—Supongo que los habrás dividido equitativamente —dijo Hakimba.
—Sí, creo que sí —repuso Conrad—. De todos modos, si no es así, siempre se pueden allanar las diferencias robando unos cuantos boskos.
—Sí, eso es cierto —reconoció Hakimba con una sonrisa que arrugó las cicatrices rojas y amarillas que atravesaban su rostro oscuro.
—Cuando los paravaci que se han escapado de nosotros lleguen a sus carros —dijo Conrad—, creo que se encontrarán con una buena sorpresa.
—¿Y eso? —pregunté.
—Hemos quemado muchos de sus carros... Todos los que hemos podido —explicó Hakimba.
—¿Y qué ha pasado con sus riquezas y sus mujeres? —preguntó Harold.
—Hemos tomado las que nos han gustado, tanto en lo que se refiere a riquezas como a mujeres... En cuanto a las riquezas que no nos gustaban, las hemos quemado, y a las mujeres que no eran de nuestro agrado las hemos desnudado, y allí se han quedado, llorando entre los carros.
—Esto ocasionará una larga guerra entre los Pueblos del Carro —observé yo—, una guerra que puede prolongarse durante muchos años.
—No —dijo Conrad—. Los paravaci querrán que les devolvamos a sus boskos y a sus mujeres. Y quizás obtengan ambas cosas..., a cierto precio, claro.
—Eres muy astuto —dijo Harold.
—No creo que vuelvan a masacrar a los boskos —dijo Hakimba—, ni que quieran más pactos con los turianos.
Supuse que tenía razón. Un rato más tarde los carros tuchuks quedaban libres de toda presencia paravaci. Harold y yo enviamos a un jinete para que le diera noticia de la victoria a Kamchak. Tras el correo, al cabo de unas horas, llegarían a Turia dos millares, uno de los kataii y otro de kassars, y se pondrían a disposición de nuestro Ubar, para ayudarle en lo que hiciera falta.
A la mañana siguiente, los guerreros supervivientes de los dos millares que habían cabalgado con Harold y conmigo, trasladarían los carros y los boskos a otra parte, con la ayuda de otros tuchuks supervivientes en el campamento. Ya en aquel momento se veía a los boskos inquietos por el olor a muerte, y los alrededores de los carros se agitaban por la presencia de los urts marrones de la pradera, que como buenos carroñeros acudían en busca de comida. Todavía no se había decidido si después del traslado de los carros y del ganado a unos pasangs de distancia nos quedaríamos en ese punto o bien seguiríamos hacia los pastos de esta vertiente de las montañas de Ta-Thassa, o daríamos media vuelta y nos dirigiríamos hacia Turia. Según pensábamos tanto Harold como yo, esta decisión debía tomarla el mismo Kamchak.
Los soldados kataii y kassars habían acampado separadamente a unos cuantos pasangs del campamento tuchuk, y nos habían dicho que partirían a la mañana siguiente, rumbo a sus carros. Los dos contingentes establecieron un intercambio de jinetes para mantenerse informados constantemente de lo que hacían unos y otros. Asimismo, como también habían hecho los tuchuks, montaron sus guardias. Ninguno de los ejércitos allí presentes deseaba que uno se retirara en secreto para poder entrar a saco en los carros desprotegidos del otro, de la manera que kataii y kassars habían entrado en el campamento paravaci, o los paravaci en el de los tuchuks. No se trataba de que esa noche desconfiasen particularmente unos de otros, sino que toda una vida dedicada al saqueo y a la guerra, les había enseñado a ser muy precavidos con los demás pueblos.
Por mi parte, estaba ansioso por volver a Turia tan pronto como fuera posible. Harold aceptaba gustosamente aguardar en los carros hasta que enviasen desde allí a un comandante de millar para relevarle. Aprecié mucho aquel ofrecimiento, pues lo que más deseaba era volver a la ciudad bien pronto, no en vano tras sus murallas me esperaba un asunto urgente y todavía inconcluso.
Partiría a la mañana siguiente.
Esa noche encontré el viejo carro de Kamchak. Lo habían saqueado, pero al menos no lo quemaron.
No había rastro alguno de Aphris ni de Elizabeth, tampoco pude encontrar señales de su presencia en los alrededores del carro, ni en la jaula de eslín, ahora volcada y rota, en donde las había encerrado Kamchak la última vez que las había visto. Una mujer tuchuk me dijo que cuando los paravaci atacaron, ellas ya no estaban en la jaula. Según esa mujer, sólo Aphris estaba en el carro en ese momento y en cuanto a la bárbara, como ella llamaba a Elizabeth Cardwell, la habían enviado a otro carro, no sabía a cuál. Siempre según sus explicaciones, Aphris había caído en manos de los paravaci cuando saquearon el carro. De la suerte de Elizabeth no sabía nada. Deduje que si Kamchak la había enviado a otro carro, debía haberla vendido. Pensé en quién podía ser su nuevo amo, y por su bien esperaba que éste la considerase de su agrado. Naturalmente, también era posible que hubiese caído en manos de los paravaci, como Aphris. Estaba amargado y triste, y me puse a curiosear en el interior del carro de Kamchak. La cubierta de la estructura estaba desgarrada en varios sitios, y habían destrozado las alfombras que no se llevaron. Una silla estaba llena de cuchilladas, y habían sacado las quivas enfundadas en ella. Habían arrancado o estropeado los toldos del carro. Faltaban la mayoría de piezas de oro, y las joyas, y las bandejas y copas de metales preciosos, aunque aquí y allá se veían monedas o alguna piedra olvidada, como al final de las cubiertas de cuero o junto al pie de uno de los postes del carro. Faltaban también la mayoría de las botellas de vino, y las que no faltaban las habían hecho añicos contra el suelo, o contra los postes, y habían dejado manchas oscuras por todos lados, incluso en la cubierta de cuero. El suelo estaba lleno de cristales. De todos modos habían respetado algunas cosas de poco o nulo valor, pero que yo apreciaba en mis recuerdos. Así, allí estaba aquel cazo de cobre que Aphris y Elizabeth usaban para cocinar, y una caja de estaño que contuviera azúcar amarillo de Turia, aunque algo abollada y vacía de su contenido; allí estaba también aquel objeto de cuero, de tono gris, amplio, que Kamchak usaba a veces como taburete y que una vez me había lanzado de una patada para que lo inspeccionase. Kamchak apreciaba mucho aquel objeto y supuse que le alegraría saber que no se lo habían llevado los paravaci, como sí habían hecho con la mayor parte de sus pertenencias. Pensé en la suerte que habría corrido Aphris de Turia. De todos modos, sabía que Kamchak no sentía demasiado afecto por su esclava, y por lo tanto esa cuestión no le preocuparía demasiado. Pero la suerte de esa chica sí me preocupaba a mí, y esperaba que estuviera viva, que su belleza, cuando no la compasión o la justicia, le hubiese valido la vida aunque sólo hubiera sido para convertirse en una esclava de los paravaci. Y también me preocupaba lo que habría podido ocurrirle a Elizabeth Cardwell, la encantadora y joven secretaria de Nueva York, a quien de manera tan cruel habían desplazado de su mundo. Finalmente, exhausto, me tendí sobre los tablones del carro de Kamchak y me dejé llevar por el sueño.
Turia estaba ahora bajo el control casi absoluto de los tuchuks. Durante días había seguido ardiendo.
La mañana siguiente a la Batalla de los Carros, monté en una kaiila descansada y me encaminé a toda prisa hacia Turia. Algunos ahns después de salir desde el campamento tuchuk, encontré al carro que transportaba mi tarn hacia el punto del que yo venía, conducido por un guardián. El carro que transportaba al tarn de Harold, así como a su guardián, iba al lado. Confié la kaiila a esos dos hombres y monté en mi tarn, con lo que en menos de un ahn pude distinguir en la distancia las brillantes murallas de Turia, y las columnas de humo que se levantaban de la ciudad.
La Casa de Saphrar, así como la torre que los hombres de Ha-Keel habían fortificado, todavía no estaban en manos tuchuks. Aparte de esto, solamente existían unos cuantos núcleos de resistencia organizada dispersos por la ciudad. También se producían ataques furtivos desde techos y callejones; se trataba de pequeños grupos turianos que intentaban plantar cara a los invasores, pero no tenían más importancia. Tanto Kamchak como yo creíamos que Saphrar iba a volar en tarn en cualquier momento, pues a esas alturas debía saber muy bien que el ataque de los paravaci a los carros tuchuks no había conseguido forzar a Kamchak a una retirada. En lugar de eso, las fuerzas del tuchuk se habían visto incrementadas con soldados kataii y kassars, y ése era un resultado que debía horrorizar al mercader. Según pensaba, si Saphrar todavía no había huido se debía a alguna razón muy poderosa, como la que podía representar la llegada del hombre de tez grisácea a lomos de un tarn, el hombre con quien había negociado para apoderarse de la esfera dorada. Recordé además que si se traspasaban en un ataque los límites de su casa, si Saphrar se veía en peligro, siempre podía abandonar a sus hombres, a sus sirvientes y a sus esclavos para que los tuchuks saciaran en ellos su sed de venganza mientras él volaba en relativa seguridad. Sabía que Kamchak estaba en contacto permanente con su campamento por medio de los correos, por lo cual no le hablé del saqueo de su carro, ni de la suerte que había corrido Aphris de Turia, ni tampoco osé hablarle de Elizabeth Cardwell, pues parecía bastante evidente que la había vendido, y mi interés por ella podía considerarse una intromisión o una impertinencia, según la forma de pensar de los tuchuks. Si ello resultaba posible, averiguaría su paradero por mi cuenta. Por otra parte, cabía la posibilidad de que los paravaci la hubieran secuestrado, con lo que nadie entre los tuchuks sabría de ella.
Lo que sí le pregunté era la razón por la que no había abandonado Turia para dirigirse a sus carros con todos sus hombres, cuando se consideraba como poco probable la ayuda de los kataii y de los kassars.
—Era una apuesta —me respondió—, una apuesta que me hice a mí mismo.
—Una apuesta muy peligrosa —comenté.
—Quizás tengas razón, pero creo que conozco bien a los kataii y a los kassars.
—Los riesgos eran muy grandes —insistí.
—Los riesgos son más grandes de lo que imaginas.
—¿Qué insinúas?
—La apuesta todavía no ha terminado —repuso sin añadir nada más.
Al día siguiente de mi llegada a Turia llegó Harold a lomos de su tarn. Le habían relevado de su puesto al mando de los carros. En cuanto llegó, se reunió conmigo en el palacio de Phanius Turmus.
Día y noche, robándole horas al sueño, durmiendo allí donde podíamos, a veces sobre las alfombras del palacio, a veces sobre las piedras de la calle, junto a las hogueras, Harold y yo desempeñábamos las más diversas tareas, siempre bajo las órdenes de Kamchak. En ocasiones nos uníamos a las luchas, para luego actuar como contactos entre nuestro Ubar y otros comandantes; eso cuando no nos dedicábamos meramente a situar a los hombres, o a revisar los puestos de vigilancia, o a organizar expediciones. Se podía decir que el total de las fuerzas de Kamchak estaban dispuestas de tal manera que empujaban a los turianos hacia dos puertas que había dejado abiertas y desprovistas de defensas; esas puertas servirían de vía de escape a los ciudadanos y soldados que quisieran hacer uso de ellas. Desde ciertas posiciones de las murallas podíamos distinguir la corriente humana que huía de la ciudad en llamas. La gente cargaba con comida y con cuantos objetos personales podía. Pasábamos por la última etapa de la primavera, y el clima no era desagradable, aunque en ocasiones las prolongadas lluvias debían hacer insoportable el trayecto a esa multitud que corría a refugiarse en otras ciudades. Esas gentes encontrarían algunos riachuelos a lo largo del camino, de manera que solventarían el problema del agua. También hay que decir que, para mi sorpresa, Kamchak había enviado a algunos hombres con rebaños de verros y boskos turianos para que los fugitivos dispusieran de ellos.
Le pregunté a Kamchak sobre este detalle, pues tenía entendido que los tuchuks llevaban sus guerras hasta las últimas consecuencias, no dejando piedra sobre piedra a su paso, matando incluso a los animales domésticos, y envenenando los pozos. Ciertas ciudades que habían sufrido el fuego y la devastación de los Pueblos del Carro más de cien años atrás seguían, según se decía, desoladas en la actualidad, y en sus calles no había más que silencio, excepto por el paso de algún eslín buscando un urt que llevarse a la boca, o el soplar del viento.
—Los Pueblos del Carro necesitan a Turia —me había respondido llanamente Kamchak.
Eso me dejó asombrado, aunque enseguida caí en la cuenta de que era verdad: Turia era la principal vía de contacto entre los Pueblos del Carro y las demás ciudades de Gor, la puerta a través de la cual los productos comerciales salían a la espesura de las hierbas, al país de los jinetes de las kaiilas y de los pastores del bosko. No cabía duda de que sin Turia los Pueblos del Carro se convertirían en los más pobres del planeta.
—Además —añadió Kamchak—, los Pueblos del Carro necesitan tener un enemigo.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Sin enemigo común, nunca se unirán, y si no se unen algún día caerán derrotados.
—¿Tiene esto algo que ver con la apuesta de la que hablabas?
—Quizás.
De todas maneras, sus respuestas no me satisfacían, pues me parecía que Turia habría sobrevivido aunque la destrucción provocada por las tropas de Kamchak hubiese sido mucho mayor. Sin ir más lejos, por ejemplo, podían haber abierto una única puerta para permitir que sólo se fueran unos cientos, y no los miles que seguían abandonando la ciudad.
—¿Y eso es todo? —pregunté—. ¿Es ésta la única razón por la que tantos turianos viven ahora fuera de la ciudad?
Me miró sin que su rostro reflejara ninguna expresión en particular y dijo:
—Comandante, debes tener alguna misión que llevar a cabo por ahí, ¿no es así?
Asentí bruscamente, di media vuelta y abandoné la estancia. Hacía ya mucho tiempo que había aprendido a no presionar al guerrero tuchuk cuando no manifestaba ganas de hablar. Pero mientras caminaba pensaba en esa clemencia que tanto me extrañaba. Odiaba con todas sus fuerzas a Turia y a los turianos, y en cambio había tratado a los ciudadanos desarmados con exquisita indulgencia; les había permitido conservar la vida y la libertad, aunque convirtiéndolos en un pueblo en éxodo. En todo caso, eso no era poco para el Ubar de los tuchuks, cuando los Pueblos del Carro no eran famosos precisamente por la compasión que les suscitaba el enemigo. La excepción más clara a las medidas de clemencia de Kamchak la constituían las más bellas mujeres de la ciudad, a las que se las trataba según la tradición goreana, como parte del botín.