Una joven maestra encuentra trabajo como profesora de niños en el retirado y lóbrego orfanato de Loomish Hill. A su llegada descubre con estupor que el director del establecimiento, que la contrató, acaba de fallecer y que el orfanato esta a punto de ser desalojado y en tramites de desahucio. El oficial del juzgado ya se encuentra en la residencia con la orden judicial de embargo.
Curtis Garland
Los niños diabólicos
ePUB v1.1
Crubiera22.01.13
Título original:
Los niños diabólicos
Curtis Garland, 1984.
Editor original: Crubiera (v1.0)
Corrección de erratas: AlexAinhoa
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Ya estaba llegando.
El viejo automóvil trepidaba cuesta arriba, remontando dificultosamente la rampa que ascendía a la colina pelada y triste, erguida en medio del yermo. Alrededor, algunos árboles desnudos, de ramas retorcidas, parecían como espectros rígidos, elevando al cielo unos brazos descarnados y trémulos en demanda de algún imposible.
En la distancia, los nubarrones se apelotonaban densamente, amenazando con nuevas precipitaciones de agua o de nieve a toda la región. Allá arriba, en la colina, en el brumoso y triste atardecer, brillaban algunas luces dispersas, como único indicio de su inmediata meta.
—Parece un sitio muy desolado —comentó ella, algo desmoralizada.
—Lo es, señorita —rio el chófer sin volverse, pugnando por mantener el ascenso ladera arriba sin más problemas, pese a lo cascado de su vehículo y lo dificultoso del embarrado terreno—. Rara vez vengo por aquí. La gente de esa casa nunca utiliza el taxi. Prefiere el viejo autocar semanal para desplazarse a la ciudad. Después de todo, para lo que salen de ahí…
—¿Sólo hay un autocar semanal?
—Dos. Uno de ida y otro de vuelta. Siempre los sábados a mediodía para ir. Y el domingo por la tarde para volver. Pero esa gente de allá arriba tampoco va para pasar un divertido fin de semana. Allí nadie sabe divertirse. La compadezco, señorita, si tiene que convivir con ellos mucho tiempo.
—Pues me temo no tener otro remedio —sonrió ella, dominando su aprensión—. Es el primer empleo que consigo, después de seis meses en paro. Ha sido como llovido del cielo, y no seré yo quien le ponga objeciones a mi trabajo, sea donde sea.
—¿Llovido del cielo, dice? —el taxista meneó la cabeza, perplejo—. Yo me guardaría muy mucho de comparar
eso
con el cielo, señorita.
Y señaló significativamente a la forma oscura, maciza, que empezaba a perfilarse en lo alto de la colina, recortada entre las brumas del atardecer invernal. Su joven viajera se estremeció, sin poderlo evitar.
Era una joven animosa y decidida, poco dada a sufrir depresiones, pero las palabras del taxista del lugar, el aspecto tétrico de la región y la propia naturaleza de su futuro trabajo no formaban una combinación demasiado proclive al optimismo, después de todo.
Personalmente, no le gustaba tener que trabajar en un orfanato, pero ¿qué cosa mejor, si acababa de recibir un cheque bancario por el importe de su primera mensualidad, junto con la aceptación de su oferta para ocupar un puesto vacante de maestra en la llamada Residencia de Huérfanos de Loomish Hill? Después de estar haciendo ahorros y escatimando gastos durante medio año en paro, recibir la suma de cincuenta guineas de sueldo mensual previo, era como ver llegar al propio Papá Noel con el mejor regalo navideño anticipado imaginable. Porque además faltaban sólo dos semanas para la Navidad, y ésta se le había presentado hasta entonces harto sombría de no mediar aquel nuevo trabajo, que le abría nuevamente las puertas de la esperanza y, ¿por qué no decirlo?, también de su holgura económica.
—¿Ha trabajado usted antes en algún otro orfanato, señorita? —indagó el chófer, cuando ya la casona de la colina se alzaba imponente frente a ellos, al final del último tramo de la ladera.
—Pues…, no, nunca —confesó la joven maestra, ruborizándose levemente, como si hubiera sido sorprendida en una grave falta—. Imagino, sin embargo, que será como trabajar en cualquier escuela o centro docente. Después de todo, sólo se trata de dar lecciones a unos niños…
—Sí, claro, a unos niños —repitió el taxista, rascándose los cabellos y logrando, a costa de resoplidos y quejas del viejo motor, alcanzar por fin la cima de la colina—. Pero es que
esos
niños…
—¿Qué?
—No, nada. Dejemos eso, señorita. —Metió el freno paulatinamente a su viejo cacharro—. Bien, estamos ya en su nueva casa. Que todo le vaya bien en lo sucesivo, señorita. Se lo deseo de veras. Pero si decidiese cambiar de idea y marcharse de aquí en cualquier momento, como alma que lleva el diablo, no dude en telefonearme y vendría a recogerla a cualquier hora del día o de la noche. Aquí tiene mi tarjeta, para lo que pueda necesitar.
Y se volvió, tendiéndole la cartulina donde aparecía impreso su nombre, señas y teléfono en la cercana ciudad. Sonriente, la joven la tomó, agradeciéndolo con un movimiento de cabeza.
—Gracias —dijo—. Es usted muy amable.
Le pagó el importe del viaje, previamente establecido. Luego, el hombre bajó sus dos maletas y se despidió de ella, arrancando con sorprendente prisa, mientras ella subía los escalones de acceso a la puerta del viejo edificio de aire Victoriano, protegida por una cornisa de vidrios polvorientos y hierros oxidados, pulsando luego un llamador que resonó lúgubremente en el interior de la casona.
Tardaron algún tiempo en acudir a abrir. Cuando lo hicieron, la joven se vio frente a un singular personaje erguido en el umbral, recortándose contra la luz tenue de una lámpara de cristal colgada demasiado alta del techo del vestíbulo, y dotada solamente de un par de bombillas de escasos vatios. No parecía ser la generosidad ni el derroche, al menos en consumo eléctrico, la norma en aquella casa…
—Buenas noches —saludó quien abría la puerta, con voz rígida—. ¿Qué se le ofrece?
Era un individuo flaco, estirado, de facciones que daban la impresión de haber sido creadas a base de pegar tirones a una cara demasiado larga y apergaminada. Sin embargo, su pelo negro, peinado con raya en medio, y sus ojos vivaces y oscuros, no parecían corresponder a un hombre de la edad que aquél aparentaba. Vestía un traje rigurosamente negro, como el empleado de una funeraria. La gravedad de su rostro corría parejas con el resto de su persona.
—Soy Vera Munro —explicó la joven, con decisión—. La nueva maestra que contrató esta semana el señor Steele.
—Oh, comprendo —el hombre tragó saliva. Su nuez tenía algo de cómico al subir y bajar con cada palabra suya, pese a su aire fúnebre—. Pase, por favor. No llega muy oportunamente, esa es la verdad, pero debe ponerse a resguardo de la noche. Es bastante fría. Y lo será más aún dentro de poco. Vamos a tener muy mal tiempo en lo sucesivo.
Cerró la puerta tras pasar la joven y ayudarla él a depositar las maletas en el vestíbulo. Ella observó que el hombre de luto aseguraba la sólida puerta con una cadena y un fuerte cerrojo. Se preguntó qué podrían temer dentro de aquel recinto, destinado a alojar huérfanos. También advirtió que un grueso crucifijo adornaba la puerta por dentro, como si quisieran protegerse de los vampiros o cosa parecida. La idea le resultó tan ridícula que casi sintió ganas de reír. Pero el clima de la casa tenía algo de opresivo que alejó de su mente esa idea casi de inmediato.
—Sígame, señorita Munro —pidió el hombre siempre distante, severo, como un eficiente mayordomo de comedia británica.
Y recogiendo ambas maletas se encaminó a una escalera ascendente, situada al fondo, sobre una gran vidriera emplomada, de vivos colores, representando al Arcángel, flamígera espada en mano, sepultando a Satanás en los infiernos, con su cohorte de pequeños demonios.
«Católicos —se dijo entre dientes la joven, relacionando aquel vitral con la cruz de la puerta—. No hay duda de la religión que se practica aquí…»
Ella no se sentía cohibida ni contrariada por eso, aunque no era católica. Sus padres eran anglicanos, y ella lo había sido de niña, porque estaba obligada a serlo. Cuando se hizo mayor de edad y se independizó la religión dejó de ser para ella una norma o una obligación, e incluso tuvo una crisis de fe en Dios cuando recordó los horrores de la Gran Guerra, pocos años antes, cuyas secuelas aún pagaban los países europeos hoy en día, en estos llamados «felices veinte».
Ahora era más bien una persona escéptica, capaz de creer en muy pocas cosas, e incapaz de discutir de cultos religiosos con nadie. Si el señor Steele era católico, le tenía perfectamente sin cuidado, siempre y cuando no estuviera obligada a asistir a los cultos puntualmente. Y de eso su contrato no decía absolutamente nada.
El hombre la llevó hasta una alcoba en la planta alta de la casa. Dejó las maletas en el suelo y le mostró la pulcra habitación y su vecino cuarto de aseo.
—Es su alojamiento, señorita Munro —explicó—. Espero se sienta bien aquí… a pesar de que mucho me temo que su estancia aquí no va a ser demasiado prolongada. —Vera le miró con sorpresa y cierto desagrado. Indagó, algo brusca:
—¿Qué quiere decir con eso?
—Pronto lo sabrá, señorita —sonrió débilmente el criado—. ¿Ha cenado?
—No, aún no. Pero no tengo demasiado apetito. Sólo cansancio.
—¿Quiere que le suba algo de comer o prefiere usted bajar y que la señora Oates, la encargada del establecimiento, se ocupe de servirle algún refrigerio?
—No tienen que molestarse por mí —suspiró ella—. Bajaré de inmediato a tomar algo antes de acostarme, si es que esta noche no puedo ver al señor Steele para presentarme a él.
—Temo que eso sea imposible, señorita —respondió apacible el hombre negro—. El señor Steele ha muerto.
—¿Qué? —balbuceó ella asombrada, mirándole con incredulidad.
—Y este orfanato va a cerrarse mañana mismo, si el encargado del juzgado no decide otra cosa. El desahucio es ya cosa definitiva.
* * *
La señora Oates resultó ser una bonachona mujer de edad madura, entrada en carnes, con el pelo canoso peinado con un grueso moño atrás.
Acomodó de inmediato a la recién llegada en la cocina, al confortable calor de una chimenea encendida, y calentó algo de comer en las llamas, puesto que la cocina de carbón vegetal estaba ya apagada.
—Sí, mi querida señorita —explicó mientras calentaba algo de caldo y un asado de carne—. El pobre señor Steele murió hoy mismo. Supongo que el corazón le falló al saber que no había solución para su querido establecimiento, y tenía que ser desalojado ya inexcusablemente, por orden judicial.
—Pero ¿qué ha podido ocurrir? —indagó la muchacha con sus azules ojos muy abiertos—. Yo fui contratada en Londres hace sólo tres días, me pagaron una mensualidad adelantada para que me incorporase a este trabajo cuanto antes…
—Hace tres días las cosas distaban mucho de estar tan mal —resopló la mujer, sirviendo el caldo en un tazón—. El señor Steele creía que podía obtener un aplazamiento al desahucio y mantener todavía este orfanato en pie.
—¿Tan mal estaban las cosas?
—Pésimas —puso en sus manos el tazón, que despedía un grato aroma a hierbas y ave—. El Gobierno siempre quiso este orfanato para sí. Y el señor Steele se resistía a ello. Sabía que los establecimientos del Gobierno siguen siendo, con pocas diferencias, tan siniestros y negativos como en tiempos de Dickens. De allí salen los niños delincuentes o amargados, igual que un David Copperfield o un Oliver Twist. Su concepto de la enseñanza de los niños huérfanos, de su trato para con ellos, era muy distinto. Autoridad sí, pero con dulzura, cariño, comprensión y una infinita bondad. Darles alimentos, hogar, enseñanza, enviarles a la vida luego siendo hombres íntegros, no basura social. Pero sus sueños eran demasiado buenos y su caudal demasiado escaso, especialmente después de esa ruinosa guerra que tantos males nos trajo a todos. Las deudas fueron creciendo, los acreedores se impacientaron, acudieron al juzgado… y ahí terminó todo. Los pleitos los ha ido perdiendo uno a uno, hasta que hoy llegó aquí el señor Skeggs con ese papel…