El largo vestido de mercader me hizo tropezar, y caí profiriendo una maldición, pero enseguida volví a levantarme y correr. El proyectil de una ballesta chocó a mi derecha contra un ladrillo de la muralla, arrancando varios pedazos.
A todo correr, me metí por una callejuela. Detrás de mí oí a alguien; quizás era Kamras, y detrás suyo oía las pisadas de otros dos. De pronto, surgió el grito de una mujer, y los guerreros maldijeron. Eché una mirada a mis espaldas y vi que la muchacha del cesto había caído frente a los guerreros. En ese momento lloraba lastimeramente y levantaba su cesto roto. Los guerreros la empujaron a un lado y prosiguieron su carrera. Para entonces, yo ya había girado por una esquina y saltado a una ventana, y luego a la superior, hasta llegar a la azotea llana de una tienda. Inmediatamente oí las pisadas apresuradas de los dos guerreros que pasaban por la calle inferior. Les seguían algunos niños gritando alborozados tras los soldados. Escuché algunas conversaciones especulativas en la calle inferior y, al cabo de un rato, todo pareció volver a la tranquilidad.
Allí estaba, sin apenas atreverme a respirar. El sol pegaba de pleno en aquella azotea. Conté cinco ehns goreanos, o minutos, y decidí que lo mejor sería desplazarme por encima de los tejados en la otra dirección, para encontrar una azotea resguardada y permanecer allí hasta la caída de la noche. Luego quizás intentaría escapar de la ciudad. Sí, así podría ir al encuentro de los tuchuks, que viajan con bastante lentitud, para recuperar el tarn que había dejado bajo su custodia, y volar con él a la Casa de Saphrar. Como era natural, en un futuro próximo se iba a hacer muy difícil abandonar la ciudad. Muy pronto llegarían a sus puertas las órdenes oportunas para evitar mi salida. La verdad era que me había sido muy fácil entrar en Turia, pero no creía que el camino inverso lo fuese. Aun así, no podía ni pensar en permanecer allí hasta que la vigilancia en sus puertas volviese a relajarse, en un plazo de unos tres o cuatro días, pues todos los guardias de Turia iban a estar buscando a Tarl Cabot, y reconocerlo, desafortunadamente, era tarea sencilla.
Estaba enfrascado en esos pensamientos cuando oí que alguien venía por la calle silbando una tonadilla que me resultaba conocida. Por fin comprendí que la había oído cantar entre los carros de los tuchuks. Sí, era una canción que entonan las muchachas cuando conducen a los boskos con sus palos. Así que me puse a silbar también la melodía, y la persona de abajo la silbó conmigo al cabo de unos cuantos compases, hasta que la acabamos juntos.
Con mucha precaución asomé la cabeza por el borde de la azotea. En la calle no había nadie más que una chica que miraba hacia arriba, en dirección al lugar en el que me encontraba. Llevaba velo y Vestidura de Encubrimiento. Era la misma que había visto antes, cuando creía que me seguían. Era la misma que obstaculizó a mis perseguidores: llevaba una cesta rota.
—Como espía dejas bastante que desear, Tarl Cabot —me dijo.
—¡Dina de Turia!
Permanecí durante cuatro días en las estancias superiores del comercio de Dina de Turia. Allí me teñí el pelo de oscuro y cambié la indumentaria de mercader por la túnica amarilla y marrón de los panaderos, a cuya casta pertenecían tanto su padre como sus dos hermanos.
Abajo, los paneles de madera que habían separado la tienda de la calle estaban hechos pedazos. Alguien había destrozado también el mostrador. En cuanto a los hornos, presentaban el más desolador de los aspectos: sus cúpulas ovales derrumbadas, y las puertas de hierro arrancadas de sus goznes. Incluso las dos piedras moledoras de grano yacían esparcidas en trozos por el suelo.
Según me explicó Dina, hubo un tiempo en el que la tienda de su padre había sido la panadería más renombrada de Turia. La mayoría del resto de establecimientos expendedores de pan habían caído en manos de Saphrar de Turia, aunque los miembros de la Casta de los Panaderos seguían trabajando en ellos, tal y como requerían las costumbres goreanas. El padre de Dina se había negado a vender su comercio a los agentes de Saphrar, pues no quería trabajar en provecho del rico mercader. Poco tiempo después, unos siete u ocho rufianes, armados con garrotes y barras de hierro, habían atacado la panadería para destruir su equipamiento. Tanto el padre como los dos hijos fueron apaleados hasta morir cuando intentaron defender el comercio. La madre murió poco después, al no poder soportar la tragedia. Dina había vivido durante un tiempo de los ahorros de la familia, pero finalmente los había reunido para ocultarlos entre sus ropas y adquirió una plaza en una caravana que se dirigía a Ar. Esa misma caravana había sido atacada por los Kassars y Dina, como ya se puede suponer, había caído en manos de esos guerreros.
—¿No te gustaría alquilar los servicios de unos hombres y reabrir la tienda? —le pregunté.
—No tengo dinero.
—Yo tengo un poco —dije, tomando mi bolsa y desparramando su brillante contenido sobre la mesilla de la estancia principal de la casa.
Dina se echó a reír y pasó los dedos entre mis alhajas.
—En los carros de Albrecht y de Kamchak pude aprender algo sobre piedras preciosas —me dijo, y luego añadió—: Te aseguro que aquí no hay ni el equivalente al valor de un discotarn de plata.
—¡Pero si pagué un discotarn de oro!
—Se lo pagaste..., a un tuchuk.
—Sí, eso es cierto —admití.
—¡Mi querido Tarl Cabot! ¡Mi pobre amigo! —exclamó para luego, con la expresión entristecida, añadir—: De todos modos, incluso si tuviese el dinero suficiente para reabrir la tienda, eso sólo significaría que los hombres de Saphrar de Turia podrían volver en cualquier momento.
Permanecí un rato en silencio, pues creía que tenía toda la razón.
—¿No es esta cantidad suficiente para pagar el viaje a Ar? —pregunté.
—No. Además, preferiría permanecer en Turia. Al fin y al cabo éste es mi hogar.
—¿Cómo te ganas la vida?
—Hago compras para mujeres ricas. Elijo para ellas las pastas, las tartas y los pasteles... Dicen que no confían en sus esclavas para la compra de esta clase de cosas.
Me eché a reír.
Respondiendo a sus preguntas, le expliqué el motivo que me había llevado a su ciudad: robarle un objeto de valor a Saphrar, un objeto que él, a su vez, les había robado a los tuchuks. Eso le encantó, como supongo que debía encantarle cualquier cosa que fuera en contra de los intereses de Saphrar de Turia, ya que el mercader le merecía el mayor de los odios.
—¿De verdad es esto todo lo que tienes? —preguntó señalando al montón de joyas.
—Sí.
—¡Pobre guerrero! —dijo con ojos sonrientes por encima del velo—. Ni siquiera tienes lo suficiente para contratar los servicios de una esclava bien adiestrada.
—Eso es cierto —admití.
Dina se rió, y con un movimiento se quitó el velo y sacudió la cabeza para que se le soltara el cabello.
—Sólo soy una mujer libre y pobre —dijo extendiendo los brazos—, pero, ¿acaso no sirvo para esa tarea?
—Eres una mujer muy bella, Dina de Turia —dije tomándola por las manos y atrayéndola hacia mí para abrazarla.
Permanecí con ella durante cuatro días; en el transcurso de cada uno de ellos, una vez a mediodía y otra al anochecer, paseábamos por las cercanías de una o de más puertas de Turia para ver si los guardias eran menos vigilantes en aquel momento que en la ocasión anterior. Con gran disgusto comprobé que continuaban registrando a cualquier persona que tuviese la intención de salir de la ciudad, así como los carros, y que lo hacían con gran detenimiento, pidiendo pruebas de identidad y de los asuntos que les llevaban a la ciudad. Cuando existía la más mínima duda, detenían al sospechoso, y el oficial de guardia le interrogaba. En cambio, comprobé con irritación cómo dejaban pasar a los individuos y carros que llegaban sin apenas dedicarles una mirada. Dina y yo no atraíamos la atención de los guardias o de los hombres de armas, pues yo me había teñido el pelo, y éramos una pareja más.
Los pregoneros habían pasado varias veces por las calles proclamando que yo seguía en la ciudad y daban también una descripción de mis características físicas.
En una ocasión vinieron a la tienda dos guardias para llevar a cabo una inspección. Yo suponía que debían hacerlo al mismo tiempo en otros lugares de la ciudad. Huí escalando por la ventana posterior, que quedaba frente a otro edificio, por cuya pared pude escalar hasta el tejado, y en cuanto los guardias hubieron partido volví por el mismo camino.
Ya desde los días en que vivíamos en el carro de Kamchak, había sentido un sincero aprecio por Dina, y creo que ese sentimiento era mutuo. Realmente era una chica alegre y despierta, ingeniosa, afectuosa, inteligente y de gran coraje. La admiraba, pero también sentía miedo por ella. Aun sin decirlo, ambos sabíamos que al ofrecerme cobijo en su ciudad natal, arriesgaba su vida desinteresadamente. Por otra parte, era muy probable que yo le debiera la mía, pues si no me hubiese visto, seguido y ayudado cuando más lo necesitaba, no habría pasado de mi primera noche en Turia. Pensando en ella comprobaba lo absurdos que son ciertos prejuicios goreanos concernientes a las diferencias entre castas. La de los panaderos no pasa por ser una casta alta, en ella nadie busca la nobleza. Aun así, tanto su padre como sus hermanos habían luchado contra un número superior de hombres, y habían muerto defendiendo su pequeño comercio. Y esa muchacha, con un valor que no poseerían muchos guerreros, sin armas, sin amigos, sola, me había ofrecido inmediatamente su ayuda, sin pedir nada a cambio, y me había dado la protección de su hogar, y su silencio, y puesto a mi disposición su conocimiento de la ciudad y todo aquello que estuviera en su mano.
Cuando Dina atendía a su trabajo e iba de compras para sus clientes, normalmente a primera hora de la mañana y a última de la tarde, yo permanecía en las estancias superiores de la tienda. Allí pude pensar detenidamente sobre el asunto del huevo de los Reyes Sacerdotes y de la Casa de Saphrar. Mis planes eran esperar un tiempo, abandonar la ciudad cuando eso fuese posible, y volver a los carros para recoger el tarn y llevar a cabo un golpe que me permitiera recuperar la esfera dorada. De todos modos, no confiaba demasiado en el éxito en una aventura tan arriesgada. Pensaba constantemente que el hombre de tez grisácea podía llegar a lomos de un tarn y arrebatarme la esfera sin que yo pudiese hacer nada. Y eso era desesperante, sobre todo si se tenía en cuenta todo lo que por ese objeto se había puesto en juego, y que por él ya había muerto más de un hombre.
Algunas veces, mientras paseábamos por la ciudad, Dina y yo subíamos a las altas murallas y contemplábamos las llanuras que desde allí se divisaban. No estaba en absoluto prohibido hacerlo, aunque naturalmente no se podía entrar en los puestos de guardia. El amplio camino de ronda, de unos nueve metros de ancho, que bordeaba la parte superior de las murallas de Turia, con vistas sobre la llanura, constituye uno de los paseos preferidos por las parejas turianas. Como es de suponer, cuando había peligro o la ciudad estaba sitiada, solamente les estaba permitido el paso a los militares o a los defensores civiles.
—Pareces preocupado, Tarl Cabot —dijo Dina, que en aquel momento se encontraba junto a mí. Ambos teníamos la mirada perdida en la llanura.
—Sí, estoy preocupado, querida Dina.
—¿Temes que el objeto que buscas desaparezca de esta ciudad antes de que puedas obtenerlo?
—Sí, eso es lo que temo.
—¿Quieres marcharte de la ciudad esta noche?
—Sí, creo que quizás debería intentarlo.
—Espero que lo consigas.
La rodeé con un brazo y volvimos a enfrascarnos en el paisaje.
—Mira —dije—, por ahí viene un carro mercante, y va solo. Andar por las llanuras ya debe ser más seguro.
—Sí, los tuchuks han partido —dijo ella, para después añadir—: Te voy a echar de menos, Tarl Cabot.
—Yo también, mi querida Dina.
Fijé la vista en el carro de mercancías. Era muy grande y pesado, y los lados estaban formados por planchas pintadas alternativamente de blanco y dorado. La cubierta era de una lona también dorada y blanca, preparada para soportar las lluvias. Tiraban de él cuatro boskos marrones, y no tharlariones, como es más habitual.
—¿Cómo piensas salir de la ciudad?
—Bajaré de aquí con una cuerda, y luego seguiré a pie.
Dina asomó la cabeza por el antepecho de la muralla, y con expresión escéptica miró las piedras que había unos treinta metros más abajo.
—Eso te tomará mucho tiempo —dijo volviéndose hacia mí—, y después del anochecer vigilan con más intensidad las murallas, y las iluminan con antorchas. Además, dices que iras a pie. ¿Ya sabes que en Turia también hay eslines cazadores?
—Sí, lo sé.
—Es una pena que no dispongas de una kaiila. Con ella incluso podrías abrirte paso entre los guardias a plena luz del día, y luego seguir rápidamente por la llanura.
—Aunque lograra robar una kaiila o un tharlarión, has de pensar que están los tarnsmanes...
—Sí, es verdad —reconoció Dina.
Realmente, para los tarnsmanes seria una tarea bastante fácil localizar a un jinete y su montura en las llanuras que rodean Turia. Estaba casi seguro de que emprenderían el vuelo minutos después de que sonase la alarma, aunque cuando los llamaran se encontrasen en los baños, o en las tabernas de Paga, o en los antros de juego. Desde que se había acabado el asedio, los tarnsmanes acudían a esos lugares a gastar el dinero que habían ganado como mercenarios, y los turianos estaban encantados de que así lo hicieran. Era de suponer que al cabo de unos cuantos días, cuando se completara el período de descanso, Ha-Keel recogería su oro, formaría a sus hombres y se retirarían todos de la cuidad, rumbo a las nubes. Pero yo no podía esperar a que ese momento llegase, pues el descanso de los hombres de Ha-Keel, los arreglos de cuentas con Saphrar y los preparativos para la partida definitiva podían hacer que ésta se retrasara más de lo previsto.
El carro de mercancías se estaba aproximando a la puerta principal, y ya le hacían gestos indicándole que se apresurara a pasar.
Escudriñé la llanura en dirección al camino que habían tomado los carros tuchuks. Ya hacía unos cinco días que se habían marchado. Me había parecido muy extraño que Kamchak, el resuelto e implacable Kamchak de los tuchuks, abandonara tan pronto el asalto a la ciudad, aunque sabía que prolongar el asedio no significaba vencer. De todos modos, respetaba su decisión de retirarse frente a una situación en la que no había nada que ganar y sí mucho que perder, sobre todo si se tenía en cuenta la vulnerabilidad de los carros y de los boskos en un ataque de tarnsmanes. Sí, había tomado la decisión adecuada..., pero para él debía haber sido muy doloroso dar la vuelta a los carros y retirarse de Turia, dejando la muerte de Kutaituchik impune y a Saphrar triunfante. De alguna manera se podía decir que había sido un acto de valentía por su parte, pero yo había pensado que Kamchak se mantendría frente a las murallas de Turia, con su kaiila ensillada, con las flechas en la mano, hasta que los vientos y las nieves le hubiesen llevado con su pueblo, los tuchuks, y con sus carros y sus boskos. Había pensado que ésa sería la única manera de apartar a Kamchak de las puertas de Turia, la ciudad de las nueve puertas, de las altas murallas, la nunca penetrada ni conquistada.