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Authors: Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

Los ingenieros de Mundo Anillo (30 page)

BOOK: Los ingenieros de Mundo Anillo
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—¿Cómo no le atacaron a él?

—Chmeee no se parece a nadie de este mundo. Sería como tratar de seducirle con una remolacha.

—Nosotros hacemos el perfume de los vampiros —dijo el chico.

—¿Cómo? ¡A ver si se ha estropeado la traductora!

El muchacho hizo una mueca de enterado.

—Algún día lo verá. Debo irme. ¿Volverá usted por aquí? Luis asintió.

—¿Cómo se llama usted? Mi nombre es Kawaresksenjajok.

—Luhiwu.

El muchacho salió por la escalera de caracol y Luis se quedó mirando la pantalla con el ceño fruncido.

¿Perfume? El olor a vampiros en el edificio Panth… Y entonces Luis recordó aquella noche que Harloprillalar se había acercado a su lecho, veintitrés años atrás. Intentaba dominarle. Ella misma lo dijo. ¿Habría usado con él su perfume de vampiro?

Poco importaba en aquellos momentos.

—Llamando al Inferior. Llamando al Ser último.

Nada.

La perspectiva no se podía bascular; miraba siempre abajo, de espaldas a las pantallas de sombra. Molesto, pero informativo: podía significar que las imágenes estaban siendo retransmitidas precisamente desde el mismo círculo de dichas pantallas.

Redujo la escala de la imagen, y mudó el punto de vista a una velocidad vertiginosa siguiendo la dirección del giro, hasta enfocar un mundo acuático. Localizado éste, se dejó caer como si volara en picado. Era divertido. Los recursos de la Biblioteca eran considerablemente mejores que el telescopio de la «Aguja».

El mapa de la Tierra era anticuado. En medio millón de años el perfil de los continentes había variado. ¿O quizá serían más? ¿Un millón o dos? Sólo un geólogo habría sido capaz de decirlo.

Luis pasó a estribor, según se miraba a contragiro, hasta que el mapa de Kzin llenó la pantalla: un archipiélago arracimado alrededor de una placa de hielo. ¿Y qué antigüedad tendría la topografía de aquel mapa?

Sólo Chmeee habría sido capaz de contestar.

Luis dio más aumentos, canturreando mientras trabajaba. Recorrió una selva de tonos amarillentos y anaranjados. La cámara exploró la cinta plateada de un río, el cual siguió hasta el mar. Las ciudades se hallarían probablemente cerca de las desembocaduras de los ríos.

Estuvo a punto de pasar por alto el detalle. En un delta donde confluían dos ríos predominaba una cuadrícula de tonos más claros sobre la coloración esplendoroso de la selva. Algunas ciudades humanas tenían «cinturones verdes», pero en el caso de las urbes kzin éstos venían a ser más extensos que el propio casco urbano. Utilizando el máximo aumento, apenas se llegaba a distinguir el trazado de las calles.

A los kzinti nunca les habían agradado las megalópolis. Tenían el olfato demasiado sensible. Pero aquella ciudad era casi tan grande como la sede del patriarcado en Kzin.

Luego existían ciudades. ¿Y qué más? Si poseían algún tipo de industria, tendría que haber… ¿puertos de mar? ¿Poblados mineros? Era preciso seguir buscando.

Localizó otra zona en donde clareaba la selva. El color pardo amarillento del erial dibujaba una figura que no podía corresponder a ninguna ciudad. Parecía un blanco de arquero, pero deformado. Podía ser una mina a cielo abierto, muy grande y muy antigua.

Medio millón de años atrás, o más, habían dejado allí una población de kzinti. Luis no creía encontrar poblados mineros, y era una suerte para ellos si habían hallado algo que explotar. Ya que durante ese medio millón de años habían vivido confinados en un solo mundo, cuyo subsuelo apenas tenía unas decenas de metros de profundidad. Pero, por lo visto, los kzinti lograron recomponer su civilización.

Aquellos felinos tenían buenos cerebros. Llegaron a dominar una civilización interestelar respetable. ¡Nej! ¡Pero si, en realidad, fueron los kzinti quienes enseñaron el uso de los generadores gravitatorios a los humanos! Y, sin duda, Chmeee había arribado al mapa de Kzin bastantes horas antes, en su busca de aliados para luchar contra el Inferior.

Luis, después de seguir el recorrido del río hasta el mar, desplazó su ojo todopoderoso al «sur», contorneando la costa del continente principal de aquel mapa. Buscaba puertos, aunque los kzinti nunca fueron grandes marineros. No les gustaba el agua. Sus puertos de mar eran ciudades industriales, y nadie vivía en ellas por gusto.

Pero todo eso era cierto sólo en el Imperio kzinti, que utilizaba los generadores gravitatorios desde hacía milenios. Luis se sorprendió al observar un puerto que hubiera podido competir con el de Nueva York, surcado por las estelas de numerosas naves, si bien éstas no eran lo bastante grandes como para ser vistas. El puerto tenía el perfil casi circular de un cráter meteorítico.

Luis redujo aumentos, como si se elevase para alcanzar una perspectiva más amplia.

Parpadeó. ¿Le había engañado otra vez su deficiente sentido de las proporciones? ¿O había equivocado el manejo de los mandos?

En el puerto había un barco atracado, y tal barco era de semejante tamaño que el puerto se hubiera confundido con una bañera.

Las estelas de las embarcaciones más pequeñas continuaban allí. Por tanto, sin duda alguna, eran reales. Y estaba viendo un barco de las dimensiones de una ciudad, que casi tapaba por completo la bocana de aquel puerto natural.

Luis se figuró que no lo moverían a menudo, ya que los motores debían causar estragos en el fondo marino. Si zarpase aquel barco, el régimen de oleaje del puerto nunca volvería a ser el mismo. ¿Y cómo propulsaban los kzinti una cosa tan grande? ¿Cómo lo movieron la primera vez? ¿Y de dónde habían sacado tanto metal? ¿Y por qué?

Luis nunca se había preguntado seriamente si Chmeee encontraría lo que buscaba en el mapa de Kzin. Esta vez sí se lo preguntó.

Hizo girar el mando del aumento. Su punto de vista se elevó en el espacio hasta que el mapa de Kzin no fue más que un grupo de manchitas en medio de un vasto mar azul. Otros mapas empezaban a aparecer por los bordes de la pantalla.

El mapa más próximo al de Kzin era un punto redondo de color rosa: Marte… y distaba de Kzin lo mismo que la Luna de la Tierra.

¿Cómo vencer tales distancias? Ni siquiera un telescopio lograría penetrar más de trescientos mil kilómetros de atmósfera. La idea de cruzar semejante distancia en un navío sobre las aguas (aunque el tamaño de ese navío fuese como el de un pueblo)… ¡Nej!

—Llamando al Ser último. Luis Wu llamando al Ser Ultimo.

A Luis Wu se le terminaba el tiempo, en la medida en que los reparadores se acercasen a la «Aguja» y Chmeee reclutase guerreros en el mapa de Kzin. Luis no tenía ninguna intención de contar nada de esto al Inferior, ya que sólo hubiera servido para poner nervioso al titerote.

¿Qué estaría haciendo el Inferior? ¿Por qué no contestaba a las llamadas?

¿Podría ningún humano responder nunca a esa pregunta?

A seguir explorando, pues.

Luis redujo la escala hasta que logró ver los muros de los dos lados. Buscaba la montaña del Puño-de-Dios, cerca de la línea media del Anillo, a babor del Gran Océano. No aparecía por allí. Aumentó la imagen. Una mancha desértica más grande que la Tierra era todavía pequeña, según la escala del Mundo Anillo… Pero ahí estaba, rojiza y estéril… y la mancha pálida que se veía en su centro era el Puño-de-Dios, una elevación de mil seiscientos metros coronada de scrith desnudo.

Se desvió a babor, buscando el camino que habían seguido después de estrellarse el «Embustero». Mucho antes de lo que se figuraba, vio el agua, un extenso brazo del Gran Océano, a la vista de cuya bahía de habían detenido. Luis volvió atrás en busca de lo que, visto desde arriba, debía de parecer como una nube de forma alargada.

Pero el ojo de la tormenta no estaba allí.

—¡Llamando al Inferior, en nombre de Kdapt y de Finagle y de Alá yo te conjuro, nej y maldita sea! Llamando…

—Aquí estoy, Luis.

—¡Hola! Me hallo en una biblioteca de la ciudad flotante. Tienen una sala de mapas. Echa un vistazo a las grabaciones de Nessus, de la sala de mapas que…

—Las recuerdo —replicó fríamente el titerote.

—Bien, pues lo que había en aquella sala de mapas eran cintas antiguas. ¡La de aquí funciona en tiempo real!

—¿Estás a salvo?

—¿A salvo? Sí, bastante, creo. He utilizado la tela superconductora para hacer amigos e influir sobre las personas. Pero estoy atrapado aquí. Aunque lograse salir de la ciudad a fuerza de sobornos, aún tendría que pasar por la terminal del Pueblo de la Máquina en la Colina del Cielo. Preferiría no tener que abrirme paso a tiros.

—Muy prudente.

—¿Alguna novedad por tu parte?

—Dos datos. En primer lugar, tengo hologramas de los otros dos espaciopuertos. Las once naves han sido saqueadas.

—¿Desaparecidos los reactores Bussard? ¿Todos?

—Sí, todos.

—¿Y qué más?

—No esperes que Chmeee vaya a rescatarte. El módulo se ha posado en el mapa de Kzin, en medio del Gran Océano —informó el titerote—. Debí suponerlo. El kzin ha desertado y se ha llevado la naveta.

Luis ahogó una maldición. ¡Cómo no había adivinado lo que significaba aquel tono frío, aparentemente desprovisto de emoción! El titerote estaba muy preocupado, y eso le hacía perder el dominio de los matices más sutiles del lenguaje humano.

—¿Dónde está? ¿A qué se dedica?

—Le he vigilado a través de la cámara del módulo mientras sobrevolaba el mapa de Kzin. Ha encontrado un barco de gran capacidad…

—Yo también lo he encontrado.

—¿Y cuál ha sido tu conclusión?

—Intentan explorar o colonizar los demás mapas.

—Sí. En el espacio conocido, los kzinti terminaron por conquistar otros sistemas estelares. Sobre el mapa de Kzin, habrán mirado hacia las otras orillas del océano. No era probable que llegase a desarrollar el viaje espacial, naturalmente.

—No.

El primer paso para iniciarse en el espacio es poner algo en órbita. En Kzin, la velocidad orbital mínima era de unos diez kilómetros por segundo. En el mapa de Kzin esa velocidad sería de mil doscientos treinta kilómetros por segundo.

—Tampoco es fácil que hayan construido muchos barcos así. ¿De dónde sacarían los metales? Y los viajes durarían decenios, por lo menos. Incluso me pregunto cómo llegaron a saber que existían otros mapas.

—Vamos a suponer que lanzaron cohetes equipados con cámaras tele ópticas. Se trataría de instrumentos muy rápidos, dada la imposibilidad de poner el vehículo en órbita; únicamente se lograría elevarlo y que volviera a caer.

—Me pregunto si llegarían hasta el mapa de la Tierra. Está a otros ciento cincuenta mil kilómetros, en la dirección de Marte… y Marte no es un lugar bueno para quedarse en él.

¿Qué hallarían los kzinti en el mapa de la Tierra? ¿Sólo el homo habilis? ¿O también a los protectores de Pak?

—A estribor tienen el mapa de Down, y no sé qué otro mundo hacia el sentido del contragiro.

—Lo sabemos. Los nativos son de mentalidad comunitaria. Suponemos que no llegarán a desarrollar nunca los viajes espaciales. Sus naves tendrían que sustentar a todo un enjambre.

—¿Son hospitalarios?

—No. Lucharían contra los kzinti. Y es evidente que los kzinti han abandonado la conquista del Gran Océano. El barco grande por lo visto les sirve para bloquear la salida del puerto.

—Sí. Sospecho que, además, es la sede de una especie de gobierno. Pero estabas hablándome de Chmeee.

—Después de enterarse de todo lo que pudo dando vueltas sobre el mapa de Kzin, descendió sobre el gran barco. De éste despegaron aviones y le atacaron con explosivos. Chmeee no hizo caso, y los cohetes no le infringieron ningún daño. Luego Chmeee destruyó cuatro aeronaves. Las demás continuaron el combate hasta acabar las municiones y el combustible. Y cuando regresaron al barco, Chmeee las siguió. En estos momentos el módulo permanece posado en una plataforma de aterrizaje, sobre el puente de mando del barco. El combate prosigue. ¿Crees que estará buscando aliados contra mí?

—Si te sirve de consuelo, creo que no hallará nada que pueda prevalecer contra un casco de la General de Productos. Ni siquiera conseguirán dañar el módulo de aterrizaje.

Hubo una larga pausa y luego prosiguió:

—Creo que tienes razón. Los aviones usan reactores de hidrógeno y lanzan cohetes propulsados por explosivos químicos. Sea como fuere, tendré que acudir a rescatarte yo mismo, la sonda llegará al anochecer.

—¿Cómo es eso? Queda la pared del borde. Dijiste que los discos teleportadores no podían emitir a través del scrith.

—He utilizado la segunda sonda para situar un par de discos sobre la coronación del muro, como repetidores.

—Si tú lo dices. Estoy en un edificio en forma de pastel, en la zona periférica de babor, según se mira hacia el giro. Deja la sonda al pairo hasta que decidamos cómo utilizarla. No estoy seguro de querer salir de aquí todavía.

—Debes hacerlo.

—¡Es posible que la biblioteca contenga la solución que necesitamos!

—¿Has adelantado algo hasta ahora?

—Detalles sueltos. Todos los conocimientos de la raza de Halrloprillalar están archivados en este edificio. Además, quiero interrogar a los chacales. Son carroñeros y por lo visto circulan por todas partes.

—Al menos adquirirás práctica en preguntar. Bien, Luis. Te concedo un par de horas. Al anochecer te acercaré la sonda.

22. Latrocinio

La cantina estaba en una planta intermedia del edificio. Luis tuvo un nuevo motivo para estar satisfecho de su suerte: los Ingenieros eran omnívoros. El estofado de carne con setas estaba un poco falto de sal, pero sirvió para colmar el vacío de su estómago.

Nadie ponía sal suficiente en aquel mundo, y todos los mares, excepto los Grandes Océanos, eran de agua dulce. A lo mejor él era el único homínido que necesitaba la sal, y no podría prescindir eternamente de ella.

Comió con rapidez. El tiempo le apuraba; el titerote estaba empezando a ponerse nervioso y lo extraño era que no hubiera decidido huir, dejando que Luis y el desertor Chmeee compartiesen el sino del Mundo Anillo. Casi se le podía admirar, pensó Luis, por molestarse en rescatar a su apurado compañero.

Pero, si se le acercaban demasiado los reparadores, era posible que cambiase de opinión. Luis necesitaba volver a bordo de la «Aguja» antes de que al titerote se le ocurriera volver su telescopio en esa dirección.

Subió otra vez a las salas de lectura.

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