—¿Qué te parece? —me había preguntado Kamchak en aquella ocasión.
—Interesante.
—Sí, lo es —afirmó alargando las manos para que le devolviese el objeto—. Lo tengo desde hace algún tiempo. Me lo dieron dos viajeros.
—¡Ah! —dije yo.
Ahora, Kamchak acababa su pedazo de carne recién asada y su jarra de leche. Cuando así lo hubo hecho, se sacudió la cabeza y se frotó la nariz. Después miró a la señorita Cardwell y le dijo:
—Tenchika y Dina ya no están con nosotros. Puedes volver a dormir en el interior del carro.
Elizabeth le miró con agradecimiento. Deduje que dormir bajo el carro debía ser algo duro.
—Gracias —dijo.
—Creía que era tu amo —remarcó Aphris.
—Amo —añadió dirigiendo una mirada fulminante a Aphris, que sonreía.
Empezaba a entender por qué siempre hay problemas cuando en los carros va más de una chica. De todos modos, Dina y Tenchika no se habían peleado demasiado entre ellas, y eso quizás se debiese a que el corazón de Tenchika estaba en otra parte, concretamente en el carro de Albrecht de los kassars.
—¿Quiénes eran Tenchika y Dina? —preguntó Aphris de Turia.
—Esclavas, unas muchachas turianas —dijo Kamchak.
—Las vendieron —añadió Elizabeth.
—¡Ah! —dijo Aphris. Y volviéndose a Kamchak preguntó—: Supongo que no tendré la fortuna de que me vendas, ¿no es así?
—Pagarían bastante por ella —dijo Elizabeth con esperanza.
—Desde luego, más que por una esclava bárbara —dijo Aphris.
—No te preocupes, querida Aphris —repuso Kamchak—. Cuando haya acabado contigo la tarea que voy a emprender, te pondré a subasta en el carro público de esclavos.
—Estaré esperando con deleite ese día.
—Aunque por otro lado, quizás no sería mala idea echarte a las kaiilas.
Al oír lo que Kamchak decía, la turiana no pudo evitar echarse a temblar, y bajó la mirada.
—Dudo que sirvas para algo más que para alimentar a las kaiilas —dijo Kamchak.
Aphris le miró, desafiante.
Elizabeth aplaudía y reía.
—¿Y tú por qué aplaudes, estúpida bárbara? —dijo Kamchak—. ¡Si ni siquiera sabes danzar!
Elizabeth bajó la vista, avergonzada. Lo que había dicho Kamchak era cierto.
—Yo tampoco sé —dijo Aphris en voz baja, tímidamente.
—¿Qué? —gritó Kamchak.
—¡No sé! —dijo Aphris—. ¡Nunca aprendí!
—¡Alimento para kaiilas! —gritó Kamchak—. ¡Eso es lo que eres!
—Lo siento mucho —dijo Elizabeth con una pizca de irritación en su voz—, pero no entraba en mis perspectivas convertirme en una esclava.
—Pero de todos modos deberías haber aprendido —gritó Kamchak, indignado—. ¡Eso no es ninguna excusa!
—¡Tonterías! —dijo Aphris.
—Me costará dinero —dijo Kamchak refunfuñando—, pero te aseguro que aprenderás, de eso me encargo yo.
Aphris se sorbió la nariz y apartó la mirada.
Elizabeth me miraba, y de pronto se volvió a Kamchak y preguntó:
—¿Puedo aprender yo también?
Eso me sorprendió, y a Kamchak también.
—¿Por qué? —preguntó.
Elizabeth bajó la vista, ruborizada.
—Solamente es una bárbara —dijo Aphris con desprecio—. Además, está en los huesos, y nunca podría aprender a danzar.
—¡Ah! —exclamó Kamchak echándose a reír—. ¡La pequeña salvaje no quiere convertirse en la segunda esclava del carro! ¡Muy bien! —dijo mientras le sacudía afectuosamente la cabeza—. ¡Muy bien! ¡Quieres luchar por tu lugar! ¡Excelente!
—Si quiere puede ser la primera muchacha del carro —dijo Aphris con altanería—, porque yo me escaparé en cuanto tenga la primera ocasión, y volveré a Turia.
—Ten cuidado con los eslines pastores —dijo Kamchak.
Aphris palideció.
—Si intentas huir de noche, los eslines seguirán tu rastro, y te aseguro que no tardarán en hacerte pedazos, querida Aphris.
—Lo que dice es verdad —le advertí a Aphris.
—¡Tonterías! Yo me escaparé.
—Pero esta noche no, ¿verdad? —dijo Kamchak entre risas.
—No —respondió Aphris con acidez—, esta noche no.
Acto seguido, miró a su alrededor, contemplando con desinterés el interior del carro. Su mirada descansó por un momento en la silla de kaiila que había sido parte de los bienes ofrecidos a cambio de Tenchika. Enfundadas en dicha silla había siete quivas. Aphris se volvió para mirar a Kamchak.
—Esta esclava —dijo señalando a Elizabeth— no quiere darme nada de comer.
—Kamchak debe comer primero, esclava —respondió Elizabeth.
—Bien —dijo Aphris—, pues ya ha comido.
Kamchak tomó entre sus dedos un trozo de carne que había sobrado de su ración. Se lo puso a Aphris ante el rostro y dijo:
—Come, pero sobre todo, no lo toques con las manos.
Aphris le miró, furiosa, pero después sonrió.
—Con mucho gusto —dijo.
Y la orgullosa Aphris de Turia se arrodilló y se inclinó hacia delante para comer la carne que le ofrecía la mano de Kamchak. Las carcajadas del tuchuk se detuvieron bruscamente cuando la turiana hincó sus dientes blancos y delicados en la mano del guerrero.
—¡Ayyyy! —gritó éste.
Había sido un buen mordisco, un mordisco salvaje.
Kamchak se levantó y se llevó a la boca la herida para chupar la sangre que brotaba.
Elizabeth se había levantado de un salto, y yo había hecho lo mismo.
Aphris se había abalanzado a la silla de kaiila que estaba al otro lado del carro. Extrajo rápidamente una de las quivas de su funda y se volvió hacia nosotros con la hoja del arma apuntándonos. Se quedó quieta con el cuerpo inclinado hacia delante, mirándonos con rabia.
Kamchak se volvió a sentar, sin dejar de chuparse la herida. Yo también me senté, y luego Elizabeth hizo lo mismo, de manera que dejamos a Aphris de Turia sola allí, en pie, ostentando el arma. Respiraba con fuerza.
—¡Eslín! —gritó la chica—. ¡Eslín! ¡Tengo un puñal!
Kamchak no le prestaba ninguna atención. De hecho, solamente parecía preocuparle la herida de la mano. Parecía satisfecho de que no se tratara más que de una herida superficial, nada serio. Así que recogió la vianda que había caído al suelo al morderle la chica, y se la dio a Elizabeth, que empezó a comerla en silencio. Después le señaló los restos de la carne cocinada en exceso para indicarle que también podía dar cuenta de ellos.
—¡Tengo un puñal! —gritó Aphris, furiosa.
Kamchak procedía ahora a limpiarse los dientes con un palillo.
—¡Trae vino! —le dijo a Elizabeth, quien con la boca llena de carne fue en busca de un pequeño odre con el que llenó de vino una pequeña copa para Kamchak.
Cuando el guerrero hubo bebido miró a Aphris, y dijo:
—Después de lo que has hecho, lo normal sería llamar a algún miembro del Clan de los Torturadores.
—¡Antes me mataré! —gritó Aphris apoyando la quiva sobre su corazón.
Kamchak se encogió de hombros.
Aphris no hizo lo que había dicho, sino que gritó:
—¡No! ¡Te mataré a ti, Kamchak!
—¡Ah, mucho mejor! —asintió el guerrero—. ¡Muchísimo mejor!
El guerrero se levantó entonces y caminó pesadamente hasta una de las paredes del carro para descolgar de ella un látigo de esclavo. Seguidamente, se colocó frente a Aphris de Turia.
—¡Eslín! —dijo ella llorando.
Echó hacia atrás la mano para tomar impulso y hundir el cuchillo en el corazón de Kamchak, pero la espiral del látigo avanzaba ya, y pude ver cómo su extremo daba vueltas enloquecidas alrededor de la muñeca y del antebrazo de la turiana. Exactamente fueron cinco las vueltas que dio y que hicieron gritar de dolor a Aphris de Turia. Kamchak se había puesto a un lado, y con un movimiento de su mano tiró del látigo enredado ahora en el brazo de ella y la hizo caer. Después, solamente tuvo que arrastrarla por encima de la alfombra hasta sus pies, para finalmente pisarle la muñeca y arrebatarle el puñal, que colocó en su cinturón.
—¡Mátame!, ¡Mátame! —rogaba entre sollozos la chica—. ¡Mátame, porque nunca seré tu esclava!
Pero Kamchak la había hecho ponerse en pie y la había conducido hasta el lugar que antes ocupaba. Aturdida, aguantándose el brazo derecho, en el que podían apreciarse las marcas circulares y rojas del látigo, le miró. Kamchak se sacó la quiva del cinturón y la lanzó al otro lado de la estancia, hacia el lugar en el que había colocado a Aphris. La quiva se clavó con profundidad en uno de los postes que sustentaban la estructura de la tienda, justo al lado de la garganta de la chica.
—¡Cógela! —ordenó Kamchak.
La muchacha negó sacudiendo la cabeza, atemorizada.
—Coge la quiva —dijo Kamchak.
Ella le obedeció.
—Y ahora, ponla otra vez en su sitio.
Aphris, que seguía temblando, le obedeció.
—Ahora acércate a mí y come —dijo Kamchak.
Aphris también obedeció esta orden; derrotada, se arrodilló ante él y volviendo la cabeza delicadamente tomó la carne de las manos de su amo.
—Mañana —dijo Kamchak—, después de que yo haya comido, se te permitirá saciar tu hambre por ti misma.
De pronto, y quizás imprudentemente, Elizabeth Cardwell dijo:
—Eres cruel, Kamchak.
Kamchak la miró con sorpresa.
—Al contrario, soy muy amable.
—¿Amable? —pregunté yo—. ¿Por qué?
—Le permito vivir.
—¿Sabes una cosa, Kamchak? —le dije—. Creo que esta noche has ganado, pero yo que tu me andaría con mucho cuidado, pues estoy seguro de que la turiana volverá a pensar en la quiva y en el corazón del tuchuk.
—Naturalmente —dijo Kamchak dando de comer a Aphris—, es magnífica.
La muchacha le miraba, pensativa.
—Magnífica teniendo en cuenta que es una esclava turiana, quiero decir —comentó pasándole otro pedazo de carne—. Mañana, querida Aphris, te daré algo para que puedas vestirte.
La turiana le miraba con agradecimiento.
—Sí, mañana te daré el collar y las campanillas.
Las lágrimas hicieron su aparición en los ojos de Aphris.
—¿Puedo confiar en ti? —preguntó Kamchak.
—No —respondió Aphris.
—Pues entonces, collar y campanillas —dijo el tuchuk—. Pero eso sí, los adornaré con cadenas de diamantes, para que aquellos que te vean no piensen que tu amo no puede permitirse los lujos que se le antojan.
—Te odio —dijo Aphris.
—¡Magnífico! ¡Magnífico!
Cuando la chica acabó, Elizabeth le dio una cucharada de agua del cubo que colgaba cerca de la puerta. Después de beber, Aphris extendió las muñecas ante Kamchak.
El tuchuk parecía sorprendido.
—Supongo que esta noche me atarás con esposas de esclava y cadenas, ¿no es así?
—Todavía es demasiado pronto para hacerlo —dijo.
En los ojos de la chica se pudo percibir durante unos segundos el miedo, pero finalmente se decidió y dijo:
—Me has hecho tu esclava, pero yo continúo siendo Aphris de Turia. Y tú, tuchuk, puedes matarme, si lo deseas, pero quiero que sepas que nunca, nunca me convertiré en una servidora de tu placer. Nunca.
—Bien, de todos modos, esta noche estoy algo bebido.
—He dicho nunca —insistió Aphris.
—Por lo que he escuchado hasta ahora, nunca me llamas “amo”.
—A ningún hombre le llamo así.
—Estoy muy cansado ahora —bostezó Kamchak—. He tenido un día agotador.
Aphris temblaba de rabia, y mantenía las muñecas adelantadas.
—Entonces me retiraré —dijo.
—Bien, tráeme unas sábanas de seda roja, y también unas pieles de larl.
—Como quieras.
—Esta noche —continuó diciendo Kamchak mientras le daba palmadas en el hombro—, no te encadenaré, ni te pondré las esposas.
Aphris de Turia estaba claramente sorprendida. Vi que sus ojos miraban furtivamente hacia el lugar en el que se encontraba la silla de kaiila con sus siete quivas.
—Como Kamchak desee.
—¿Recuerdas aquel banquete que ofreció Saphrar? —preguntó Kamchak.
—Naturalmente que lo recuerdo —respondió ella cautelosamente.
—¿Recuerdas aquella ocurrencia que tuviste con los frascos de perfume, y lo que dijiste acerca del olor a estiércol de bosko? ¿Recuerdas cómo intentaste librar a toda la concurrencia del banquete de tan desagradable olor?
—Sí —respondió Aphris tomándose su tiempo.
—¿Y no recuerdas lo que te dije en esa ocasión? ¿No recuerdas lo que te prometí?
—¡No! —gritó Aphris levantándose para echar a correr. Pero Kamchak saltó hacia ella, la tomó en brazos y la puso sobre su hombro.
Aphris se resistía, y le daba puntapiés y puñetazos desde allí arriba.
—¡Eslín! —gritaba—. ¡Eslín!
Seguí a Kamchak y bajamos las escaleras del carro. Una vez abajo, todavía bizqueando y vacilante bajo los efectos del Paga, Kamchak abrió el saco de estiércol que había cerca de la rueda trasera izquierda del carro.
—¡No, amo! —dijo la chica, sollozando.
—A ningún hombre le llamas así —le recordó Kamchak.
Pude ver entonces cómo mi amigo metía la encantadora cabeza de Aphris de Turia en el amplio saco de cuero, a pesar de la fuerte resistencia que ella ofrecía.
—¡Amo! —gritaba Aphris de Turia—. ¡Amo! ¡Amo!
Medio dormido, vi que la cabeza oculta de Aphris se movía de un lado a otro en el interior del saco, y que su cuerpo se retorcía.
Kamchak logró por fin atar el extremo del saco, y se puso en pie vacilante.
—Estoy muy cansado —dijo—. Ha sido un día muy largo.
Le seguí al interior del carro, en donde al cabo de muy poco ambos estábamos completamente dormidos.
Durante los siguientes días no fueron escasas las ocasiones en las que curioseé alrededor del enorme carro de Kutaituchik, Ubar de los tuchuks. Los guardianes me echaron más de una vez. Yo sabía que en ese carro, si las palabras de Saphrar eran correctas, se escondía el huevo de los Reyes Sacerdotes, esa esfera dorada que el mercader, por alguna razón desconocida, deseaba obtener tan ansiosamente.
Debía encontrar la manera de acceder al interior del carro, hallar la esfera e intentar llevármela a las Sardar. Habría deseado disponer de un tarn, porque sabía que sobre mi kaiila no iría demasiado lejos: pronto me hubieran dado caza los jinetes tuchuks, que acostumbran a llevar con ellos monturas de refresco. De esta manera, al cansarse mi kaiila, los jinetes me derribarían, y el trabajo de rastreo lo llevaría a cabo el eslín pastor entrenado a tal efecto.