Los mundos perdidos (39 page)

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Authors: Clark Ashton Smith

BOOK: Los mundos perdidos
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Yo también sentí, como antes, el engañoso dominio y el embrujo, la perversión, insidiosa y gradual, del pensamiento y del instinto, como si la música estuviese actuando sobre mi cerebro como algún sutil alcaloide. Dado que había adoptado mi precaución acostumbrada, mi sumisión a su influencia era menos completa que la de Ebbonly; pero, sin embargo, era suficiente como para hacerme olvidar cierto número de cosas..., entre ellas, la preocupación inicial que había sentido cuando mi compañero se había negado a utilizar el mismo modo de protección que yo. Ya no pensaba en su peligro, ni en el mío, sino como en algo muy distante e inmaterial.

Las calles eran como el laberinto, prolongado y sorprendente, de una pesadilla. Pero la música nos conducía directamente; y siempre había otros peregrinos. Como hombres a quienes arrastra una corriente poderosa, éramos conducidos hacia nuestro destino.

Mientras atravesábamos el salón de columnas gigantescas y nos acercábamos a la morada de la fuente ardiente, una idea de nuestro peligro se solidificó momentáneamente en mi cerebro, e intenté advertir a Ebbonly una vez más. Pero todas mis protestas y admoniciones fueron inútiles: estaba tan sordo como una máquina, y completamente ajeno a nada que no fuese la música letal.

Su expresión y sus movimientos eran los de un sonámbulo. Incluso cuando le agarré y le agité con tanta fuerza como pude reunir, permaneció ajeno a mi presencia.

La multitud de los adoradores era mayor que durante mi primera visita. El chorro de llama, pura e incandescente, estaba aumentando progresivamente mientras entrábamos, y cantaba con el blanco ardor y el éxtasis de una estrella sola en el espacio. De nuevo, con tonos inefables, me habló del placer de morir como una polilla en su altiva elevación, de la alegría y el triunfo de una unión momentánea con su esencia elemental.

La llama alcanzó su punto de mayor elevación; e, incluso para mí, la atracción mesmérica era prácticamente irresistible. Muchos de nuestros acompañantes sucumbieron, y el primero en inmolarse a sí mismo fue el lepidóptero gigante. Otros cuatro, pertenecientes a diferentes tipos evolutivos, siguieron en una sucesión terriblemente rápida.

Dada mi propia sujeción parcial a la música, sumido en mi esfuerzo para resistirme a su mortífera esclavización, casi me había olvidado de la misma presencia de Ebbonly. Cuando él corrió adelante dando una serie de saltos que eran solemnes y alocados a un tiempo, como el principio de algún baile sacerdotal, era demasiado tarde como para pensar en detenerle, y se arrojó de cabeza en la llama. El fuego le envolvió, ardió durante un instante con una verdosidad más cegadora; y eso fue todo.

Lentamente, como desde centros cerebrales atontados, el horror se apoderó de mi mente consciente, y ayudó a anular el peligroso mesmerismo. Me di la vuelta, mientras otros muchos seguían el ejemplo de Ebbonly, y escapé del santuario y de la ciudad. Pero, de alguna manera, el horror disminuyó mientras me alejaba; y me encontré a mí mismo envidiando, más y más, el destino de mi compañero, y preguntándome cuáles habrían sido las sensaciones que experimentó durante el momento de disolución ardiente...

Ahora, mientras escribo esto, me pregunto por qué regresé al mundo humano. Las palabras son inútiles para describir lo que he visto y experimentado, y el cambio que me ha sobrevenido como resultado de la acción de fuerzas incalculables en un mundo que ningún otro hombre mortal conoce. La literatura no es más que la sombra de una sombra; y la vida, con su extendida acumulación de días, monótonos y reiterativos, es ahora irreal y carece de sentido en comparación con la espléndida muerte que podría haber sufrido..., la gloriosa condena que aún me aguarda. Ya no me queda fuerza de voluntad para luchar contra la música, siempre insistente, que escucho en mi memoria. Y... no parece que haya razón alguna por la cual deba luchar contra ella. Mañana regresaré a la ciudad.

EL LABERINTO DE MAAL DWEB

A la luz de las cuatro pequeñas lunas menguantes de Xiccarph, Tiglari había atravesado el pantano sin fondo en el cual no habitaba ningún reptil y al que no descendía ningún dragón; pero donde el barro, negro como el betún, se revolvía con continuos movimientos. Él había preferido no utilizar el elevado terraplén de corindón que recorría el marjal, y se había abierto paso con mucho peligro de isla en isla, en las que abundaban las juncias, que temblaban gelatinosamente debajo de él. Cuando alcanzó la costa sólida y el refugio de las palmeras, no se acercó a las escaleras de pórfido que se elevaban hacia el cielo, a través de abismos vertiginosos y escarpados cristalinos, hasta la casa de Maal Dweb. El terraplén y las escaleras estaban vigilados por los autómatas, silenciosos y colosales, de Maal Dweb, cuyos brazos terminaban en hojas de acero con forma de medialuna, hechas de acero forjado, que se levantaban en una siega implacable contra cualquiera que se acercase allí sin el permiso de su amo.

El cuerpo desnudo de Tiglari estaba untado con el jugo de una planta que era repugnante a toda la fauna de Xiccarph. En virtud de ésta, tenía la esperanza de no sufrir daño al avanzar por entre las feroces criaturas simiescas que paseaban libremente por los jardines colgantes del tirano. Llevaba un rollo de fibras de raíces tejidas, fuerte y ligero, contrapesado con una bola de bronce, para utilizarlo trepando a la meseta. Llevaba al costado, en una vaina de piel de quimera, un cuchillo afilado como una aguja que había sido mojado en el veneno de víboras aladas.

Muchos, antes de Tiglari, con el mismo noble sueño de tiranicidio, habían intentado cruzar el pantano y escalar las escarpas. Pero ninguno había vuelto; y el destino de los que habían alcanzado el palacio de Maal Dweb era un problema muy discutido. Pero Tiglari, un hábil cazador de la selva, no había sido frenado por las tremendas incertidumbres ante él.

La ascensión habría sido una hazaña improbable bajo la plena luz de los tres soles de Xiccarph. Con vista tan aguda como la de pterodáctilos que vuelan de noche, Tiglari había arrojado su lazo contrapesado en estrechas colinas y salientes. Trepaba con facilidad simiesca de agarradera en agarradera; y, al cabo, alcanzó una pequeña plataforma antes de la última altura, desde donde le fue fácil arrojar su cuerda a un árbol torcido que se inclinaba al abismo, con follaje como cimitarras, desde los jardines.

Evitando las hojas afiladas y semimetálicas que cortaba para abajo mientras el árbol se doblaba flexible bajo su peso, se puso de pie levantándose con precauciones en la temida y fabulosa meseta.

Aquí, se decía, sin ninguna ayuda humana, el hechicero medio demoníaco había tallado la cima de la montaña en murallas, cúpulas y torres, y había derribado el resto de la montaña en el espacio plano que la rodeaba. Este espacio lo había cubierto con suelo fértil, producido mediante la magia; y, en él, había plantado raros árboles dañinos traídos de otros mundos, junto con flores que podrían ser las de algún Infierno exuberante.

Poco se sabía de estos jardines; pero la flora que nacía en los lados norte, sur y este se creía que era un poco menos mortífera que la que hacía frente al nacimiento de los tres soles. Mucha de esta vegetación, de acuerdo con la leyenda, había sido entrenada y modificada en la forma de un laberinto, maligno en su ingenio, que ocultaba trampas atroces y condenas desconocidas. Teniendo en cuenta este laberinto, Tiglari se había acercado al palacio por el lado donde se pone el sol.

Jadeando a causa de su ascensión, se agazapó en las sombras del jardín. En torno a él, pesados capullos descansaban en venenosa languidez o abanicaban con bocas abiertas que exhalaban perfumes narcóticos o difundían un polen de locura. Anómalos, multiformes, con siluetas que helaban la sangre en las venas o tocaban el cerebro con la pesadilla, los árboles de Maal Dweb parecían reunirse y conspirar contra él. Algunos se levantaban con la sinuosa elevación de pitones emplumados o aéreos dragones. Otros se agazapaban con miembros radiales, como las peludas patas de las arañas. Parecían acercarse a Tiglari. Agitaban sus temibles dardos de espinas; sus hojas, como guadañas, borraban las cuatro lunas con redes de amenazadores arabescos.

Con infinita precaución, el cazador se abrió camino adelante, buscando un hueco en el monstruoso seto. Sus facultades, siempre alertas, estaban agudizadas por el odio y el miedo. El miedo no era por él mismo, sino por la muchacha Athlé, su amada y la más hermosa de su tribu, que había subido sola aquella tarde por el terraplén de corindón y las escaleras de pórfido ante la llamada de Maal Dweb. Su odio era el del enamorado indignado ante el todopoderoso y por todos temido tirano, a quien ningún hombre había visto y de cuya morada ninguna mujer volvía; quien hablaba con una voz de hierro audible en las lejanas ciudades y en las remotas junglas; quien castigaba a los desobedientes con una condena de lluvia de fuego más veloz que el relámpago.

Maal Dweb había tomado a las más hermosas de entre todas las doncellas del planeta Xiccarph; y ninguna mansión de las ciudades amuralladas o de las lejanas cavernas estaba exenta de su escrutinio. Había elegido a no menos de cincuenta chicas durante el período de su tiranía; y éstas, abandonando a sus amados y a sus familias voluntariamente, no fuese que la cólera de Maal Dweb descendiese sobre ellos, se habían dirigido una a una a la ciudadela de la montaña y se habían perdido tras sus furtivos muros. Allí, como odaliscas del anciano hechicero, se suponía que habitaban en salones que multiplicaban su belleza con mil espejos; y se decía que tenían como sirvientes a mujeres de bronce y a hombres de hierro.

Tiglari había vertido ante Athlé su torpe adoración y los frutos de su caza, pero, teniendo muchos rivales, no estaba muy seguro de su favor. Imperturbable como el lirio del río, ella había aceptado imparcialmente su adoración y la de los demás, entre los cuales el guerrero Mocair era probablemente el más formidable.

Regresando de su cacería, Tiglari había encontrado a su tribu lamentándose; y, al descubrir que Athlé había partido al harén de Maal Dweb, se dio prisa en seguirla. No había dicho sus intenciones a nadie porque las orejas de Maal Dweb estaban por todas partes; y no sabía si Mocair o alguno de los otros le habían precedido en la salida hacia esta misión desesperada. Pero no era improbable que Mocair ya hubiese arrostrado los oscuros y temibles peligros de la montaña.

Esta idea fue bastante para impulsar a Tiglari adelante haciendo caso omiso de las plantas que se agarraban y de las flores reptilescas.

Llegó hasta un hueco en el horrible jardín, y vio las luces azafrán que salían de las ventanas del hechicero. Las luces vigilaban como ojos de dragones y parecían contemplarle con una conciencia maléfica. Pero Tiglari saltó hacia ellas a través del hueco, y escuchó el crujido de las hojas metálicas cerrándose detrás suya.

Ante él, había un jardín abierto, cubierto con una hierba extraña que se retorcía como raros gusanos debajo de sus pies. Prefirió no entretenerse en aquel césped. No había huellas de pisadas sobre la hierba; pero, acercándose al pórtico del palacio, vio una delgada cuerda que alguien había dejado de lado y supuso que Mocair le había precedido. Había senderos de mármol jaspeado a lo largo del palacio, y fuentes que cantaban desde la poca abierta de monstruos tallados. Los portales abiertos no tenían vigilancia, y todo el edificio estaba tan tranquilo como un mausoleo iluminado con lámparas sin viento. Tiglari, sin embargo, desconfiaba de esta apariencia de tranquilidad y reposo, y siguió los senderos fronterizos durante un trecho antes de atreverse a aproximarse más al palacio.

Ciertos animales, grandes e indefinidos, que tomó por los monstruos simiescos de Maal Dweb, pasaron junto a él en la oscuridad. Algunos corrían a cuatro patas, otros mantenían la postura medio erecta de los antropoides; pero todos eran peludos y brutales. No intentaron molestar a Tiglari, sino que, gimoteando patéticamente, se apartaron como para evitarle. Por esta señal, supo que eran auténticos animales y no soportaban el olor con que se había untado los miembros y el torso.

Al cabo, alcanzó un pórtico sin lámparas lleno de columnas y, deslizándose silenciosamente como una serpiente de la jungla, entró en la misteriosa morada de Maal Dweb. Había una puerta abierta entre los oscuros pilares; y, más allá de la puerta, distinguía las vagas extensiones de un salón exterior vacío.

Tiglari entró con renovadas precauciones, y empezó a seguir la pared cubierta de tapices. El lugar estaba lleno de perfumes desconocidos, lánguidos y somnolientos; un olor sutil como el de los incensarios en las ocultas alcobas del amor. No le gustaban los perfumes; y el silencio le preocupaba cada vez más. Le parecía que la oscuridad estaba densa con jadeos que no se oían, viva con movimientos invisibles.

Lentamente, como el abrirse de grandes ojos amarillos, llamas amarillas se encendieron en las lámparas de cobre del salón. Tiglari se escondió detrás de un tapiz y vio que el salón continuaba desierto.

Finalmente, se atrevió a continuar con su avance. En torno a él, los ricos tapices, decorados con hombres púrpura y mujeres azules en un campo de sangre, parecían agitarse nerviosamente bajo una brisa que él no podía sentir. Pero no había signo alguno de la presencia de Maal Dweb, de sus servidores o de sus odaliscas humanas.

Las puertas a ambos lados del salón, con goznes de ébano y marfil hábilmente emparejados, estaban todas cerradas. En el extremo lejano, Tiglari vio un delgado borde de luz bajo un doble tapiz sombrío. Apartando el tapiz muy suavemente, contempló una enorme habitación, brillantemente iluminada, que parecía ser el harén de Maal Dweb, habitado con todas las chicas que el mago había convocado a su morada. Parecía, de hecho, que había centenares, tumbadas o apoyadas en decorados divanes, o paradas en posturas de languidez o terror. Tiglari distinguió entre la multitud a las mujeres de Ommu-Zain, cuya carne es más blanca que la sal del desierto; las delgadas muchachas de Uthami, que están modeladas con un betún palpitante y que respira; las regias chicas de topacio de la ecuatorial Xala, y las pequeñas mujeres de Ilap, que tienen el color del bronce que empieza a hacerse verde. Pero, entre ellas, no podía encontrar la belleza como de loto de Athlé.

Mucho se asombró ante el número de mujeres y la perfecta inmovilidad que mantenían en sus posturas diversas. Eran como diosas dormidas en un salón encantado de la eternidad. Tiglari, el valiente cazador, estaba pasmado y asustado. Estas mujeres, si en verdad se trataba de mujeres y no de simples estatuas, estaban sin duda sometidas a un hechizo semejante a la muerte. Aquí, en verdad, había una prueba de la hechicería de Maal Dweb.

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