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Authors: John Norman

Tags: #Ciencia Ficción, Erótico, Fantástico

Los nómades de Gor (10 page)

BOOK: Los nómades de Gor
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¿Por qué motivo, pensaba, iba a visitar Kamchak la ciudad de Turia en primavera?

Sospechaba que era un hombre de importancia entre los Pueblos del Carro.

Quizá debería llevar a cabo alguna negociación, posiblemente relacionada con los llamados juegos de la Guerra del Amor, o con el comercio.

Para mi sorpresa me enteré de que en ocasiones comerciaban con Turia. Eso había avivado mis esperanzas de acercarme a esa ciudad en un plazo corto de tiempo. Luego se vio que mis esperanzas eran infundadas, aunque no las perdí por completo.

Por muy enemigos de Turia que sean, los Pueblos del Carro necesitan y desean sus mercancías, sobre todo los metales y los tejidos, que se cotizan muchísimo en los campamentos. Tanto es así, que incluso las cadenas y los collares de las esclavas, cadenas y collares que muchas veces llevan las mismas turianas cautivas, son de origen turiano. Los habitantes de esa ciudad, por otro lado, toman a cambio de sus mercancías (provenientes de sus propias fábricas o del comercio con otras ciudades) principalmente pieles y cuernos de bosko, materiales que naturalmente abundan entre los Pueblos del Carro, ya que viven del bosko. Pude comprobar que los turianos también obtienen otros artículos de su comercio con los Pueblos del Carro. Al ser éstos tan amantes de las correrías, disponen de botines obtenidos en ataques a caravanas que avanzan quizás a más de un millar de pasangs de las manadas, o sobre las que caen por casualidad en su camino hacia Turia, o cuando vuelven de esta ciudad. La cuestión es que con estos asaltos los Pueblos del Carro se apoderan de un número considerable de artículos que están muy dispuestos a trocar con los turianos: joyas, metales preciosos, especias, sales de mesa coloreadas, arneses y sillas para los grandes tharlariones, pieles de pequeños animales de río, aperos, rollos de pergamino eruditos, tintas y papeles, tubérculos, pescado ahumado, polvos medicinales, ungüentos, perfumes y mujeres. En lo que respecta a estas últimas, normalmente se deshacen de aquellas que no tienen atractivo. Las muchachas bonitas, para su desesperación, muy difícilmente se verán libres de los Pueblos del Carro. A veces se puede llegar a cambiar a una mujer poco atractiva por una simple copa de bronce; una muchacha realmente bonita, en cambio, particularmente si es nacida libre y de alta alcurnia, puede llegar a valer cuarenta piezas de oro. De todos modos es muy raro que las vendan, porque para los Pueblos del Carro no hay nada como disfrutar de los servicios de una esclava civilizada de gran belleza y de casta alta. Durante el día, entre la polvareda y el calor, esas muchachas se encargarán del carro, y reunirán combustible para las hogueras de excremento. Por la noche complacerán a sus amos. En ocasiones, los Pueblos del Carro están dispuestos incluso a comerciar con la seda, pero lo habitual es que se la guarden para sus propias esclavas, quienes la visten en la intimidad de los carros. A las mujeres libres de esos pueblos no les está permitido vestir seda, pues se dice, y a mí me parece un comentario muy gracioso, que si a una mujer le gusta sentir la seda sobre su piel es señal de que en el fondo de su corazón y de su sangre es una esclava, aunque nunca un amo la haya forzado a llevar el collar. Se podría añadir que hay dos artículos que los Pueblos del Carro no venden a los turianos: el primero es el bosko vivo, y el segundo las muchachas provenientes de la misma ciudad, aunque bien es verdad que a veces dejan a éstas para que “corran a la ciudad”, como se suele decir; en realidad no se trata más que de un deporte para los hombres jóvenes que salen en su persecución montados en sus kaiilas y las capturan con boleadoras y correas.

El invierno cayó violentamente sobre las manadas antes de lo previsto. Pronto se produjeron las fuertes nevadas, y los largos vientos, que a veces han barrido hasta doscientos cincuenta pasangs de llanura, empezaron a soplar. La nieve cubrió la hierba que ya estaba seca y quebradiza, y las manadas se dividieron en mil fragmentos, cada una con sus propios jinetes, extendiéndose por la llanura. Los boskos piafaban la nieve, la olfateaban, y levantaban la hierba para luego masticarla, aunque ya estaba helada, seca y no tenía ningún valor nutritivo. Los animales empezaron a morir, y los cantos fúnebres de las mujeres, que lloraban como si los carros se incendiaran y los turianos hubiesen entrado a degüello, se esparcieron por todas aquellas tierras. Las gentes de los carros, ya fueran esclavos o personas libres, empezaron a cavar en la nieve para encontrar aunque solamente fuera un puñado de hierba con el que alimentar a sus animales. Tuvieron que abandonar algunos carros en medio de la llanura, pues no había tiempo de enganchar boskos de refresco a las varas, y era absolutamente necesario que las manadas continuaran avanzando.

Finalmente, diecisiete días después de las primeras nieves, la avanzadilla de las manadas empezó a alcanzar sus pastos de invierno. Eso sucedía muy al norte ya de Turia, y seguíamos acercándonos al ecuador desde el sur. La nieve se convertía en una escarcha helada que se fundía con el sol de la tarde, y la hierba era fresca y nutritiva. Mucho más al norte, a unos cien pasangs más, ya no encontramos nieve. Todo el mundo cantaba, y se reiniciaron las danzas en torno a los fuegos de excremento de bosko.

—El bosko está seguro —había dicho Kamchak.

Había visto cómo feroces guerreros bajaban de sus kaiilas y de rodillas, con lágrimas en los ojos, besaban la hierba verde y fresca.

—¡El bosko está seguro! —gritaban.

Y este grito lo repetían las mujeres, y corría de carro en carro.

—¡El bosko está seguro!

Ese año, quizás porque era el Año del Presagio, los Pueblos del Carro no avanzaron más al norte de lo estrictamente necesario para asegurarse del bienestar de las manadas. De hecho, ni siquiera cruzaron el Cartius occidental, que está lejos de las ciudades y que acostumbran a pasar, pues tanto los boskos como las kaiilas saben nadar, y los carros pueden flotar. Era el Año del Presagio, y aparentemente no convenía arriesgarse a entrar en guerra con pueblos lejanos, en particular con ciudades como Ar, cuyos guerreros han adiestrado a los tarns y podrían ocasionar grandes pérdidas en las manadas y carros desde el aire.

La Invernada no era desagradable, aunque incluso estando tan al norte los días y las noches eran a menudo bastante fríos. Tanto las gentes de los carros como sus esclavos se abrigaban con ropas de cuero y pieles durante este tiempo. Hombres y mujeres, esclavos o libres, llevaban botas y pantalones de pieles, abrigos y gorros provistos de orejeras que se ataban por debajo de la barbilla. En esa época a veces era difícil distinguir a las mujeres libres de las esclavas, y tenía uno que fijarse en el pelo: si lo llevaban suelto era una de estas últimas. En otros casos, naturalmente, se distinguía el collar turiano, sobre todo si lo llevaban por fuera del abrigo, normalmente bajo el cuello de pieles. Los hombres también vestían de manera similar, ya se tratase de hombres libres o de esclavos, aunque estos últimos, los Kajirus, llevan grilletes unidos por una cadena de unos treinta centímetros.

Montado en mi kaiila, empuñando mi lanza negra y con el cuerpo inclinado hacia delante pasé velozmente por el lado de una vara de madera fijada en el suelo, en cuyo extremo se había colocado un tóspit seco. El tóspit es un fruto semejante al melocotón, pequeño, arrugado, de un color amarillo blanquecino, del tamaño de una ciruela, que crece en unos matorrales que se cultivan en los valles más secos del Cartius occidental. Es amargo, pero comestible.

—¡Bien hecho! —gritó Kamchak al ver que había atravesado el tóspit con mi lanza. La verdad era que no sólo lo había atravesado, sino que además el fruto se había desplazado por el asta, y habría vuelto a salir por detrás de la lanza si mi mano, rodeada por la correa de empuñar, no hubiese interrumpido su trayecto.

Esa estocada equivalía a dos puntos para nuestro equipo.

Oí cómo Elizabeth Cardwell gritaba de alegría y saltaba dando palmadas. Con aquellas pieles no se podía mover demasiado cómodamente. Colgado del cuello llevaba un saquito con tóspits. La miré y sonreí. Su expresión estaba llena de vida, se la veía sofocada por la emoción.

—¡Tóspit! —indicó Conrad de los kassars, el Pueblo Sangriento, y la chica corrió a colocar otro fruto en la punta de la vara.

Se oyó el estruendo de la carga de la kaiila sobre aquella superficie cubierta de césped, y Conrad arrebató con su lanza roja el fruto limpiamente. La punta del arma apenas lo traspasó, pues la había echado hacia atrás en el último momento.

—¡Bien hecho! —le dije.

Yo había cargado con todas mis fuerzas, y con buena puntería, pero demasiado violentamente. En caso de guerra, una carga semejante me hubiese hecho perder la lanza, pues se habría quedado clavada en el cuerpo de un enemigo. La carga de Conrad había sido más delicada, y merecía claramente, como bien dije, tres puntos.

Después le llegó el turno a Kamchak, y él, como Conrad de los kassars, se llevó el fruto clavado a su lanza con extrema destreza, aunque hay que decir que la punta del arma se había introducido un centímetro menos en el tóspit. De todos modos, también era una estocada que merecía tres puntos.

El guerrero que hacía pareja con Conrad fue el siguiente en cabalgar sobre el césped.

Se oyó un grito de descontento, y vimos que la lanza rozaba tan sólo el fruto, sin retenerlo, y lo hacía caer al suelo. Esa estocada solamente merecía un punto.

Elizabeth volvió a gritar de contento, pues pertenecía al carro de Kamchak y de Tarl Cabot.

El jinete que había realizado aquella carga insatisfactoria hizo girar súbitamente a su montura y la guió hasta donde se encontraba la chica. Elizabeth se arrodilló, pues se daba cuenta de que no debía expresar su alegría por el fallo de un jinete, y apoyó la cabeza en la tierra. Yo me puse en tensión, pero Kamchak se echó a reír y frenó mis impulsos. La kaiila del jinete ofendido se levantó sobre sus patas traseras ante ella. Finalmente, la bestia se calmó, y el jinete, con la punta de su lanza manchada por el fruto, cortó la cuerda que sujetaba el gorro de la chica y se lo arrebató de la cabeza. Después, muy delicadamente, con la misma punta, levantó su barbilla para que le mirara a los ojos.

—¡Perdóname, amo! —dijo Elizabeth Cardwell.

Aunque solamente pueden tener un amo, las esclavas de Gor se dirigen a todos los hombres libres tratándoles como a tales.

Estaba satisfecho de los progresos que Elizabeth había hecho en lo que respecta a la lengua durante los últimos meses. Kamchak había alquilado a tres esclavas goreanas para que la instruyeran, y así lo habían hecho: unieron sus muñecas y se la llevaron a pasear por los carros, enseñándole las palabras adecuadas para cada cosa. Cuando se equivocaba la azotaban con una fusta, pero no fue necesario que la pegaran demasiadas veces, porque Elizabeth había aprendido muy rápidamente. Era una chica inteligente.

Había sido muy duro para ella, sobre todo las primeras semanas. Cuando se es una secretaria joven, brillante y encantadora que trabaja en una oficina de Madison Avenue, en Nueva York, y se disfruta de las comodidades de la luz de los fluorescentes y del aire acondicionado, no es fácil convertirse de pronto en esclava de un guerrero tuchuk.

Cuando aquel interrogatorio hubo terminado y ella se había tendido sobre la tarima de Kutaituchik gritando “¡La Kajira! ¡La Kajira!” entre sollozos, Kamchak se había levantado para envolverla en la piel de larl rojo sobre la que estaba arrodillada ante nosotros. Así se llevó a la chica, que seguía llorando.

Yo me había levantado para seguirle, y pude ver que Kutaituchik alcanzaba con aire ausente la pequeña caja de cuerdas de kanda. Sus ojos empezaban a cerrarse, lentamente.

Aquella noche, Kamchak encadenó a Elizabeth Cardwell en el interior de su carro, en lugar de atarla a la rueda en el exterior y dejarla allí para que pasara la noche, como era lo normal. Kamchak le colocó en el Sirik una cadena que la ataba a una anilla de esclava fija en el suelo de la caja del carro. Después la envolvió cuidadosamente en la piel de larl rojo. Ella seguía estremeciéndose, y lloraba. Seguramente estaba en el umbral de la histeria, y yo sólo temía que a aquel estado le siguiera otro de entumecimiento, de shock, producido por el rechazo a creer todo lo que le había ocurrido. Y eso la podía conducir a la locura.

Kamchak me miraba. Estaba sinceramente sorprendido por lo que para él eran respuestas emocionales absolutamente insólitas. Era consciente, eso sí, de que ninguna muchacha, goreana o no, podía aceptar a la ligera su reducción a la categoría de esclava, y menos aún considerando lo que eso significa en los Pueblos del Carro. Pero aun teniendo en cuenta todas estas cosas, las reacciones de la señorita Cardwell le parecían peculiares, y de algún modo reprobables. En una ocasión se levantó y le dio una patada con su bota de piel, diciéndole que se callara. Como es natural, ella todavía no entendía ni una palabra de goreano, pero la intención y la impaciencia de Kamchak estaban tan claras que no se hacía necesaria ninguna traducción. Dejó de gemir, pero continuó estremeciéndose, y a veces sollozaba. Vi que Kamchak se levantaba para coger un látigo de esclavo y que se dirigía hacia ella, pero finalmente se dio la vuelta y dejó el látigo en su sitio. Me sorprendió ver que no hacía uso de él, y me preguntaba cuál era el motivo de tan sorprendente actitud. Me alegraba de que no la hubiese azotado, pues me habría visto obligado a intervenir. Intenté hablar con Kamchak, para ayudarle a entender el terrible shock que había sufrido la chica: la alteración total de su vida bajo circunstancias incomprensibles, la soledad en la llanura, el encuentro con los tuchuks, la captura, el trayecto hasta los carros, la curiosidad de la multitud en aquella avenida, el Sirik, el interrogatorio, la amenaza de ejecución, y finalmente el hecho, tan difícil de asumir para una chica como ella, de convertirse literalmente en propiedad de un hombre, de ser una esclava. Intenté explicarle a Kamchak que en su antiguo mundo no la habían preparado para esta clase de cosas, pues las esclavitudes allí son de diferente naturaleza, tan sutiles e invisibles que algunos creen que ni siquiera existen.

Kamchak no me había respondido, pero después se levantó y de un cofre extrajo una copa que llenó con un líquido ámbar. Luego echó unos polvos oscuros y azulados, y se dirigió a Elizabeth Cardwell. La incorporó y le entregó la copa. La expresión de la chica era de espanto, pero bebió. Al cabo de un momento, estaba dormida.

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