Read Los intrusos de Gor Online
Authors: John Norman
—Ah —dijo—, saludos, mi bella damisela de Kassau.
Ella le miró, centelleantes los ojos.
—¿Se te ocurrió, allá en Kassau, que un día estarías recogiendo el estiércol de los campos de uno de Torvaldsland? —preguntó.
Ella no replicó.
—En Kassau ignoraba que tuvieras unas piernas tan bonitas —se echó a reír—. ¿Por qué no nos las enseñaste para que lo comprobáramos?
Thyri estaba furiosa.
Sosteniéndose el vestido con la mano izquierda, esparció airadamente el estiércol alrededor de las plantas de sules.
—Oh, no te bajaste el vestido, Thyri —dijo el esclavo—. Tu marca es preciosa. ¿No se la quieres enseñar otra vez a Wulfstan de Kassau?
Enojadamente se remangó el vestido, revelando el muslo.
Luego se lo bajó con brusquedad.
—¿Cómo te sientes, Thyri, al descubrir que ya eres una muchacha cuyo vientre yace bajo la espada?
—¡No yace bajo tu espada! —espetó—. ¡Pertenezco a hombres libres!
Entonces, con el descaro de una esclava, Thyri se subió de golpe el vestido por encima de las caderas e, inclinándose hacia delante, escupió furiosamente al otro.
Éste se abalanzó hacia ella, pero Ottar fue aún más rápido. Golpeó a Wulfstan en la nuca con el mango de su hacha. El esclavo se desplomó aturdido. En un santiamén Ottar le ató las manos delante del cuerpo. Luego lo agarró por el collar y de un tirón lo puso de rodillas.
—Ya has visto lo que tu hacha puede hacer en los postes —me dijo—; ahora veamos lo que le puede hacer al cuerpo de un hombre.
Entonces levantó bruscamente al joven esclavo sujetándolo por el collar, de espaldas a mí. Thyri retrocedió, con la mano sobre la boca. Naturalmente, la columna vertebral quedaría seccionada en el acto; además, si el mandoble era potente, parte del hacha saldría por el abdomen. No obstante, se requiere más de un mandoble para partir el cuerpo de un hombre en dos. Asestar más de dos golpes, sin embargo, se considera chapucero.
—Ya habéis visto —le dijo Ottar a Forkbeard— que ha sido insolente con una esclava, propiedad de los hombres libres.
—Los esclavos y las esclavas —dije— a veces se toman el pelo.
—Él le habría puesto las manos encima —dijo Ottar. Eso parecía incuestionable, por tanto la cosa adquiría gravedad. Después de todo, las esclavas eran propiedad de los hombres libres. A un esclavo no se le permitía tocarlas.
—¿La habrías tocado? —preguntó Forkbeard.
—Sí, mi Jarl —musitó el joven.
—¿Lo veis? —exclamó Ottar—. ¡Que Pelirrojo lo ajusticie!
Esbocé una sonrisa.
—Que le azoten en lugar de eso —propuse.
—¡No! —gritó Ottar.
—Que sea como sugiere Pelirrojo —dijo Forkbeard. Entonces miró al esclavo—. Ve en seguida al poste de castigo —le ordenó—. Pídele al primer hombre libre que pase que te azote.
—Sí, mi Jarl —dijo el joven.
Se le desnudaría y ataría, con las muñecas por encima de la cabeza, al poste del establo de los boskos.
—Cincuenta azotes —dijo Forkbeard.
—Sí, mi Jarl —aceptó el joven.
—El látigo —dijo Forkbeard— será la serpiente.
Su castigo sería realmente duro. La serpiente es un látigo de cola única, de cuero trenzado, de unos dos metros y medio de largo por un par de centímetros de grueso. Es capaz de levantar la carne de la espalda de un hombre. A veces se le añaden limaduras de metal. No era imposible que Wulfstan muriese bajo sus golpes. La serpiente debe distinguirse del mucho más común látigo de los esclavos goreano, con sus cinco tiras anchas. Este último, que se utiliza por lo corriente en las mujeres, castiga terriblemente; sin embargo, tiene la ventaja de no marcar a la víctima. Claro que a nadie le importa mucho el que un esclavo esté o no marcado. Generalmente, una muchacha con la espalda intacta se beneficiará de un precio mucho más alto que otra cuya espalda esté cubierta de cicatrices.
Los hombres suelen gustar de una hembra sin señales, excepto la cicatriz de la marca. En Turia y Ar, dicho sea de paso, no es extraño que a una esclava se la depile.
El joven me miró. Me debía la vida.
—Gracias, mi Jarl —dijo. Entonces se volvió y echó a correr, con las manos atadas aún, hacia el establo de los boskos.
—Ottar —dijo Forkbeard sonriendo maliciosamente—, ve a la herrería y dile a Gautrek que pase por el establo de los boskos.
Ottar sonrió.
—Bien —dijo. Gautrek era el herrero. Yo no envidiaba la suerte del joven.
—Y Ottar —añadió Forkbeard—, procura que el esclavo reanude su trabajo por la mañana.
—Lo haré —repuso Ottar; y dirigiose a la herrería.
—Me he enterado, Pelirrojo —comentó Forkbeard— que tu aprendizaje del hacha se desarrolla bien.
—Me complace que Ottar opine así —dije.
—A mí también me complace, ya que ello indica que es cierto. —Entonces dio la vuelta y echó a andar—. Te veré esta noche en el banquete —dijo.
—¿Va a haber otro banquete? ¿Cuál es el motivo?
Habíase celebrado banquetes las cuatro noches anteriores.
—Que nos gusta celebrar banquetes —repuso Ivar Forkbeard—. Es motivo suficiente.
Entonces siguió su camino.
Yo me volví a Thyri.
—Una parte de lo que ha ocurrido —le reproché— es culpa tuya, esclava.
Ella agachó la cabeza.
—Le odio —confesó—, pero no habría querido que le matasen: —Levantó la vista—. ¿Seré castigada, mi Jarl?
—Sí —repuse.
El miedo se reflejó en sus ojos. Qué hermosa era.
—Pero con el castigo del lecho —expliqué riendo.
—Espero con impaciencia mi castigo, pues, mi Jarl —dijo melosa.
—Corre —le mandé.
Ella se volvió y echó a correr en dirección a la casa, pero, tras unos cuantos pasos, se dio la vuelta y me miró.
—¡Aguardo vuestra disciplina, mi Jarl! —gritó.
—¿Sólo una esclava puede conocer estos placeres, mi Jarl? —preguntó Thyri.
—Eso se dice —respondí.
Ella estaba tendida de espaldas, con la cabeza vuelta hacía mí. Yo me hallaba a su lado, reclinado sobre el codo. Thyri tenía doblada la rodilla; el grillete le ceñía el tobillo.
—Entonces, mi Jarl —dijo—, me alegro de ser una esclava.
La tomé de nuevo entre mis brazos.
—¡Pelirrojo! —llamó Ivar Forkbeard—. ¡Ven conmigo! Bruscamente rechacé a Thyri, dejándola en el lecho encadenada.
En un instante, con el hacha enfundada a la espalda, me reuní con Forkbeard.
Afuera había un grupo de hombres, tanto del navío de Forkbeard como de la granja. En medio de ellos se encontraba un esclavo cojo y cargado de espaldas, encogido de miedo, con la mirada descompuesta.
—Condúcenos hasta lo que has encontrado —le pidió Forkbeard.
Seguimos al hombre cuesta arriba, a lo largo de más de cuatro pasangs, en dirección a los prados de verano.
Al cabo nos detuvimos en un cerro desde el que divisábamos la granja y el buque de Forkbeard a nuestros pies. El esclavo cojo, detrás de una gran roca, señaló aterrado su hallazgo, negándose entonces a mirarlo.
Me alarmé.
—¿Hay larls en estas montañas? —inquirí.
Los hombres me miraron como si no estuviera en mis cabales.
—Esto no lo ha hecho un eslín —dije.
Contemplamos los despedazados restos de un bosko al que habían devorado las entrañas. Unas poderosos fauces, al parecer, le habían roto incluso sus grandes huesos y sorbido el tuétano. Además le habían sacado los sesos del cráneo con un trozo de madera.
—¿No sabes de qué animal es obra esto? —preguntó Forkbeard.
—No —respondí.
—Ha sido uno de los Kurii el que lo ha matado.
Durante cuatro días buscamos al animal pero no dimos con él. Aunque la carnicería era reciente, no hallamos rastro alguno del predador.
—Hemos de encontrarlo —había dicho Forkbeard—. Tiene que enterarse de que no puede cazar impunemente en las tierras de Ivar Forkbeard.
Mas no lo encontramos.
Ni siquiera celebramos el banquete, tal y como nos habíamos propuesto, la noche en que hallamos al bosko devorado, ni las noches consecutivas. Los hombres comenzaron a exasperarse, se tomaron hoscos y aprensivos. Incluso las esclavas ya no reían ni jugueteaban. Según todos los indicios, en algún lugar de las tierras de Ivar Forkbeard debía de haber uno de los Kurii.
—Puede que se haya marchado de la región —conjeturó Ottar, la cuarta noche.
—No ha habido más muertes —señaló Gautrek, que nos había acompañado en la búsqueda.
—¿Crees que es el que mató al verro el mes pasado y desapareció de forma semejante? —le pregunté a Ottar.
—No lo sé —respondió éste—. Puede que sí, ya que los Kurii no abundan a tanta distancia del sur.
—Tal vez lo hayan expulsado de entre los de su especie —dijo Forkbeard—; un Kurii demasiado perverso para que lo tolerasen siquiera en sus propias cavernas.
—También pudiera ser un demente o un ignorante —dijo Ottar.
—Quizá —sugirió Gorm—, está enfermo o herido, y ya no pueda cazar el veloz ciervo del norte.
Los Kurii, tanto los de Gor como de las naves, no toleraban la debilidad.
—De todos modos —dije—, parece que ya se ha ido.
—Ahora estamos a salvo —repuso Gorm.
Me desperté en la oscuridad. El cuerpo de Thyri, que dormía, estaba arrimado al mío. Esta noche no la había usado.
Yo permanecía completamente inmóvil.
Por alguna razón estaba intranquilo.
Oía la pesada respiración de los hombres, y la de Thyri, suave y profunda.
Percibí, o creí percibir, un soplo de aire fresco.
Seguí inmóvil.
Entonces noté el olor.
Con un grito de furia me alcé de golpe, rechazando las pieles a un lado.
En el mismo instante sentí que me asían unas enormes zarpas y que me levantaban en el aire. No distinguía a mi agresor. Entonces me vi arrojado contra el muro de turba y piedra.
—¿Qué pasa? —oí gritar.
Thyri, desvelada, chillaba.
Yo estaba tumbado al pie del muro, aturdido, encima del lecho.
—¡Las antorchas! —vociferó Forkbeard—. ¡Las antorchas! Hombres y esclavas gritaban.
Oí ruido de masticación.
Entonces, a la luz de una antorcha que sostenía Forkbeard, lo vimos.
Se hallaba a menos de cuatro metros de mí. Alzó la cara del cadáver medio devorado de un hombre. Sus ojos, grandes y redondos, resplandecían a la luz de la antorcha. Se oía el griterío de las esclavas, el movimiento de sus cadenas.
—¡Las armas! —gritó Forkbeard, «¡Kur, Kur!» escuché vocear a los hombres. La bestia siguió allí, parpadeando, inclinada sobre el cuerpo. Estaba poco dispuesta a renunciar a él. Su piel era negra con manchas blancas. Sus orejas, grandes y puntiagudas, estaban echadas hacia atrás contra su testa. Tendría cosa de dos metros y medio de altura y pesaría unos doscientos cincuenta kilos. Su hocico era ancho y curtido, con dos narices que semejaban hendiduras, y su lengua, negra. Poseía dos hileras de colmillos, cuatro de los cuales eran especialmente prominentes. La longitud y grosor de sus brazos era superior al de sus piernas; sujetaba el cadáver que estaba devorando con unas manos parecidas a zarpas, aunque con seis dedos, extraordinariamente articulados, casi como tentáculos.
Con los ojos llameantes y los colmillos desnudos, la bestia no dejaba de sisear y aullar amenazadoramente.
Nadie parecía capaz de moverse.
Entonces vi detrás de la bestia un hacha levantada. El hacha descendió de golpe, partiéndole el espinazo a treinta centímetros por debajo del pescuezo. La bestia se desplomó hacia delante, sobre el lecho, rozando en su caída el cuerpo de una histérica esclava. Vi a Rollo detrás de ella. No manifestaba exaltación; ni siquiera parecía humano. Había atacado cuando los demás, Gautrek, Gorm, yo, incluso Forkbeard, habíamos sido incapaces de hacer otra cosa que mirar con horror. Rollo volvió a levantar el hacha.
—¡No! —gritó Forkbeard—. ¡La batalla ha terminado!
El gigante bajó el hacha y, lentamente, regresó a su lecho para dormir.
Uno de los hombres tocó el hocico de la bestia con el asta de su lanza, y luego la introdujo en su boca; el asta fue arrancada de cuajo; las esclavas chillaron.
—¡Aún está vivo! —gritó Gorm.
—Sacadlo de aquí —dijo Ivar Forkbeard—. Cuidado con las fauces.
Con cadenas y pértiga arrastramos el cuerpo del Kur y lo sacamos de la casa. Lo llevamos fuera de la empalizada, sobre las rocas. Ya clareaba.
Me arrodillé junto a él.
Abrió los ojos.
—¿Me conoces? —le pregunté.
—No —respondió.
—Es un Kur pequeño —dijo Forkbeard—. Normalmente son más grandes. Fíjate en las manchas blancas. Son señales de enfermedad.
—Espero que no viniera por mi causa —dije.
—No —repuso Forkbeard—. En la oscuridad gozan de una excelente visión. Si hubieras sido tú el que buscaba, te habría matado.
—¿Por qué penetró en la casa?
—Los Kurii son aficionados a la carne humana.
—¿Por qué no huyó y opuso resistencia?
Forkbeard se encogió de hombros.
—Estaba comiendo —dijo.
Entonces se inclinó hacia la bestia.
—¿Has cazado aquí antes? —le preguntó—. ¿Has matado aquí un verro y un bosko?
—Y anoche, en la casa —dijo, con los labios retirándose de sus fauces—, a un hombre.
—Matadlo —ordenó Ivar.
Cuatro lanzas se alzaron, pero no descendieron.
—No —dijo Forkbeard—. Ha muerto.
—¿Así que éste es el perfume que las mujeres linajudas de Ar se ponen para asistir a los dramas musicales en En'Kara?
—preguntó la muchacha rubia, divertida.
—Sí, señora —le aseguré, ceceando con el acento de Ar e inclinándome delante de ella.
—Es vulgar —dijo—. Baladí.
—Es una fragancia alegre —gemí.
—Para las de baja alcurnia —repuso.
—¡Lálamus! —llamé.
Mi ayudante, un tipo fornido pero estúpido a ojos vistas, pulcramente afeitado como van los perfumeros, vestido de seda blanca y amarilla y con sandalias doradas, hizo una reverencia y se adelantó raudo. Llevaba una bandeja de frascos.
—Ignoraba —dije—, que perspicacia como la vuestra existiera en el norte.
Mi acento no habría engañado a uno de Ar, pero no era tan malo, y para aquellos no muy habituados a la viva y sutil limpidez del dialecto de Ar, melodioso y sin embargo expresivo, era más que apropiado. Mi ayudante, por desgracia, no hablaba.