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Authors: Leonardo Gori

Tags: #Histórico, Intriga

Los huesos de Dios (7 page)

BOOK: Los huesos de Dios
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A Ginebra se le escapó un grito muy agudo, el Podestà se tapó la cara con las manos y Maquiavelo entrecerró sus pequeñísimos ojos negros. Pero el joven Durante, tras el tirón del nudo corredizo que le retorció el tobillo, empujándose con fuerza con la espalda, pudo agarrarse a la cuerda y en un abrir y cerrar de ojos trepó de nuevo a la viga.

—Yo soy joven y fuerte; este infeliz, en cambio, había superado los sesenta...

Tenía la voz temblorosa, pero estaba visiblemente satisfecho de sí mismo. Se liberó de la cuerda y bajó por la escalera. Nicolás se le acercó y le puso la mano en la espalda, un gesto que no hacía nunca con nadie. Pero no parecía muy convencido.

—¿Por qué la escalera no siguió apoyada contra la viga?

—Lo más probable es que él mismo la tirara al suelo, para no dar lugar a eventuales arrepentimientos...

—Entonces, ¿estáis seguro de que se mató?

—¡Nada de eso! Antes he dicho que cabían dos posibilidades, y ahora me he limitado a describir la primera. También podría ser que alguien lo hubiera colgado ahí con crueldad, para castigarlo.

—Pasáis por alto que la habitación estaba cerrada por dentro —observó el Podestà, que no daba su brazo a torcer.

El joven médico no respondió y se quedó mirando, abstraído, la puerta que el cerrajero había reventado y los enormes ventanales sellados. Una extraña sonrisa, sin embargo, entre la satisfacción y la rabia, se dibujaba ahora en la boca de Nicolás.

—Existen ciertos ingenios que podrían simular con mucha facilidad un hecho tan incontrovertible como éste.

—Se necesitaría una mente superior, Secretario...

—¿Os referís a un
genio
? —Al pronunciar esta palabra todos los presentes se quedaron helados, y pareció que la voz de Nicolás resonaba en una caverna—: No es necesario, bastaría con un hombre inteligente.

Y tras comprobar la robustez de la escalera, subió por ella con agilidad pareja a la de Durante, mientras Ginebra lo seguía, admirada, con sus profundos ojos azules. Por unos instantes, agarrándose con las manos a la gran viga, pareció que algo reclamaba su atención. Pero enseguida se encaramó a ella. Allí arriba había todo un enredo de cuerdas junto a cajas y libros polvorientos y objetos de todo tipo. Buscó el cabo de la soga de la que seguía colgado Del Sarto y comprobó que no estaba sujeto a la madera. Corría libre hasta la esquina, entre un clavo y una traviesa, donde un nudo lo había bloqueado de manera fortuita. Ya de pie, puso en alto las manos para tantear las tejas del techo, hasta que encontró una que no había sido recibida con cal. La empujó, y detrás apareció un ángulo del cielo. Su mente no tardó en proyectar una escena completamente distinta a las que acababan de postular: imaginó al viejo que abría ignaro la puerta a sus asesinos, ponía la escalera para alcanzar algo que había escondido ahí arriba, y a continuación intentaba una malhadada fuga por la abertura del techo. Vio ante sí también a los hombres, mucho más jóvenes y ágiles, que se apresuraban a subir para detener al pobre anciano, que en la lucha cuerpo a cuerpo debió de enredarse con las cuerdas y, por desgracia, caer al vacío, colgado de un pie, donde lo habrían dejado morir... Se sacudió esos pensamientos de encima y llamó a Durante:

—Por esa teja pudieron escapar los asesinos sin dificultad alguna. Pero dejemos ya esta muerte, por ahora. ¿Podéis subir conmigo?

El joven médico obedeció sin mediar palabra. Subió por la escalera de mano y, cuando llegó a la viga, Maquiavelo lo cogió fuerte del brazo, dirigiéndole una mirada que daba miedo. Con un gesto, le mostró una irregularidad de la madera justo al lado de unos libros apilados, en un recuadro libre de polvo, como si recientemente hubieran sustraído de ahí algún objeto. Se arrodillaron a la vez, ante la mirada atónita del Podestà y de Ginebra. La madera negra de la viga estaba como astillada en esa zona. Maquiavelo dijo a Durante, con un hilo de voz: «¡Leed!».

Sólo entonces el médico comprendió que no se trataba de signos casuales, sino de letras incisas en la madera, seguramente con un clavo y a todas luces con prisas, cuyo autor no podía haber sido otro que el desventurado que todavía se balanceaba atado a un cabo de la soga. Eran pocas palabras, pero Durante tardó un rato en descifrarlas. Al punto se quedó petrificado:

Ingenium terribile ex Inferis.

No hubo necesidad de aclarar nada. «Un artefacto terrible del Infierno», murmuró Durante para sí. Descendieron por la escalera y Maquiavelo ordenó a ser Lorenzino que bajaran el cadáver y le dieran sepultura a expensas de la República. Después le hizo jurar silencio y amenazó de muerte al soldado, sin paliativos, si contaba algo de lo que había presenciado.

La huida

Nicolás, tras una cena frugal, se había retirado para hablar en privado con el Podestà. Durante le esperaba fuera de la sala, así que cuando la conversación hubo terminado recorrieron juntos el largo pasillo que conducía a las habitaciones.


Ingenium terribile ex Inferis
. ¿Significa eso que existe de verdad un arma secreta, ser Nicolás? ¿Y que el maestro es su artífice?

El joven médico conocía a ciencia cierta la naturaleza del secreto de Leonardo, pero no podía confiarse a Maquiavelo, por lo que prefería intuir qué pensaba al respecto el Primer Secretario. Éste, sin embargo, no dejaba entrever sus sospechas, si es que las tenía.

—Me resisto a creer que haya podido hacer algo en contra de la República. Aunque no hallo explicación plausible a esta cadena de rarezas y muertes.

—¿Entonces el maestro ha hecho algo
a favor
de Florencia, sin informaros?

Nicolás hizo un gesto con la mano, como para expulsar esa hipótesis, absurda e incómoda a la vez.

—Resultaría igualmente inverosímil. Leonardo, para sus máquinas y demás instrumentos, necesita grandes cantidades de dinero, y para disponer de ellas sólo puede dirigirse a mí. Vos habéis sido su discípulo y lo conocéis bien, no es alguien que pueda prescindir del mecenazgo, y tampoco es hábil buscándose nuevos protectores. A él sólo le interesa su ciencia: en el fondo le traen sin cuidado Florencia o Milán, Dios o el maligno.

—Pero ¿sostenéis que fue el maestro quien mandó matar a aquel infeliz?

—¿Y por qué razón iba a querer su muerte, Durante?

—Quizá porque había descubierto su secreto...

—El arma, queréis decir...

—De la que hablaban los pisanos en el pasquín de la fosa del Arno. Decidme, en fin, ¿creéis posible que el maestro sea un asesino?

—Yo no creo nada. Pero habéis dicho bien; hay un secreto, no cabe ninguna duda de eso.

—¿Y cómo os explicáis que ser Filippo de Padua tuviera tantos huesos en esa habitación? —Durante hablaba, una vez más, conociendo de antemano la respuesta, con el fin de descubrir si Maquiavelo albergaba algún tipo de sospecha en su interior.

—No sabría deciros. Todo esto es sumamente extraño: la invasión de simios en este pueblo inhóspito, el buque fantasma, ese viejo filósofo y el osario, las alusiones a armas secretas... Es evidente que los simios que hallaron en la excavación del Arno forman parte de los que desembarcaron de esa nave para invadir la aldea. Y, por supuesto, fueron los pisanos quienes se encargaron de abatirlos, o cuando menos de recoger sus cadáveres, para obsequiarnos y escarnecernos con aquel cartel...

—¡Luego ellos conocerán el secreto de tales armas!

El Secretario suspiró.

—Lo conocerán o habrán oído hablar de él. O quién sabe si sólo se lo imaginan. En cualquier caso, están convencidos de que yo también estoy enterado, y en el fondo eso me tranquiliza. Porque viene a ratificar que es imposible que Leonardo se haya pasado al bando de los pisanos, no tendría sentido. Pero es obvio que él y Filippo Del Sarto compartían algún vínculo importante...

—¿Y los cadáveres de los negros? Y además por qué... —Durante se percató de que sus propias palabras podían revelar verdades que debían permanecer sin respuesta, y dejó la frase a medias tragándose sus propias palabras.

Por un momento Nicolás se quedó pendiente de esas preguntas, pero enseguida ladeó la cabeza y retomó el hilo de sus pensamientos:

—Dejemos de pensar en los porqués. Ahora tenemos que dedicar todo nuestro empeño en reaccionar con inteligencia. La huida de Leonardo con su misterioso secreto a cuestas debe pasar inadvertida: ésa es nuestra prioridad. Una noticia de este tipo brindaría a nuestros enemigos una oportunidad de oro para debilitar a la República, y podéis estar seguro de que no vacilarían en aprovecharse con presteza de un regalo tan preciado. Además, aun sabiendo que hay un misterio de por medio, yo no puedo investigarlo. No dispongo de más tiempo, debo regresar a Florencia cuanto antes, el cerco en torno a las maniobras de los Palleschi se está estrechando y, sin mi presencia, el riesgo de un golpe de Estado de los Médicis deviene casi una certeza.

Durante se sintió morir: para él era absolutamente necesario encontrar a Leonardo, y lo antes posible, si no quería echar a perder meses y meses de extenuante trabajo. Tenía que convencer a Nicolás de que había que seguir sus huellas, pero al parecer el Secretario estaba concentrado sólo en los asuntos políticos internos y en los peligros que las sucesivas conjuras suponían para la República.

—Por otro lado, joven amigo, tampoco podemos comportarnos como si ignoráramos que Leonardo ha huido... Así que mientras yo regreso a Florencia a ocuparme de asuntos urgentes alguien se encargará de su búsqueda.

El rostro de Durante se iluminó.

—¡Me encargaré yo mismo! Basta con que me confiéis a algunos soldados. ¿Os ha contado acaso ser Lorenzino qué camino tomó el maestro en su huida?

—Sí, pero vos no habéis de saberlo. Sois demasiado valioso, y vuestra carrera política es importante para vos y sobre todo para la República. No voy a dejaros de ronda entre charcas y miasmas...

—Yo soy la persona más indicada, sólo necesito dos hombres hábiles y experimentados.

De repente Maquiavelo levantó la voz, con un ademán de rabia que intimidó a Durante:

—No, os lo prohíbo. En Florencia encontraremos a alguien de confianza que se encargue de esta misión secreta. —Se dio cuenta de que había herido la sensibilidad del joven, demasiado tímido y vulnerable, y suavizó el tono de su voz—: Y además tenéis a Ginebra, y es preciso que os ocupéis más de ella, creedme. Ya sé a quién enviar en busca de nuestro estimado amigo.

De repente Durante parecía resignado.

—Pero ¿dónde se habrá escondido? Vuestro enviado deberá recorrer toda la Toscana...

Nicolás esbozó una sonrisa vagamente mordaz.

—Si con la edad Leonardo no ha perdido en astucia, nos hará tragar mucho polvo: Etruria es a ojos vistas demasiado pequeña para él, Durante.

—Entonces vos sabéis adónde puede haberse dirigido.

Maquiavelo hizo un gesto con la mano, como para alejar de sí la tentación de confesarle sus sospechas al médico, quien con toda probabilidad iba a ser futuro prior y quizá gonfalonero de la República florentina.

—Es posible, a juzgar por el camino que tomó. Pero no creáis que cometeré la imprudencia de decíroslo, joven Durante. Llegado el momento, vos seréis muy útil de otra manera.

—¿Cómo?

—Tendréis que recabar el máximo de información acerca del difunto Filippo Del Sarto: podréis hacer uso de vuestras amistades en las cortes italianas, huelga decir que con la máxima discreción. Pondré a vuestra disposición a los mensajeros del Palazzo dei Priori. Por lo demás, creo que no necesitáis mis consejos: no sólo sois un joven apuesto, sino también sagaz e inteligente.

Durante se ruborizó como una doncella, ante lo cual Maquiavelo se quedó perplejo y algo contrariado. A estas alturas de la conversación, ya habían llegado a las habitaciones donde se alojaban.

—Ahora descansemos, mañana al alba partiremos hacia Florencia.

Durante se metió en la cama. Ginebra no lo estaba esperando y, como de costumbre, no le prestó atención a ese hecho. Cerró los ojos, pero no lograba conciliar el sueño. No podía dejar de pensar en la frase grabada en la viga de la que se había colgado Del Sarto:
Ingenium terribile ex Inferis
. Del Infierno, sí, pero también
de las profundidades
, y esta segunda interpretación era sin duda más acertada. No podía resignarse a volver a Florencia; por fuerza tenía que reunirse con su maestro, también para salvarle de los terribles peligros que le acechaban. Leonardo jamás escucharía a un espía anónimo del Palazzo dei Priori, y él era el único que podía convencerlo para que abandonara sus planes, si éstos suponían un auténtico peligro para su inestimable vida. Pero, por encima de todo, tenía que ir él solo, para llevar a cabo el encargo secreto que el maestro le había confiado y que había fracasado debido a la cita fallida en la fosa del Arno. El Secretario, por lo demás, esta vez había hablado demasiado, con toda seguridad sin darse cuenta. Durante se levantó sigilosamente, arregló la cama de manera que su ausencia no se descubriera al primer golpe de vista, y salió de la habitación con la ropa bajo el brazo. Temblaba de frío y se vistió rapidísimo, luego bajó hasta el cuarto de su siervo, al fondo de la corte del Palazzo. Lo despertó y le dio unas pocas órdenes muy precisas.

Maquiavelo se despertó de nuevo al cabo de un rato. Con los ojos clavados en las vigas del techo, también él daba vueltas al misterio de Leonardo, a los simios, los negros, el cadáver del científico de Padua... y a la suave piel de madonna Ginebra, sus cabellos ondulados y sus ojos azules..., y el deseo de ella lo atormentaba. Estaba enervado consigo mismo, no porque se arrepintiera de haber traicionado al joven Durante (él, en realidad, no creía en esa forma hipócrita de lealtad), sino por su propia debilidad que precisamente en este período de su vida no podía permitirse. Decidió que el frío le ayudaría a calmarse. Se levantó de la cama, se vistió y se preparó para salir a la balaustrada que daba al inmenso patio central. Casi sin prestar atención, pasó por delante de las dependencias del Podestà y su mujer, y luego se detuvo unos segundos ante la puerta de la habitación donde dormían Durante y Ginebra. Reanudó el paso hasta llegar a los ventanales por los que se accedía a la gran terraza. Los abrió y sintió el viento helado contra su cuerpo. Al fondo, podía entrever el mar oscuro, que se movía lentamente reflejando la luna como la iridiscente piel de una serpiente exótica. Del lado opuesto descollaba el perfil de las lejanas montañas. Intentaba tranquilizarse y reflexionar, pero con el rabillo del ojo percibió una sombra que se deslizaba hacia él desde el fondo de la balaustrada. De forma instintiva, buscó bajo las ropas la empuñadura de su estilete, luego sonrió y pensó que los sicarios de sus enemigos no podían estar ahí, acechándole, en un paradero tan remoto como aquél.

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