—No puedo dejarla encerrada en la jaula de los eslines toda la vida —dijo Kamchak—. Hay mucho que hacer alrededor de nuestro carro.
Pero mi enfado pasó cuando Kamchak tomó prestadas dos kaiilas de un guerrero tuchuk que ni siquiera me conocía y me propuso visitar el Valle del Presagio.
Después de sobrepasar una pequeña loma, nos encontramos con una zona rica en hierba, en la que se habían plantado numerosas tiendas, pero lo más sorprendente no eran éstas, sino los centenares de altares de piedra que se levantaban aquí y allá y que formaban un círculo de unos doscientos metros de diámetro. En el centro habían construido una amplia plataforma circular de piedra, sobre la cual se alzaba un inmenso altar cuadrilátero; a cada uno de sus lados se llegaba por medio de una escalera diferente. En uno de los lados estaba el signo de los tuchuks, y en los otros el de los kassars, el de los kataii y el de los paravaci. Todavía no le había dicho nada a mi amigo sobre el asunto de la quiva paravaci que la noche anterior había estado a punto de matarme, pues bastante problema habíamos tenido ya con la desaparición de Elizabeth Cardwell, y por la tarde las citas de Kamchak nos habían impedido hablar con tranquilidad. Resolví que le hablaría del tema en otra ocasión, pero no esa tarde, pues estaba convencido de que aquélla no iba a ser una buena tarde para nadie en nuestro carro, excepto para el guerrero, que parecía muy satisfecho con los acuerdos a los que había llegado.
En la parte exterior del círculo de altares había una gran cantidad de animales sujetos por correas, y entre ellos pululaban varios arúspices. Suponía que a cada altar le debía corresponder uno de esos adivinos. En cuanto a los animales, había entre ellos ejemplares de verros, algunos tarks domésticos con los colmillos cubiertos, vulos enjaulados, algunos eslines, e incluso algún bosko. Cerca de los arúspices de los paravaci vi algunos esclavos maniatados, pero no creía que fueran a permitir su sacrificio, pues sabía que tanto los tuchuks como los kassars o los kataii desaprobaban el sacrificio de esclavos, pues afortunadamente para éstos, desconfiaban de sus poderes de predicción. Después de todo, como me había dicho Kamchak, ¿quién podía confiar en el hígado de un esclavo turiano, quién en su corazón, cuando se trataba nada menos que de la elección del Ubar San? Ese razonamiento me pareció absolutamente brillante, y naturalmente supongo que los esclavos debían coincidir con tan buena lógica. Por otra parte, los animales sacrificados se emplean luego como comida, con lo cual la Toma del Presagio, lejos de constituir una matanza inútil de animales, es en realidad una celebración festiva para los Pueblos del Carro, y más cuando no hay ningún Ubar San que elegir, como venía sucediendo desde hacía más de cien años.
De momento todavía no había empezado la Toma del Presagio, y los arúspices no se habían inclinado sobre sus altares. Encima de cada uno de estos últimos se quemaba un pequeño fuego de estiércol de bosko al que se le había echado una varilla de incienso.
Kamchak y yo desmontamos, y desde el exterior del círculo junto con la multitud, contemplamos cómo los cuatro principales arúspices de los Pueblos del Carro se acercaban al altar del centro del campo. Entre ellos, otros cuatro adivinos, cada uno perteneciente a un pueblo diferente, llevaban una amplia caja de madera hecha de varas unidas entre sí, que contenía unos doce vulos blancos domesticados, semejantes a las palomas. Colocaron esa jaula en el altar, y me di cuenta entonces de que cada uno de los principales arúspices llevaba sobre el hombro un saco de lino blanco, parecido a las bolsas para las semillas hechas de reps que llevan los campesinos.
—Éste es el primer presagio —dijo Kamchak—, el que señala si los presagios son favorables a la toma de presagios.
Después de entonar un sentido ruego al cielo, que en ese momento estaba muy despejado, los cuatro arúspices principales echaron un puñado de algo (supongo que se trataría de grano) en el interior de la jaula de aquellas palomas goreanas.
Incluso desde el lugar en el que nos encontrábamos podía verse que los vulos consumían con avidez y frenesí el alimento recibido.
En ese momento los cuatro arúspices se volvieron a sus subalternos, y por tanto a todo el público que les contemplaba con gran expectación, y gritaron:
—¡Es favorable!
De la multitud se alzó un grito de alegría.
—Esta parte de la Toma del Presagio siempre resulta bien —me informó Kamchak.
—¿Cómo es eso?
—No lo sé. Quizás sea porque no alimentan a los vulos durante los tres días anteriores a la Toma del Presagio.
—Sí, quizás sea ésa la razón —admití.
—Me gustaría echar un trago —dijo Kamchak.
—Sí, a mí también me gustaría.
—¿Quién lo comprará?
No quería responder a su pregunta.
—Podemos apostar, si lo deseas —sugirió.
—De acuerdo, de acuerdo, lo compraré.
En ese momento, los arúspices de los cuatro pueblos se dirigían ya con sus animales hacía los altares. La ceremonia de la Toma del Presagio se prolonga durante varios días, en cuyo transcurso se sacrifican centenares de animales. La cuenta se lleva detalladamente, día a día. Mientras Kamchak y yo partíamos, oí gritar a un adivino; según decía, había encontrado un hígado favorable. Inmediatamente, otro de un altar vecino corrió junto a él, y ambos se pusieron a discutir. Deduje que eso de leer los signos de las vísceras debía ser un trabajo muy delicado, que requería interpretaciones sofisticadas, así como delicadeza y sentido común. Estábamos ya cerca de nuestras kaiilas cuando oímos que dos arúspices más gritaban porque habían encontrado hígados claramente desfavorables. Los escribanos, con sus rollos de pergamino, circulaban por entre los altares, y supongo que apuntaban los nombres de los adivinos, el pueblo al que pertenecían y las predicciones que habían obtenido. Los cuatro arúspices principales permanecían en el enorme altar central y hacia él se dirigían lentamente unos hombres con un bosko blanco.
Cuando Kamchak y yo llegamos al carro de esclavos para comprar nuestra botella de Paga estaba oscureciendo.
Por el camino pasamos al lado de una chica de Cos, a la que habían capturado a centenares de pasangs en un ataque a una caravana que se dirigía a Ar. Estaba atada en el centro de una rueda de carro tendida en el suelo. La habían despojado de toda vestimenta, y pudimos ver sobre su muslo la marca reciente de los cuatro cuernos de bosko hecha con el hierro al rojo vivo. Sollozaba, y a su lado el Maestro del Hierro preparaba el collar turiano. De entre sus herramientas sacó una anilla fina y dorada todavía abierta, una lezna caliente y unas tenazas. Giré la cabeza. Inmediatamente oí el grito desgarrador de la muchacha.
—¿Acaso los korobanos no marcan y ponen el collar a sus esclavas? —preguntó Kamchak.
—Sí —tuve que admitir—, así lo hacen.
No podía apartar de mi mente la imagen de la muchacha de Cos sollozando, sujeta a la rueda. La misma suerte iba a correr esa noche Elizabeth Cardwell. Bebí un buen trago de Paga, y decidí que iba a protegerla como me fuese posible de la crueldad que conllevaba la decisión de Kamchak.
—No estás demasiado locuaz —observó Kamchak tomando la botella que le ofrecía.
—¿Estás seguro de que debes llamar al Maestro del Hierro para que acuda a tu carro? —pregunté.
—Sí —contestó Kamchak mirándome fijamente.
Miré a las tablas de madera pulida que formaban el suelo del carro.
—¿No te inspira ningún sentimiento tu pequeña salvaje?
A Kamchak le resultaba imposible pronunciar su nombre. Para él era algo extraordinariamente largo y complicado. “E-liz-a-beth-card-vella”, habría dicho, añadiendo esa “a” porque es una terminación muy común en Gor cuando se trata de nombres femeninos. Como la mayoría de los nativos goreanos parlantes, no podía articular el sonido “w”, que en su idioma no existe o, mejor dicho, solamente se emplea en palabras que obviamente proceden de otras lenguas. Lo cierto es que el sonido “w”, como otros sonidos, es complejo, y que para aprender a pronunciarlo lo mejor es ser un niño, pues la flexibilidad lingüística de la infancia es excepcional, y en esa época se aprenden las lenguas y se adquiere eso que llaman “la fluidez del nativo”. Esa capacidad de aprendizaje es algo que muchos pierden incluso antes de alcanzar la mayoría de edad. Lo que sí podía pronunciar Kamchak era “vella”, pues así le había indicado que se pronunciaban las dos últimas sílabas del apellido de Elizabeth, y el caso era que a menudo se refería a ella de esta manera. Pero lo más habitual era que la llamáramos “la pequeña salvaje”. Pronto había renunciado yo a hablar con ella en inglés, pues pensaba que lo que realmente le convenía era aprender a hablar, pensar y oír en goreano lo más rápidamente posible. En aquellos días utilizaba el goreano bastante bien, aunque no podía, naturalmente, leerlo. Era una analfabeta.
Kamchak me miraba. Luego se echó a reír y me dio una palmada en el hombro.
—Pero, ¡si solamente es una esclava!
—¿Y no te inspira ningún sentimiento?
Se echó hacia atrás, y su expresión se tornó seria por un momento.
—Sí —dijo—, la verdad es que aprecio a la pequeña salvaje.
—Y entonces, ¿por qué has de hacerlo?
—¡Se ha escapado!
Eso era obvio, y no se lo negué.
—¡Tengo que darle una lección!
Tampoco a eso dije nada.
—Por otro lado —añadió—, en el carro ya somos demasiados, y tiene que estar lista para la venta.
Volví a tomar la botella de Paga y eché otro trago.
—¿Quieres comprarla? —preguntó.
En aquel momento pensé en Kutaituchik y en la esfera dorada. La Toma del Presagio había empezado, y tenía que intentar robar la esfera para devolverla a las Sardar, ya fuese esa noche o cualquier otra de las siguientes. Estaba a punto de decir “no” cuando recordé a aquella chica de Cos, atada a la rueda, desesperada. Pensé en si podría pagar la suma que Kamchak pediría. Miré hacia arriba.
De pronto, Kamchak levantó la mano, indicando que me mantuviera en silencio, y escuchó con atención.
Los demás tuchuks del carro hicieron lo mismo. No se movía ni una mosca.
Al fin, también yo oí la llamada de un cuerno de bosko en la distancia, y después otra.
Kamchak se incorporó inmediatamente y gritó:
—¡Están atacando el campamento!
Kamchak y yo nos precipitamos al exterior del carro de esclavos. En la oscuridad los hombres se apresuraban. Algunos llevaban antorchas, y otros ya habían montado en sus kaiilas. Las linternas de la guerra, verdes, azules y amarillas, ya estaban encendidas sobre sus varas; era la señal convenida para la reunión inmediata de los Orlus, las centenas, y de los Oralus, los millares. Cada guerrero de los Pueblos del Carro, y eso incluye a todos los hombres no incapacitados, es miembro de un Or, o de una decena; cada decena está incluida en un Orlu, o centena, que a su vez forma parte de un Oralu, o millar. Aquellos que no conocen a los Pueblos del Carro, o que solamente han oído hablar de sus rápidos ataques, tienden a pensar que o bien son unos fanáticos de la organización, o bien solamente unas hordas salvajes de guerreros desaprensivos. Pues bien: ninguno de los dos extremos es cierto. Cada hombre conoce su lugar en su decena, y la de su decena en su centena, y la de su centena en su millar. Durante el día, los cuernos de bosko y los movimientos de los estandartes dirigen las maniobras de esas unidades. Por la noche se hace por medio de linternas de guerra colgadas sobre altas varas que portan algunos jinetes.
Kamchak y yo montamos sobre las kaiilas que habíamos tomado prestadas y nos dirigimos tan rápidamente como nos fue posible, a través de aquella multitud enloquecida, hacia nuestro carro.
Cuando suenan los cuernos de bosko, las mujeres apagan los fuegos y preparan las armas de los hombres, concretamente los arcos y las flechas y también las lanzas. Las quivas se hallan siempre dispuestas sobre las sillas de montar. Los boskos son atados y los esclavos, que podrían aprovechar la confusión para escapar, encadenados.
Después de todo esto, las mujeres suben a lo alto de los carros y escudriñan desde la distancia las linternas de guerra, que pueden leer con la misma facilidad que un hombre, para comprobar si deben mover el carro y en qué dirección.
Oí el llanto de una criatura a la que metían en el interior de un carro. Kamchak y yo no tardamos en llegar al nuestro. Aphris había tenido la precaución de enganchar a los boskos. Kamchak apagó el fuego del exterior a patadas.
—¿Qué ocurre? —preguntó gritando la turiana.
Sin responder, y sin ningún tipo de contemplaciones, Kamchak la agarró por el brazo y la arrastró hacia la jaula de eslín en la que Elizabeth, de rodillas y asustada, estaba encerrada. El guerrero abrió la puerta con su llave y lanzó al interior de la jaula a Aphris. Era una esclava, y por lo tanto había que aprisionarla, para evitar así que se hiciera con un arma o que intentase luchar o prender fuego a los carros.
—¡No, por favor! —grito Aphris, sacando las manos por entre los barrotes.
Pero Kamchak ya había cerrado la puerta y echado el cerrojo.
—¡Amo! —gritaba Aphris.
Yo sabía que para ella era mejor que la encerraran en la jaula; si se hubiese quedado encadenada en el carro, o incluso en la rueda, habría corrido un gran peligro, pues los turianos, acostumbran a incendiar los carros en sus ataques.
Kamchak me dio una lanza, un carcaj con cuarenta flechas y un arco. La kaiila que montaba ya tenía en su silla las quivas, la correa y la boleadora. Acto seguido, saltando desde el último peldaño del carro a la grupa de su montura, se lanzó a galope tendido hacia el lugar de donde procedía la llamada de los cuernos.
Podía oír a Aphris, que continuaba llamando a su amo.
En tan sólo unos cuantos ihns, nos encontramos en el interior de la multitud que se apresuraba hacia sus puestos. Más adelante, los Oralus, los millares, ya estaban en formación, en un frente que se prolongaba a lo largo de varios pasangs. Las largas filas de jinetes, con pocos claros ya entre sus líneas, esperaban con las lanzas enhiestas y los ojos fijos en las linternas de guerra.
Kamchak seguía cabalgando, y para mi sorpresa veía que no se dirigía a ningún Or en concreto, ni a ningún Orlu, ni a ningún Oralu, sino que avanzaba por entre las filas de jinetes hasta que por fin alcanzó el centro del frente, en donde unos cinco o diez guerreros montados en sus kaiilas le esperaban. Conferenciaron rápidamente, y al fin Kamchak levantó el brazo, con lo que se encendieron las linternas de guerra rojas y fueron izadas con cuerdas a lo alto de las varas. No daba crédito a mis ojos: en las enormes y compactas manadas de boskos que teníamos ante nosotros se abrieron instantáneamente unos pasillos. Quienes hacían maniobrar de esta manera a los animales eran los pastores y sus eslines. Así surgieron largos pasillos herbosos franqueados por las moles peludas de los boskos. Inmediatamente, obedeciendo a las linternas de guerra, las filas de jinetes se precipitaron por ellos, formando columnas que se desplazaban con increíble rapidez y precisión, como ríos entre los animales.