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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

Los milagros del vino (22 page)

BOOK: Los milagros del vino
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El humo entraba en la botica y hacía irrespirable el aire. Podalirio y Galión no podían escapar por la ventana, pues estaba cerrada con una fuerte reja de hierro; mientras, delante de la puerta, se multiplicaban las llamas y seguía la lucha contra el toro, con flechas y lanzas volando en todas las direcciones.

—¡Oh, dioses! ¿Qué hacemos? —gritó fuera de sí Podalirio.

—¡Calma, calma! —decía Galión—. Esperemos que mis hombres resuelvan esto.

Ambos estaban en la ventana, asomando las narices por la reja para tratar de respirar. Mientras tanto, unas mujeres corrieron a por unos cubos y les arrojaron agua con gran fuerza a la cara.

—¡Por detrás nos abrasamos y por delante nos ahogan! —se lamentó el procónsul.

Entonces alguien gritó:

—¡Ya han matado al toro!

Poco tiempo después el fuego estaba dominado y pudieron salir por fin.

En el templo, el espectáculo resultaba desolador. El toro se desangraba junto al ara, en el suelo cubierto de agua sucia, aceite quemado, carbones humeantes y armas de todo tipo. Las llamas habían consumido el velo, los exvotos de cera y otras muchas cosas. Afortunadamente, las estatuas de Asclepio e Higea permanecían intactas.

Galión y Podalirio, después de recorrer mudos aquel desastroso panorama, salieron a respirar aire puro.

En el exterior, la gente, indignada, increpaba a Cranón por haber llevado un animal tan fiero al templo. El centurión permanecía en su carro, avergonzado y entristecido.

Podalirio fue hacia él y le reconvino:

—¿Ves lo que pasa por empeñarse en hacer lo primero que a uno se le viene a la cabeza? Debiste hacerme caso cuando intenté explicarte que no era conveniente poner al dios en un compromiso.

Cranón asintió con la cabeza y después lloró apenado.

—¡Yo pagaré todo este destrozo! —sollozó.

—¡Faltaría más que no lo hicieras! —exclamó Galión.

Al cabo, reinó el silencio. Sólo se oían las respiraciones entrecortadas. Todos parecían esperar muy atentos a que el hierofante dijese la última palabra.

Podalirio, entristecido, se dirigió al centurión:

—No te preocupes, Cranón. Tuviste un sueño que te confundió. No debemos dejar que nuestra imaginación nos pierda. Tú echas de menos tus piernas, y eso es muy natural… Pero consuélate pensando que, en esta vida, todos vamos dejando cosas atrás. No todo puede conservarse eternamente… Tal vez en el Hades alguien tenga guardadas tus piernas para cuando llegues allí.

La gente asentía con circunspectos movimientos de cabeza. No tardaron en empezar a disgregarse para regresar a sus hogares, hablando entre ellos en voz baja, pesarosos y decepcionados.

También se fue Cranón, sin sus piernas, en el carrito empujado por el esclavo. Podalirio le vio perderse entre los cipreses y se sintió invadido por una gran desolación.

Capítulo 21

Podalirio y su hijo Egimio fueron temprano al mercado del ágora, donde se encontraban las mejores tiendas de Corinto. Debían comprar algunas cosas necesarias para adecentar el Asclepion: lámparas de aceite, cera perfumada, incienso, seda y una enorme cantidad de tela de damasco de la mejor calidad para confeccionar un nuevo velo, pues el que preservaba la imagen del dios se había quemado completamente.

Después de entrar en un par de establecimientos, de mirar y palpar lo que les mostraron y de meditar, se decidieron por un grueso y brillante tejido de color sangre, mucho más vivo que el del anterior cortinaje, que ya estaba ennegrecido a causa de los humos. Lo compraron y, después de cargarlo en el asno, mandaron al esclavo que lo llevara al templo mientras ellos proseguían su deambular en busca del resto de enseres.

Estaban contemplando unas bonitas vasijas cuando se les aproximó una mujer y, poniéndose a su lado, se dirigió a Podalirio con respeto:

—Hierofante, necesito hablar contigo. Los dioses han querido que te encontrara, precisamente ahora y aquí, cuando estaba pensando en ir a verte.

Podalirio la miró atentamente. Conocía muy bien a la mujer. Se llamaba Ródope; una griega casada con un romano, de nombre Titio Justo, jubilado de la administración, que había sido intendente en Listra y que ahora vivía con su familia en un gran caserón en las proximidades del anfiteatro de Corinto, de donde eran íncolas sus parientes.

—En este momento estoy de compras —le dijo Podalirio—. ¿Se trata de algo urgente?

Ródope tenía la cara blanca y redonda, y unos pequeños e inteligentes ojos muy negros, con los que miró a un lado y a otro mientras parecía cavilar. Luego observó con franqueza:

—Está bien. No me importa esperar a que termines de comprar. No quiero dejar que se me pase esta ocasión. Hace una semana fui al Asclepion para hablar contigo y me encontré con todo aquel jaleo que se había armado con el toro… Me pareció que el momento no era adecuado y después pensé que estarías muy ocupado poniendo en orden todo aquello… Hoy los dioses han hecho que me encuentre contigo…

—Veo que es importante lo que tienes que decirme —concluyó Podalirio.

La mujer vestía discretamente, a pesar de ser la esposa de un hombre rico e influyente; el único toque algo llamativo de su aspecto consistía en un tocado de pelos crespos entreverados de canas y una fina hilera de perlas nacaradas en el cuello delgado. Con gran interés en su expresión, afirmó:

—Sí que lo es. Me urge solicitarte consejo, hierofante. Aunque comprendo que debes de estar ocupadísimo después de lo que sucedió en el templo.

Podalirio se dirigió a Egimio:

—Hijo, encárgate tú de adquirir las velas y el incienso en el establecimiento de los sirios. Nos veremos más tarde en casa.

El joven, obediente, se marchó enseguida dejando a su padre y a la mujer solos frente a la tienda de las vasijas. El ágora era un hervidero de gente y los mercaderes pregonaban a voz en cuello sus existencias: púrpura de Fenicia, tapices y dátiles de Cartago, marfil de Libia, papiro de Egipto, incienso de Arabia, cueros de Cirenaica…

Ródope, sacudiendo la cabeza y haciendo vibrar su tocado, propuso:

—Aquí no se puede hablar con tranquilidad. Vamos a mi casa.

Echó a andar con su esclava hacia el este, en dirección a la puerta de Cencreas, y después se encaminaron por una calle que descendía hacia una plaza que se extendía delante de la entrada principal del anfiteatro. Podalirio las seguía, aunque tenía que detenerse a cada momento a causa de los conocidos que iba encontrando por el camino y que le preguntaban una y otra vez, cansinamente, por el suceso del toro. El contestaba con brevedad y se excusaba diciendo que tenía mucha prisa.

La gran casa de Titio Justo era sólida y elegante. Estaba edificada según el estilo de la provincia, no obstante ser romano el dueño, pero la decoración presentaba un gusto diferente. Los únicos ornamentos eran un pórtico y un amplio jardín que conducía entre emparrados hasta la puerta principal.

Antes de entrar, Ródope señaló hacia un edificio muy próximo e indicó:

—Esa es la sinagoga de los judíos.

—Lo sé —asintió Podalirio.

La sinagoga, toda de piedra, era un edificio alto de aspecto cuadrado y compacto, con muy pocas y estrechas ventanas. Delante de la puerta principal, que se abría bajo un ancho dintel con inscripciones grabadas, se arremolinaban algunos judíos cubiertos con sus mantos de oración.

—Hoy es el día de Saturno y esperan a que se abra la puerta para hacer sus ofrendas —explicó ella—. Pero entremos en casa, que ahora te contaré.

A Podalirio le pareció que había dicho esto con cierta desazón y empezó a intuir, tal vez por eso, que lo que aquella mujer tenía que tratar con él guardaba relación con los hebreos.

La casa, silenciosa y cerrada, era fresca, con un amplio atrio al que acudieron un par de esclavas sonrientes que se mantuvieron prudentemente a distancia. Cuando una de ellas abrió los postigos de las ventanas y entró la luz, se pudieron ver unas preciosas pinturas con escenas de caza, figuras de bailarinas, pájaros y animales, con las formas y los colores de Italia. También estaba pavimentado el suelo con mosaicos a la manera romana, cuyas teselas se agrupaban formando peces, caracolas, pulpos, calamares y otros seres del mar en un bello fondo azul.

—Es una bonita casa —observó cumplidamente Podalirio.

—¿Nunca antes has estado aquí? —preguntó ella.

—No.

—Pues resulta raro que mi suegro no te invitara nunca, tan devoto de Asclepio como era.

—Posiblemente invitara al anterior hierofante, a Epafo.

Ella se quedó pensativa durante un momento y después añadió:

—El padre de mi esposo murió hace un par de años, poco antes de que regresásemos de Listra con nuestros hijos. Cuando Titio supo que podíamos disponer de esta casa, decidió jubilarse y vivir en Corinto. Nunca le gustó la provincia de Galaecia, ni el Ponto; aquello es otro mundo. Y para un romano…

Después de decir esto se quedó pensativa otra vez. Podalirio la miraba atentamente, dispuesto a escuchar con paciencia todo lo que quisiera contarle. Conocía muy bien al matrimonio, pues habían sido fieles devotos del Asclepion y generosos benefactores. Pero desde hacía más de un año Titio no acudía por allí. Ella, sin embargo, siguió yendo a ofrecer sacrificios. Aunque ahora reparaba el sacerdote en que tampoco la había visto de un tiempo a esta parte.

Como si leyera sus pensamientos, Ródope dijo de repente:

—Te habrás extrañado de que no vayamos al templo…

—¡Oh, han sido unos meses muy ajetreados! —exclamó Podalirio, como excusa, para que no se sintiese juzgada.

Ella le miró con ojos mortecinos y dijo preocupada:

—A nosotros sí que nos están sucediendo cosas extrañas últimamente…

—¿Padece alguien de la casa alguna enfermedad? —preguntó él, suponiendo que necesitaban su medicina.

Ródope suspiró.

—Vamos a una sala más íntima —propuso—; pues esto va para largo… Necesito hablar contigo detenidamente. ¿Me dejas que te robe un buen rato de tu precioso tiempo?

—Estoy a tu disposición —respondió con cortesía Podalirio.

Se acomodaron en una pequeña estancia, en asientos provistos de mullidos cojines. La mujer sirvió un refresco de jazmín muy dulce, despidió a la esclava y cerró la puerta.

—No sé cómo empezar —dijo algo confusa.

—Habla con tranquilidad. Estoy acostumbrado a escuchar los problemas de la gente y mi juramento de Epidauro me prohíbe revelar secretos, ya lo sabes.

Los ojillos brillantes y vivos de Ródope enrojecieron, y repentinamente se deshizo en lágrimas.

Podalirio comprendió que había serios problemas. Pensativo, preguntó de nuevo:

—¿Hay alguien enfermo en la casa?

Ella negó con la cabeza y le rogó paciencia con un gesto de su mano mientras trataba de recuperarse del ahogo del llanto.

Él le dijo con suavidad:

—Tómate tu tiempo. No tengo prisa.

Pasado un rato de suspiros, Ródope se secó las lágrimas y empezó a hablar con preocupación:

—Nadie está enfermo en esta casa, gracias a Dios. Pero nos están sucediendo muchas cosas extrañas últimamente. ¡Oh, dioses, creo que me voy a volver loca!

—¿De qué se trata? Cuéntamelo.

Ella suspiró una vez más, profundamente, y posó en él una mirada implorante y confundida. Preguntó:

—Hierofante, ¿tú crees que los dioses pueden bajar a la Tierra? —preguntó.

El, que no se esperaba esta pregunta precisamente en un momento así, contestó:

—¿Qué quieres decir?

—Lo que has oído: ¿crees que los dioses pueden bajar a la Tierra, ser vistos y hablar con los hombres?

Podalirio calló. Se puso a mirarse los pies, confuso y cariacontecido. Al cabo, abrió la boca para decir algo, pero ella insistió apremiante:

—¿Es posible eso? ¿Pueden o no pueden bajar los dioses, ser vistos, hablar con los hombres, andar por las calles de las ciudades…? ¡Oh, voy a volverme loca del todo!

Podalirio comprendió que se le avecinaba un asunto mucho más complejo que lo que podía haber supuesto en un primer momento. Aquella mujer, a pesar de su apariencia cuerda e inteligente, sin duda estaba siendo arrebatada por un estado de gran perplejidad. Así que decidió armarse de paciencia y, poniendo cuidado en no ofenderla ni crearle mayor confusión, le dijo:

—No sé a qué te refieres, Ródope. Debes decirme por qué razón me preguntas eso. He de saber de dónde te brotan esas preguntas que te causan la gran desazón que adivino en ti.

—Es una larga historia —respondió ella entrelazando los dedos y alzando la mirada al cielo—. ¡Nos han pasado tantas cosas! ¡Cosas muy difíciles de contar…!

Podalirio bebió un par de sorbos del dulce refresco y, una vez más, le pidió:

—Debes contármelo todo.

Por fin, Ródope inició su relato con un tono pausado y voz más tranquila:

—Vivíamos todavía en Listra, donde mi marido era el intendente de la ciudad. Nuestra vida allí era normal y corriente: los asuntos del trabajo de mi esposo, la rutina de aquella gente para quien no existe la prisa, los problemas de los hijos… ¡En fin, nada de particular! La verdad es que tanto él como yo deseábamos volver algún día para establecernos definitivamente en Corinto. Soñábamos con esta ciudad donde pasamos nuestra juventud, y Galaecia nos resultaba aburrida. Las costumbres de aquella gente son muy diferentes a las de aquí. ¡Uf, no quiero extenderme en esas cosas, te aburriré! El caso es que, cuando por fin supimos que Titio podría cobrar el aguinaldo que ofreció el emperador Claudio con motivo de su vigésimo sexta aclamación, vimos la mejor ocasión para regresar. Además, el padre de mi esposo había muerto y… ¡oh, no debo cansarte!

»Todo sucedió por entonces. Todavía estábamos en Listra, haciendo los preparativos para el viaje, cuando se formó un gran revuelo en la ciudad. Cierto es que aquella gente es exagerada y a veces desmesurada en sus reacciones, más que aquí, ¡que ya es decir! Pero aquello fue tremendo. Cada vez que lo recuerdo se me ponen los pelos de punta…

Podalirio, sin poder evitarlo, lanzó una mirada fugaz al cabello crespo de la mujer, que vibraba en el tocado. Y ella, que era muy avispada, se dio cuenta y se apresuró a beber para disimular cierta vergüenza.

—Recuerdo que estaba en el jardín de mi casa —prosiguió— cuando se escuchó de repente un gran clamor de voces. Me sobresalté y llegué a creer que alguien asaltaba la ciudad o que cualquier otra catástrofe se cernía sobre nosotros. Entonces los esclavos vinieron enloquecidos a avisarme de que los dioses estaban bajando a la Tierra. Me asomé a la calle. La gente estaba exaltada y muchos aseguraban que era cierto. ¡Qué susto! Mi esposo llegó a casa fuera de sí y me contó que había sucedido algo verdaderamente extraordinario: nada menos que Zeus y Hermes habían regresado de los cielos y estaban haciendo prodigios increíbles. ¡Se me pusieron los pelos de punta!

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