Finalmente, jadeante, sangrando aquí y allí, medio desnuda, triunfante, Elizabeth Cardwell volvió a mi lado, y se arrodilló como una esclava obediente.
Cuando recuperó el aliento, quité de su cuello el collar. Era libre.
La coloqué en la silla del tarn, ordenándola sujetarse al pomo. Cuando yo montase, la ataría a él con unas correas. También yo me colocaría la correa de seguridad, que normalmente es de color púrpura y constituye una parte clásica en la silla de los tarns.
Elizabeth no parecía asustada de estar sobre un tarn. Pensé con alivio que habría algunas ropas para ella en el fardo, porque evidentemente las necesitaba.
Kamchak estaba allí, y su Aphris también, lo mismo que Harold y su Hereena, que seguía siendo su esclava. Se arrodillaba a su lado, y si por casualidad se le ocurría apoyar la cabeza en el muslo de su amo, éste se la apartaba con buenos modos.
—¿Cómo están los boskos? —le pregunté a Kamchak.
—Tan bien como puede esperarse.
—¿Están afiladas las quivas? —pregunté volviéndome a Harold.
—Así procuro mantenerlas —me respondió el rubio.
—Es muy importante —dije mirando a Kamchak— que los ejes de los carros estén bien engrasados.
—Sí, yo también lo creo así.
Estreché las manos de esos dos hombres.
—Te deseo lo mejor, Tarl Cabot.
—Te deseo lo mejor, Kamchak de los tuchuks.
—Realmente, no eres un mal tipo... —dijo Harold—, para ser korobano, claro.
—Tú tampoco eres demasiado malo..., para ser tuchuk.
—Te deseo lo mejor.
—Yo también te deseo lo mejor.
Subí rápidamente por la escalerilla de la silla del tarn, y luego la plegué y la até. Tomé algo de fibra de atar y rodeé varias veces la cintura de Elizabeth Cardwell, así como el pomo. Finalmente tensé.
Harold y Kamchak me miraban. Había lágrimas en las caras de ambos hombres. En el rostro de Harold, como un galón escarlata que siguiese el curso de los huesos de la mejilla, brillaba la Cicatriz del Coraje.
—No olvides nunca —dijo Kamchak— que hemos tomado juntos la tierra y la hierba.
—Nunca lo olvidaré.
—Y mientras vayas recordando cosas, puedes recordar de paso que tú y yo ganamos juntos nuestra Cicatriz del Coraje en Turia —señaló Harold.
—Tampoco olvidaré eso.
—Tu llegada y tu partida comprenden parte de dos de nuestros años —dijo Kamchak.
Le miré, sin entender por qué razón lo decía, aunque evidentemente era cierto.
—Esos años han sido dos —dijo Harold sonriendo—: El Año en el que Tarl Cabot llegó a los Pueblos del Carro y el Año en el que Tarl Cabot fue Comandante de Millar.
Me quedé impresionado. Ésos eran nombres de años que serían recordados en adelante por los Conservadores de Años, en cuya memoria quedan grabados los nombres de millares de anos consecutivos.
—¡Pero si en estos dos años han ocurrido cosas de mayor importancia! —protesté—. ¿Qué me decís del sitio de Turia, y de la toma de la ciudad, y de la elección del Ubar San?
—Nuestra elección ha sido recordar a Tarl Cabot.
No dije nada.
—Si necesitas para algo a los tuchuks, Tarl Cabot —continuó Kamchak—, o si necesitas a los kataii, o a los kassars, o a los paravaci..., solamente tienes que decirlo, y nosotros cabalgaremos y cabalgaremos hasta encontrarte, aunque estés en las ciudades de la Tierra.
—¿Conoces la existencia de la Tierra? —pregunté.
Recordaba el escepticismo de Kamchak y Kutaituchik aquel día en que habíamos interrogado a Elizabeth Cardwell sobre ello.
—Nosotros los tuchuks sabemos muchas cosas —dijo Kamchak sonriendo—. Más de las que decimos.
Su sonrisa se ensanchó y dijo:
—¡Que la fortuna te acompañe, Tarl Cabot, Comandante de un millar de tuchuks, guerrero de Ko-ro-ba!
Levanté la mano y luego tiré de la correa principal. Las alas del gran animal empezaron a batir, y los tuchuks retrocedieron, confundidos por las olas de polvo que levantaban las alas rojizas del tarn. En un instante vimos alejarse los carros que se extendían como un cuadrado tras otro por pasangs y pasangs. Más arriba vimos el cauce del arroyo, y luego el Valle del Presagio, y luego las torres de la distante ciudad de Turia, allá a lo lejos.
Elizabeth Cardwell lloraba, y la rodeé con mis brazos para consolarla y protegerla de los azotes del viento. Con irritación noté que esas ráfagas de viento humedecían mis ojos.