Los mundos perdidos (36 page)

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Authors: Clark Ashton Smith

BOOK: Los mundos perdidos
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Calamentos, palmeras y helechos de un verdor increíble se mostraron ante sus ojos; y vieron por todas partes los grandes reptiles sin cerebro, megalosaurios, plesiosaurios, laberintodontes y pterodáctilos del período jurásico.

Siguiendo las instrucciones del marciano, antes de aterrizar, dieron muerte a estos reptiles, incinerándolos por completo con rayos infrarrojos, de forma que no quedasen ni sus cadáveres para manchar el aire con sus efluvios putrefactos. Cuando todo el continente hubo sido limpiado de esta apestosa forma de vida, las naves descendieron; y, al emerger, los colonos se encontraron en un terreno de fertilidad sin paralelos, en donde el propio suelo parecía vibrar con primordial vigor, y cuyo aire era rico en ozono, oxígeno y nitrógeno.

Aquí, la temperatura, aunque seguía siendo subtropical, resultaba agradable y cálida; y, por medio del uso de tejidos protectores proporcionados por el marciano, los terrícolas pronto se acostumbraron a la perpetua luz del sol y a la intensa radiación ultravioleta. Con los conocimientos a su disposición, fueron capaces de combatir las bacterias desconocidas y altamente perniciosas que eran características de Venus, e incluso de exterminar algunas de estas bacterias con el transcurso del tiempo. Se convirtieron en los amos de un clima saludable, dotado de cuatro estaciones templadas y equilibradas proporcionadas por la rotación anual del planeta, pero con un único día perpetuo, como las místicas islas de Blest, con un sol bajo que nunca se ponía.

Bajo el liderazgo de Gaillard, quien permanecía en íntima unión y continuo contacto con el señor planta, los grandes bosques fueron talados en muchos lugares. Ciudades de elevada y etérea arquitectura, tan hermosas como las de un Edén espacial, construidas con la ayuda de rayos de fuerza, comenzaron a elevar sus graciosas torretas y cúpulas como nubes majestuosas sobre los gigantescos calamentos y helechos.

A través de los trabajos de los exiliados terrícolas, se estableció una nación verdaderamente utópica, aliada al señor planta como a una deidad tutelar; una nación dedicada al progreso cósmico, a la libertad y a la tolerancia espiritual; una nación feliz, cumplidora de la ley, bendita con una longevidad de milenios, y libre de la pena, de la enfermedad y del error.

Aquí también, en las costas del gran mar de Venus, se construyeron los grandes transmisores que enviaban, a través del espacio interplanetario, ondas incesantes de radiación electrónica con el agua necesaria para reaprovisionar el suelo y el aire deshidratados de Marte, asegurando así al ser planta una perpetuidad de vida semejante a la de un dios.

Mientras tanto, en la Tierra, sin que lo supiesen Gaillard y sus compañeros de exilio, que no habían hecho ningún esfuerzo para comunicarse con el mundo que habían abandonado, algo sorprendente había sucedido; una prueba final de la virtual omnipotencia y omnisapiencia del marciano.

En el gran valle de Cachemira, en el norte de la India, descendió un día, desde el cielo despejado, una semilla de una milla de largo, brillando como un enorme meteorito, y aterrorizando a los supersticiosos pueblos asiáticos, quienes vieron en su caída el aviso de alguna terrible catástrofe. La semilla echó raíz en el valle, y, antes de que su auténtica naturaleza hubiese sido establecida, el supuesto meteorito comenzó a echar, y a enviar en todas direcciones, una multitud de enormes tentáculos que inmediatamente echaron hojas. Cubrió pronto las llanuras del sur y las eternas nieves y rocas del Hindu-Kush y el Himalaya con su gigantesca verdura.

Pronto, los montañeros afganos pudieron escuchar la explosión de la yema de sus hojas como un distante trueno entre sus pasos; y, al mismo tiempo, avanzó como un monstruo destructor de hombres por la India central. Extendiéndose por todas las direcciones, y creciendo a la velocidad de un tren expreso, los tentáculos de la poderosa viña procedieron a cubrir los reinos asiáticos. Cubriendo valles, cimas, colinas y mesetas, desiertos, ciudades y costas con sus titánicas hojas, invadió Europa y África; y entonces, atravesando el estrecho de Bering, entró en Norteamérica y se dirigió hacia el sur, ramificándose por todas partes hasta que todo el continente, y también Sudamérica hasta Tierra del Fuego, hubieron sido enterrados bajo la masa de follaje insuperable.

Frenéticos esfuerzos fueron realizados para frenar el progreso de la planta por parte de los ejércitos, utilizando bombas y cañones, con riegos letales y con gases; pero todo fue en vano. Por todas partes, la humanidad fue ahogada debajo de las vastas hojas, como las de un omnipresente árbol de veneno, que emitía un olor estupefaciente y narcótico que confería a quienes lo olían una rápida eutanasia.

Pronto, la planta cubrió el globo, porque los mares ofrecían nula o escasa barrera para sus tallos maduros y zarcillos. Cuando el proceso de crecimiento estuvo completo, la chusma antimarciana se había reunido con los grotescos monstruos de tiempos prehistóricos en el limbo del olvido al que van a parar todas las especies que han sido superadas y se han quedado anticuadas. Pero, por clemencia divina del señor planta, la muerte final que alcanzó a los recalcitrantes fue tan tranquila como irresistible.

Stilton y sus colegas consiguieron escapar a la general condena durante un breve tiempo, huyendo en un cohete a la plataforma ártica. Allí, mientras se estaban congratulando de su escape, vieron, a lo lejos en el horizonte, el elevarse de los veloces tallos, debajo del follaje de los cuales, el hielo y la nieve parecían deshacerse en rugientes torrentes. Estos torrentes enseguida se convirtieron en un mar como el del diluvio, en el que los últimos dogmáticos se ahogaron. Sólo así escaparon a la eutanasia de las grandes hojas que había alcanzado a todos sus semejantes.

LA CIUDAD DE LA LLAMA QUE CANTA
Prólogo

Habíamos sido amigos durante más de una década, y conocía a Giles Angarth tanto como nadie podría pretender conocerle. Y, sin embargo, el asunto fue para mí igual de misterioso entonces que para los demás; y continúa siendo un misterio. A veces, pienso que él y Ebbonly lo planearon entre los dos como una enorme burla sin solución; que aún están vivos en alguna parte, y que se están riendo de un mundo que se ha visto gravemente confundido por su desaparición. Y, a veces, elaboro planes, de prueba, para volver a visitar la Colina del Cráter y encontrar, si puedo, los dos pedrejones mencionados en la narración de Angarth como poseedores de un leve parecido con columnas rotas.

Mientras tanto, nadie ha encontrado pista alguna respecto a los hombres desaparecidos ni ha escuchado el rumor más vago concerniente a ellos; y todo el asunto parece que está destinado a permanecer como una incógnita de lo más peculiar y exasperante.

Angarth, cuya fama como escritor de ficción fantástica era ya considerable, había estado pasando el verano en las sierras, y viviendo solo hasta que el artista Félix Ebbonly fue a visitarle. Ebbonly, quien nunca me fue presentado, era famoso por sus pinturas imaginativas, y había ilustrado más de una de las novelas de Angarth. Cuando las personas que estaban pasando el verano cerca se alarmaron ante la ausencia prolongada de ambos hombres y la cabaña fue registrada en busca de una posible pista, un paquete dirigido a mí fue encontrado sobre la mesa; y, a su debido tiempo, lo recibí, después de leer muchas especulaciones en los periódicos concernientes a la doble desaparición. El paquete contenía un pequeño diario encuadernado en cuero, y Angarth había escrito en la primera página:

Querido Hastane:

Si lo deseas, puedes publicar este diario en algún momento. La gente pensará que se trata de la última, más descabellada, de mis ficciones..., a no ser que la tomen por una de las tuyas. En cualquiera de los dos casos, dará lo mismo. Adiós.

Atentamente,

Giles Angarth

Publico ahora el diario, que, sin duda, recibirá la acogida que él le pronosticó. Pero yo mismo no estoy tan seguro respecto a si la historia es verdadera o inventada. La única manera de asegurarse es encontrar los dos pedrejones; y cualquiera que haya visto la Colina del Cráter, o que haya vagabundeado sobre sus millas de desierto sembrado de rocas, se dará cuenta de las dificultades de semejante tarea.

El diario

31 de julio de 1.930. Nunca he adquirido la costumbre de llevar un diario..., principalmente, a causa de mi aburrido estilo de existencia, en el cual rara vez ha habido algo que recordar. Pero lo que sucedió esta mañana es tan extravagantemente extraño, tan remoto de las leyes y de los paralelismos mundanos, que me siento impulsado a escribirlo, hasta el punto que me permitan mi inteligencia y habilidad. Además, llevaré una memoria de la posible repetición y continuidad de mi experiencia. Resultará perfectamente seguro, puesto que no es probable que nadie que llegue a leer esta memoria la crea.

Había ido a dar un paseo por la Colina del Cráter, que está más o menos a una milla al norte de mi cabaña, cerca de la cima. Aunque difiere marcadamente en su carácter de los paisajes habituales por los alrededores, es uno de mis lugares favoritos. Está excepcionalmente desnudo y desolado, con poca más vegetación que girasoles de montaña, arbustos silvestres de grosellas, unos pocos pinos vigorosos inclinados por el viento y ágiles alerces. Los geólogos desmienten su origen volcánico; y, sin embargo, sus crestones de tosca piedra nodular y enormes restos de escombros tienen todo el aspecto de restos de escoria volcánica..., por lo menos, ante mi vista de no científico. Parecen la chatarra y los restos de forjas ciclópeas, vertidas en años prehumanos para enfriarse y endurecerse en formas en las que lo grotesco se da sin límites. Entre ellas, hay piedras que recuerdan bajorrelieves de antigüedad primordial, o pequeños ídolos y figurillas prehistóricas; y otras que parecen haber sido grabadas con las letras de algún alfabeto indescifrable. Inesperadamente, hay un pequeño lago situado a un costado de la larga y seca colina..., un lago que nunca ha sido sondeado. La colina es un extraño interludio entre las planchas de granito y los precipicios, y entre las cañadas y valles cubiertos de abetos de esta región.

Era una mañana clara y sin viento, y me paraba a menudo a contemplar las magníficas perspectivas y el variado paisaje que eran visibles por todas partes... Los muros titánicos de Castle Peak; las rudas masas de Donner Peak, con su paso que la divide, donde crece la cicuta; el azul de las montañas de Nevada, remoto y luminoso, y el suave verde de los sauces en el valle a mis pies. Era un mundo lejano y silencioso, y no podía escuchar otro sonido más que el de las cigarras entre los arbustos de grosellas.

Paseé en zigzag por alguna distancia, y, al llegar a uno de los campos de escombros con los que la colina está sembrada ocasionalmente, empecé a registrar el suelo con cuidado; tenía la esperanza de encontrar una piedra con una forma lo bastante peculiar y grotesca como para que valiese la pena guardarla como curiosidad. Yo había encontrado varias semejantes durante mis anteriores vagabundeos.

De repente, llegué a un espacio despejado entre los escombros, en el que nada crecía..., un espacio tan redondo como un anillo artificial. En su centro, había dos pedrejones aislados, extrañamente parecidos en su forma, levantándose a unos cinco pies de distancia. Me paré a examinarlos. Su sustancia, una piedra apagada verde grisácea, parecía ser diferente de cualquier otra en la proximidad; y concebí inmediatamente la extraña, e injustificable, fantasía de que se trataba de los pedestales de columnas que habían desaparecido, gastadas por el paso de años incalculables hasta que sólo quedaban estos extremos hundidos. Ciertamente, la perfecta redondez y uniformidad de los pedrejones eran peculiares; y, aunque poseo nociones de geología, no pude identificar su material, liso y esponjoso.

Mi imaginación estaba excitada, y comencé a dejarme llevar por algunas fantasías sobrecalentadas. Pero la más descabellada de éstas era un acontecimiento doméstico en comparación con lo que sucedió cuando di un solo paso adelante, en el espacio vacío justo entre los dos pedrejones.

Intentaré describirlo hasta el límite de mi capacidad; aunque al lenguaje humano le faltan, por naturaleza, las palabras que son adecuadas para la descripción de sucesos y sensaciones que quedan más allá del límite normal de la experiencia humana.

Nada resulta más desconcertante que calcular mal el grado de descenso al dar un paso. Imaginad entonces lo que fue dar un paso adelante en suelo llano y despejado ¡y encontrar el más completo vacío bajo tus pies! Me pareció estar cayéndome a través de un espacio vacío, y, al mismo tiempo, el paisaje alrededor mío desapareció en medio de un remolino de imágenes rotas, y todo se volvió oscuro. Había una sensación de frío intenso, polar, y un vértigo y un mareo indescriptibles se apoderaron de mí, debido, sin duda, a la profunda alteración del equilibrio. Además, ya fuese a causa de la velocidad de mi descenso o por alguna otra razón, era completamente incapaz de tomar aliento. Mis pensamientos y mis ideas estaban completamente confundidos, y la mitad del tiempo me parecía que estaba cayendo hacia arriba en vez de hacia abajo, o que me estaba deslizando diagonalmente en algún ángulo oblicuo. Por fin, tuve la sensación de dar una vuelta completa de campana; y entonces me encontré de nuevo de pie sobre suelo sólido, sin la menor sacudida o vibración a causa del impacto. La oscuridad se levantó de mi vista, pero todavía estaba mareado, y las imágenes ópticas que recibí fueron, durante algunos momentos, completamente carentes de sentido.

Cuando, al cabo, recobré la capacidad de comprender, y fui capaz de contemplar mis contornos con cierta medida de perceptividad, experimenté una confusión mental equivalente a la de un hombre que se hubiese encontrado arrojado sin aviso en la costa de algún planeta extraño. Tenía la misma sensación de encontrarme completamente desorientado y extrañado que, con seguridad, se sentiría en caso semejante..., la misma perplejidad, vertiginosa y abrumadora, la misma horrible sensación de separación de todos los detalles familiares de nuestro entorno, que proporcionan color, forma y definición a nuestras vidas, e incluso determinan nuestras propias personalidades.

Estaba de pie en medio de un paisaje que no se parecía, en ningún grado o manera, a la Colina del Cráter. Un largo y gradual declive, cubierto de hierba violeta, y tachonado, a intervalos, con piedras de tamaños y formas monolíticos, se alejaba undulante de mí en dirección a una ancha llanura con prados, sinuosos y abiertos, y altos bosques señoriales de una vegetación desconocida cuyas tonalidades predominantes eran el púrpura y el amarillo.

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