Elizabeth me miró.
—Está borracha —le dije a Kamchak.
—A algunos hombres deben gustarles las bárbaras —dijo Aphris.
Puse a Elizabeth otra vez sobre sus rodillas.
—¡Nadie me comprará! —gimió.
Enseguida se produjeron las primeras ofertas por parte de los tuchuks que nos rodeaban, y yo temía que Kamchak se separase de su esclava si las cifras aumentaban.
—¡Véndela! —le aconsejó Aphris.
—¡Tú a callar, esclava! —dijo Elizabeth.
Kamchak estaba a punto de morirse de risa.
Por lo visto, el Paga había surtido sus efectos en Elizabeth Cardwell de manera muy rápida. No parecía capaz de mantenerse erguida sobre sus rodillas, por lo que finalmente le permití que apoyara la barbilla en mi hombro derecho.
—¿Sabes? —dijo Kamchak—. A la pequeña salvaje le sienta muy bien tu cadena.
—Tonterías —respondí.
—Te vi en los juegos —continuó diciendo Kamchak—. Vi que cuando pensabas que atacaban los turianos te preparaste para rescatar a la chica.
—No me habría gustado que dañasen tu propiedad.
—Te gusta esta chica.
—Tonterías.
—Tonterías —dijo también Elizabeth con voz somnolienta.
—Véndesela a él —dijo Aphris entre hipidos.
—Lo único que quieres es ser la primera del carro —dijo Elizabeth.
—Yo la regalaría —adujo Aphris—. Total, solamente es una bárbara.
Elizabeth levantó la cabeza de mi hombro y me miró. Luego, empezó a hablar en inglés:
—Me llamo Elizabeth Cardwell, señor Cabot. ¿Le gustaría comprarme?
—No —respondí en inglés.
—Creía que lo harías —dijo, otra vez en inglés y volviendo a apoyar la cabeza en mi hombro.
—¿No has observado cómo se movía y respiraba cuando le has puesto los aceros de las trabas? —preguntó Kamchak.
—La verdad, no me he fijado —respondí. En realidad, no había pensado demasiado sobre el asunto.
—¿Y por qué crees que te he dejado encadenarla?
—No lo sé.
—Para probarte. Y todo salió como preveía: la has encadenado con mucho cariño.
—Tonterías —respondí.
—Tonterías —dijo Elizabeth.
—¿Quieres comprarla? —preguntó de pronto Kamchak.
—No.
—No —repitió Elizabeth.
Lo último que necesitaba para llevar a cabo mi peligrosa misión era cargar con una chica.
—¿Empezará pronto la representación? —preguntó Elizabeth mirando a Kamchak.
—Sí —respondió él.
—No sé si debo quedarme.
—Permítele que vuelva al carro —sugirió Aphris de Turia.
—Supongo que podré llegar saltando sobre un solo pie —dijo Elizabeth.
Yo dudaba mucho de que eso fuera factible, particularmente en sus condiciones.
—Sí, es probable que lo consigas —dijo Aphris—. Tienes unas piernas muy musculosas.
En mi opinión, las piernas de Elizabeth Cardwell no eran musculosas, pero había que reconocer que era una buena corredora.
—¡Esclava! —dijo Elizabeth levantando la barbilla de mi hombro.
—¡Bárbara! —fue la respuesta de Aphris.
—Suéltala —me indicó Kamchak.
Empecé a buscar la llave de la traba en mi bolsa, pero Elizabeth dijo:
—No, me quedaré aquí.
—Si el amo lo permite —añadió Aphris.
—Sí —Elizabeth le lanzó a la turiana una mirada furiosa—, si el amo lo permite.
—De acuerdo —dijo Kamchak.
—Gracias, amo —dijo Elizabeth educadamente antes de volver a apoyar la barbilla en mi hombro.
—¡Deberías comprarla! —me dijo Kamchak.
—No.
—Te la dejaría a buen precio.
«¡Ah, sí!». Pensé. «¿Un buen precio? ¡Eso me gustaría verlo!».
—No.
—De acuerdo, de acuerdo.
Respiré aliviado.
Más o menos en ese momento apareció la figura de una mujer vestida de negro en los escalones del carro de esclavos. Oí que Kamchak hacía callar a Aphris, y luego le dio un codazo en las costillas a Elizabeth que muy probablemente la sacó de su aturdimiento.
—¡Abrid bien los ojos, miserables calienta cazuelas! —dijo Kamchak—. ¡Abridlos bien y observad, que quizás aprendáis un par de cosas!
Entre la multitud se hizo el silencio. Casi sin querer descubrí en uno de los lados del recinto la presencia de un miembro del Clan de los Torturadores. Estaba seguro de que se trataba del mismo que me había seguido por el campamento.
Pero enseguida me olvidé de este asunto siguiendo la actuación que acababa de empezar. Aphris observaba con mucha atención, y sus labios se habían separado. Los ojos de Kamchak brillaban, e incluso Elizabeth había levantado la cabeza de mi hombro y procuraba incorporarse un poco más sobre sus rodillas para tener una visión más amplia.
La figura de esa mujer envuelta en negro empezó a bajar la escalera del carro. Una vez sobre el suelo se detuvo y permaneció inmóvil durante un largo momento. Y entonces empezaron a tocar los músicos. El primero en hacerlo fue el tambor, que marcó un ritmo como de latidos en frenesí.
La bailarina parecía huir, corría a uno y otro lado siguiendo la música, y evitaba obstáculos imaginarios. Era algo muy bello, que sugería la escapada de una ciudad en llamas, llena de seres que corrían en busca de la salvación. De pronto apareció la figura de un guerrero, apenas distinguible en la oscuridad, cubierto por una capa roja. Imperceptiblemente se fue acercando, y la chica no podía evitarlo, pues allá donde corría encontraba siempre al guerrero. Finalmente, el hombre de la capa le ponía la mano sobre el hombro. La chica echó atrás la cabeza y levantó los brazos, y pareció entonces que todo su cuerpo expresaba desdicha y desesperación. El guerrero la hizo volverse para quedar cara a cara con ella, y en ese momento, con ambas manos, la despojó de la capucha y del velo.
El público gritó entusiasmado.
El rostro de la chica mantenía una expresión estilizada e invariable de terror, pero aun así se hacía evidente que era una belleza. Yo ya la había visto antes, naturalmente, y Kamchak también, pero seguía siendo todo un espectáculo verla a la luz del fuego: su cabello era largo y sedoso, negro, sus ojos oscuros y su piel morena.
Permanecía implorante ante el guerrero, pero él no se movía. Ella se retorcía desesperadamente e intentaba escapar, pero no conseguía liberarse de su presa.
Finalmente levantó las manos de los hombros de la chica, y ésta, mientras arreciaban los gritos del público, se derrumbaba a sus pies, tristemente, para pasar a ejecutar la ceremonia de la sumisión: se arrodilló, bajó la cabeza, alargó los brazos hacia delante y cruzó las muñecas.
El guerrero se apartó de su lado y levantó un brazo.
Alguien le lanzó la cadena y el collar desde la oscuridad.
Por medio de gestos le indicó a la mujer que se levantara. Ella le obedeció y quedó en pie frente a él, cabizbaja.
El guerrero le levantó la cabeza y acto seguido un chasquido que todo el público pudo oír indicó que el collar se había cerrado en torno al cuello de la chica. La cadena que pendía del collar era bastante más larga que la de un Sirik, pues debía medir unos seis metros.
La chica pareció entonces, siempre al ritmo de la música, girar, escurrirse y alejarse del guerrero, mientras él desenrollaba la cadena, y de este modo quedó, en actitud desesperada con los seis metros de cadena desplegados. La chica se agachó, sujetó la cadena con las manos y así permaneció inmóvil durante un buen rato.
Aphris y Elizabeth observaban todo esto con una gran fascinación. Kamchak tampoco había podido apartar los ojos de aquella mujer.
La música se había detenido.
Y después, tan repentinamente que por poco salté sobre mi asiento, la multitud gritó de entusiasmo, y la música empezó a sonar otra vez. Pero lo hacía de forma diferente, pues en ese momento se trataba de un grito de rebelión salvaje, de un grito de rabia, y la muchacha de Puerto Kar se convirtió de súbito en un larl encadenado, que lanzaba dentelladas y zarpazos a la cadena, y se deshizo de sus ropas negras para revelarse envuelta en las diáfanas Sedas de Placer de color amarillo. La danza transmitía un sentimiento de odio y frenesí, una furia que obligaba a la bailarina a enseñar los dientes, a rugir. Giraba en el interior del collar, tal y como permite el collar turiano, y daba vueltas en torno al guerrero como si se tratase de una luna cautiva alrededor del sol rojo que la aprisionaba, siempre con la cadena extendida. El guerrero empezó entonces a recuperar la cadena, haciendo que la muchacha se acercase lentamente hacia él. A veces permitía que retrocediera pero la cadena no volvió a extenderse en toda su longitud, y cada vez que le permitía retroceder recuperaba un poco más de cadena. La danza contenía varias fases, que dependían de la amplitud de la órbita. Algunas de esas fases eran muy lentas, y casi no contenían movimientos, salvo algún giro de cabeza o un movimiento de manos. Por el contrario, otras eran rápidas y desafiantes, y otras gráciles y suplicantes. Algunas eran de complicada ejecución, otras sencillas. Algunas eran orgullosas, y otras inspiraban compasión. Pero después de cada una de esas fases un hecho se repetía: la chica estaba más cerca del guerrero de la capa, hasta que su puño alcanzó el collar turiano. Cuando esto ocurrió, levantó a la chica, derrotada y exhausta, para atraerla a sus labios y someterla con un beso. Las manos de la bailarina le rodearon el cuello y sin oponer resistencia alguna, con la cabeza apoyada en el pecho del guerrero, se dejó levantar en sus brazos. Seguidamente, ambos desaparecieron en la oscuridad.
Kamchak y yo, así como otros, tiramos monedas de oro a la arena que rodeaba el fuego.
—¡Era maravillosa! —gritó Aphris de Turia.
—¡Nunca me hubiera imaginado que una mujer podía ser tan bella! —dijo Elizabeth con ojos brillantes y demostrando que los efectos del Paga habían disminuido considerablemente.
—Sí, era realmente bonita —dije.
—Y yo —rugió Kamchak, lamentándose—, ¡yo solamente dispongo de un par de miserables calienta cazuelas!
Kamchak y yo estábamos levantándonos cuando Aphris apoyó la cabeza contra el muslo del tuchuk y bajó la mirada.
—¡Hazme tu esclava esta noche! —susurró.
Kamchak la agarró por el cabello y la obligó a levantar la cabeza para que le mirara. Los labios de Aphris estaban separados.
—Ya hace unos cuantos días que eres mi esclava.
—¡Esta noche! —suplicó—. ¡Esta noche, por favor!
Con un grito de triunfo, Kamchak la levantó y se la puso sobre el hombro, sin ni siquiera librarla de la traba. Aphris gritaba y Kamchak, cantando una canción tuchuk, se dirigió a grandes zancadas hacia la salida del recinto.
Cuando llegaron a la cortina, el tuchuk se volvió, siempre con Aphris sobre el hombro, y mirándonos a Elizabeth y a mí levantó la mano con gesto muy expresivo.
—¡La pequeña salvaje es tuya por esta noche! —gritó antes de girarse y desaparecer por la cortina.
Me eché a reír.
Elizabeth miraba el lugar por el que Kamchak había desaparecido. Luego se volvió y me preguntó:
—Él puede decir una cosa así, ¿verdad?
—¡Naturalmente que puede!
—¡Naturalmente! —dijo con perplejidad—. ¿Por qué no?
De pronto intentó tirar de su traba para levantarse, pero no pudo, y le faltó poco para caer. Con la mano izquierda empezó a dar puñetazos en la tierra mientras gritaba:
—¡No quiero ser una esclava! ¡No quiero ser una esclava!
—Lo siento.
—¡No tiene derecho! —dijo levantando la mirada. En sus ojos había lágrimas—. ¡No tiene derecho!
—Sí lo tiene.
—¡Ah, claro! —sollozó—. ¡Soy lo mismo que un libro, que una silla, que un animal! “¡Es tuya!” Dice. Es como decir “¡Tómala, anda! ¡Te la dejo hasta mañana! Pero devuélvemela a primera hora, cuando ya no te sirva ¿eh?” ¡No tiene derecho!
Bajó la cabeza y siguió sollozando.
—Creí que deseabas que te comprara —dije bromeando con la intención de animarla.
—Pero, ¿es que no lo entiendes? ¡Me podía haber vendido a cualquiera, no solamente a ti, sino a cualquiera!
—Cálmate, cálmate, no llores así.
Elizabeth negó con la cabeza, y el cabello que le ocultaba la cara se agitó. Luego me miró y sonrió tras todas sus lágrimas.
—Por lo que parece, amo, en este momento te pertenezco.
—Sí, eso es lo que parece.
Me incliné y la libré de sus grilletes.
Elizabeth se levantó y se puso frente a mí. Sonriendo me preguntó:
—¿Qué vas a hacer conmigo, amo?
—Nada —sonreí también—. No tengas miedo.
—¿Nada? —dijo levantando una ceja escépticamente. Después bajó la cabeza y preguntó—: ¿De verdad soy tan fea?
—No, no eres nada fea.
—Entonces, ¿no me quieres?
—No.
Me miró con descaro, echó atrás la cabeza y preguntó:
—¿Por qué no?
—No eres más que una pequeña salvaje —le dije.
Pensaba en ella, y todavía la veía como la chica asustada con su vestido amarillo, atrapada por los juegos de la guerra y la intriga, por maquinaciones que quedaban fuera de su capacidad de comprensión, y en cierto grado también fuera de la mía. Era necesario protegerla, darle refugio, había que tratarla con cariño y tranquilizarla. No podía pensar en tenerla entre mis brazos, ni en besar sus tímidos labios, pues para mí era y continuaría siendo para siempre la infortunada Elizabeth Cardwell, una víctima inocente de un viaje inexplicable que la había reducido a la condición de esclava. Era de la Tierra, y no sabía nada de las llamas que sus palabras podían encender en el pecho de un guerrero goreano, y no entendía por qué razón su amo la había ofrecido a un hombre libre. Yo no podía decirle que cualquier otro guerrero no habría esperado ni un minuto para arrastrarla sin remisión a la oscuridad de la parte inferior del mismo carro de esclavos. Era una chica infantil, algo alocada, que no llegaba a comprender la realidad; una chica de la Tierra que ahora se encontraba en Gor, y que no estaba acostumbrada a ese mundo bárbaro. Elizabeth sería siempre la brillante oficinista, como otras muchas chicas de su mundo, que no eran hombres, pero que tampoco se atrevían a ser mujeres.
—Pero, eso sí —admití—. Eres una pequeña salvaje preciosa.
Me miró a los ojos durante unos largos momentos y después se echó a llorar llevándose las manos a la cara. La rodeé con mis brazos para consolarla, pero ella me rechazó, se volvió y corrió al exterior del recinto.