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Authors: Leonardo Gori

Tags: #Histórico, Intriga

Los huesos de Dios (30 page)

BOOK: Los huesos de Dios
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—Lo único que te importa es tu sed de saber, Leonardo.

—No es cierto, porque yo también, como tú, ansío el bien de nuestra patria, la libertad y la justicia. Pero no lo juzgo posible por ahora, los tiempos no están maduros. Y sólo creo en la superioridad de la ciencia por encima de cualquier otra cosa: pero al servicio del hombre y no de la divinidad.

—¿Y precisamente tú dices eso, tras haber regalado tu arma al terrible Sultán?

Leonardo no respondió. Se volvió hacia Almieri, que seguía apuntándole al pecho con la espada:

—¿Y tú, dime, qué ganas con mi muerte?

Michele Almieri desmontó del caballo y se acercó amigablemente a Leonardo. No enfundó la espada, pero apuntó con ella al suelo, como muestra de respeto hacia el maestro. Tal vez, en su corazón, jamás había dejado de ser el antiguo discípulo del incomparable Leonardo.

—Porque nada es como tú crees, Leonardo. Tú conoces los secretos íntimos de la naturaleza y el arte, sabes interpretar los textos de los antiguos, pero nada sabes de los hombres. En este punto, Maquiavelo te supera con creces. Tienes razón, has cumplido con tu parte del trato de la mejor manera posible. Lo has hecho tan bien que, cuando los dos hemos comprendido que había algo que desbarataba los planes de mis señores, no has querido ni has podido detener tu empeño. Intenté hablar contigo, inútilmente, cuando aquellos botarates de los pisanos arrojaron los cuerpos de los simios y los hombres negros en tu milagrosa excavación, con aquel pasquín que tan sólo expresaba su crasa ignorancia...

—No disponía de más tiempo, mastro Michele: con la humedad de la fosa, los cuerpos se estaban descomponiendo y yo debía llevar a cabo mis experimentos cuanto antes...

—Estuviste toda esa maldita noche cortando y recosiendo esas carroñas, y antes del alba partiste junto a tus hombres y aquel inmundo Salaì...

—Tenía que entender qué había sucedido en Livorno y averiguar, por el interés de todos, si Del Sarto tenía el libro de Erasístrato.

Michele Almieri levantó de nuevo la punta de su espada y dio un paso más hacia Leonardo.

—¿Y no se te ha pasado por la cabeza, maestro mío, que hubo un cambio de planes? ¿O quizá pensabas que la nave de los portugueses había embarrancado quién sabe por qué funesto maleficio y que los simios se dieron a la fuga por sus propios medios? ¿No has pensado en la intervención de formidables sicarios?

—¡Por supuesto que pensé en todo cuanto dices, en especial después de haber visto a Del Sarto balanceándose de aquella viga y el mensaje que había dejado! Entonces comprendí que una potencia superior a la que te comandaba pretendía impedir el perfeccionamiento de la Idea, y este enemigo no podía ser otro que el Papa...

Almieri se echó a reír, pero la suya era una risa amarga.

—¡Genial y estúpido a un tiempo! Según parece, siempre es así, con los hombres como tú... ¿El Papa, dices? Claro, él era y sigue siendo enemigo de mis señores. ¿Sabes por qué, mi amigo maestro, cuando ellos me encargaron la misión de implicarte en nuestros planes, confiaron plenamente en mí? Porque toda mi familia había fallecido en Córdoba, víctima de los hierros de la Santa Inquisición. Cometimos el delito de ser amigos de los árabes. Si no nos hubieran tocado, sin duda habría abrazado de nuevo la fe, pero cometieron el tremebundo error de quemar mi casa, con mi padre y mi madre en su interior... En cambio, en lo que a ti respecta, siempre sostuvieron que tú no te creías la historia de los venecianos... Pero yo estaba convencido de lo contrario, tan enamorado te veía de tu descubrimiento que parecías no darte cuenta de nada.

Leonardo manifestó su incredulidad.

—¿No es el Papa, entonces, el enemigo del arma?

—Sin duda no la ama; tal vez la teme, si conoce su naturaleza verdadera. Pero no son sus sicarios quienes golpearon Livorno y mataron a Durante Rucellai...

—¿A quién obedecían, pues?

—A mis mismos señores, Leonardo, que son también los tuyos.

Las palabras de Michele parecían perderse en el aire denso y blanco por el polvo, bajo un sol de justicia que se diría que había secado toda la llanura. Nadie osaba responder a esa pregunta.

—Sí, Leonardo, fueron mis señores. Los agentes del Sultán asaltaron la nave de los portugueses, y poco antes de que llegara a Livorno, dieron muerte al capitán y a toda la tripulación, junto a los negros. Y siguieron al pasajero que traía consigo uno de tus libros, mientras los feroces simios, liberados de las jaulas, invadían las calles de Livorno. El portugués logró entregar el libro a ser Filippo Del Sarto, pero le dieron alcance y también lo mataron. En cuanto pudieron, mis señores se apresuraron a informarme de que los planes habían cambiado y dictaban nuevas órdenes.

Leonardo tenía los ojos desorbitados.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué pagaron los simios a precio de oro para después dejarlos morir, por qué...?

Nicolás le interrumpió, dirigiéndose a Almieri:

—Las nuevas órdenes de tus señores debieron de llegarte antes de conocer nuestra presencia, advertida por los soldados, en la excavación.

Mastro Michele hizo un gesto afirmativo:

—Recibí las instrucciones precisas unas horas antes, y vuestra visita me impidió partir de inmediato...

—Y sin duda tú sabías que el códice de Herófilo estaba en poder de Durante y que éste debía entregárselo a Leonardo.

—Tales eran los pactos iniciales.

—¡Entonces fuiste tú quien arrancó el códice de su libro de rezos!

—No sé nada acerca del libro de rezos. Pero estás en lo cierto, intenté acabar con la vida de Durante aquella noche, mientras él curioseaba en la fosa donde Leonardo había hallado los extraordinarios huesos. Pero él logró escapar hábilmente y no tuve ocasión ni tiempo de hurgar en sus pertenencias. Pero yo sabía que él iba a intentarlo todo para reunirse con Leonardo, y así fue. Cuando llegó al refugio de Maremma, acabé con él y me hice con el libro de Herófilo. —Almieri se dirigió de nuevo a su antiguo maestro—: Cuando Nicolás y los suyos partieron hacia Livorno, te busqué por todas partes: hasta en compañía de esa carroña de Valentino, que te procuraba huesos y cuerpos. Cuando le encontré, con mis nuevas órdenes, tú acababas de dejarlo: poco pude hacer. Pero el loco de Valentino desatendió mis instrucciones, y dejó a Nicolás con vida... Supongo que a estas alturas ya habrá llegado a Nápoles, para hacerse arrestar por sus propios parientes, con la ilusión de salvar la vida y la libertad. Entonces te busqué en Florencia, donde tendrías que haber estado preparando tu
Batalla de Anghiari
, pero estabas bien escondido...

—¿Así que nunca encontraste su refugio? —dijo Nicolás, impresionado por esas últimas palabras.

—No, pero habéis tenido la cortesía de caer espontáneamente en mi poder, como veis.

Leonardo no se resignaba a su suerte.

—Pero ¿de qué te sirve a ti mi muerte?

—¿No lo has entendido todavía, niño genio? Morirás porque así debe ser, porque mis señores han cambiado de opinión y están decididos a que nadie hable nunca más del arma. Tu descubrimiento debe morir contigo...

—Pero ¿qué tipo de orden es ésa? ¿Cómo puede ser? Yo no merezco...

Nicolás había escuchado con atención las palabras de Almieri. El capomastro no conocía el refugio de Leonardo bajo Santa Felicita y por lo tanto no actuaba con la complicidad de Violante. Durante toda la conversación, había estado escrutando frenéticamente el horizonte con miedo y esperanza, y al fin había avistado a los soldados que les andaban siguiendo desde Piazza dei Priori. Venían por el camino de Empoli e incluso pudo contarlos: eran unos diez, y se habían dispersado por los campos. Y ya estaban a punto de estrechar el círculo. También los cuatro sarracenos los habían divisado y parecían nerviosos, pero Almieri no prestaba atención a nada, concentrado en la conversación con su amigo maestro, como si antes de matarle quisiera darle todas las explicaciones posibles.

Cuando los perseguidores se lanzaron sobre ellos, ya era demasiado tarde para huir. Alastro Michele gritó: «¡Matad a Leonardo!», pero Da Vinci supo defenderse bien: recogió la espada que Ginebra le pasó y resistió hasta que Nicolás acudió en su ayuda.

Era una extraña batalla: los recién llegados parecían defender a ser Nicolás y a los suyos de Almieri y los caballeros infieles. De haber querido también ellos su muerte, pensó Maquiavelo, sin duda no se habrían tomado la molestia de intervenir. En cambio, luchaban con agresividad y contundencia, gritando como posesos como si quisieran ahogar los alaridos de sus enemigos. También los sarracenos se batieron como diablos contra los inesperados soldados, a pesar de que éstos les aventajaban en número. Y de pronto Nicolás, cruzando la mirada con Violante, comprendió que su vida estaba a salvo, al menos por el momento. Aunque sólo sintió un alivio pasajero de la amargura por haberse equivocado: en su empeño por ser más sagaz que sus enemigos, verdaderos o presuntos, había dejado escapar la verdad profunda de las cosas.

El hombre que estaba al mando de aquellos soldados tenía la espalda corcovada, en su capa negra, pero blandía la espada como un auténtico diablo.

—¡Bienvenido seas, Violante!

—¡Es mi deber protegeros, Secretario! Incluso en contra de vuestra voluntad...

La batalla no tardó en resolverse, y los cuerpos de los soldados que acompañaban a Almieri pronto yacieron en el polvo. Sólo él había conservado la vida: tenía una herida sangrienta en el muslo, estaba exhausto, y Violante le apuntaba con la espada al pecho. Nicolás había desenfundado el arma y se les acercaba, pero Ginebra lo detuvo aferrándole con fuerza por el brazo. Sólo llegó a tiempo de oír a Michele Almieri que se desgañitaba: «Extraña alianza, Leonardo».

Y en ese instante Violante le clavó el hierro en la garganta. Se oyó un gorgoteo horrendo, y finalmente mastro Michele volvió los ojos hacia el cielo y se apagó.

Algunas conclusiones

El Salón de los Quinientos, en el Palazzo dei Priori, no estaba acabado todavía. Savonarola había encargado su construcción y la Signoria lo había convertido en un símbolo de la rencontrada independencia de la República: por consiguiente, debía ser decorado con las imágenes de las glorias pasadas y presentes de Florencia. El gonfalonero Pier Soderini se acercó a Leonardo, que escrutaba con aire perplejo el enorme muro blanco, en el que apenas se veían unas pocas figuras geométricas esbozadas al carbón.

—Así pues, ¿habéis decidido ya cuándo empezaréis las pinturas, maestro?

—Tengo algunas ideas nuevas, que me permitirán trabajar mi
Batalla
como un lienzo al óleo, sin que las prisas por concluir la «jornada», en el fresco, impidan a mi mente pensar y cambiar de registro, cuando no de opinión. El fresco, en cambio, es tosco y despiadado...

—Hace muchos siglos que se utiliza la pintura al fresco, y espero que vuestra técnica, por muy nueva que sea, resista con igual firmeza a las inclemencias del tiempo, de modo que innumerables generaciones de los hijos de la República puedan admirar el fruto de vuestro genio.

—Las generaciones futuras lo admirarán, messer Soderini, pertenezcan o no a esta Signoria...

El Gonfalonero fingió no haberlo entendido.

—Ahora habladme de vuestra arma secreta, Leonardo. Ser Nicolás me ha dado informaciones imprecisas, espero obtener de vos detalles más claros. De momento, me reconforta que haya sido ajusticiado en el campo el espía de los venecianos, esa sierpe que incubábamos en el seno de la excavación del Arno. El asesino de Durante no podía quedar sin su justo castigo.

—¿Eso es lo que os han contado, Gonfalonero?

Soderini hizo un gesto afirmativo.

—Ser Nicolás y su hombre de confianza, Violante, me han asegurado que un maestro de la excavación vendía a los venecianos, a escondidas de vos, el fruto de vuestras investigaciones. Durante lo descubrió, y por eso le mataron. ¿No es eso, messer Leonardo?

—En cierta manera, esta afirmación se corresponde con la verdad.

—Me tranquiliza que así sea, el padre de Durante hallará consuelo. Pero os ruego que me habléis del arma secreta que está ya en boca de todos, sin que nadie sepa en realidad de qué se trata.

—Puedo deciros que no es un arma que dispare dardos o abata fortalezas... Ni siquiera está hecha de una materia que pueda tocarse, y ser Nicolás puede juraros que así se lo he explicado a él y que así es.

—En efecto, y os digo, como ya le he dicho a él, que no he entendido nada. Si no está hecha de hierro o de madera, ¿de qué maldita arma se trata?

—El hombre le da el nombre de arma únicamente porque es una idea que puede tener consecuencias nefastas...

Ser Piero, asustado, abrió desmesuradamente los ojos.

—¿Para Florencia?

—Nada malo para esta ciudad en particular, no temáis. Es más, sus habitantes, si la impropiamente denominada arma se manifestara, serían los que menos sufrirían sus consecuencias.

Ser Piero extendió los brazos, confuso y desconcertado.

—¿Por qué motivo no habláis con claridad? ¿Qué quiere decir que no es un arma ni una idea? ¿Y desde cuándo las ideas pueden causar tanto daño?

—Lo hacen muy a menudo, Gonfalonero. Y más lo harán en el futuro.

—¿Decís entonces que yo puedo pensar una cosa, sólo pensarla, y con ello infligir daño a alguien? ¿Acaso hablamos de magia?

—No, la magia no existe y nada tiene que ver en esto. Vuestros pensamientos, Gonfalonero, podéis estar tranquilo, no pueden hacer daño...

—Pues entonces...

—Hice un gran descubrimiento, excavando en las profundidades de la fosa del Arno. Lamentablemente, como bien sabéis, la desviación de nuestro río desembocó en una desgracia, y ahora todo se ha echado a perder...

—En efecto, messer Leonardo... Será muy difícil aplacar las iras de quienes eran contrarios a esta empresa.

—Lo lograréis, por la autoridad moral que os confiere el cargo, y también porque vos fuisteis el primero en defenderla, cuando la idea tomó forma.

Ser Piero le señaló con el dedo erguido, a modo de cómica amenaza:

—Fuisteis vos, Leonardo, vos y ser Nicolás, quienes me convencisteis y me persuadisteis con vuestras palabras... Pero seguid hablando de ese maravilloso hallazgo.

—He encontrado signos evidentes que revelan la raíz primera de la naturaleza humana. Me refiero a la naturaleza de la humanidad después de un largo camino fuera del Paraíso Terrenal. He descubierto, en cierto sentido, de qué variedad era la manzana que Eva ofreció a Adán...

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