Los nómades de Gor (17 page)

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Authors: John Norman

Tags: #Ciencia Ficción, Erótico, Fantástico

BOOK: Los nómades de Gor
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Kamchak estaba enfadado.

—¿Acaso creíais —preguntó con arrogancia Aphris de Turia— que se le iba a permitir a un tuchuk mirar la cara de una mujer libre de Turia?

Kamchak apretaba los puños por encima de la mesa. A ningún tuchuk le gusta que le tomen el pelo.

Kamras se reía ostentosamente, e incluso Saphrar ahogaba las carcajadas entre los cojines amarillos.

Sí, sabía que a ningún tuchuk le gustaba ser el blanco de una broma, y menos cuando se trataba de una broma turiana.

Pero Kamchak no decía nada. Alcanzó su copa de Paga y se la bebió mientras contemplaba a las bailarinas que se movían al ritmo de las melodías turianas.

—¿No son encantadoras? —dijo Aphris provocadoramente al cabo de un rato.

—En nuestros carros también puedes encontrar a muchachas tan encantadoras como éstas —dijo Kamchak.

—¿Ah, sí?

—Sí. Son esclavas turianas, como lo serás tú.

—Supongo que ya sabrás —dijo Aphris— que si no fueses un embajador de los Pueblos del Carro ya habría ordenado que te matasen.

—Una cosa —dijo Kamchak entre risas— es ordenar que maten a un tuchuk, y otra muy diferente conseguirlo.

—Estoy segura de que podría arreglar ambas cuestiones.

Kamchak no dejaba de reír.

—Sí, será muy divertido poseerte como esclava.

—¡Qué gracioso eres! —dijo ella imitándole en sus risas; pero luego adoptó una expresión mucho más desagradable y añadió—: Ten cuidado, porque si dejas de resultarme divertido no abandonarás vivo esta mesa.

Kamchak bebió un largo trago de Paga, y parte del líquido se derramó por las comisuras de sus labios.

—¿Sabes? —dijo Aphris volviéndose hacia Saphrar—. Creo que a nuestros invitados les gustará ver a las otras.

Me intrigaba saber a qué se refería.

—Por favor, Aphris —dijo Saphrar sacudiendo su cabeza rosada y sudorosa—. No quiero problemas, no quiero problemas.

—¡Ho! —gritó Aphris de Turia, llamando al mayordomo del banquete a través del revuelo de los cuerpos de las bailarinas—. ¡Traed a las otras! ¡Vamos a hacer que nuestros invitados se diviertan!

El mayordomo lanzó una mirada en dirección a Saphrar, quien, derrotado, asintió con la cabeza. Dio entonces dos palmadas para hacer salir a las bailarinas, las cuales se marcharon corriendo de la estancia. Después, dio dos palmadas más, hizo una pausa y volvió a dar otras dos.

Distinguí el ruido de las campanillas de esclavas sujetas a las ajorcas en los tobillos, a las pulseras cerradas en torno a las muñecas y a los collares turianos.

Rápidamente, se acercó otro grupo de muchachas. Daban pasos cortos a la vez que giraban y avanzaban en una línea serpenteante que empezaba en una pequeña habitación de la parte posterior de la sala.

Mi mano sujetó con fuerza la copa. Sí, Aphris de Turia era una chica muy atrevida. Pensé que quizás Kamchak no podría contenerse y se levantaría para luchar en ese mismo lugar.

Las muchachas que se hallaban de pie ante nosotros, descalzas, con sus cuerpos contorneados por las Sedas del Placer, con sus campanillas y collares, eran hijas de los Pueblos del Carro. Ahora, como podía verse a través de las sedas que vestían, eran esclavas marcadas de los turianos. La que iba a la cabeza del grupo al ver a Kamchak se arrodilló avergonzada ante él. Eso provocó la furia del mayordomo, y más cuando las demás muchachas imitaron a su compañera.

El mayordomo llevaba un látigo de esclavo entre las manos, y se colocó junto a la primera chica.

Su brazo fue hacia atrás, pero el latigazo nunca llegó a su destino; el hombre lanzó un grito y se tambaleó. Todos pudimos ver que la empuñadura de una quiva le oprimía la parte interior del antebrazo; la hoja del arma emergía por el otro lado.

Ni siquiera yo había visto que Kamchak lanzase el arma, y con satisfacción me di cuenta de que ya tenía preparada entre los dedos otra quiva. Varios hombres se habían levantado, entre ellos Kamras, pero ahora, al ver que Kamchak estaba armado, no sabían qué hacer. Yo también me había puesto en pie.

—Las armas no están permitidas en los banquetes —dijo Kamras.

—¿Ah, no? —dijo Kamchak—. Lo siento, no lo sabía.

—Vamos, vamos. Lo que debemos hacer es sentarnos y divertirnos —recomendó Saphrar—. Si el tuchuk no desea ver a estas chicas, ordenemos que traigan a otras.

—¡Quiero verlas bailar! —dijo Aphris de Turia a pesar de que estaba tan cerca de Kamchak que éste no tenía más que alargar el brazo para alcanzarla con su quiva.

Pero Kamchak no hizo tal cosa. Al contrario, se echó a reír, sin dejar de mirarla. Después, para alivio mío y de todos los comensales, guardó la quiva en la faja y volvió a sentarse.

—¡Baila! —ordenó Aphris.

La chica, que temblaba ante ella, no se movió.

—¿No me has oído? —gritó Aphris poniéndose en pie—. ¡Bailad!

—¿Qué debo hacer? —pidió a Kamchak la muchacha arrodillada.

Se parecía bastante a Hereena, y quizás era un tipo de chica similar, educada y adiestrada más o menos de la misma manera. Naturalmente, como Hereena, llevaba prendido a su nariz el anillo de oro.

—Eres una esclava —le dijo Kamchak suavemente—. Debes danzar para tus amos.

La muchacha le miró con agradecimiento y se levantó. Lo mismo hicieron sus compañeras, y enseguida empezaron a bailar al ritmo de una música de inenarrable fogosidad. Así eran las salvajes danzas del amor de los kassars, los paravaci, los kataii y los tuchuks.

Las muchachas bailaban soberbiamente. Una de ellas, la que había hablado con Kamchak, era una tuchuk, y su vitalidad, su fiereza, eran particularmente incontrolables, sorprendentes, salvajes.

Comprendí muy bien por qué razón los hombres turianos deseaban con tanta intensidad a las muchachas de los Pueblos del Carro.

En el punto culminante de una de las danzas, llamada la Danza de la Esclava Tuchuk, Kamchak se volvió hacia Aphris de Turia, que seguía aquel espectáculo con ojos tan sorprendidos como los míos.

—Cuando seas mi esclava —dijo el guerrero tuchuk—, haré que te enseñen esta danza.

La espalda y la cabeza de la turiana estaban rígidas de furia, pero no dio muestras de haberle oído.

Kamchak esperó a que las mujeres de los Pueblos del Carro acabaran sus danzas, y una vez todas hubieron salido de la estancia, se levantó y dijo:

—Debemos irnos.

Yo asentí y me puse en pie, dispuesto a volver a nuestro carro.

—¿Qué hay en ese estuche? —preguntó Aphris de Turia.

Se había fijado en que Kamchak recogía del suelo el pequeño estuche negro que había tenido junto a su rodilla derecha durante todo el banquete. La chica era evidentemente curiosa, femenina.

Kamchak se encogió de hombros.

Aphris seguía muy interesada en la cajita. Además, en unas cuantas ocasiones me había fijado en que la miraba furtivamente.

—No es nada —dijo Kamchak—. No es más que una baratija.

—¿Para quién la guardas?

—Pensaba regalártela a ti.

—¿Ah sí? —dijo Aphris, que estaba claramente intrigada.

—Pero no te gustaría.

—¿Cómo puedes saberlo? —dijo Aphris, airada—. Todavía no he visto qué es.

—Me lo llevaré al carro, será lo mejor —dijo Kamchak.

—Si ésa es tu voluntad...

—Pero si de verdad lo deseas, puedes obtenerlo.

—¿Es algo diferente a un vulgar collar de diamantes?

Aphris de Turia no era tonta. Sabía que los Pueblos del Carro, que asaltaban centenares de caravanas, poseían a veces objetos y riquezas de enorme valor.

—Sí —respondió Kamchak—. Es diferente a un collar de diamantes.

—¡Ah! —exclamó ella.

Sospeché entonces que en realidad no le había regalado el collar de cinco vueltas a una esclava, como pretendía. No había duda de que seguiría guardado en uno de sus cofres repletos de joyas.

—Pero no te gustará —repitió Kamchak con timidez.

—Quizás sí.

—No, creo que no te gustaría.

—Pero lo has traído para mí, ¿verdad?

Kamchak se encogió de hombros y miró la cajita que tenía en una mano.

—Sí, es verdad. Lo he traído para ti.

El tamaño del estuche era el indicado para contener un collar, posiblemente dispuesto sobre terciopelo negro.

—Quiero verlo. Quiero ese regalo —dijo Aphris de Turia.

—¿Lo dices en serio? —preguntó Kamchak—. ¿De verdad lo quieres?

—¡Sí! —dijo Aphris de Turia—. ¡Dámelo!

—De acuerdo, de acuerdo —dijo Kamchak—. Pero con una condición: te lo pondré yo mismo.

Kamras, el Campeón de Turia se agitó en su asiento y musitó:

—¡Qué descarado es este eslín tuchuk!

—Muy bien —dijo Aphris—. Me lo pondrás tú.

Así que Kamchak fue hacia el lugar en el que se encontraba arrodillada. La chica estaba ante la mesa, y mantenía muy erguida la espalda, y la cabeza muy alta. Kamchak se colocó a sus espaldas, y la chica levantó delicadamente la barbilla. Sus ojos brillaban por la curiosidad. La rapidez de su respiración se percibía claramente en la seda de su velo blanco y dorado.

—¡Ahora! —dijo Aphris.

Kamchak abrió el estuche.

Aphris de Turia oyó el ruido del cierre, y estuvo a punto de girarse para ver el premio que iba a obtener, pero pudo contenerse. Mantuvo la vista fija frente a ella; y solamente levantó la barbilla un poco más.

—¡Ahora! —volvió a exclamar Aphris, temblando de emoción.

A partir de aquel momento, los acontecimientos se desarrollaron muy rápidamente. Kamchak extrajo del estuche el objeto que en principio parecía destinado a embellecer el cuello de Aphris de Turia, pero que en realidad se trataba de algo muy diferente: era una anilla de metal, un collar turiano: un collar de esclava. Todos oímos el chasquido que indicaba inequívocamente que los dos extremos del collar se habían unido, cerrándose por detrás del cuello de aquella mujer; Aphris de Turia tenía ahora el cuello apresado con el acero de las esclavas. Kamchak la levantó entonces con ambas manos, hizo girar su cuerpo para tenerla frente a frente; cuando así fue, le arrancó de un solo movimiento el velo que le cubría la cara, y antes de que uno de los sorprendidos turianos pudiera hacer nada, obtuvo de los labios de la sorprendida Aphris de Turia un prolongado beso. Acto seguido, la lanzó por encima de la mesa, y Aphris quedó en pie sobre el mismo suelo en el que antes habían danzado las esclavas tuchuks para complacerla, por capricho suyo. En la mano de Kamchak apareció como por arte de magia una nueva quiva, que hizo desistir de sus propósitos a todos los que se habrían lanzado sobre él para vengar a la hija de su ciudad. Permanecí junto a Kamchak, preparado para defenderle a vida o muerte, pero la verdad es que estaba tan sorprendido como pudiera estarlo cualquier otra persona en esa estancia.

La chica cayó sobre sus rodillas, y tiró desesperadamente del collar. Sus delicados dedos, cubiertos por los guantes, se aferraban al metal y tiraban de él, como si fuese posible deshacerse de su presa por la simple fuerza bruta.

Kamchak la miraba.

—Bajo tus ropas blancas y doradas —dijo—, olía el cuerpo de una esclava.

—¡Eslín! ¡Eslín! ¡Eslín! —gritaba ella.

—¡Cúbrete con el velo! —ordenó Saphrar.

—¡Quítale ese collar inmediatamente! —gritó Kamras.

—Creo —dijo Kamchak muy sonriente— que he olvidado la llave.

—¡Que venga alguno de los trabajadores del Metal! —gritó Saphrar.

Por todas partes se levantaba el griterío:

—¡Matad a este eslín tuchuk!

—¡Torturadlo!

—¡Echadle en aceite de tharlarión!

—¡Las plantas parásitas!

—¡Que lo empalen!

—¡Las tenazas al rojo vivo!

Todo esto no parecía afectar a Kamchak, que se mantenía inmóvil. Pero nadie se abalanzó sobre él, porque tenía una quiva en la mano, y era nada menos que un tuchuk.

—¡Matadlo! —gritaba Aphris de Turia—. ¡Matadlo!

—¡Ponte el velo! —insistía Saphrar—. ¿Acaso no tienes vergüenza?

La muchacha intentó volver a cubrirse el rostro con el velo, pero solamente consiguió aguantarlo con las manos, pues Kamchak había desgarrado las pinzas que lo sujetaban ante la cara.

En los ojos de Aphris se mezclaban la furia y las lágrimas. Kamchak, un tuchuk, había contemplado su cara.

Aunque no pudiera confesar tal cosa, aprobaba el atrevimiento de Kamchak. La cara de Aphris merecía eso y más, incluso la muerte en las mazmorras de Turia. En ese momento, sus facciones, transformadas por la rabia, superaban en belleza a cualquiera de las esclavas que nos habían servido u ofrecido sus danzas.

—Supongo que recordarás —dijo Kamchak— que soy un embajador de los Pueblos del Carro, y que por ello tengo derecho a la hospitalidad de tu ciudad.

—¡Que lo empalen! —gritaron numerosas voces.

—¡Sólo ha sido una broma! —gritó Saphrar—. ¡Una broma! ¡Una broma tuchuk!

—¡Matadlo! —gritaba Aphris de Turia.

Pero nadie se atrevía a moverse contra aquel guerrero que blandía una quiva.

—Y ahora, gentil Aphris —susurró Saphrar—, lo que debes hacer es tranquilizarte. Muy pronto uno de los miembros de la Casta de los Trabajadores del Metal llegará para liberarte. Todo irá bien. Anda, retírate a tus habitaciones.

—¡No! ¡Quiero que maten al tuchuk!

—Eso es imposible, querida —dijo Saphrar lo más bajo que pudo.

—¡Te desafío! —dijo Kamras antes de escupir en el suelo, junto a las botas de Kamchak.

Por un instante, al ver cómo brillaban los ojos de mi amigo, temí que aceptara el reto del Campeón de Turia allí mismo. Pero en lugar de hacerlo se encogió de hombros y sonrió.

—¿Por qué razón debería luchar? —dijo.

Quien había contestado no parecía ser Kamchak.

—¡Eres un cobarde! —gritó Kamras.

Al oír eso, pensé si Kamras conocería lo que la palabra que se había atrevido a pronunciar significaba para un guerrero con el rostro atravesado por la Cicatriz del Coraje de los Pueblos del Carro.

Pero Kamchak solamente sonrió. Era asombroso.

—¿Por qué razón debería luchar? —volvió a preguntar.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Kamras.

—¿Cuál será mi recompensa si gano?

—¡Aphris de Turia! —gritó la muchacha.

Se alzaron gritos de horror y de protesta entre los hombres que llenaban la sala.

—¡Sí! —gritó ella—. Enfréntate a Kamras, el Campeón de Turia, y yo, Aphris de Turia, me pondré en la estaca en la Guerra del Amor.

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