Read Los intrusos de Gor Online
Authors: John Norman
—Los de Puerto Kar —dije— solemos evitar las disputas con los de Scagnar, pero es cierto que los barcos de ese Thorgard han hecho estragos en nuestras flotas. A muchos hombres de Puerto Kar los ha mandado al seno de Thassa.
—¿Dirías pues que es enemigo tuyo?
—Sí —afirmé—, lo diría.
—Tú persigues a uno de los Kurii.
—Sí.
—Puede ser peligroso y difícil —sentenció.
—Es harto posible —admití.
—Podría ser una buena diversión tomar parte en semejante cacería.
—Eres muy dueño de acompañarme —dije.
—¿Te concierne a ti el que la hija de Thorgard de Scagnar lleve un collar?
—No me importa, que lo lleve o no.
—Creo que pronto su hija podría ingresar en la casa de Ivar Forkbeard—
—Será difícil y peligroso —sentencié.
—Es harto posible —admitió.
—¿Soy dueño de acompañarte? —pregunté.
Él sonrió divertido.
—Gunnhild —ordenó—, ve rápido a por un cuerno de hidromiel.
—Sí, mi Jarl —dijo ella, y se fue a toda prisa de su lado.
Al poco regresó a través de la humosa estancia, portando un gran cuerno de hidromiel.
—Mis Jarls —dijo.
Forkbeard lo cogió y, a un tiempo, lo apuramos.
Luego nos estrechamos las manos.
—Eres muy dueño de acompañarme —dijo. Entonces se puso en pie tras la mesa—. ¡Bebed! —les gritó a sus hombres—. ¡Bebed hidromiel por Hilda la Altiva, hija de Thorgard de Scagnar!
Sus hombres prorrumpieron en carcajadas. Las esclavas, desnudas, se desperdigaron por doquier, llenando cuernos de hidromiel.
—¡Comed! —vociferó Ivar Forkbeard—. ¡Comed!
Se comió mucha carne; se vaciaron muchos cuernos.
Aunque su casa estaba construida sólo con turba y piedra, y aunque era un proscrito, Ivar Forkbeard me había recibido a la puerta de la misma, luego de haberme ordenado que esperase fuera, con sus más elegantes atavíos de oro y escarlata, portando una jofaina de agua y una toalla. «Bienvenido a la casa de Ivar Forkbeard», había dicho. Yo me había lavado las manos y la cara en la jofaina, sostenida por el propio dueño de la casa, y me había enjugado con la toalla. Después de invitarme a pasar me habían sentado frente a él en el lugar de honor. A continuación me había obsequiado, de sus arcas, con un largo y ensortijado manto de piel de eslín marino; una lanza con punta de cobre; un escudo de madera pintada de rojo, reforzado con tachones de hierro amarillos; un casco cónico de hierro, con cadena colgante y visera de acero, que podía alzarse y bajarse en sus correas; y además, una camisa y unos pantalones de piel, un hacha al estilo de Torvaldsland: curvada y de hoja única, y cuatro aros de oro, que podían ceñirse al brazo.
—Mi agradecimiento —le dije.
—Juegas un excelente Kaissa —había dicho él.
Yo suponía que la ayuda de Forkbeard, en las inhóspitas regiones de Torvaldsland, podría ser de incalculable valor. Él conocería las guaridas de los Kurii, así como los dialectos del norte, algunos de los cuales difieren bastante del goreano corriente; los hábitos y tradiciones de las casas y pueblos norteños le resultarían familiares; yo no tenía el menor deseo de que me arrojaran atado bajo las azadas de los esclavos porque, inadvertidamente, hubiera insultado a un hombre de armas libre o violado una costumbre, acaso tan simple como usar la mantequilla en presencia de alguien que se sentara más cerca que yo de los pilares del asiento mayor. Tenía más importancia aún el hecho de que fuera un poderoso guerrero, un hombre valiente, una mente astuta; me complacía el contar, para mi tarea en el norte, con tan formidable aliado.
El poner un collar a la hija del cruel Thorgard de Scagnar, quien nos había perseguido en su barco, me parecía un nimio tributo por la ayuda de tan potente compañero.
Que Hilda la Altiva se andará con cuidado.
Miré a Forkbeard. Con un brazo rodeaba la rolliza cintura de Budín, la hija del administrador de Kassau, y con el otro la de la deliciosamente pechugona Gunnhild.
—Probad vuestro Budín, mi Jarl —suplicaba Budín. Él la besó.
—¡Gunnhild! ¡Gunnhild! —protestó Gunnhild, cuya mano se hallaba oculta entre las pieles que vestía Forkbeard. Él se volvió y apretó su boca contra la suya.
—¡Dejad que Budín os dé gusto! —gimió Budín.
—¡Dejad que Gunnhild os dé gusto! —gritó Gunnhild.
—¡Yo os satisfaré mejor! —exclamó Budín.
—¡Yo os satisfaré mejor! —gritó Gunnhild. Ivar Forkbeard se levantó; las dos esclavas irguieron la cabeza, sin dejar de manosearle.
—¡Id corriendo al lecho! —ordenó Ivar—. ¡Las dos!
Las muchachas se escabulleron a toda prisa hacia el lecho de pieles de Forkbeard.
Él pasó con cuidado por encima del banco y fue tras ellas. Las alcobas, situadas en el centro de la estancia, están provistas de troncos longitudinales a los lechos, de los que cuelgan cadenas terminadas en grilletes.
Gunnhild tendió el tobillo; Forkbeard la encadenó; un momento después hizo lo propio con Budín. Ivar se quitó la zamarra. Oyese un crujir de cadenas cuando ambas esclavas se volvieron, cada una a un lado, esperando que su dueño se acostara entre ellas.
A lo largo de la mesa oía reír a los hombres. Habían tendido de espaldas sobre ella a una de las recién llegadas de Kassau. Yacía en medio de la carne y el hidromiel, dando coces y riendo, intentando zafarse de los hombres que oprimían su cuerpo. Vi a uno que agarraba a otra muchacha y la arrojaba a la oscuridad de las alcobas. Vislumbré fugazmente su níveo cuerpo pugnando por huir a rastras; pero el que la había tirado sobre su lecho la aferró por el tobillo y la atrajo hacia sí, montándola sin piedad, sujetándola por los hombros bajo su cuerpo que gozaba ya del premio que era su belleza. Vi que se erguía y buscaba los labios del hombre con los suyos, pero éste la tumbó de un empujón y ella gimió, revolviéndose indefensa, su cuerpo bajo el de él, a su entera disposición. Cuando él levantó su boca de la suya, ella le rodeó el cuello con los brazos, y se irguió de nuevo, los labios entreabiertos. «¡Mi Jarl —gimió—. ¡Mi Jarl!» Él la tumbó otra vez en el lecho, con tal ímpetu que le hizo gritar, y entonces, con brusquedad e inusitada fuerza, penetró hasta lo más hondo de ella. Vi su cuerpo embestido despiadadamente, sin que la mujer dejara de abrazar a su verdugo, que no le daba cuartel. Las esclavas reciben un trato despiadado.
—¡Os amo, mi Jarl! —gritó ella.
Los hombres se rieron a su costa, derramando hidromiel y escupiendo carne masticada.
Ella gemía y chillaba de placer.
En cuanto el remero se hubo saciado con ella y regresaba a la mesa, la muchacha trató de retenerle. Él le asestó un golpe que la mandó de nuevo al lecho. Gimoteando, ella alargó los brazos en su dirección. El hombre volvió a su hidromiel.
Vi entonces a otro remero andar a gatas hasta ella y, agarrándola por el pelo, hacerla caer entre sus brazos. Al poco, su vientre se oprimía y restregaba afanosamente contra la gran hebilla del cinto de su dueño. También él, entonces, la tendió de espaldas.
—¡Os amo, mis Jarls! —gimió—. ¡Os amo!
Sonaron estruendosas carcajadas.
Miré a un lado; allí, en un banco, letárgico y soñoliento, como una gran piedra o un larl dormido, sentábase Rollo, el de gran estatura. Llevaba el pecho desnudo. Un alambre de oro trenzado, con un medallón del mismo material con la forma de una hacha, le rodeaba el cuello. No parecía ser consciente del desenfreno del banquete; no parecía oír las risas y los gritos de las complacientes esclavas; se hallaba sentado con las manos en las rodillas y los ojos cerrados. Una esclava, al pasar por su lado portando hidromiel, le rozó sin querer. Sobrecogida, se apresuró a alejarse. Los ojos del gigante no se abrieron.
Rollo dormía.
—¡Oh, no! —oí exclamar a Budín.
Me volví para mirar hacia el lecho de Forkbeard. Éste le había quitado del cuello la cadena de plata que fuera el símbolo del oficio de Gurt, Administrador de Kassau. A la fuerza habíale puesto las manos a la espalda y, retorciendo hábilmente la cadena, le había atado allí las muñecas.
Sentada en las pieles, miraba temerosa a Forkbeard. Entonces él la tumbó boca arriba de un empujón.
—No os olvidéis de Gunnhild —gimoteó Gunnhild, apretando los labios contra el hombro de Forkbeard.
A los esclavos se les ata toda la noche en los establos de los boskos; a las esclavas se las tiene en la casa para el placer de los hombres libres. A menudo pasan del uno al otro. Incumbe al último que se solaza con ellas el asegurarlas.
Oía gritos de placer.
Miré a Thyri, que estaba arrodillada junto a mi banco. Ella alzó los ojos y me miró, asustada. Era una hermosa muchacha, con hermosas facciones. Era delicada y sensible. Sus ojos, bellos e intensos, reflejaban una gran inteligencia. Un collar de negro hierro estaba remachado a su cuello.
—Ve deprisa al lecho, esclava —le dije ásperamente.
Thyri se levantó de un salto y fue rauda a mis pieles, gimiendo. Apuré un cuerno de hidromiel, me puse en pie y me dirigí a mi alcoba.
Ella estaba allí tendida, con las piernas alzadas.
—El tobillo —le dije.
La miré. Sus ojos medrosos estaban posados en los míos. Su cuerpo frágil, blanco y sinuoso contrastaba con la oscurecida rojez y negrura de las pieles suaves y espesas en las que yacía. Temblaba.
—El tobillo —repetí.
Ella extendió su bien formado pie.
Yo lo tomé y lo ceñí con el grillete de negro hierro.
Entonces me uní a ella sobre las pieles.
Los cinco días siguientes me resultaron muy agradables.
Por las mañanas, bajo la atención de Ottar, guardián de la granja de Forkbeard, aprendía el manejo del hacha.
La hoja se clavó hondamente en el poste.
—¡Más adentro! —advirtió Ottar riendo—. ¡Métela más adentro!
Los hombres gritaron con alborozo cuando la hoja, entonces, partió el poste de un solo golpe.
Thyri y otras esclavas brincaban y aplaudían.
¡Cuán llenas de vida parecían! Llevaban el pelo suelto, a la manera de las esclavas. Sus ojos brillaban y tenían las mejillas encendidas. ¡De qué increíble femineidad gozaban! Eran tan desinhibidas y encantadoras, tan lozanas y naturales en sus emociones y en los movimientos de sus cuerpos; se comportaban con la espontaneidad de la mujer a la que se le prohíbe el orgullo pero no el júbilo. Nada más que un fino vestido de lana blanca, abierta hasta el vientre, se interponía entre su belleza y el cuero de sus dueños.
—¡Otra vez! ¡Otra vez! ¡Por favor, mi Jarl! —gritaba Thyri.
Una vez más el hacha alcanzó el poste. Éste retembló de punta a punta y otro pedazo saltó hecho astillas.
—¡Muy bien! —exclamó Ottar.
Entonces me atacó de improviso con su hacha. Yo atajé el golpe bloqueando el mango de su hacha con el de la mía y, alzando el puño izquierdo sin soltarla, le rechacé hacia un lado. Cayó de bruces en el césped y yo salté a horcajadas sobre él, con el hacha en alto.
—¡Espléndido! —gritó.
Las esclavas vociferaban encantadas.
Ottar se puso en pie de un brinco, riendo, y blandió su hacha ante las embelesadas muchachas.
Éstas huyeron de él, chillando y riendo.
—Olga —dijo—, hay mantequilla que batir en la mantequería.
—Sí, mi Jarl —obedeció ella, remangándose la falda, alejándose a toda prisa del lugar de nuestros ejercicios.
—Gunnhild, Morritos —avisó—, a los telares.
—Sí, Jarl —dijeron, dando la vuelta y corriendo en dirección a la casa.
—Tú, chiquilla —le dijo Ottar a Thyri.
Ella reculó.
—Sí, Jarl —dijo.
—¡Tú recoge estiércol de verro en tu falda y llévalo al huerto de sules!
—Sí, Jarl —repuso ella riendo; y se marchó. La observé mientras corría, descalza, a cumplir con su mandato. Era exquisita.
—¡Vosotras, holgazanas! —gritó Ottar, dirigiéndose a las esclavas que quedaban—. ¿Es vuestro deseo que os corten en tirillas para alimentar al parsit?
—¡No, mi Jarl! —chillaron.
—¡A vuestras labores! —mandó.
Chillando, dieron la vuelta y se escabulleron apresuradamente.
—Ahora dos veces más —me dijo Ottar, con la mano en su ancho cinto negro incrustado de oro—. ¡Y luego buscaremos otro poste!
Al cabo de un rato nos unimos a Forkbeard, que estaba efectuando su recorrido de inspección. Un poco antes, Budín se había arrodillado ante él, con un plato de hogazas de Sa-Tarna en la mano. La hija de Gurt estaba aprendiendo a hornear.
Cuando Forkbeard mordió una de ellas, la muchacha le miró temerosa. «Le falta sal», le había dicho. Ella se estremeció.
«¿Crees que eres una esclava del sur?», preguntó. «No, mi Jarl», habíale respondido ella. «¿Crees que te basta con ser agradable en el lecho?» «¡Oh, no, mi Jarl!», exclamó ella. «Las esclavas del norte tienen que saber hacer cosas útiles», le dijo. «¡Sí, mi Jarl!» gritó ella. «¡Lleva éstas al corral hediondo —le mandó— y échaselas a los tarskos!» «¡Sí, mi Jarl!» —gimió la muchacha, levantándose de golpe y alejándose con presteza. «¡Esclava!», gritó. Ella se detuvo en seco y se giró. «¿Quieres ir al poste de castigo?», inquirió.
Se trata de un poste macizo, de madera descortezada, situado en el exterior de la vivienda, con una argolla de hierro cerca de la punta, a la cual se atan las muñecas de la esclava, cruzadas, por encima de su cabeza. A poca distancia del establo de los boskos hay uno de parecido, con una argolla más alta, que se utiliza para esclavos. «¡No, mi Jarl!», exclamó Budín. «¡Pues procura que tus horneados mejoren!» «Sí, mi Jarl», dijo, y echó a correr. «No es un mal pan», me dijo Ivar Forkbeard, cuando ella se hubo perdido de vista. Partió un trozo para mí. Nos lo acabamos. En realidad era bastante bueno, pero, como dijera Forkbeard, le faltaba un pellizco de sal.
De vuelta a la casa, abriéndonos camino por entre los árboles tóspits, habíamos pasado junto al huerto de sules. En él, dándonos la espalda, se hallaba el joven esclavo de hombros anchos, trabajando con el azadón. No reparó en nosotros. Vimos que Thyri se acercaba a él, con el vestido repleto de estiércol de verro recogido hasta la cintura con ambas manos.
—Tiene buenas piernas —comentó Ottar.
Estaban muy cerca; ninguno de los dos nos vio.
Por la tarde Thyri había hecho numerosos viajes al huerto de sules. Ésta, sin embargo, era la primera vez que se encontrara con el joven, quien, anteriormente, había estado trabajando con otros esclavos en la playa, con redes para parsit.