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Authors: Carlos Ardohain

Los incógnitos (8 page)

BOOK: Los incógnitos
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—¿Dos mil dólares?

—Sí, mil para cada uno, más viáticos.

—Todavía no entiendo bien lo que tienen que hacer.

—Yo más o menos, tenemos que hablar para poner todo en claro, y empezar por algún lado. Tal vez visitar templos budistas, conocer gurúes, qué se yo.

—Estuviste tomando, tenés aliento.

—Un poco de vino en la cena, no mucho, y después casi cruzamos el puente caminando, por poco nos llevan puestos.

—¿Cómo?, ¿el puente?, ¿por qué?

—No sé, se le ocurrió a Igriega y yo acepté, pero a mitad de camino dimos media vuelta y volvimos.

—No te digo, ustedes son locos.

—Ahora pienso que deberíamos haber seguido, cruzarlo del todo.

—Tuvieron suerte de que no los atropellaran.

—Es como que dejamos una acción abortada, no me gusta.

—Basta, no te digo que estás raro, vení, vamos a la cama y te hago mimos.

—Vamos.

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Escribir puede ser más difícil que vivir. Esa dialéctica especular: el arte imita a la vida, la naturaleza imita al arte, refleja ese misterio: una relación difícil. Un amor imposible. Dos términos demasiado grandes, no hay ecuación posible así, todo es y no es a la vez. Nada es lo que parece. El arte es más grande que la vida, la vida es más grande que el arte. Lo único que parece grande de verdad es la muerte, que estaba antes y estará después, estos dos términos son el mientras tanto, el ahora, pero... ¿no es al final lo único que importa, que merece la pena? ¿No es el único lugar, el único tiempo en el que de verdad estamos? ¿Acá, ahora? ¿Y después? Rasgado el velo, ¿Satori? ¿Nirvana?

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Un mensaje en el contestador de la agencia: «Ustedes son dos hijos de puta, botones de mala muerte, cuidensé porque en cualquier momento pueden tener un accidente».

—A la mierda, che, ¿y esto?

—Debe ser Benavídez, seguro que encontró la tarjeta que le di a la mujer.

—¿Te parece que hará algo?

—No creo, debe querer asustarnos.

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Fausto estaba en la sala desayunando, la saludó con una sonrisa, la invitó con un café, le contó que había contratado a sus amigos. Ella lo corrigió:

—No son amigos, uno de ellos es un ex compañero de yoga. Pero me alegro, ahora el tema está encaminado.

—Sí, le confieso que no sé si hago bien, estas cosas no se suelen delegar, parece un mandado metafísico.

—Bueno, pero a lo sumo recopilará mucha información, estará orientado, tendrá un panorama, conocerá escuelas o caminos distintos, ¿no?

—Sí, claro.

La miraba de un modo extraño, con intensidad, con delectación, como si fuera una escultura, la incomodaba un poco. Empezó a sentir otra vez esa singularidad en el aire, como si hubiera una diferencia de presión atmosférica con el aire de afuera.

—Bueno, ellos me causaron buena impresión. Sobre todo el más alto.

—Igriega —dijo ella

—Sí —dijo él —, y qué extraño nombre le pusieron a la agencia.

—Me lo explicaron, es como si ellos fueran dos coordenadas que establecen un campo para localizar cualquier punto dentro de él. Algo así.

—No está mal, es un buen concepto.

—Sí, a mí también me pareció.

La seguía mirando, la seguía mirando.

—Bueno, me voy a poner a trabajar, con permiso.

—Claro, Margarita, vaya nomás.

Se puso a trabajar, él se instaló en una mesa con un par de libros y un cuaderno de notas, al parecer no pensaba ir al estudio, estaba escribiendo o tomando apuntes o algo. De vez en cuando la miraba, ella podía sentirlo. Se dio cuenta de que estaba un poco tensa. ¿Por qué la miraba? ¿Qué estaría pensando? ¿Por qué había cambiado su conducta de golpe después de la entrevista de ayer, y hoy le mencionaba a Igriega? ¿Estaría celoso?

La mañana transcurrió así, en silencio, los dos en sus respectivas mesas, escribiendo y leyendo.

A eso de la una, ella se levantó y le dijo:

—Voy a salir a comer algo.

—Claro, por supuesto. Yo voy a almorzar algo liviano y después me voy a quedar en el estudio, cualquier cosa ya sabe.

—De acuerdo, hasta luego, Fausto.

—Hasta luego, Margarita.

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Un sueño de Margarita: era niña y estaba en un jardín muy grande, cargado de flores bellísimas con formas raras y colores intensos, el olor que despedían era agradable, dulce, embriagador, pero de a poco se iba haciendo más y más fuerte. Iba caminando entre flores cada vez más olorosas que empezaban a crecer en altura y tamaño, no llegaban a hacerse amenazantes todavía, pero ella empezaba a inquietarse y en un momento los pétalos de esas flores se transformaban en llamas, lenguas de fuego que crepitaban ondulando en el aire, la rodeaban con su calor cada vez más intenso y se inclinaban hacia ella, que ahora se encontraba sola en medio de un jardín de fuego, fascinante y aterrador. De pronto miraba hacia el cielo y veía acercarse volando un gran pájaro negro, como un cuervo gigante, que a medida que se aproximaba iba oscureciendo el cielo y haciendo más brillante el color de las llamas, todo se iba poniendo rojo y negro y asfixiante, y antes de alcanzar a gritar se despertó agitada y con muchas ganas de hacer pis.

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Estaban en medio de la nada, de modo que decidieron empezar a buscar en Internet datos de templos de budismo, escuelas de meditación, libros, técnicas, y todo lo que tuviera que ver, además planearon entrevistas con yoguis, fueron tomando nota de todo para hacer un plan de trabajo, una bitácora. Bajaron de la Web libros enteros, filtraron los que parecían menos serios, leyeron sobre el Dalai Lama, sobre budismo, la rueda de las reencarnaciones, había un mundo inabarcable sobre todo esto; había mucho para recorrer, buscar, conocer, estudiar. Pensaron que era un trabajo imposible, después que le habían pasado un precio muy bajo. Estuvieron horas pegados a la pantalla y tomando notas en un cuaderno.

En un momento Igriega dijo:

—¿Te das cuenta qué hijo de puta? Esto debería hacerlo él, quiere la comida en la boca.

—Y vos se la vas a dar —dijo Equis.

—Corrección: nosotros.

—Sí, nosotros. Si la encontramos. Esto es un berenjenal.

—Será cuestión de encontrar la punta del hilo y empezar a tirar.

—Vos y tus metáforas.

—Vos y tus hortalizas.

Comieron un sandwich con una coca en el café de la esquina, Igriega le contó la llamada de Margarita y la cita de ese día.

—¡Bien! Le tenés que ganar de mano al Fausto ese. Y ustedes hacen linda pareja.

—Terminala con eso querés...; pero gracias, a mí me gusta mucho.

—Ese Fausto, ¿no tiene algo fantasmal?

—No sé qué decirte, se nota mucho que no trata con gente, no sé si fantasmal, más bien oscuro, como si ocultara algo.

—Sí, estoy de acuerdo. Otra cosa, ¿cómo vas con lo que estás escribiendo, es una novela?

—Me parece que puede llegar a ser una novela, pero por ahora no es nada, tengo cosas sueltas, bocetos de los personajes, episodios aislados, cosas así. Cuando tenga algo decente te lo muestro.

—Dale, me interesa mucho.

—Igual tengo una copia en esta máquina, si tenés curiosidad alguna vez podés chusmear, el archivo se llama Equisy.

—Qué original.

—Y vos, ¿estás escribiendo?

—Estoy trabajando unos cuentos que quiero terminar, son un poco viejos, pero me parece que valen la pena.

—Buenísimo, a ver si ganamos otro concurso.

—Estaría bárbaro.

Siguieron toda la tarde recopilando información, Equis estuvo un rato en lo de Tamara, charlando y riéndose (las carcajadas de Tamara se escuchaban desde la agencia), y a eso de las siete apagaron, cerraron y se fueron, Equis hacia su casa, Igriega hacia Margarita.

50

La tarde transcurrió mucho más tranquila, él no vino en ningún momento y a las seis ella se fue. Tenía que pasar por su casa, darse una ducha, cambiarse y llegar al centro a las ocho, tenía el tiempo justo.

Voló, hizo todo con rapidez y concentración, había elegido mentalmente la ropa antes de llegar a su casa, un paso menos, el más complicado. Se duchó, se perfumó, se peinó, se vistió, se pintó y a las ocho estaba radiante entrando al Gato Negro. Igriega la vio enseguida, le sonrió como no estaba acostumbrado a hacerlo.

Esta vez sintió algo distinto, una cercanía mayor, una incipiente intimidad, un bienestar burbujeante. Estaba divertida, dispuesta, y él se puso ingenioso, decía trivialidades oportunas que la hacían reír mucho. Estuvieron un tiempo en el bar, después fueron a comer, al final él la invitó a conocer su casa y ella aceptó, tomaron un taxi y al rato él le abría las puertas de sus dominios.

Le sirvió una copa de vino, puso música, se sentaron en el sillón, ella sonreía y le decía que le gustaba el departamento y la mirada le brillaba, no podía dejar de mirarla y le decía qué suerte y ella qué suerte qué y él qué suerte que te guste, que suerte que estés acá, qué suerte que me mires así, y se acercó y la besó. Se besaron muy profundo, muy despacio, se besaron y se acariciaron besándose con los dedos, se besaron y respiraban uno en el otro, se tomaban el aire y se lo daban besándose y besándose. Se separaron un momento con los labios brillantes, hilitos finísimos de saliva iban de una boca a la otra como un puente fantástico y resplandeciente, un puente que temblaba en el aire caliente del aliento, temeroso de romperse, unas líneas translúcidas que estaban tejiendo un sortilegio, un puente que duró lo que nada porque las bocas volvieron a unirse mientras los cuerpos se desprendían de las ropas, las manos de cada uno desvistiendo el cuerpo del otro, ávidas, curiosas, cargadas de deseo. Encontró un cierre en la espalda de ella y le bastó bajarlo, Margarita le desprendió los botones de la camisa y él le abrió el vestido, ella le desabrochó el pantalón mientras él le desprendía el corpiño y recorría su piel cálida, pasó por el hueco de la axila insinuado de humedad y bajó un poco para recoger en la palma de la mano la forma perfecta de su teta, al tiempo que, con el índice y el pulgar acariciaba la dureza incipiente del pezón. Le acarició las piernas subiendo su mano por la cara interior de los muslos, llegó hasta donde quería llegar, mojó sus dedos en ella, la sintió palpitar y abrirse, mientras su falo, su único ojo ciego la buscaba, subía hacia ella y despacio, sintiendo cada centímetro, abriendo camino a medida que avanzaba, entró. Y fueron dos gozando de ser dos, gozando de ser uno en el otro, otro en uno, eléctricos, atómicos, cuánticos, perfectos el uno para el otro, y por fin y después y entonces acabaron estremeciéndose y acabando acabaron de entender que estaban juntos por fin y se rieron y se besaron abrazados, estampados uno contra el otro, temblando.

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Se quedaron recostados en el sillón calmando sus respiraciones, abrazados, tocándose el pelo, acariciándose minúsculos territorios de un hombro, de una pierna. Igriega le dijo que ese era el mejor momento para disfrutar un cigarrillo, lástima que no fumaba. Ella se rió y replicó que a veces pensaba que le gustaría morir en momentos así, tan plenos, que era como llegar a un techo del que no quería bajar más.

Igriega le contó de su vida, de sus parejas, de sus sueños y sus errores, de sus escritos y sus proyectos, de su soledad y sus ganas de amar, de amarla, de ser amado. Margarita le habló de su extrañeza por tantos años perdidos, de su postergación, de sus ganas de salir del letargo, de su ansia de paz y armonía, de sus ganas de amar de verdad, de amarlo, de ser amada con una intensidad que la quemara.

Se sirvieron vino y tomaron de la misma copa, hablaron de la infancia y la facultad, de viajes y amigos y duelos y pérdidas y traiciones y cuestiones pendientes y temores y de nada, de la tierra que da vueltas y la luna y la arena y la montaña y la nieve y el mar y de qué linda que sos, me gustás vos también. Tomaron un poco más de vino y después ella dijo es tarde, me tengo que ir. Uh, dijo él, qué lástima, ¿ya? Sí, mañana, ¿viste?, el trabajo, Fausto. Ah, Fausto, claro, dijo él.

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La acompañó a la casa, se besaron, se prometieron, se anticiparon a extrañarse, se despidieron.

Volvió a su casa y demoró el irse a la cama, dio vueltas, miró por la ventana, disfrutó el aire nuevo, la energía distinta que había en la sala, el olor a ella en el sillón, la marca de su cuerpo en la presión de los almohadones. Por fin sintió el cansancio y aflojó la resistencia, entendió que mañana existía, que la volvería a ver, a tenerla, que volvería a estar en ella y ella en él, que la tenía en la cabeza y en el pecho y la podía llevar con él adonde fuera, y accedió a irse a la cama.

Apagó las luces de la sala con nostalgia y se acostó, se estiró desnudo y notó el cansancio feliz de su cuerpo, sonrió en la oscuridad y se quedó dormido.

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Eran las ocho, hacía mucho que Margarita se había ido. Fausto llamó a la guardia y se hizo preparar un auto, al rato estaba camino al sur. No sabía bien qué quería descubrir o ver, pero igual se puso en marcha, cruzaron el puente y a las pocas cuadras el auto negro estacionó en una calle transversal a la avenida. Bajó y caminó hasta la galería, le impresionó el aspecto descuidado de la entrada y se metió en el pasillo. Los locales estaban a oscuras, recorrió despacio el túnel breve, vio el local de Tarot con su vidriera abarrotada de figuras que en la penumbra lucían amenazantes, y casi enfrente reconoció el local de la agencia. Se acercó y leyó el nombre en la puerta, miró hacia adentro pegando su cara al vidrio pero fue muy poco lo que pudo distinguir: un escritorio, una sombra alta de algo que tal vez fuera una biblioteca, y en la pared detrás del escritorio un cuadro, una imagen en blanco y negro, parecía algo abstracto, una gruesa línea negra atravesaba en diagonal y debajo había un punto negro que daba la impresión de estar en movimiento, debía ser algo oriental. Se despegó de la puerta, fue hasta el fondo del pasillo y miró la calle desde ahí, vistos desde la oscuridad los coches que pasaban parecían parte de una película. Salió de la galería, caminó hasta el auto y volvió a Lavandera.

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Otro mensaje en el contestador de la agencia:

—No me olvidé de ustedes, hijos de remil putas. Cuídense, pueden tener un accidente, y puede ser grave.

—¡Pero, che, otra vez este enfermo!

—No le des bola, ya se le va a pasar, debe estar contando la plata que le va a tener que dar a la esposa por el divorcio.

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—Y bueno, contame, ¿cómo te fue?

—Excelente, Margarita es divina, nos entendimos muy bien, me perdonarás que no te dé detalles.

—Al contrario, es lo único que me interesa.

—Bueno, fuimos a comer, la pasamos bárbaro, después fuimos a casa...

—Ah... ¿y?

—Todo bien, más que bien, comunión total.

—¡Vamos, todavía! ¡Me alegro mucho, che!

—Sí, yo estoy contento, me siento muy bien con ella.

—El otro día no me dijiste lo mismo.

—El otro día fue distinto, había una energía rara en el aire, no sé.

—Y bueno, dale para adelante. Me gusta esa mina.

—Eh...

—Para vos, nabo.

—Ah, bueno.

—¿Sabés que me salió un laburo? Me llamaron para hacer un guión institucional.

—¡Qué bien! ¿Buena guita?

—Dos lucas y media, cinco o seis días de trabajo.

—Está muy bien.

—Sí, pero lo voy a encarar después de lo nuestro, para no descuidar esta búsqueda.

—No, hagamos una cosa, vengamos como habíamos dicho: un día cada uno, y mientras tanto vos adelantás el laburo ese, total al principio será buscar datos, después cuando haya que ir a lugares y hacer entrevistas será otra cosa.

—Bueno, está bien. Gracias, así lo termino rápido.

—Claro, no hay drama.

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No habían buscado a Fausto en Google y esa mañana lo hicieron, se dieron cuenta de que no sabían nada de él. Su nombre era Néstor Durán, pero en la época en que había empezado a cantar, las personas que manejaban el negocio de la música popular creían que los nombres de fantasía eran importantísimos para vender al cantante. De modo que era probable que ni siquiera hubiera sido él quien eligiera su apodo, como también era posible que un nombre tan fuerte, con tanta carga, hubiera terminado imponiéndole su carácter legendario a la persona que lo portaba, y tampoco se podía descartar que Néstor Durán fuera un individuo esencialmente romántico que abonara el sustrato que traía el nombre con su peculiar naturaleza. Tal vez por eso se había recluido, aislado como un señor feudal en su castillo, y se había quedado solo. Quizá también por eso había contratado a Margarita para replicar el modelo, y los había contratado a ellos para que le mostraran lo que no podía ver, lo que le estaba negado. Tal vez por todo eso era un individuo tan opaco. Era un sobreviviente del pasado, pero como los arcones que perduran tras los naufragios, contenía un enigma. Guardaba algo, un secreto que podía ser intrascendente, pero podía no serlo, y él podía ser un individuo gris, pero también podía ser peligroso.

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Esa mañana, después de que Fausto se fuera al estudio (¿qué haría todos los días encerrado ahí?, ¿sería cierto que hacía música?), aprovechó para llamar a Sandra y contarle lo de Igriega. Desde que la había encontrado en la calle habían retomado la amistad y era casi su única amiga, ahora que tenía trabajo el próximo objetivo era recomponer su vida social. Sandra reaccionó como esperaba, bombardeándola a preguntas, le contó algo sin entrar en detalles, le dijo que Igriega era divertido, inteligente, caballero y muy hombre, estirando la
u
de muy. Quedaron en tomar un café porque Sandra insistía en que le contara personalmente. Quería detalles, le dijo. Ella le contestó que no se los daría, pero podía ampliar un poco la información. Ese día no vio a Fausto al mediodía, ni tampoco en toda la tarde, cuando se fue se preguntó si no la habría estado evitando. Pero, ¿por qué habría de hacer eso? En todo caso, mejor. Estuvo muy tranquila y trabajó relajada. Ahora se daba cuenta de lo poco que sonaba el teléfono en esa casa. El tal Fausto no era muy popular que digamos, y parecía no tener amigos. Bueno, pensándolo bien ella no estaba en una posición mucho mejor. Tenía que reparar los estragos que había causado en su vida ese matrimonio tan triste, ahora por fin había podido conocer a alguien que le gustaba, que le movilizaba el corazón. Empezaría a buscar un lugar para volver a hacer yoga y buscaría hacer algún curso que le interesara, quería integrarse al mundo, volver a vivir. Se fue a su casa dispuesta a descansar, darse una ducha, ver alguna peli, comer algo. La acción de ayer había sido muy intensa, y ella estaba un poco desacostumbrada.

¡Epa! ¿Cuánto tiempo hacía que no se reía sola?

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Equis se cruzó un rato a lo de Tamara, tenía ganas de estar con ella pero no en la galería. Ella le dijo que encantada, pero que por esa zona no había hoteles. Podían, si él quería, ir un rato a su casa después de la galería, ella vivía sola en un departamento chiquito en Once. Bah, sola no, con su gato Fernández.

—¿Cómo se llama tu gato?

—Fernández, ¿por?

—Es genial, sos un caso.

—Boludo, es mi apellido, yo me llamo Tamara Fernández, y a él lo adopté, ¿entendés?

—Claro, claro.

Quedaron en eso, cerrarían el local y se irían juntos a la casa de ella, después él se podía dar una ducha antes de irse.

—Plan redondo —le dijo él, y le dio una palmada en la cola.

—¡Epa! Se mira y no se toca.

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El departamento de Tamara era chiquito pero lindo, estaba en un quinto piso de un edificio sobre Rivadavia al 3000. Tenía un dormitorio, un living muy cálido, una cocina chica y el baño, que al parecer era el territorio del gato.

En la sala un sillón rojo de dos cuerpos, una mesa ratona, una biblioteca, una tela hindú (en la que predominaba el rojo) colgada de la pared principal, una mesita tipo escritorio con la computadora, una silla (también roja), una alfombra bajo la mesa ratona (sí, roja) y objetos, objetos por acá, por allá, por todas partes. Esculturas talladas en madera, lámparas de pie, había una ambientación agradable, aunque algo cargada.

—Te gusta el rojo.

—Es mi color, y mi elemento, el fuego, me hace sentir bien, potente, plena.

—Me gusta —dijo él.

—¿Querés una copa de vino?

—Bueno.

—Sentate mientras lo sirvo.

—¿Y Fernández?

—Debe estar escondido, no le gustan las visitas.

—Acá hay gato encerrado.

—Tonto.

Trajo la botella destapada y dos copas, las dejó en la mesita y se sentó a su lado. Le pidió que sirviera el vino. Brindaron por ellos, tomaron un trago y él le dijo que le gustaba su casa, y que le gustaba estar ahí. Tamara le respondió que le encantaba que él estuviera ahí, en su refugio, en su cubil, en su reducto, en su templo. Y estalló en una carcajada de las que acostumbraba a soltar en momentos súbitamente felices, la casa resonó con la vibración, como reconociendo el sonido, y él se puso a reír también.

Entonces le quitó la copa de la mano, la dejó en la mesita, le tomó la cara por las mejillas y la besó. Fue un beso largo, profundo, intenso, un beso cargado de electricidad, de vibración. Cuando separaron las bocas ella lo miraba con los ojos brillantes, húmedos y una sonrisa amplia. Lo tomó de la mano y lo llevó al dormitorio. Entraron en penumbras, no encendieron la luz y se dejaron caer en la cama. Se desnudaron besándose, enredándose entre prenda y prenda, al fin estuvieron desnudos y abrazados, la acariciaba con suavidad y la recorría con su boca, explorándola con su lengua. Ella se dejaba investigar, y a su vez hacía lo propio con él, estuvieron un rato hurgándose, conociendo el cuerpo del otro, deseándolo. Al fin se besaron de una manera más feroz, ella estiró la mano y le alcanzó el sobrecito, él lo rompió con los dientes y se lo colocó mientras ella lo acariciaba, se ubicó encima y la penetró despacio pero sin pausa, ella sintió el vigor metiéndosele dentro y se abrió a la invasión, lo abrazó con sus brazos, lo abrazó con sus piernas, lo rodeó como una araña, lo atrajo más. Equis respondió a esa atracción con más empuje, con más tesón, iba más profundo, se quedaron quietos un momento, uno dentro del otro, uno conteniendo al otro, pegados, unidos, abrazados, enganchados, fue una sensación, una correspondencia unívoca, tan intensa, tan verdadera que cuando volvieron a moverse, a frotarse, lo hicieron con furor, con estremecimiento, y estaban tan cerca del clímax, del éxtasis, que acabaron enseguida, primero él, y enseguida se sumó ella montándose en la eyaculación de él como una ola enrula el mar. Respiraban agitados y reían, bufaban y resoplaban y gemían y reían, sobre todo reían.

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