La llanura se extendía en todas direcciones, durante centenares de pasangs. En pocos lugares se podía estar a cubierto.
Una solución posible era declararle abiertamente mi misión a Kutaituchik o a Kamchak, y luego esperar las consecuencias. Pero había oído lo que Kamchak le dijera a Saphrar, y por lo tanto sabía que los tuchuks concedían mucho valor a la esfera dorada, y que no iba a ser fácil separarles de ella. Por otra parte, mis riquezas no eran comparables a las de Saphrar, y éste había fracasado en sus intentos de comprar la esfera.
No me gustaba pensar en robarla del carro de Kutaituchik, pues los tuchuks, a su tosca manera, me habían acogido y yo apreciaba ahora a algunos de ellos, particularmente al bromista y astuto Kamchak, con quien compartía el carro. No me parecía justo traicionar la hospitalidad de los tuchuks intentando robar un objeto al que tanto valoraban. Eso me hacía pensar en si realmente alguien entre los carros de los tuchuks conocía el verdadero valor de la esfera dorada, si alguien sabía que contenía la ultima esperanza para los Reyes Sacerdotes.
Desafortunadamente, en Turia no había podido averiguar nada sobre el misterio del collar de mensaje, o sobre la aparición de Elizabeth Cardwell en las llanuras meridionales de Gor. A veces pensaba que la clave podía estar en el mismo Saphrar, que él podía responder a todas las preguntas que me hacía. No era ninguna tontería, porque, ¿cómo era posible que él, un mercader de Turia, conociese la existencia de la esfera dorada? ¿Cómo era posible que un hombre sagaz, inteligente, desease entregar grandes cantidades de oro a cambio de algo que, según sus propias palabras, solamente le inspiraba curiosidad? Esa actitud no casaba con la lógica avaricia del cálculo mercantil, e incluso excedía el a veces irresponsable celo de los coleccionistas, en cuya familia pretendía incluirse. Si algo tenía muy claro, era que el mercader no era ningún estúpido. Aquel o aquellos para quienes trabajaba debían tener alguna idea de la naturaleza de la esfera dorada, o quizás lo sabían todo sobre ella. Era una probabilidad que había que aceptar, y yo me daba cuenta de que debía obtener el huevo lo antes posible para luego intentar retornarlo a las Sardar. No había tiempo que perder, pero... ¿Cómo iba a lograrlo?
Resolví que el período más indicado para intentar robar el huevo sería durante los días en que se realizase el Presagio. En ese tiempo Kutaituchik y otros tuchuks de alto rango, entre los que sin duda se encontraría Kamchak, estarían en las colinas que rodean el Valle del Presagio. En él, centenares de arúspices de los cuatro pueblos llevarían a cabo sobre altares humeantes sus oscuras ceremonias, y leerían los presagios, y determinarían si éstos eran o no favorables a la elección de un Ubar San, de un Ubar único, del Ubar de todos los Carros. Si determinaban que debía ser elegido, confiaba, por el bien de los Pueblos del Carro, en que esa responsabilidad no recayese sobre Kutaituchik. En tiempos podía haber sido un gran hombre, y un gran guerrero, pero ahora, gordo y somnoliento, no pensaba en nada más que en el contenido de la cajita de kanda. De todos modos no pude evitar pensar que una elección así, siempre que tuviese lugar, no haría sino beneficiar a las ciudades de Gor, pues bajo el mandato de Kutaituchik los carros no se desplazarían hacia el norte, y ni siquiera llegarían a las puertas de Turia. Acabé por pensar que, a fin de cuentas, lo más probable era que no hubiese tal elección, pues no se elegía a un Ubar San desde hacía más de cien años. Los Pueblos del Carro, orgullosos e independientes, no deseaban un Ubar San.
Noté, como en otras ocasiones, que una figura enmascarada que se cubría la cabeza con una capucha del Clan de los Torturadores, me seguía. Suponía que yo, no siendo ni tuchuk, ni mercader, ni músico y aun así viviendo en los carros, le inspiraba alguna curiosidad. Pero siempre que me giraba para observarle, huía. De todos modos, quizás no se tratase más que de imaginaciones mías. En una ocasión pensé en preguntarle por qué me seguía, pero cuando me di la vuelta ya había desaparecido.
Me encaminé hacia el carro de Kamchak, pensando en la velada que íbamos a pasar esa noche.
La muchacha de Puerto Kar que Kamchak y yo habíamos visto en el carro público de esclavos cuando fuimos a comprar vino la noche anterior a los juegos de la Guerra del Amor, iba a bailar esa noche la danza de la cadena. Recordaba que si yo no hubiese estado allí, Kamchak habría comprado a esa chica. El guerrero se había quedado prendado de ella, y debo decir que lo mismo me ocurría a mí.
Cerca del carro de esclavos ya habían levantado un recinto cerrado por cortinas. El propietario del carro permitiría la entrada a cambio de una suma. Esa clase de arreglos me irritaban bastante, pues la danza de la cadena, o la del látigo, o la danza del amor de una esclava a la que se le acaba de imponer el collar, o la danza de la marca, se celebran normalmente al aire libre, a la luz de una fogata, y cualquiera que lo desee puede acudir a tan delicioso espectáculo. Y en primavera, a consecuencia de los ataques a las caravanas, rara es la noche en que uno no puede asistir a una o más danzas. Deduje por esta razón que si hacían pagar por ver a la chica de Puerto Kar era porque garantizaban un soberbio espectáculo. Kamchak, que era un hombre a quien le costaba lo suyo soltar un discotarn, habla recibido aparentemente informaciones confidenciales al respecto. Yo había resuelto no apostar con él para decidir quién pagaba las entradas.
Cuando llegué al carro de Kamchak vi que habían atendido a los boskos debidamente, aunque todavía era pronto. Además, en un fuego exterior hervía una cazuela, y también noté que el saco de estiércol estaba lleno.
Subí de un salto las escaleras y entré en el carro.
Allí encontré a las dos muchachas. Aphris estaba arrodillada detrás de Elizabeth y le peinaba el pelo.
Recordé que Kamchak había ordenado que le diese cada día mil pasadas. La piel de larl que vestía Elizabeth también estaba acabada de cepillar.
Por lo visto, las dos muchachas habían aprovechado su ida al riachuelo que se hallaba a unos cuatro pasangs para lavarse, además de recoger agua.
Parecían bastante alborotadas. Era posible que Kamchak les permitiese ir a algún lugar.
Aphris de Turia vestía el collar y las campanillas; es decir, alrededor del cuello llevaba el collar turiano, y en cada tobillo y muñeca una doble fila de campanillas, que también colgaban del collar. Oía cómo las movía mientras le cepillaba el pelo a Elizabeth. Aparte de esto, Aphris solamente llevaba varias cadenas de diamantes que había puesto en torno al collar, y algunas colgaban de él, como las campanillas.
—¡Saludos, amo! —me dijeron ambas al verme entrar.
—Saludos —respondí—. ¿Dónde está Kamchak?
—Ahora viene —dijo Aphris.
—Soy yo quien debe hablarle —dijo Elizabeth girando la cabeza para mirar a su compañera—. ¿Olvidas que soy la primera de este carro?
El peine de Aphris dio un estirón de la cabellera de Elizabeth, y ésta gritó.
—No eres más que una bárbara —dijo Aphris dulcemente.
—¡Péiname, esclava! —dijo Elizabeth volviendo a girarse.
—Con mucho gusto, esclava —dijo Aphris continuando su trabajo.
—Por lo que veo, estáis de buen humor —dije.
Y así era en realidad. Ambas parecían excitadas y felices, a pesar de sus disputas.
—El amo —dijo Aphris— nos llevará esta noche a presenciar una danza de la cadena. La de una chica de Puerto Kar.
Eso me sorprendió bastante.
—Quizás no debería presenciar un espectáculo así —dijo Elizabeth—. Supongo que sentiré lástima por la pobre chica.
—Puedes quedarte en el carro, si quieres —dijo Aphris.
—Si la ves, estoy seguro de que no sentirás compasión por ella —comenté.
No quise ser demasiado claro con Elizabeth y decirle que nadie siente compasión por una muchacha de Puerto Kar. Tales muchachas son famosas en todo Gor debido a su carácter felino, nervioso, violento y soberbio que las hace ser magníficas bailarinas.
No entendía que Kamchak quisiera llevar a las chicas de nuestro carro, pues lo más probable era que el propietario del carro de esclavos también nos hiciera pagar por su entrada.
—¡Ho! —gritó Kamchak al irrumpir atronadoramente en el carro—. ¡Carne!
Elizabeth y Aphris se levantaron para atender la marmita que estaba sobre el fuego exterior.
Kamchak se sentó con las piernas cruzadas sobre la alfombra, junto a la parrilla de cobre.
Me miró con perspicacia y sacó un tóspit de la bolsa que colgaba de su faja. Me lanzó el fruto y dijo:
—¿Par o impar?
Había decidido no apostar con Kamchak, pero también había que tener en cuenta que ésa era una ocasión para vengarme, y no podía desdeñarla. Habitualmente, el juego consiste en adivinar el número de semillas que tiene un tóspit, pues casi siempre forman un número impar si se trata de un tóspit común. Pero cuando entra en juego el tóspit de rabo largo, mucho más escaso y de apariencia idéntica al tóspit común, la cosa se complica, porque dicha fruta contiene habitualmente un número par de semillas. En el caso que nos ocupaba pude ver que, quizás por accidente, el rabo del tóspit que me había lanzado Kamchak se había desprendido, con lo cual deduje que debía tratarse del exótico tóspit de rabo largo.
—Par.
Kamchak me miró, como si mi respuesta le apenase.
—Pero si los tóspits tienen casi siempre un número impar de...
—Par —repetí.
—De acuerdo. Venga, cómete el tóspit y compruébalo.
—¿Y por qué tengo que comérmelo yo? —pregunté, pensando en lo amargo que era ese fruto—. ¿Por qué no te lo comes tú, que eres quien al fin y al cabo ha propuesto la apuesta?
—Soy un tuchuk, y puedo verme tentado a tragar las semillas que no me convengan.
Así que mordí el tóspit con resignación. Era realmente amargo.
—Además —dijo Kamchak—, los tóspits no me preocupan demasiado.
—No, claro, eso no me sorprende.
—Son demasiado amargos.
—Sí, también eso es verdad.
Acabé de morder aquel fruto y, como era de esperar, tenía siete semillas.
—La mayoría de los tóspits —me informó Kamchak— tienen un número impar de semillas.
—Ya lo sé.
—Y entonces, ¿por qué has elegido par?
—Suponía —dije refunfuñando— que habías encontrado un tóspit de rabo largo.
—¿Un tóspit de rabo largo? Hasta finales de verano no se encuentran.
—¡Vaya!
—Como has perdido —dijo Kamchak—, creo que lo más justo será que pagues la entrada al espectáculo.
—Ya.
—Las esclavas también vendrán.
—¡Oh, claro! ¡Naturalmente!
Saqué unas cuantas monedas de mi bolsa y se las entregué a él, que se las metió en un pliegue de su faja. Mientras tanto, lancé significativamente miradas a los baúles de discotarns de oro y a los cofrecillos de joyas que se amontonaban en un rincón.
—Aquí están las esclavas —dijo Kamchak.
Elizabeth y Aphris entraron. Entre las dos llevaban una marmita que dejaron sobre la parrilla en el centro del carro.
—¡Venga, pídeselo! —dijo Elizabeth en tono imperioso— ¡Pídeselo, esclava!
Aphris parecía asustada, confundida.
—¡Carne! —gritó Kamchak.
Con lo cual nos pusimos a comer, y ellas lo hicieron con nosotros. Mientras nos dedicamos a esta tarea no hubo tiempo para otros entretenimientos, pero una vez acabamos, Elizabeth volvió a apremiar a Aphris:
—¡Pídeselo!
Aphris bajó la cabeza.
—Una de tus esclavas —dijo Elizabeth mirando a Kamchak— desea pedirte algo.
—¿Cuál de ellas? —inquirió Kamchak.
—Aphris —respondió con firmeza Elizabeth.
—No, amo, no —dijo Aphris.
—Sírvele vino de Ka-la-na —le indicó Elizabeth.
Aphris se levantó y fue a por una botella, y no un odre, como era habitual, de vino de Ka-la-na y trajo un cráter de vino de la isla de Cos.
—¿Me permites que te sirva? —preguntó Aphris.
Se vio un destello en los ojos de Kamchak.
—Sí.
Sirvió el vino en el cráter y volvió a poner la botella en su sitio. Kamchak le había estado mirando las manos con mucha atención. Para abrir la botella había tenido que romper el sello, y cuando había cogido el cráter, éste estaba colocado boca abajo. Si hubiese envenenado el vino, habría necesitado muchísima habilidad.
Se arrodilló ante su amo adoptando la postura de la esclava de placer y con la cabeza baja y los brazos extendidos le ofreció el cráter.
Kamchak lo tomó y después de aspirar su aroma bebió un sorbo para degustarlo. Después echó hacia atrás la cabeza y se bebió el contenido del cráter de un trago.
—¡Ah! —exclamó, saciado.
Aphris dio un salto, asustada.
—Y bien —dijo Kamchak—. ¿Qué quiere pedirle a su amo esta turiana?
—Nada —dijo Aphris.
—¡Si no se lo preguntas tú, lo haré yo! —dijo Elizabeth.
—¡Habla, esclava! —gritó Kamchak.
Aphris palideció y negó con la cabeza, temblorosa.
—Hoy ha encontrado algo —dijo Elizabeth—. Alguien debe haberlo tirado.
—¡Tráelo! —dijo Kamchak.
Aphris se levantó tímidamente y se dirigió hacia la manta que estaba colocada cerca de las dos botas de Kamchak. Escondido bajo ella había un trozo de ropa de color amarillo, desteñido, cuidadosamente doblado. Aphris lo tomó y luego se lo entregó a Kamchak.
El guerrero hizo restallar la tela para desdoblarla. Era un camisk usado, sin duda alguna de los utilizados por una de las muchachas turianas adquiridas en el curso de la Guerra del Amor.
Aphris no levantaba la cabeza de la alfombra, y seguía temblando.
Cuando al fin miró a Kamchak había lágrimas en sus ojos, y dijo muy quedamente:
—Aphris de Turia, la esclava, le ruega a su amo que le permita vestirse.
—¡Aphris de Turia! —rió Kamchak—. ¡Aphris de Turia pidiendo que se la permita cubrirse con un camisk!
La muchacha asintió y volvió a bajar la cabeza.
—Ven aquí, querida Aphris.
Ella obedeció.
Kamchak agarró las cadenas de diamantes que le rodeaban el cuello.
—¿Qué prefieres, lucir diamantes o vestirte con el camisk?
—Te lo ruego, amo —respondió ella—: el camisk.
Kamchak la despojó de los diamantes y los lanzó a un lado de la estancia. Acto seguido, sacó de su bolsa la llave para el collar y las campanillas y fue abriendo los cierres, uno a uno, para librarla de los atributos de una Kajira no cubierta. Aphris no podía creer lo que veían sus ojos.