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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

Los milagros del vino (3 page)

BOOK: Los milagros del vino
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—A ver si me dejáis hablar —refunfuñó Samia—. El sacristán ha dicho que lo contara yo, ¿no? Pues… ¡no me interrumpáis, madre de los dioses!

—Eso, eso, dejémosla hablar —intervino pacientemente Podalirio.

—Resulta que el hierofante —prosiguió la del bastón—, que no debía de estar hoy de muy buen humor, revisó las ofrendas y… ¡Ay, dios soberano, qué disgusto! —Rompió a llorar de nuevo, sin poder continuar, dejándose vencer por una mueca rarísima que le doblaba un lado de la boca, le cerraba un ojo y le contraía el cuello.

La otra entonces abrazó a su amiga y la consoló besuqueándola.

—Pero… ¿qué pasó? —preguntó con exigencia Nana—. ¿Es que no vamos a terminar de enterarnos?

—Pues que el hierofante —continuó la tal Rene—, al ver las habas, se puso hecho una fiera; que si no se podían llevar allí las habas, que si era un sacrilegio, que si esto, que si aquello…

—¡Y nos echó a la calle! —añadió la otra—. ¡Oh, señor Asclepio, qué disgusto!

—¿A la calle por unas cochinas habas? —preguntó Nana con gesto de perplejidad.

—¿Cochinas…? —repuso la tal Rene con enojo—. ¡Venid! A ver si en vuestra vida habéis visto habas como estas que tengo ahí afuera.

Las tres mujeres se pusieron en pie y, ayudando a la de la parálisis, se encaminaron hacia la puerta de salida.

Absorto, Podalirio parecía estar ajeno a lo que sucedía delante de él. Mecánicamente, se puso en pos de las mujeres para ver también las habas objeto del litigio, dispuesto con abnegación a seguir soportando las consecuencias del absurdo dilema suscitado.

Afuera, junto a los cipreses del bosquecillo que se extendía delante del templo, aguardaba un paciente esclavo sujetando las bridas a un rucio asno que cargaba alforjas de mimbre.

—Mirad —señaló la enjoyada alargando su delgado brazo cubierto de oro y corales—, ahí tenéis las tortas, los albaricoques, las lentejas, el aceite, el vino y… ¡y las cochinas habas!

—¡Y dale con lo de cochinas! —rugió la otra.

Todos se asomaban a las alforjas para ver, y el esclavo, sin que nadie se lo mandara, extrajo una talega y mostró las habas secas, negras, lustrosas y de apetitoso aspecto.

—Pues yo no veo nada extraño en ellas —observó Nana.

Podalirio inspeccionó las semillas y todo lo que había en las alforjas. Luego dijo con circunspección:

—No lo comprendo. Sin duda se trata de un generoso presente. Iré a ver por qué razón el hierofante lo ha rechazado.

El sacristán penetró en el interior del recinto sagrado, atravesó el patio porticado y fue directamente hacia el templo. Por el camino, se esforzaba tratando de anticiparse a las razones de su superior, buscando de antemano argumentos para calmarle. Pero bien sabía que, si el hierofante se hallaba en estado de obstinación como últimamente era tan frecuente en él, todo sería inútil.

Ya en el pronaos, el sacristán se topó con una densa humareda. Comprendió que el sacerdote debía de estar muy sulfurado, aplicándose a quemar resinas aromáticas delante del ara. Una vez en la celia, el aire resultaba irrespirable y no se veía nada. Entonces temió que el hierofante hubiera perdido el sentido, amodorrado por el humo, como ya había sucedido en alguna ocasión. Así que, casi a tientas, corrió a descorrer las cortinas y el denso velo que preservaba la estatua de Asclepio.

—¡Epafo! —gritó, pues así se llamaba el sacerdote—. ¡Epafo! ¿Estás ahí?

Nadie respondió. Al penetrar la luz e irse disipando el humazo, aparecieron los contornos del templo y todo lo que en él había: las imágenes de Asclepio e Higea, los exvotos que representaban diversas partes del cuerpo humano, cabezas, brazos, piernas, pies… y la multitud de lámparas, encendidas unas, apagadas otras. El hierofante no estaba allí.

Podalirio se fijó entonces en la estatua de Asclepio, esculpida en mármol. El dios aparecía sentado en un trono, vestido con túnica de lana blanca y cubierto con un rico manto purpúreo. Solamente se veía el rostro, barbado y de rasgos amables, la mano derecha empuñando el bastón y la izquierda sobre la cabeza de la serpiente, a sus pies, un perro acostado parecía velar con atenta mirada. La imagen serena de Higea, en una hornacina próxima, estaba de pie, con la cabeza ladeada y cierta languidez en la expresión.

El sacristán vio también las cenizas humeantes de los sacrificios extendidas delante del ara, los haces de plantas resinosas a medio consumir, una paloma degollada, requemada, y un cesto con uvas pasas.

En ese momento, alguien le habló a las espaldas con tono de reproche:

—¿Ahora vienes? Ya hice yo los sacrificios. No has aparecido por aquí en toda la mañana… ¡Ay, si no me ocupara yo de las cosas!

Podalirio se volvió y se enfrentó a la presencia estrambótica del hierofante: grueso, envuelto en voluminosos ropajes, entre estudiados pliegues, con el manto artificialmente dispuesto sobre los hombros, el cabello repleto de tiesos ricitos, igual que la barba, el caduceo en la mano y un grueso brazalete dorado en forma de serpiente en la muñeca. Todo en él era una ridicula, falsa, imitación de Asclepio, porque, en medio de las veleidades de su difícil temperamento, el sacerdote Epafo se creía poseído por el dios. O peor aún, se creía el dios.

—Necesitaba descansar —contestó tímidamente Podalirio.

—¿Descansar? ¡Qué desfachatez! —le espetó el hierofante.

Como en tantas ocasiones, el sacristán ahogó por completo dentro de sí el deseo de replicarle. Estaba acostumbrado a sus caprichos, reproches e intransigencias. Nada en claro sacaría discutiendo, así que desvió la conversación hacia el asunto que le llevaba allí y, con tono sereno, comenzó a decir:

—Ahí afuera están las fieles Samia y Rene que…

—¡Que han traído habas al templo! —le interrumpió Epafo.

—Bueno, han traído habas y otras ofrendas —repuso Podalirio.

—¡Lo mismo da! El caso es que trajeron habas.

—¿Y qué pasa con las habas?

—No se pueden ofrecer habas a Asclepio —contestó con suficiencia el hierofante, alzando un orgulloso y gordezuelo dedo índice—. ¿Es que no sabes acaso eso? ¿No te lo enseñaron en Epidauro?

—Pues, la verdad, había oído decir por ahí que las habas se parecen a las partes pudendas y que algunos por esa razón no las consideran adecuadas. Pero ésa es una superstición un tanto absurda.

—¡Qué dices, insensato! —rugió Epafo—. No es en absoluto ése el motivo. Las habas tienen la forma de las puertas del Hades y, ¡lo peor de todo!, según una antigua tradición, guardan las almas de los muertos. Estamos en plenilunio y las almas durante estos días se remontan desde las habas a la luna. ¿Crees que el divino Asclepio querrá tener en su templo esas porquerías?

«¡Qué tontería!», pensó Podalirio, pero reprimió una vez más sus opiniones.

—Bien, lo comprendo —respondió—. Mas creo que no deberíamos contrariar a esas mujeres. Ellas han actuado con buena intención. ¿Por qué causarles este disgusto? Dejemos que traigan sus ofrendas, las acogemos y, cuando se hayan ido, retiramos las habas y en paz.

—¿Y en paz? —refunfuñó el hierofante, alzando la barbilla y clavando unos indignados ojos en el sacristán—. ¡Será posible!

—Epafo, por favor, actuemos con sensatez…

—¡Ni hablar! ¡Que se marchen con sus cochinas habas por donde han venido!

—No, no… Seamos razonables —le rogaba Podalirio, con suma paciencia—. ¿Qué necesidad tenemos de crearnos un problema? Samiay Rene son matronas poderosas, esposas de influyentes hombres romanos; si las desairamos, abandonarán el culto a Asclepio e irán con el cuento a todo el mundo. Insisto en que deberíamos aceptar las habas, aunque luego hagamos con ellas lo que nos parezca más conveniente.

—¡No, no y no! —negó el sacerdote, cada vez más enfurecido—. Estoy empezando a sospechar que tienes algo con esas mujeres.

—¿Algo? ¿Qué insinúas?

—No me gusta nada todo esto. Estás poniendo en tela de juicio mi autoridad y mi sabiduría, Podalirio. Y no consentiré de ninguna manera que las habas entren en el templo; por mucho que te empeñes en confabularte con esas romanas locas. Me da la sensación de que sólo buscas quedar bien con ellas, complacerlas, mientras que el divino Asclepio te importa un rábano.

—¡No digas eso, por Zeus! Lo único que quiero es solucionar el conflicto que se ha creado. Esas mujeres están ahí afuera, esperando a que se les diga algo.

—¡He pronunciado mi última palabra! —sentenció el hierofante—. ¡Las cochinas habas no entrarán por esa puerta! ¡Déjame a mí a esas arpías!

Dicho esto, Epafo se dio media vuelta y descendió por la escalinata que conducía al patio de columnas para ir hacia donde aguardaban las mujeres.

—¡No, por favor! —le suplicaba Podalirio, temiendo una nueva contienda que disgustase aún más a las devotas—. ¡Deja que me ocupe yo del asunto!

Pero el sacerdote no hacía caso, tan airado como estaba, se dirigía con pasos decididos a la salida.

—¡Oh, dios! ¡Apolo, detenle! —rezaba Podalirio, yendo tras él. Pero bien sabía que se avecinaba una furiosa tormenta. Pues últimamente su superior estaba más insoportable que nunca, dispuesto constantemente a complicar las cosas.

Nada más llegar adonde estaban las tres mujeres, junto al esclavo y el asno, el hierofante agitó el caduceo de manera enérgica y teatral mientras gritaba:

—¿Qué os traéis vosotras con el sacristán?

—¿Nosotras? —contestaron ellas con disgusto—. ¿Qué quieres decir? ¿No te basta con habernos tratado mal esta mañana y ahora vienes a humillarnos más?

—¡Aquí se hace lo que yo mando! —replicó él con voz chillona—. ¡Yo soy el hierofante! ¡Nadie va a poner en duda mi autoridad!

—¡Eh, un momento! —exclamó la mujer de Podalirio—. Mi marido sólo quería ayudar.

—Nana, déjame a mí, te lo ruego —le pidió Podalirio con la preocupación grabada en el rostro—. Vamos a calmarnos todos, por Zeus…

—¡Estas dos se van ahora mismo! —gritó Epafo—. ¡Fuera de aquí! ¡Fuera de este sagrado lugar, enredadoras! ¡Caprichosas!

—Un momento, un momento —dijo el sacristán, yéndose hacia él—. Nada hay que no pueda arreglarse hablando…

—¡Aquí no hay más que hablar! —repuso enérgicamente el hierofante—. ¡Excepto, claro está, lo que tú y yo debemos tratar luego en privado acerca de toda esta desvergüenza!

—¡Epafo, razonemos! —suplicó Podalirio, poniéndole la mano en el hombro.

—¿Que razonemos? ¿Pero tú quién te crees que eres? ¡Aquí mando yo!

—¡Eh, no le ofendas! —gritó Nana—. Mi marido sólo quiere arreglar las cosas.

Podalirio sintió que le iba a estallar la cabeza. Todos estaban fuera de sí: el sacerdote agitaba el caduceo en el aire, sin parar de vociferar; Nana discutía con él y las mujeres sollozaban.

De repente, un extraño y enérgico impulso se despertó en el alma del sacristán. Y como si otra persona le poseyera, gritó con voz de trueno:

—¡Basta! ¡Callaos, por Apolo!

Todos le miraron muy extrañados y durante un momento nadie dijo nada. Hasta que el hierofante, con semblante perplejo, preguntó:

—Pero… ¿esto qué es?

—¡Que te calles! —le espetó Podalirio, yéndose hacia él rojo de cólera—. ¡Que te calles de una vez, estúpida gorda!

—¡Ay! —exclamó el sacerdote, mientras se le caía el caduceo y lanzaba a los cielos una mirada aterrada—. ¡Divino Asclepio, esto es el colmo! —sollozó.

—¡Calla de una vez, te digo, vieja plañidera, o te meteré por el culo una a una las cochinas habas!

—Pero… ¡Podalirio! —gimió el sacerdote.

—¡Se acabó! ¡Ya está bien…! ¡Culona!

Se hizo un silencio de hielo. Todos estaban paralizados, con los ojos clavados en el hierofante, como aguardando a ver su reacción. Y él lanzó una especie de alarido que se le ahogó en la garganta. Luego, elevando las manos con los dedos crispados, echó a correr y desapareció por entre los cipreses gimiendo.

Entonces, la mujer enjoyada, con una sonrisa atónita, exclamó:

—¡Vieja plañidera! ¡Culona! —Y dejó escapar una sonora carcajada.

Podalirio jadeaba, bufaba casi, fija la mirada en el bosquecillo que parecía haberse tragado a su superior.

—Será mejor que nosotras nos vayamos —propuso con cara de susto la mujer del bastón—. Y no te preocupes, Podalirio, pues dejaremos aquí todas las ofrendas, excepto… Excepto las cochinas habas…

El esclavo le ayudó a montar en el asno y se marcharon apresuradamente.

Nana miraba a su marido sin salir de su asombro.

—Entremos en casa, Podalirio —le pidió con un hilo de voz—. Vas a coger frío, así, sólo con la túnica, sin manto ni nada…

Él se volvió para mirarla y su expresión se mudó reflejando un abismo de tristeza y desvalimiento.

—Me voy… —balbució.

—¿Adonde? —preguntó ella.

—¡Qué sé yo! —contestó el sacristán, al tiempo que se encaminaba con pasos apresurados hacia la puerta de la cerca de piedras que circundaba el templo.

Mientras se alejaba, entre almendros repletos de blancas flores y retorcidas cepas de vides desnudas de hojas, Nana le gritaba:

—¡Podalirio, el manto! ¡Podalirio! ¿No ves el frío que hace…?

Capítulo 3

Por el extremo oriental de Corinto, fuera de la muralla, Podalirio caminaba con rápidos pasos, absorto en su ofuscamiento y su honda preocupación; ajeno al aire frío, a los perros que le ladraban, a los saludos de los respetuosos hortelanos y a las mujeres de estos que, con devota consideración, se aproximaban a él para obsequiarle con alguna verdura o con ramilletes de plantas aromáticas. No era momento oportuno para atender a nadie; ni siquiera a los leprosos que le gritaban desde unas ruinas cercanas solicitando que extendiera sus manos —como era propio de su oficio de servidor de Asclepio— y les enviase una bendición que, aunque no pudiera curarles, les avivase al menos sus menguadas esperanzas. Los pensamientos, el corazón y la voluntad del sacristán habían sido arrebatados. Solamente tenía asomo de razón suficiente para eludir las calles de la ciudad, a fin de no ser interrumpido por nadie conocido en su enajenado deambular. La rabia que le brotaba dentro era tan grande que vencía sobre la cordura y la templanza que habitualmente acudían a socorrer su espíritu cuando las cosas se ponían feas. El mundo se le había venido abajo y un único lamento se repetía en su mente como una jaculatoria: «¡Ay, quién enderezará esto!»

Anduvo entre olivares, por senderos que se alejaban después, subiendo y bajando cerros poblados de arbustos y peladas rocas. La tierra era roja en los barrancos desgarrados por las torrenteras de las últimas lluvias. El sol del mediodía se ocultaba, ora sí, ora no, entre espesas nubes. A lo lejos, el mar estaba gris como plomo y las oscuras colinas del Ática parecían alejarse navegando por el golfo.

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