—Creía que aquí encontraría a Ho-Bar, pero quizás tú te encuentres con él.
—Bien, lo intentaré.
—Toma, sujeta a esta chica.
Hereena sacudió la cabeza violentamente, como queriendo advertir al guardián a través de los pliegues asfixiantes del pañuelo que le tapaba la boca.
—¿Y qué quieres que haga con ella? —preguntó él.
—Sólo tienes que aguantarla.
—De acuerdo, de acuerdo.
Cerré los ojos, y en menos de un segundo se acabó todo. Cuando los abrí, Harold volvía a tener a Hereena sobre los hombros y se acercaba a grandes zancadas a los tarns.
En la azotea quedaban dos de esas grandes aves. Ambos eran ejemplares fuertes, enérgicos y despiertos.
Harold abandonó a Hereena en el suelo y se montó en el tarn que tenía más cerca. Cerré los ojos cuando vi que golpeaba fuertemente el pico del animal y decía:
—Soy Harold de los tuchuks, un experto tarnsman. He montado más de un millar de tarns, he pasado más tiempo sobre la silla del tarn que la mayoría de hombres sobre sus pies... ¡Me concibieron sobre un tarn! ¡Nací sobre un tarn! ¡Me alimento de carne de tarn! ¡Témeme! ¡Soy Harold de los tuchuks!
El ave le miraba con una mezcla de extrañeza y sorpresa, o al menos eso parecía. Temía que en cualquier instante iba a levantar a Harold con el pico para hacerlo pedazos y engullirlo en un abrir y cerrar de ojos. Pero el animal parecía demasiado sorprendido para hacerlo.
—¿Cómo se monta un tarn? —me preguntó volviéndose hacia mí.
—Sube a la silla —le indiqué.
—¡Enseguida!
Empezó a subir, pero perdió pie en uno de los peldaños de la escalera de cuerda y se quedó con la pierna metida en él. Así que fui a ayudarle a acomodarse en la silla y me aseguré que se colocaba la correa de seguridad. Después le expliqué tan rápidamente como pude el funcionamiento de los aparejos de control, del anillo principal de la silla y de las seis correas.
Cuando le entregué a Hereena, la pobre muchacha de las llanuras, familiarizada con las feroces kaiilas, por muy orgullosa y altiva que fuera, no podía evitar, como tampoco podían hacerlo numerosas mujeres, sentir un profundo pavor ante la presencia de un tarn. Sentí sincera compasión por la tuchuk, pero Harold parecía muy satisfecho al verla tan fuera de sí. Las anillas de esclava de la silla de un tarn son muy parecidas a las de las kaiilas, por lo cual Harold tuvo a Hereena atada sobre la silla, frente a él, en un momento, después de utilizar con destreza las correas que iban sujetas a las anillas. Acto seguido, sin esperar más, el tuchuk lanzó un grito y tiró de la cuerda principal. El tarn no se movió, antes bien, giró la cabeza y miró a Harold con lo que podría llamarse escepticismo animal.
—¿Qué pasa? ¿Por qué no se mueve?
—Todavía está trabado —le respondí—. ¿No lo ves?
Fui hasta el animal y le solté la traba. Inmediatamente, empezó a batir las alas y alzó el vuelo.
—¡Aieee! —gritó Harold.
Podía imaginar la sensación que había experimentado en su estómago ante la rápida ascensión.
Tan deprisa como pude solté al otro tarn y me subí a su silla, en donde me coloqué la correa de seguridad. Tiré de la cuerda principal y, al ver que el tarn de Harold volaba allá arriba en círculos, dibujándose contra una de las lunas de Gor, me apresuré a acudir a su lado.
—¡Suelta las correas! —le indiqué gritando—. ¡Tu tarn seguirá al mío, no te preocupes!
—¡De acuerdo! —contestó alegremente.
Y así, en un momento, nos encontramos volando a gran velocidad sobre la ciudad de Turia. Hice que mi montura describiera un amplio giro, al ver las antorchas y luces de la Casa de Saphrar, y después la conduje hacia las llanuras, en dirección a los carros de los tuchuks.
Me satisfacía que hubiésemos conseguido escapar vivos, pero también sabía que debía volver a la ciudad, pues no había obtenido el objeto que buscaba, la esfera dorada, que seguía bien guardada en la casa del mercader.
Debía conseguirlo antes de que el hombre que mantenía contacto con Saphrar, el hombre gris con ojos como el hielo, pudiese pedirlo para llevárselo o destruirlo.
Mientras volábamos por encima de la llanura, me preguntaba cómo era posible que Kamchak estuviese haciendo retroceder los carros y los boskos, cómo era posible que abandonase tan pronto el sitio de Turia.
Empezaba a amanecer. Vimos los carros debajo de nosotros, y los boskos más allá. Ya se habían encendido los fuegos, y había mucha actividad en el campamento de los tuchuks, pues se cocinaba, se revisaban los carros, y se reunían y enganchaban a los boskos que servían de tiro. Sí, sabía que aquélla era la mañana en que partirían de Turia, en dirección al lejano Mar de Thassa. Decidí arriesgarme a que nos lanzaran flechas y empecé a descender, seguido por Harold, para posarnos entre los carros.
Llevaba ya unos cuatro días en la ciudad de Turia, a la que había vuelto a pie, disfrazado de buhonero de alhajas. Había dejado el tarn en el campamento de los carros. Mi último discotarn había desaparecido con la adquisición de un par de puñados de pedrería, mucho de ello de poco valor, cuando no de ninguno. De todos modos, su peso en mi bolsa me daba un pretexto para estar en la ciudad.
Había encontrado a Kamchak en el carro de Kutaituchik, que se erguía en su colina al lado del estandarte de los cuatro cuernos de bosko. Habían cargado el carro con toda la madera de la que se disponía y con hierba seca, para después rociarlo todo con aceites perfumados. El mismo Kamchak había sido el encargado de lanzar la antorcha al interior del carro en el transcurso de ese amanecer de la retirada. Allí dentro, en alguna parte, sentado y con sus armas en la mano, estaba el cadáver de Kutaituchik, del amigo de Kamchak, del que había sido llamado Ubar de los tuchuks. La columna de humo debía distinguirse nítidamente desde las distantes murallas de Turia.
Kamchak no había pronunciado ni una sola palabra, limitándose a permanecer sentado en su kaiila, con expresión apesadumbrada, pero resuelta. Era penoso contemplarle y yo, a pesar de ser su amigo, no me atrevía a hablar con él. No había vuelto al carro que compartía con él, sino que acudí inmediatamente al de Kutaituchik, pues allí me habían dicho que le encontraría.
Reunidos alrededor de la colina, en filas, sobre sus kaiilas, con las lanzas negras colocadas sobre el estribo, los Oralus tuchuks, los millares, contemplaban airadamente arder el carro.
Me seguía preguntando cómo era posible que hombres como ellos, como Kamchak, abandonasen voluntariamente el sitio de Turia.
Finalmente, cuando el carro hubo ardido por completo y el viento esparcido los maderos carbonizados y las cenizas corrieron por la pradera verde, Kamchak levantó su mano derecha y gritó:
—¡Que se desplace el estandarte!
Observé la llegada de un carro especial, arrastrado por una docena de boskos. Cuando llegara a la cima de la colina, colocarían en ese carro el gran mástil sobre el que estaba montado el estandarte. Así lo hicieron en pocos minutos, y seguidamente bajó por la ladera. En la cima quedaban los rescoldos y cenizas de lo que había sido el carro de Kutaituchik, a merced del viento y de la lluvia, del tiempo y de las nieves que vendrían, y de la hierba verde de la pradera.
—¡Girad los carros! —ordenó Kamchak.
Lentamente, una por una, se fueron formando las columnas de la retirada de los tuchuks. Cada carro estaba en su columna correspondiente, y cada columna estaba en su sitio. La retirada de los tuchuks, el abandono de la ciudad de Turia, cubría varios pasangs de extensión.
Más allá de los carros podía ver también las manadas de boskos. La polvareda que levantaban sus pezuñas enturbiaba el horizonte.
—¡Los tuchuks se van de Turia! —gritó Kamchak levantándose sobre sus estribos.
Los guerreros, con semblante iracundo, en silencio, empezaron a ha hacer evolucionar a sus monturas para dar la espalda a Turia, fila por fila, y lentamente fueron al encuentro de sus carros. Solamente los Oralus, que iban a cubrir la retirada, se mantuvieron formados en la retaguardia.
Kamchak subió por la colina con su kaiila hasta que estuvo junto a las cenizas del carro de Kutaituchik. Era un amanecer muy frío. El guerrero permaneció allí, inmóvil algún tiempo, hasta que hizo girar su montura y bajó lentamente de aquella colina.
Al verme, se detuvo.
—Me alegra ver que continúas vivo —dijo.
Incliné la cabeza en señal de reconocimiento. Mi corazón rebosaba de afecto por ese adusto y orgulloso guerrero, aunque en los últimos días se había comportado de manera extraña y violenta, como borracho de odio contra Turia. No sabía si el Kamchak que yo había conocido volvería a vivir alguna vez. Temía que una parte de él, quizás la parte que yo más apreciaba, hubiese muerto durante la noche del ataque, cuando entró en el carro de Kutaituchik.
—¿Vais a abandonar el sitio así? —pregunté desde el suelo, al lado de su estribo—. ¿Crees que ya es suficiente?
Kamchak me miró, pero en su rostro no se podía leer expresión alguna.
—Los tuchuks —dijo— se van de Turia.
Inmediatamente se marchó galopando, dejándome a mí al pie de la colina.
A la mañana siguiente comprobé con sorpresa que entrar en la ciudad, tras la partida de los carros, no planteaba ninguna dificultad. Antes de irme les había acompañado en su retirada durante el tiempo suficiente para conseguir mi disfraz de buhonero y el puñado de piedras que lo hacían verosímil. Conseguí todas estas cosas en el carro del hombre que le había vendido a Kamchak, en una tarde más alegre, el juego de quivas y la silla de montar nueva. En aquella ocasión, había visto en él toda clase de cosas, por lo que deduje, correctamente al parecer, que el hombre era un buhonero, si bien el género que vendía era más diverso. Seguí durante un rato las huellas de los carros y finalmente empecé a caminar en dirección a Turia. Pasé la noche en la llanura y después, durante el segundo día tras la retirada de los tuchuks, entré en la ciudad hacia la octava hora. Ocultaba mi pelo en la capucha de una prenda de reps que me llegaba hasta el tobillo, de un blanco sucio adornado con hilo dorado. Era la indumentaria adecuada, en mi opinión, para un insignificante mercader. Bajo esas ropas, ocultas, llevaba una espada y una quiva.
Los guardianes de las puertas de Turia apenas me preguntaron nada, pues esa ciudad es un oasis comercial en las llanuras, y en el transcurso de un año centenares de caravanas, por no mencionar a los miles de pequeños mercaderes, a pie o en carros de un solo tharlarión, entran por esas puertas. Fue para mí una gran sorpresa comprobar que las puertas de Turia permanecían abiertas tras la retirada de los carros y el levantamiento del asedio. Los campesinos pasaban por ellas para volver a sus campos, y también lo hacían centenares de ciudadanos, que salían simplemente para dar un paseo, aunque algunos se aventuraban hasta los restos del antiguo campamento tuchuk en busca de cualquier recuerdo. Mientras entraba contemplé las enormes puertas dobles, y pense cuánto tiempo sería necesario para cerrarlas.
Caminaba por la ciudad de Turia, con los ojos medio cerrados, mirando al suelo como si esperase encontrar un discotarn de bronce entre las piedras, y fui aproximándome a la mansión de Saphrar. La multitud me empujaba, y por dos veces estuvieron a punto de hacerme caer los oficiales de la guardia de Phanius Turmus, el Ubar de Turia.
De vez en cuando pensaba que podían estar siguiéndome, pero rechacé esta posibilidad, pues en las ocasiones en que miré atrás no vi a nadie digno de sospecha. La única persona que noté en más de una ocasión fue una jovenzuela con la Vestidura de Encubrimiento y con un velo sobre el rostro y un cesto colgado del brazo. Pero la segunda vez que reparé en su presencia me pasó de largo, sin prestarme atención. Respiré aliviado. Es realmente una prueba para los nervios estar en una ciudad enemiga, cuando sabes que si eres descubierto lo más probable es que te maten con toda celeridad o te torturen lentamente. El método más usual consiste en empalar al extraño en las murallas de la ciudad al ponerse el sol, y dejarlo allí como advertencia para cualquier otro que se vea tentado a transgredir las normas de hospitalidad de una ciudad goreana.
Finalmente llegué al círculo de tierra alisada y despejada, de unos treinta metros de anchura, que separaba el recinto amurallado de los edificios que componían la Casa de Saphrar del resto de la ciudad. Pronto supe que no se podía aproximar a más de diez largos de espada de esas murallas.
—¡Tú! ¡Lárgate de aquí! —me gritó un guardián desde lo alto del muro—. ¡Éste no es sitio para holgazanes como tú!
—¡Pero señor! —grité implorante—. ¡Tengo piedras preciosas y alhajas que podrán interesar al noble Saphrar!
—¡Pues acércate a la puerta y enséñales qué vendes!
En el muro encontré una puerta más bien pequeña y de gruesos barrotes, y allí rogué que me dejaran enseñarle mis mercancías a Saphrar. Esperaba que una vez en su presencia podría amenazar con matarle para obtener a cambio la esfera dorada y un tarn con el que emprender la huida.
Pero con gran pesar, no se me admitió en el recinto: una persona al servicio del señor de la casa, acompañada por dos guerreros armados, examinó las joyas y no le costó mucho averiguar su auténtico valor. Cuando lo hizo, lanzó un grito despectivo y las arrojó a la arena. Los dos guerreros me apalearon con las empuñaduras de sus armas mientras yo fingía dolor y terror.
—¡Márchate de aquí, estúpido! —gritaron.
Me arrastré buscando mis piedras entre la arena, escarbando mientras gemía y lloraba.
Pude oír cómo reían los guardianes.
Había conseguido encontrar la última de mis alhajas guardándola en la bolsa e incorporándome, cuando me di cuenta de que ante mis narices tenía las pesadas y fuertes sandalias, casi botas, de un guerrero.
—¡Piedad, señor! —susurré.
—¿Qué haces ocultando una espada bajo tus ropas? —me preguntó.
Conocía esa voz. Era Kamras de Turia, el Campeón de la ciudad, a quien Kamchak había vencido tan amargamente durante los juegos de la Guerra del Amor.
Me eché hacia delante para sujetarle por las piernas y hacerte caer al suelo. Inmediatamente me levanté y empecé a correr, con lo que la cabeza me quedó al descubierto.
—¡Detened a ese hombre! —gritó Kamras—. ¡Detenedlo! ¡Sé quién es! ¡Es Tarl Cabot, de Ko-ro-ba! ¡Detenedlo!