—Y eso que no es escritor —rio Ken—. Ahora seré yo quien tendrá que imaginar cosas. Espero que no se desorbiten mis pensamientos. ¿Cree que han cortado la línea telefónica aquí mismo, y no se trata de una avería exterior?
—Sí, lo creo. Me resulta difícil aceptar ciertas casualidades, Ken.
—A mí también. En ese punto estamos de acuerdo. Usted también parece sospechar que las muertes de la señorita Swift, su antecesora, y la de Skeggs no fueron accidentales.
—No estoy segura, la verdad.
—Si no fue accidente, tuvo que ser…
asesinato
—dijo mirándola fijamente.
—Sí —afirmó Vera, con un hilo de voz.
—¿Y la muerte del señor Steele?
—Eso es diferente.
—¿Por qué?
—Lo encontraron muerto en su despacho, apaciblemente, tras recibir la noticia del embargo. Además, a Steele le querían mucho sus discípulos y protegidos. Le debían todo lo que disfrutaban en este orfanato privado: enseñanza, una vida libre, una disciplina menos férrea que en un centro oficial, un trato más humano…
—Sigue centrando sus sospechas en esos niños. Ardo en deseos de conocerlos. Sobre todo a Norman y a Karin.
—Los conocerá, no se preocupe. Esa nevada no lleva trazas de ceder —dijo Vera, señalando hacia la puerta vidriera de la cocina, por donde entrara Ken Wilcox poco antes.
A través de ella, podía verse caer la copiosa cortina blanca, de modo incesante, mientras crecía y crecía el nivel de la nieve en el exterior.
—Sí, por todos los demonios —masculló Ken, escudriñando el amanecer, que cobraba ahora una tonalidad deslumbrante a causa del resplandor en la nieve—. Mi coche debe de estar ya totalmente tapado. Debí adquirir mejor un submarino.
—Sin duda —rio Vera de buen humor—. Casi le saldría más barato que un Daimler. ¿Quiere comer algo? Debe tener hambre tras su odisea allá fuera.
—Si eso no molesta a la gente de esta casa… me gustaría sentir algo sólido en mi estómago, que no fuese solamente té.
—Yo se lo prepararé mientras vuelve la señora Oates. Quedó por ahí algo de caldo y de asado. Le aseguro que le gustará —dijo resueltamente Vera dirigiéndose a la cocina, ya encendida para las tareas de aquel día.
* * *
Ken Wilcox contempló a Vera Munro, en pie al fondo de la sala destinada a clases. El aula aparecía completa, con los once niños sentados ante sus pupitres. La luz del día, centuplicada en intensidad por la nieve, penetraba por los ventanales enrejados. Un reloj mural marcaba las diez en punto de la mañana.
Fuera el frío era intensísimo y la nieve no cesaba de caer. El joven escritor hizo un gesto a Vera, tras dirigir una ojeada a las once cabecitas alineadas ante la maestra, que iniciaba así su primera y posiblemente última clase en el orfanato de Nottingham. Ella sonrió, moviendo la cabeza. Rápidas se volvieron dos cabezas hacia él.
Dos cabecitas rubias. Dorada una, casi platinada la otra. Ken sabía quiénes eran los dos curiosos, sentados en la primera fila de pupitres, junto al moreno y silencioso Marco: Norman y Karin. Observó sus miradas, azul una, verde la otra, fijas en él por un momento.
No le gustaron. Había algo frío y deshumanizado en ellas, que contrastaba poderosamente con el angelical rostro de las criaturas. Se ausentó sin esperar a más y caminó hacia la parte trasera de la casa, donde Eric se ocupaba de limpiar de nieve la puerta posterior, abierta ahora y mostrando una capa de nieve en el suelo de al menos dos pies largos de grosor.
—Esto costará arreglarlo —se quejó el criado de mala gana—. Cuando se hiele, será como moverse sobre una pista de hielo. Lo lamento por su coche, señor.
—Yo también. Pero empiezo a resignarme ya, amigo —musitó Ken.
Clavó sus ojos en unas cruces y lápidas, allá al fondo, tras los remaches de hierro oxidado de una vieja verja derruida. Como farolillo de aquel decorado real, la estructura en piedra de una pequeña iglesia, la capilla de Prowse Manor, con sus tejadillos cubiertos de nieve y su derruido campanario festoneado de guirnaldas blancas.
—¿Sigue allí el cadáver del señor Steele? —preguntó curioso.
—Sí, señor, ¿qué remedio? Tenía que ser enterrado en ese pequeño y olvidado cementerio dentro de dos horas. Me temo que ello nunca sea posible. Por fortuna, el intenso frío evitará la corrupción del cuerpo… Bueno, eso espero.
—Claro. ¿No disponen de raquetas aquí para andar por la nieve?
—No, señor. Y bien que lo lamento.
—¿El señor Steel era aficionado a algún deporte, les hacía practicar a los niños?
—A él le gustaba el cricket. A los niños les hacía jugar partidos de badminton o de tenis, eso era todo.
—¡Bravo! Es lo que quería. Eric, tráigame dos raquetas de tenis o badminton. Será todo lo que necesito para andar por la nieve.
—Vaya, es toda una idea, señor. Sí, se las traigo de inmediato —asintió el criado perplejo—. ¿Es que piensa ir a rezar a la capilla?
—Sí, algo así —afirmó Ken pensativo, sin desviar sus ojos astutos de la edificación religiosa.
Eric se alejó. Ken siguió allí. Oía las voces de los niños dando clase. La nieve caía en gruesos copos constantes. Murmuró para sí:
—Me gustará echar una ojeada al cuerpo del señor Steele. Tal vez en eso se equivoquen todos, y haya más de dos asesinatos en esta casa…
Fue un trabajoso recorrido.
La nieve cubría totalmente el terreno alcanzando más aún del espesor que él calculara previamente. Sus piernas se hundían hasta el muslo e incluso hasta la cintura, a veces hallaba sepultado su cuerpo en el esponjoso elemento blanco, resultándole casi agotador avanzar una sola yarda de distancia.
Especialmente en el viejo cementerio en ruinas la cosa se hizo aún más difícil y peligrosa. Si alguna de aquellas antiguas lápidas cedían bajo el peso de la nieve, produciendo una fosa, estaba seguro de que iría a parar sin remedio al fondo mismo de tan fúnebre y siniestra sima. Pero en ocasiones, el llevar las raquetas de badminton sujetas a sus pies con correas le permitía moverse sobre la superficie algo helada, sin profundizar demasiado en el grueso manto albo.
Por fin arribó ante la puerta de la pequeña iglesia, capilla o lo que aquello hubiera podido ser a lo largo de los años. A Ken le recordó las pequeñas ermitas que había encontrado en algunos de sus viajes por otros países europeos de carácter latino.
Entró en el recinto sagrado, arrastrando consigo gruesas pellas de nieve que rodaron por las losas del interior, comenzando a derretirse en forma de agua y barro. Miró al altar, con su gran crucifijo central y la masa de piedra debajo. El silencio y la soledad del lugar, lúgubremente oscuro ahora, le produjo cierta impresión. A través de unas grietas en el techo abovedado, una penumbra grisácea prestaba a la capilla un aire casi medieval, entre triste y sobrecogedor. Sin embargo, la presencia del crucifijo rompía ese aire ominoso y sombrío. Ken Wilcox se persignó brevemente ante él. No era católico, ni siquiera religioso. Pero siempre había sentido un profundo respeto ante la Cruz y su significado.
Luego caminó por el corredor central, entre la doble hilera de filas de bancos de madera. Miró a un lado y a otro, tratando de habituar sus ojos a aquella penumbra, tras el cegador destello de la nieve en la gélida mañana exterior. Estaba buscando el túmulo funerario que le describiera la joven Munro poco antes.
Lo encontró al fin, a su izquierda, en una especie de recodo de la capilla, bajo una bóveda oval. Se quedó perplejo. La sangre casi se congeló en sus venas, equiparándose a la nieve de la campiña.
Allí no había nada. Allí no había
nadie
.
Ni el menor rastro del cadáver de Howard Steele, propietario del orfanato de Loomish Hill.
* * *
—Pero eso no es posible… ¡No es posible, señor! —tartajeó Eric, demudado.
—Vaya si lo es —afirmó calmoso Wilcox—. Allí no hay nada de nada. Ni rastro de ese difunto, Eric. Pensé que usted le habría trasladado sin decir nada a los demás.
—¡Cielos, claro que no! —protestó el criado—. Sólo pensaba trasladarlo a su fosa en el cementerio. Y ahora, ni siquiera puedo hacer eso con semejante nevada encima, señor Wilcox… No puedo entender lo que ha sucedido.
—¿Cree que han sido los niños quienes…?
Wilcox no terminó su frase. Eric le miró con profundo horror y meneó negativamente la cabeza. Su voz sonó insegura, crispada:
—No, no lo creo. No puedo creerlo, señor, la verdad.
—Yo, sí —terció fríamente Vera, que permanecía callada y ensombrecida durante la breve charla entre el forastero y el criado—. Es más, estoy segura de que eso es lo que ha ocurrido. Tendré que ver a esos niños y preguntárselo.
—Si son como usted me ha dicho, no se lo dirán —rechazó Ken—. Saldrán con sus ambigüedades de siempre, Vera. ¿Por qué no intentamos hallar el cadáver de Steele, donde lo hayan escondido ellos, y salimos de dudas? Este robo macabro resulta tan insólito como poco agradable.
—Eric, usted es quien mejor conocerá esta casa —apuntó Vera—. ¿Dónde cree que podría ocultarse un cuerpo, sin ser hallado fácilmente?
—A mi juicio, sólo hay dos sitios: el sótano… y la buhardilla. Pero en ésta se hallan residiendo sir Clifford y la señorita Beswick.
—Por tanto, queda el sótano. —Vera tomó una decisión—. Vamos allá, Eric. ¿Hay luces abajo?
—No, señorita. Traeré unas linternas en todo caso —dijo Eric, no muy seguro de que le entusiasmara la idea de bajar a buscar un cadáver al sótano.
Pero regresó con tres lámparas eléctricas. Y los tres iniciaron la búsqueda en el subsuelo de Prowse Manor. Era un gran sótano repleto de objetos inútiles, viejos muebles estropeados, ratas bulliciosas y profundas tinieblas. La humedad allí resultaba insoportable.
Encontraron un viejo arcón funerario de origen exótico, pero estaba vacío contra lo que pensaron inicialmente, y el cuerpo sin vida de Steele no apareció por parte alguna.
—Creo que hemos terminado con esto —resopló al fin Ken—. El sótano es un lugar abominable y siniestro, pero el cadáver que buscamos no está aquí.
—Entonces, volvamos —sugirió Vera desilusionada—. Ya ha terminado la búsqueda.
—No, no del todo —rechazó el escritor—. Eric habló de otro lugar.
—¿La buhardilla? —vaciló el criado, contemplándole al resplandor fantasmal de la linterna—. Pero está habitada. ¿Quién iba a subir allí un cadáver, señor?
—No lo sé. Tal vez la señorita Baswick, si es que los niños no fueron los macabros ladrones —sugirió ahora Wilcox, con acento irónico—. ¿Por qué no, Eric?
—Eso suena a disparate —objetó Vera—. Pero ¿por qué no probar? ¿Es grande la buhardilla, Eric?
—Posee tres habitaciones y un aseo habilitado por sir Clifford para morar allí con una cierta comodidad. Es bastante amplia, sí.
—Entonces, existe la posibilidad. ¿Qué tal si visitamos a ese anciano caballero y a su hermosa señorita de compañía, Vera? —insinuó Ken, risueño.
—Como quiera —se encogió ésta de hombros—. Pero empiezo a pensar que lo que usted quiere es conocer personalmente a esa mujer.
—Confieso que me seduce más verme ante esa dama tan bella y exótica que usted describió, que delante de un frío y rígido cadáver, pero ambas cuestiones me interesan ahora por un igual, dadas las circunstancias.
—El aventurero escritor busca el nuevo tema para otro libro, ¿no? —bromeó Vera.
—Recuerde que mi Daimler está posiblemente arruinado en estos momentos —se quejó burlonamente Wilcox—. Tendré que ir pensando en ganar dinero para adquirir otro coche. ¿No piensa ayudarme?
—Está bien, vamos arriba —suspiró la joven maestra—. Veremos cómo nos recibe el viejo huésped de esta casona…
* * *
La recepción no fue demasiado mala para lo que ella esperaba de tan solitario y extraño inquilino.
Primero, Doris Beswick salió a recibirles. Ahora, sin su deshabillé de la noche anterior, estaba igualmente hermosa e inquietante, pensó Vera, mirando de soslayo a su compañero, en cuyo rostro advirtió un interés muy especial por el encanto físico que emanaba aquella mujer tan saturada de sensualidad a flor de piel.
El cuerpo alto y espléndido de la hembra de piel broncínea aparecía envuelto en un vestido muy a la moda, salpicado de perlas sobre el satén rosa pálido, que hacía juego con unas medias también rosadas y unos Zapatos de raso, puntiagudos y abotonados al tobillo, de color rosa fuerte. Lucía en sus negrísimos cabellos una ancha cinta de seda a la moda, con cuentas de vidrio rosadas. Los senos desnudos marcaban su grueso pezón contra el tenue tejido. Las caderas y muslos se adherían al satén brillante, como si éste formase una segunda epidermis sobre ella. El resultado era altamente provocativo, pero no exagerado. Vera casi sintió envidia de aquella belleza inquietante, pese a reconocerse a sí misma como una chica atractiva y con encantos físicos suficientes.
—De modo que un escritor se pierde en la nieve y va a caer en Prowse Manor —comentó Doris clavando en Wilcox sus penetrantes pupilas negras—. Divertida aventura, ¿no cree?
—No demasiado —suspiró Ken—. Un lugar donde hay dos cadáveres no resulta demasiado acogedor. Y si uno de ellos ha desaparecido, menos aún.
—¿Desaparecido? —ella enarcó las cejas—. ¿A qué se refiere?
Vera se lo explicó. Las pupilas de la Beswick brillaron enigmáticas. Luego sus gruesos labios sensuales esbozaron una sonrisa.
—Casi sería cómico, si no resultara tan macabro —observó—. ¿Han subido a ver si lo tenemos escondido aquí?
—No, señorita Beswick —rechazó Ken, cortés—. Pero Eric nos dijo que esta zona alta de la casa es bastante amplia. Alguien pudo subirlo aquí, sin ustedes saberlo.
—Resulta algo difícil. Habrán notado que cruje el escalón número cuatro de la escalera que conduce aquí. Si suben por ahí con una carga tan pesada como debe resultar un cadáver humano la madera crujiría de modo muy fuerte y yo lo oiría, aunque no el señor Prowse. Pero pasen, por favor. Sir Clifford no podrá verles, apenas les oirá y no le será posible dirigirles la palabra, pero ya que están aquí, creo que deben conocerle… Síganme, por favor.
La siguieron en silencio, desde la estancia donde ella les recibiera hasta la inmediata, mucho más amplia y luminosa. Una ventana dejaba entrar el resplandor de la luz del nublado día, reflejada por la nieve que lo cubría todo. Tras la vidriera se veían flotar mansamente los gruesos copos.