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Authors: Leonardo Gori

Tags: #Histórico, Intriga

Los huesos de Dios (3 page)

BOOK: Los huesos de Dios
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Almieri caminaba delante de ellos y de vez en cuando se detenía y hablaba con otros capataces, mientras un enjambre de excavadores, recubiertos de arriba abajo por un polvillo blanco cual estatuas de tierra, trabajaban sin tregua. A intervalos se oía de nuevo el lejano chirrido de la máquina. Finalmente, llegaron a una trinchera más profunda donde la excavadora se había topado con una gran roca, y habían tenido que trabajar duro para extraerla. Alrededor habían levantado una empalizada, y dos soldados montaban guardia. Ser Michele abrió una pequeña puerta y exhortó a sus invitados a tomar las debidas precauciones mientras se asomaban al hoyo. Al fondo, en un rincón, la tierra era de un color insólito, extrañamente blanca. Almieri ordenó a un oficial que retirara con un escobón la capa superficial. El hombre barrió con extrema delicadeza, hasta que aparecieron unas siluetas negras.

Ginebra, aunque acuciada por la curiosidad, no pudo evitar desviar la mirada hacia otra parte, desalentada y con una mueca de dolor. Maquiavelo y Durante, en cambio, permanecieron con los ojos clavados en aquel espectáculo, que sin duda esperaban que fuera asombroso, aunque no hasta ese punto.

La
notomía

Al fondo del hoyo, resguardados de miradas extrañas, yacían los cadáveres de cuatro oscurísimos hombres africanos, en avanzado estado de descomposición. Pero lo más desconcertante era el quinto cuerpo, que parecía un monstruo salido de los grabados de los libros de viajes fantásticos: más grande y oscuro que los hombres negros, cubierto de pelos negrísimos e hirsutos, y con el hocico prominente y entreabierto por el que asomaban unos terribles colmillos blancos. Era parecido a un hombre, pero con otras proporciones: las piernas más cortas y los brazos desmedidamente largos.

Ser Durante estaba particularmente interesado, así que se aventuró a bajar hasta el fondo de la fosa para observarlo de cerca, cubriéndose la nariz con un pañuelo bordado. Después subió, con una excitación dibujada en el rostro que a los demás les pareció fuera de lugar.

—¡Es un simio! Uno de esos denominados gorilas, que tienen el tamaño de un hombre y de los que habla Hanón el Navegante en su antiguo periplo, tomándolos por hombres de pelo espeso y larguísimo. Los portugueses a veces comercian con ellos para los serrallos de los príncipes.

Almieri le secundó. —Los hemos cubierto con salitre para conservarlos.

—¿Son sarracenos infieles?

—No, messere, conozco bien las facciones sarracenas. Son paganos del África más remota. Su descomposición se ha acelerado, quizá porque él los ha abierto...

—Lo contrario me habría resultado verdaderamente asombroso, tratándose de Da Vinci —sentenció Maquiavelo. También él se había adentrado en la fosa, y contemplaba entre horrorizado y con fascinación a esa enorme bestia. Distinguió heridas de arma de fuego, en pecho y vientre, pero también brutales estacazos en el cuello. Una repugnante herida en forma de Y, cosida con grueso cordel, recorría el cuerpo de arriba abajo. La misma suerte habían corrido los cuerpos de los hombres africanos: los habían abierto en canal para cerrarlos después. También ellos habían muerto por bala de arcabuz, salvo uno, que tenía el cuello y la cara desfigurados.

Al parecer Michele Almieri le leyó el pensamiento al Secretario. Hizo un gesto afirmativo y le señaló esas espeluznantes heridas:

—El maestro pasó una noche entera trabajando en ello. —Ser Michele se persignó mecánicamente—. Y ha llenado muchos cuadernos con sus notas: luego ha abandonado los cuerpos como si fueran poco más que cáscaras vacías y ya nada pudieran importarle. Por orden del capitán de los guardias, los hemos traído aquí para que pudierais verlos.

—¿Dónde está Leonardo? Tengo que hablar con él ahora mismo.

El capataz extendió los brazos, desconsoladamente:

—He aquí otro misterio, messer Primer Secretario.

—¿Qué queréis decir?

—Se fue anoche, llevándose consigo a Salaì y sus libros.

A Nicolás se le escapó una imprecación que distaba poco de ser una sonora y rebuscada blasfemia, e hizo estremecer con ella al pobre capataz.

—Pero, por Dios, ¿adónde ha ido? ¡Su deber, por el que la República le paga, es supervisar la excavación del canal!

Almieri sacudió con pesar la cabeza:

—Al principio, tras construir esa máquina diabólica, siguió con diligencia y gran interés los trabajos. Pero la extraordinaria capacidad con que su invento avanzaba en la excavación le distrajo enseguida de la obra. —Extendió de nuevo los brazos—: Es un hombre voluble, ya lo sabéis.

—¿Que le «distrajo»? —repitió Ginebra. La mujer parecía más interesada en las palabras del capataz que Nicolás y Durante.

—Sí, madonna. Empezó a encontrar piedras extrañas e innumerables conchas. Las recogía y pasaba noches enteras dentro de los hoyos más profundos, rebuscando y tomando apuntes con su mano zurda, la mano del diablo... —Almieri se santiguó por segunda vez, rápidamente—. Después tomó a dos trabajadores y les ordenó que le ayudaran.

El Secretario había dejado de sonreír, miraba a su alrededor y observaba, a lo lejos, la gran máquina excavadora, tirada por las yuntas de bueyes.

—¿Dónde están esos hombres?

—Se los llevó consigo, pero ignoramos adónde.

—Volvamos al recinto, capomastro, será mejor que descansemos. Después de escuchar vuestras palabras, mañana temprano organizaré la búsqueda.

Cuando ya se habían alejado en dirección a las casetas, reconfortados por no tener que respirar por más tiempo el hedor que subía del hoyo, repararon en que Durante se había quedado atrás. Lo llamaron a voces, pero el joven médico hizo señas de que no lo esperaran. Mastro Michele se acercó a él.

—Venid con nosotros, ser Durante. Dentro de poco el frío será insoportable.

—Quisiera examinar esos cuerpos. ¿Podríais procurarme una caseta y un hombre para que me ayude?

El capataz parecía sorprendido y al mismo tiempo disgustado.

—¿También vos, como messer Leonardo, os ocupáis de esas prácticas del demonio?

Durante soltó una carcajada.

—No puedo compararme en nada a semejante genio, me honráis demasiado. Pero he sido su discípulo, entre los poquísimos que aceptara, y sí, también yo disecciono cadáveres. Y éstos, abiertos precisamente por él, me interesan en particular.

—Como queráis, messere, haré que os los lleven a la caseta más apartada. No será tan fácil encontrar a un hombre que os ayude en vuestra empresa, pero alguno se ofrecerá, por voluntad propia o por la fuerza.

El viaje los había dejado extenuados y cenaron sin apetito, en la caseta de ser Michele. Durante fue el primero en levantarse de la mesa, pidió que le excusaran y se adentró en la noche, solo. Ginebra estaba taciturna, molesta por algún motivo. Al cabo de media hora también ella dio las buenas noches y presumiblemente fue a su encuentro. Rencillas de enamorados, pensaron todos. Llegado el momento, el Secretario se levantó a su vez para retirarse. Almieri hizo lo mismo.

—¿Cuándo acabará esta guerra, messer Nicolás?

—Si tuviera esta información, amigo maestro, estaría en disposición de comandar a los mismísimos príncipes, no me bastaría con explicar los acontecimientos en mis escritos. Decidme vos, en cambio: ¿de verdad no sabéis nada acerca de esas armas secretas? ¿Cómo reaccionó, el maestro, al ver aquel pasquín que dejaron los pisanos?

—No sé nada, podéis estar seguro, y ninguna noticia ha llegado a mis oídos. Y él se limitó a mirar perplejo aquel mensaje... —¿Perplejo? ¿O quizá sería mejor decir «sorprendido»?

Almieri reflexionó un poco.

—Irritado. Todas esas cosas juntas y también puede que decepcionado. Sí, sobre todo parecía decepcionado.

A Maquiavelo le habría gustado dar un significado a aquellas palabras, pero se limitó a mover la cabeza. Por su parte, Almieri, que no todos los días podía contar con la compañía de un hombre como aquél, insistió una vez más en la guerra y sus campañas, que tantas víctimas seguían causando incluso en su cuadrilla de excavadores durante las incursiones nocturnas. Nicolás trató de tranquilizarlo.

—Antes o después los pisanos se rendirán, no temáis. Esta pequeña guerra entre potencias ya en declive se ha reavivado sólo porque hay un momento de tregua en las batallas de los que de verdad cuentan: aprovecharemos la ocasión y daremos un golpe decisivo, y no habrá sido en balde...

El capataz seguía sin comprenderlo.

—Pero de poco servirá, messer Secretario, si Pisa continúa siendo una potencia...

—Oh, no. Pisa quedará arrasada. Y también Pistoia, cuyas facciones en perpetua lucha me preocupan especialmente. Pero todo ello no completará su sentido hasta que las grandes potencias utilicen nuestras tierras como campo de batalla para sus enfrentamientos. Tendremos que tratar de influenciar en sus actos, hasta donde nos sea posible, para obtener con ello las mayores ventajas. Intentando que el Papa y los venecianos participen, por ejemplo, o, de lo contrario, enfrentándolos entre sí si esto resulta más conveniente para los intereses de la República...

—¿El Papa? Pero es el Santo Padre... ¿Acaso no protege a toda la Cristiandad? ¿No es amigo de los florentinos?

Maquiavelo se percató de que mastro Michele lo decía convencido, y lo miró compasivamente.

—Este nuevo Papa es más cruel que el papa Borgia, amigo mío. Añoro aquellos tiempos y los de su hijo Valentino, hombre de sagaz inteligencia y acción resuelta.

—Pero, Secretario, el Duca mandó asesinar a traición a aquellos príncipes, en Senigaglia, durante un banquete ofrecido por él, ¡y según dicen se acuesta con su hermana Lucrecia!

—Valentino es un político serio. Todas sus acciones, lejos de ser despiadadas e inútiles, son altamente eficaces si consideramos, como yo hago con convicción, que el bien último es la salud del Estado. Por aquel entonces yo me encontraba junto a él y pude escuchar sus confidencias. ¡Y que se acueste con quien le plazca!

—Pero ¡comete incesto, y eso es un pecado grave!

Era evidente que Almieri estaba profundamente escandalizado e hizo la señal de la cruz unas cuantas veces. A Nicolás no le apetecía seguir hablando con alguien que sabía tan poco de la vida política. Así que le pidió volver a ver el pasquín y la injuriosa frase que habían escrito los pisanos, y acto seguido se retiró a su recinto, en el que le habían preparado una confortable habitación donde pasar la noche.

Mientras su siervo le desvestía y colocaba las ropas en el baúl, el Primer Secretario trataba de reflexionar. ¿Por qué motivo los pisanos hablaban de armas ocultas, cuando ni siquiera existía su proyecto? ¿Quizá Leonardo guardaba secretos tan graves que no podía compartirlos con nadie? Tuvo que admitir que ésta no era una hipótesis peregrina, y por un momento Maquiavelo sintió que un escalofrío le recorría el espinazo: aquel hombre misterioso y genial, algo inquietante sin duda, estaba tan apegado a sus ideas y a sus aparatos, era
artista
hasta tal punto, que, incluso en su condición de hombre de ciencia y de técnica, no entendía absolutamente nada de los vericuetos de la política. ¡Podía ser una presa fácil para cualquiera que quisiera utilizar su genio contra la propia Florencia! Le vino a la mente la gran máquina excavadora concebida por Leonardo y la imaginó, con ciertas modificaciones, en pleno campo de batalla. ¿Acaso los pisanos sabían algo que él, Nicolás Maquiavelo, Primer Secretario de la República de Florencia, ignoraba? Quiso leer de nuevo la frase del pasquín que habían encontrado junto a los cuerpos:

Que las armas secretas del diablo vayan a dar en el culo

de Maquiavelo.

Eran palabras de desafío, burlonas y arrogantes: venían a decir que ellos, los pisanos asediados por los florentinos, resistirían y vencerían a pesar de las armas secretas, cualesquiera que fueran. ¿Y de quién eran? Del diablo... Nicolás pensó inevitablemente en
la mano del diablo
, la zurda. De donde se deducía que les había llegado alguna noticia confusa, tal vez algún rumor, y lo habían asociado con Leonardo y aquellos cuerpos que habían lanzado con escarnio a la fosa. Pero ¿dónde habían hallado al gorila y a los hombres negros? ¿De dónde salían? Conociéndolo, que les hubiera practicado la
notomía
, como gustaba de llamarla, era tan natural que parecía obvio. Pero ¿eran quizás hombres de una fuerza inusitada, soldados de un ejército invencible y letal, que él había hecho venir de ultramar? ¿Y todo ello sin comunicárselo a nadie, ni siquiera al Primer Secretario de la República? Tenía que dar con él, con ese hombre cándido y sabio, zarandearlo o amenazarlo, o someterlo a insólitos tormentos si era preciso, con tal de que le desvelara aquel misterio.

Alguien llamó a la puerta, con delicadeza. Y entró la hermosísima Ginebra, vestida con un salto de cama de color blanco que le ceñía la cintura: resultaba tan provocador e inusitado que ni siquiera él, que tenía una larga trayectoria con damas de todo tipo y condición, había visto nada semejante. Pero no le sorprendió, puesto que la mujer de Durante era imprevisible.

—¿No dormís, madonna Ginebra?

—No por falta de sueño, ser Nicolás. Peno por Durante.

La esplendorosa dama se le acercó, y fue a sentarse al borde de la cama. A Maquiavelo le llegó el perfume de espliego, y siguió con los ojos el leve movimiento de su pecho al respirar, atisbando sus formas exactas bajo el velo de tan especial vestido.

—¿Qué sucede?

—Todavía no ha regresado al recinto. Está fuera, en medio del frío, y me parece que sigue en la caseta a la que le han llevado esos cadáveres inmundos.

—Tiene aquí su instrumental médico, luego querrá inspeccionar el trabajo que el maestro ha llevado a cabo: como sabéis, en este arte, él es uno de sus mejores discípulos. No hay nada que temer: los guardias vigilan, y nos hallamos lejos del lugar donde los pisanos suelen hacer sus incursiones nocturnas.

—En realidad no estoy preocupada por esta noche. Más bien me inquieta la ciudad de Florencia.

—¿Por la carrera política que le espera, madonna Ginebra? Durante cuenta con buenas protecciones, podéis estar tranquila. Se convertirá en prior en cuestión de meses, y para el título de gonfalonero el camino está allanado...

La mujer guardó silencio. Se acercó un poco más a Nicolás; cuando le dirigió la palabra, su rostro casi le rozaba, y el Secretario sintió el perfume de su aliento.

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