.

—Con objeto de obtener de vos las informaciones que necesito, dispongo de dos métodos. El primero, que ya habéis probado aunque os juro que no por mi voluntad, es dejaros en manos de este verdugo durante todo un día con su noche. Es un maestro en sus artes: conocedor de las más modernas torturas, si supiera leer y escribir os aseguro que podría compilar un tratado. Mi experiencia me ha enseñado que no hay nadie que sea capaz de guardar un secreto cuando se cruza el umbral del dolor soportable...

—De acuerdo, ponedme a prueba, maldito esbirro en ropas curiales.

El verdugo estaba a punto de estamparle un revés, pero el Secretario le detuvo el brazo en el aire.

—No quiero obligaros a la mortificación de tener que hablar por la fuerza; porque lo haríais, os lo aseguro. Reflexionad sobre el modo en que habéis sido capturado y conducido hasta aquí, de la mano de agentes infiltrados entre vuestras filas. Sicarios que podrían dar alcance a vuestra esposa y vuestros hijos, si los tenéis...

El capitán tensó todos los músculos de su cuerpo e intentó zafarse, pero el verdugo le cerró el paso de un salto y le propinó un violento mandoble: esta vez, Maquiavelo lo dejó hacer, y el pisano cayó, con un gesto de dolor, sobre el banco.

—No me gusta que os haya hecho daño. Sólo quería anticiparos de qué manera, si quisiera, os forzaría a decir cuanto sabéis. Esta guerra es larga y sangrienta, necesitamos que termine y para ello queremos conocer los secretos militares de Pisa...

—Soy un simple capitán y no sé nada. De todos modos no diré palabra de lo que queréis saber.

Maquiavelo admiró en su fuero interno el ingenuo amor por la patria de aquel pisano desprovisto de malicia, su coraje viril, el sentido de lealtad y respeto hacia sí y hacia los suyos que era propio de los soldados, aunque sólo de algunos entre ellos: a los hombres como aquél, normalmente, la suerte les reservaba un fin miserable, una muerte certera por el golpe a traición del puñal de algún sicario del mismo regimiento o incluso a manos de un amigo de confianza. Aunque Maquiavelo no se dejaba conmover por esa admiración, porque estimaba en mucho más a aquel que, con amor igualmente firme hacia la patria, sabía hacer uso de la inteligencia y la experiencia sin titubeos en el ejercicio del engaño contra el que hacía lo propio. ¿Por qué motivo, se preguntó, aquel capitán de Pisa no entendía que era mejor fingir doblegarse y escapar así a los tormentos engañando al propio verdugo? No se lo merecía, porque era un hombre justo, pero habría clavado las garras en su carne.

—Todavía no os he explicado cuál es el segundo método del que dispongo para obtener de vos la información que busco. Sois militar de profesión y amáis vuestra patria y vuestra libertad. Se trata de palabras nuevas, éstas, que sin duda sabéis apreciar. Pero en vuestra condición de soldado, creo que detestáis, al igual que hago yo, a cierta clase de personas...

Hizo una larga pausa y clavó la mirada en los negros ojos del capitán: le pareció atisbar en ellos una chispa de interés, y si era efectivamente así, ya lo había vencido.

—... las personas a las que me refiero son hombres de Estado, dados a intrigas de palacio y a juegos que ponen en peligro vidas ajenas, mientras vos combatís gloriosamente en el campo de batalla; también los hay maestros, arquitectos, científicos que ordenan empresas tan peligrosas como disparatadas, como por ejemplo excavar fosos absurdos...

El capitán halló fuerzas para sonreír:

—La fosa del Arno se convertirá en la tumba de los vuestros, visto que podemos golpearles cuando nos plazca. No sabréis nada de mí que pueda impedirlo...

—En lugar de eso me diréis qué están preparando vuestros maestros para que nuestra excavación resulte inútil. Porque en vuestro corazón sabéis que si es una locura, para los florentinos, intentar desviar el curso natural del río, no lo es menos proyectar en la Piazza dei Miracoli de Pisa máquinas diabólicas para impedirlo: máquinas que por otro lado causarán principalmente muertes pisanas.

El prisionero no acertaba a comprender el significado de aquel discurso, sin duda falto de sentido, pero sí estaba seguro de compartir, en lo más hondo de sus convicciones, el desprecio por maestros y artistas.

Maquiavelo sonrió y prosiguió:

—Es una información vital y vos me lo aclararéis todo, por las buenas o por las malas.

—No sé nada, y si lo supiera tampoco os lo diría.

—Podríamos fulminaros a todos, en cualquier momento, con nuestras armas secretas. ¿Por qué no? Pero me urge saber acerca de vuestras máquinas, ya que se oponen a aquellas de Leonardo.

El pisano sonrió por segunda vez, con un aire burlón, porque esta vez sí había entendido algo de esa extraña conversación: acerca de las armas secretas de los florentinos había oído hablar, en el campo del Arno, y había visto cómo de noche transportaban los cadáveres a la fosa y escribían el escarnecedor pasquín. Los espías que habían interceptado la nave habían alardeado de su obra y no se hablaba de otra cosa.

—Vuestras armas infernales ya no nos asustan.

Maquiavelo adoptó un tono de voz más suave, casi paternal.

—Tendréis que resignaros. Cazamos a los simios que huían, en Livorno. La potencia del arma está lejos de haber disminuido. Habladme de las fuerzas pisanas, de las máquinas de la Piazza dei Miracoli, quiero saber el número de vuestros cañones y vuestros arcabuceros. —El pisano se puso en guardia y apartó la mirada. Nicolás lo interpretó como un indicio de miedo y decidió insistir—: La terrible fama de Leonardo se extiende más allá de mares y montañas: todos saben de qué es capaz. Y el gobierno de la República lo apoya con firmeza. Ha obtenido todos los medios que ha solicitado y dinero para pagar más de tres cargas enteras de animales. Os borrarán de la faz de la tierra.

El capitán sonrió de nuevo. Parecía reconfortado, porque en medio de todos aquellos incomprensibles misterios, al menos había algo de lo que estaba mejor informado que aquel peculiar verdugo. Así que comenzó a hablar, cuando menos para no pasar por tonto.

—Os aconsejo que os ocupéis de vuestras finanzas, entonces. Vino una única nave de África, y ha perdido todos los simios y los hombres negros que transportaba.

—Leonardo recibió en su momento dinero para muchos más envíos. Es cuestión de días.

El pisano se echó a reír:

—El resto del dinero, Leonardo lo habrá gastado en sus inventos, ¡todo el mundo sabe que ha huido! Os ha tomado el pelo. No dispondréis de más simios para vuestras brujerías.

Maquiavelo fingió que eso le indignaba; aunque tampoco tuvo que hacer grandes esfuerzos para ello. Se quitó el gorro y lo arrojó con violencia al suelo.

—¡Leonardo es leal a la República! Vosotros los pisanos no sabéis nada, sois ignorantes y torpes, vuestra ciudad está casi aniquilada mientras Florencia reina soberana. Leonardo nos traerá millares y millares de simios endiablados...

El pisano, atizado en su punto flaco, sacó pecho y replicó henchido de orgullo:

—¡Malditos florentinos traidores, esta vez os darán por saco! Leonardo sólo hizo llevar una carga, del golfo de África: los portugueses así lo han revelado a nuestros espías en el puerto de Ceuta, de donde proceden los simios. Pero cuando la nave atracó en Livorno, los marineros debieron de enloquecer, porque los liberaron. No sabéis hasta qué punto, vos que os jactáis de ser florentino, nos ha complacido poder matar a una de esas bestias junto a vuestros negros, nada diabólicos y muy cobardes.

Nicolás se regocijó en silencio: aquí estaba, la verdad, espontánea y hermosa como una flor en el campo. Podría haberse retirado, pero por respeto a tanto orgullo y tanta valentía, le concedió al capitán un breve final, a fin de ahorrarle la humillación más lacerante.

—¡Basta ya de sandeces! Habladme de las máquinas pisanas.

—No sabréis nada, messere.

Tras un par de intentos fingidos, Nicolás se dirigió al verdugo:

—Ya es suficiente. Nada de torturas, encerradlo en la celda y que nadie lo vea.

El pisano lo miró incrédulo:

—¡Esperad!

—¿Qué se os ofrece, capitán?

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