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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

Los milagros del vino (51 page)

BOOK: Los milagros del vino
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»—No lo dudes. Yo cuidaré de ti.

»Envié a las criadas a por jofainas, agua caliente y toallas blancas. Cuando regresaron con todo, hicieron ademán de ponerse a lavarlo, pero yo les grité impulsiva:

»—¡Dejadme a mí!

»Yeshúa me miró extrañado y replicó:

»—No me importa en absoluto que las mujeres me toquen.

»—Ya lo sé —dije tratando de calmarme—. ¿No comprendes que quiero hacerlo yo?

»—Está bien —contestó con un hilo de voz—. Pero me turba un poco que me sirvas…

»—¡Anda ya! Tú me has servido a mí más de lo que puedas imaginar…

«Despedí a todo el mundo. Y me quedé temblando al tenerlo para mí. Le quité la túnica sucia, procurando no importunarle demasiado. No obstante, hizo intento de refunfuñar. Repliqué con voz tonante:

»—¡Déjame hacer, hombre! ¿No decías que no tienes reparos en que unas manos de mujer se pongan sobre ti? Debes saber que mi abuelo perdió la cabeza y yo sola cuidé de él durante sus últimos años. Esto no supone nada para mí.

»Le libré de toda aquella porquería al tiempo que, sorprendida, comprobaba algo que me habían contado: aun sucio y sudoroso, su aroma no era desagradable. Le froté los pies con crin de caballo, derramé agua limpia sobre su cuerpo, le ungí con aceite de bálsamo y le peiné procurando deshacer los enredos del pelo sin hacerle daño. Le pregunté:

»—¿Se puede saber por dónde has andado para estar de esta manera?

»—Por ahí, caminando por los desiertos… —murmuró.

»—¡Qué locura!

»—Debía hacerlo…

»Me fijé en su torso. Se le notaban las costillas; había adelgazado mucho.

»—Pareces un manojo de huesos. Dime la verdad: ¿no te alimentas?

»—¡Cuántas preguntas! —protestó.

»No pude evitar besarle en la frente.

»—Curas a la gente y no eres capaz de cuidar de ti mismo. ¡Así sois los hombres!

»Volvió a reír y me tocó la mano; me daba las gracias sin palabras y ello era suficiente para mí. Le pedí:

»—Ahora debes echarte en el diván.

«Obedeció con movimientos lentos. El aroma del bálsamo mezclado con el de su piel era maravilloso. Extendí un lienzo limpio y puse bajo su cabeza un almohadón. El murmuró:

»—Ah, qué bien me siento…

»—Traeré algo de comer —dije.

»—Sólo deseo dormir un poco —repuso.

»—Nada de eso. Luego podrás dormir todo el tiempo que desees. No consentiré que te vayas a la cama sin probar bocado. ¿No te das cuenta de lo delgado que estás?

»Traje algo de cordero, verduras y pan tierno. No sé por qué había dicho que no quería comer, pues devoró todo en un santiamén e incluso se chupó los dedos con gracia.

»—¡Estabas hambriento! —observé—. ¡Ay, rabí, debes cuidarte! Si te pasara algo, nos dejarías en la oscuridad…

»—¡Qué tontería! —protestó sonriendo—. No sólo de pan se vive…

»—Ya lo sé. Pero sin pan los demonios pueden más contra nosotros.

»Puso una cara extrañada.

»—¿Por qué dices eso ahora precisamente?

»—No sé. Me ha venido a la mente.

»—¡Cuánto sabes, Susana!

»Fui a por un ánfora de dulce mulsum y le llené un vaso. Mientras me deleitaba verle beber con agrado, le conté:

»—Cuando era esclava de mis demonios me daba por no comer. No tomaba más que agua fresca y, de vez en cuando, jugo de granadas. ¡Vaya locura! Ahora no desprecio un buen plato de lentejas, unas berenjenas fritas, un guiso de cordero o lo que sea…

»Rió mirándome con ternura.

»—A pesar de ello, has engordado muy poco.

»—En nuestra familia somos delgados por naturaleza.

»—Es verdad —asintió—. Recuerdo muy bien cómo era tu abuelo. Siempre me sorprendió que, siendo tan rico, estuviera tan flaco.

»Ambos reímos. Luego dije:

»—Espera aquí un momento.

»Fui a mi alcoba y busqué en uno de los arcones. Guardaba allí una hermosa túnica nueva, flamante, tejida de una pieza enteramente con la mejor lana de Damasco, inmaculadamente blanca, delicada y adornada con una fina orla de hojas doradas de olivo. Volví con ella para mostrársela.

»—¡Qué maravilla! —exclamó—. ¿De quién es?

»—La encargué para mi abuelo en Cesárea. Pensaba regalársela para la Pascua, pero murió sin llegar a verla. Además, no la habría apreciado, pues ya tenía la cabeza perdida… La he conservado durante todo este tiempo. ¡Mira, ni la han tocado las polillas!

«Permaneció con sus grandes ojos fijos en la túnica y las cejas enarcadas.

»—Una prenda así debió de costarte una fortuna.

»—¡Vamos, póntela! —le rogué.

»Se puso muy serio y contestó:

»—Oh, no.

»—¡Vamos! Compláceme, por favor.

»—No —sonrió—. Es ropa de fiesta y no me parece adecuado.

»—Nadie te verá excepto yo… ¡Me harías tan feliz!

«Remoloneando, se levantó y se vistió la túnica.

«Quedé admirada, porque parecía confeccionada expresamente para él.

»—¡Pareces un príncipe!

«Frunció el ceño y repuso:

»—Los príncipes habitan en los palacios…

»—No seas tan estricto, rabí —repliqué con dulzura—. Te ruego que la aceptes. ¿No puedo tener el gusto de hacerte este regalo? Tú has hecho mucho más por mí.

»—Es absurdo; no la necesito. Haría el ridículo andando por los caminos y las aldeas con esto.

»—Parece que estaba hecha para ti y que te estaba aguardando —insistí—. ¡La gente se maravillará al verte!

»—¿Y de qué serviría? Empezarían a pensar mal y a sospechar que amo las riquezas. Sé que lo haces de buena voluntad, pero no tiene sentido…

»—¡Sí que lo tiene! —repuse emocionada—. Estoy de acuerdo en que esto no es adecuado para tu forma de vida. No soy tan ignorante para pensar otra cosa. Pero también las gentes sencillas sacan sus mejores ropas cuando van a Jerusalén por la Pascua… ¡Es la fiesta más grande! Sería maravilloso que te vieran así… ¿Eres capaz de hacerlo?

»El se quitó la túnica. Me dijo con desgana:

»—Está bien. Guárdala para la Pascua. Y ahora será mejor que me vaya a dormir.

»Me quedé sobrecogida mirándole.

»—No quisiera haberte ofendido.

»—No lo has hecho, mujer —sonrió—. Sólo querías complacerme. No hay nada malo en eso.

«Contenta, recogí la túnica y regresé con ella a la alcoba para devolverla al arcón. Entonces, haciendo caso una vez más al arrebatamiento de mi alma, se me ocurrió una nueva tontería. Había también en el arcón un frasco que contenía un costosísimo perfume; pensé que no encontraría mejor ocasión para hacer uso de él. Así que lo cogí y me dispuse a perfumar los pies de Yeshúa.

»Él se apartó desconcertado.

»—¿Qué haces ahora, mujer? Ya me ungiste antes…

»—¿Y qué importa? —dije—. Éste es el mejor perfume que puede comprarse en Tiberíades; deseo que duermas esta noche plácidamente con él puesto en tus pies cansados. Ya que no he podido complacerte con la túnica, déjame hacerlo con esto.

ȃl me miraba sorprendido.

—Me has acogido en tu casa, me has lavado, me has ungido, me has besado, me has dado de comer y de beber y has querido vestirme… ¡Cuánto amor hay en ti, Susana!

»—El amor sólo cree en el amor —dije llena de convicción.

»—Pues consiente en lo que voy a pedirte.

»—¿Qué?

»—Guarda ese perfume para mi sepultura —murmuró.

»—¡Oh, eso no! ¡No digas eso!

»—¿Por qué? —sentenció sin dejar de sonreír, mirándome con cariño a los ojos—. Debemos vivir como si fuera para siempre, pero, a la vez, como si pudiéramos dejar este mundo en cualquier momento…

»Dicho eso, me besó y se retiró a dormir.

Capítulo 62

—No acabo de comprender por qué no aceptaba la túnica Yeshúa —le dijo a Susana Podalirio.

—Yo tampoco lo comprendía en ese momento —contestó ella—. Pero, algunas semanas después, me resultó muy fácil darme cuenta de todo lo que pasaba por su cabeza aquella noche que estaba tan fatigado…

Reinó el silencio y el calor ascendente del día pesó sobre ambos. Caminaban por la orilla del mar de Galilea, próximos a la aldea de Cafarnaúm, por el sendero que transitaban los pescadores para llevar su mercancía a Tiberíades. Pero todo movimiento humano se había desvanecido a esa hora. Sólo ellos aguantaban el sol de mediodía, porque Podalirio se había empeñado en conocer los escenarios del relato de Susana.

La tierra que rodeaba el lago era hermosa y fértil; a esas alturas del verano, las uvas y las demás frutas estaban en sazón en los huertos próximos y exhalaban sus dulces aromas. El murmullo de las olas rompía el espeso silencio.

—¿Qué sucedió? —preguntó Podalirio—. ¿Por qué dices que llegaste a comprenderlo más tarde?

—Porque todo se complicó —respondió Susana con el semblante ensombrecido—; algunos meses después sobrevino el desastre…

Él se quedó pensativo, mirándola, y luego murmuró:

—Ah, ya comprendo…

—Busquemos una sombra —propuso ella—, o este calor acabará con nosotros.

—Siento causarte estas molestias —dijo Podalirio—. Tenías razón cuando decías que el verano aquí es un horno.

—Así es. No te dejes engañar por la visión de esos huertos y esos campos tan verdes. Un poco más allá de donde alcanza la vista comienzan los ardientes desiertos…

Antes de entrar en Cafarnaúm, se refrescaron en una fuente. Después buscaron refugio en la casa de unos conocidos de Susana, donde les dieron de algo de comer y les facilitaron hospitalariamente una estancia para descansar.

Por la tarde anduvieron recorriendo el pueblo. Y luego, sentados bajo un enorme sicómoro próximo al viejo embarcadero, ella prosiguió su relato:

—Tal vez por sentirse en un lugar retirado de la gente que le abrumaba, o por haberse lavado y haber comido, o por el vino… Yeshúa consiguió dormir durante toda la noche en mi casa. A la mañana siguiente se levantó tarde y anduvo solo por la viña, observando a los vendimiadores. Yo me mantuve prudentemente a distancia, evitando manifestarme demasiado solícita, sin importunarle.

»Para el almuerzo preparé palomas en salsa de menta. Comió aún con más ganas que la noche anterior. Hablábamos poco. Él estaba pensativo y algo triste. Trataba de disimularlo, pero yo me percataba de que las sombras de la inquietud rondaban su cabeza. Después de los postres no bebió vino y quiso de nuevo dormir. Pensé: «Está mucho más agotado de lo que parecía».

»Así transcurrieron dos días. El rabí se levantaba, comía, paseaba caviloso por la viña y se retiraba a dormir. Rogué a toda mi gente que no hicieran el más mínimo ruido. Mi corazón sufría por él. Mas… ¿qué podía hacer?

»Al tercer día me pareció que estaba confortado. Tenía el rostro lozano y se le habían borrado las ojeras; hasta su cuerpo se había fortalecido en tan poco tiempo. Estaba animoso y más embellecido si cabía. Pero continuaba como ensimismado, perdido en sus pensamientos. Seguíamos casi sin hablar. Sólo de vez en cuando él me preguntaba algo sobre las faenas de la vendimia o el mosto; yo le contestaba escuetamente, comprendiendo que su interés era pura cortesía.

»Esa noche, transcurrido el tercer día de su estancia en la villa, después de la cena me dijo:

»—Mañana me iré.

»—¿Por qué? —contesté—. ¿Te hemos tratado mal, rabí?

»—No me voy a estar aquí toda la vida… —repuso sonriendo—. No me parece bien abusar.

»Me levanté y mezclé el mejor vino para él. Esta vez sí quiso beber. También parecía más dispuesto a conversar. Se llevó el vaso a los labios y le vi disfrutar degustando el vino.

»—¡Humm…! —exclamó, enarcando las cejas y clavando en mí su penetrante mirada—. ¡Qué bueno es!

»—Es vino viejo mezclado con clavo, cascara de toronja y miel de brezo. A mi abuelo le gustaba así.

»—Ya lo sé.

»—Rabí, tú todo lo sabes.

»—¿A qué viene eso? —preguntó con extrañeza en los ojos.

»Llené mi vaso y bebí delante de él sin ningún pudor. Le hizo gracia y se echó a reír.

»—¿Nunca has visto beber vino a una mujer? —le espeté algo ofendida.

»—No con esa soltura.

«Volví a llenar los vasos y apuré el mío, desafiante.

»—Pues ya ves. Tú y yo tenemos la misma edad. Sabes que me he criado en esta bodega; ¿piensas que el vino me llevará a decir necedades o a comportarme como una loca?

»—No, pero… —balbució.

»—Tampoco me empujará a abalanzarme sobre ti; ni por haber bebido dejaré tontamente que la lujuria se estrelle contra mí. ¿Ya se te ha olvidado que sacaste los demonios de Susana, la bodeguera de Séforis?

»Me pidió calma con un gesto de su mano y bebió mesuradamente.

»—He comprendido —dijo luego—. Por favor, no te sientas juzgada por mí. Detesto los juicios apresurados y fáciles, las prevenciones y las sospechas. No quisiera que entre tú y yo se desatasen esos demonios.

»—Tampoco quisiera yo que me vieras bebida —añadí—. Soy prosélita, pero prudente…

»La cara que puso me encantó.

»—Ninguno de los dos llegará a eso. Aunque, si he de ser sincero, te diré que a mí no me vendría mal.

»—Pues bebe, rabí; ¡estás en tu casa! Aquí nadie te juzgará mal.

»Sonrió agradecido.

»—Ya lo sé, mujer, por eso he venido.

»Un buen rato después, a ambos nos poseyó cierta euforia. Hablábamos y hablábamos a voz en cuello. Nos robábamos las palabras el uno al otro porque, sin habernos conocido, compartíamos recuerdos, circunstancias y… pensamientos. El vino nos había hecho enamorarnos de la felicidad. Al menos a mí, porque, en sus ojos, brillantes, seguía habiendo una sombra lejana de tristeza.

»Le conté muchas cosas de mi vida, incluso aquello que no me había atrevido a compartir con nadie. Porque, al fin y al cabo, me había librado de mis demonios…

«También él me hizo partícipe de sus vivencias: su casa de Nazaret, los problemas de su gente, los momentos de temor y los de felicidad; su visión tan particular de esta tierra donde ambos nos habíamos criado, aunque en lugares diferentes, en mundos diferentes…

«Durante un instante, me quedé absorta y luego le pregunté:

»—¿De verdad me conocías antes de aquel día a orillas del mar?

»—¡Claro! —respondió exultante—. Todo el mundo os conoce en Galilea. Vuestro vino es célebre.

»—No me refiero a mi familia. Te preguntaba por mí. ¿Me habías visto antes?

—Sí, Susana. Recuerdo haberte visto muchas veces cuando eras una niña y más tarde también, cuando te hacías mujer.

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