No pude evitar enrojecer. Las rodillas de Elizabeth flaqueaban, pero logró colocarse junto a nosotros.
—Es una pequeña salvaje preciosa —dijo Kamchak sonriéndome—, ¿no crees?
—Sí —respondí desviando la mirada hacia otro lado, confundido.
Kamchak se echó a reír, mientras Elizabeth nos miraba con cara de extrañeza.
—¡Las hembras! —gritó alguien desde el lado turiano.
Muchos fueron los que repitieron este grito entre risas y golpes de lanza en los escudos.
Se oyó un estruendo, y no tardaron en hacer su aparición numerosas amazonas sobre sus kaiilas. Corrieron entre las dos líneas de estacas, con sus largas melenas negras ondeando al viento y encabritaron sus monturas al hacerles parar. Acto seguido bajaron de sus sillas a la arena, y fueron entregando las riendas a algunos hombres que se encontraban entre nosotros.
Eran maravillosas muchachas, expresamente educadas para estas ocasiones por los Pueblos del Carro. Quien mandaba entre ellas era nada menos que la orgullosa y bella Hereena, la muchacha del Primer Carro. Todas estaban extraordinariamente excitadas, y reían con nerviosismo. Los ojos les brillaban. Algunas escupieron y levantaron sus puños en dirección a los turianos que las miraban al otro lado y les respondían con gritos inofensivos y carcajadas.
Vi que Hereena se fijaba en el joven Harold y que le señalaba con el índice. Después le indicó que se acercara, y el joven obedeció, abandonando su lugar entre los demás guerreros.
—Toma las riendas de mi kaiila, esclavo —dijo Hereena cuando lo tuvo a su lado, lanzándole con insolencia las riendas.
Él las tomó con un gesto de enfado y se retiró con el animal entre las risas de muchos de los tuchuks presentes.
Las muchachas se mezclaron entonces entre los guerreros. Había unas cien o ciento cincuenta muchachas que provenían de cada uno de los cuatro Pueblos del Carro.
—¡Ja! —exclamó Kamchak al ver que las líneas de tharlariones habían retrocedido unos cincuenta metros. En ese espacio se podían distinguir los palanquines cubiertos de las damiselas turianas, transportados a hombros de esclavos encadenados, entre los que sin duda habría hombres de los Pueblos del Carro.
Ahora quienes parecían excitados entre la multitud eran más bien los guerreros de los Pueblos del Carro, pues se levantaban en sus sillas para ver mejor los palanquines que se iban aproximando, tambaleantes. En su interior se suponía que iban las grandes bellezas de Turia, los premios adecuados para la salvaje competición de la Guerra del Amor.
La Guerra del Amor es una tradición muy antigua entre los turianos y los Pueblos del Carro. Según los Conservadores de Años, su antigüedad es mayor que la del Año del Presagio, por ejemplo. Se celebran estos juegos cada primavera, en un lugar que, por decirlo de alguna manera, está entre la ciudad de Turia y las llanuras. También habría que recordar que los Años de Presagio se celebran tan sólo cada cinco años. De hecho, los juegos de la Guerra del Amor no son una reunión de los Pueblos del Carro, pues normalmente en esta época las mujeres libres y el ganado de los diferentes pueblos se mantienen separados. Solamente ciertas delegaciones de guerreros, en un número no superior a los doscientos por cada pueblo, acuden en primavera a las Llanuras de las Mil Estacas.
Desde el punto de vista turiano, la justificación de los juegos de la Guerra del Amor consiste en que es una buena ocasión para demostrar el valor y la fiereza de los guerreros turianos. Así, dicen, quizás consigan que los temerarios guerreros de los Pueblos del Carro sean prudentes con el acero turiano. De todos modos, creo que para el guerrero turiano solamente existe una justificación: encontrarse cara a cara con el enemigo y llevarse a sus mujeres, preferentemente a las que más se resistan y saquen las uñas, como Hereena, porque en opinión de esos guerreros son más hermosas las más indómitas y salvajes. Entre los guerreros turianos, efectivamente, ponerles el collar a estas muchachas y obligarlas a cambiar sus ropas de montar de cuero por las campanillas y sedas de una esclava perfumada, es el máximo de la diversión. Hay que decir también que los guerreros turianos raramente se enfrentan a los enemigos de los Pueblos del Carro, que atacan con gran rapidez y parten con botín y cautivos antes de que nadie entienda qué ha sucedido, por lo cual tienen la reputación de ser un enemigo frustrante, rápido y elusivo. En una ocasión le había preguntado a Kamchak si los Pueblos del Carro tenían alguna justificación que explicara los juegos de la Guerra del Amor. “Sí”, me había respondido, y señalando a Dina y Tenchika, que en ese momento estaban trabajando en el interior del carro, añadió: “Ahí tienes la justificación”. Inmediatamente se había echado a reír dándose palmadas en las rodillas. Fue entonces cuando se me ocurrió que las dos chicas podían haber sido premios en los juegos, y que sus anteriores amos las habían obtenido de esa manera. Más tarde supe que solamente Tenchika había caído en manos de un kassar en una Guerra del Amor; en cuanto a Dina, la primera vez que había sentido las correas de un amo había sido junto a los carros en llamas de la caravana en la que había conseguido viajar. Me pregunté cuántas bellezas turianas llenas de orgullo llorarían desconsoladamente esa noche al servir a sus amos extranjeros. Me pregunté también cuántas muchachas de los carros, tan violentas e indómitas como Hereena, se encontrarían esa noche con ajorcas sujetas a los tobillos, envueltas en sedas y cadenas que dominarían su rebeldía tras las altas murallas de Turia.
Colocaron los palanquines cubiertos de las damas de Turia uno por uno sobre la hierba, y un esclavo puso ante cada uno de ellos una alfombrilla de seda. La pasajera del palanquín, al salir de su reclusión, no debía ensuciarse el pie ni resbalar sobre su sandalia o zapatilla.
Al ver esto, las muchachas de los carros se burlaron ruidosamente.
Las damiselas de Turia empezaron a salir de sus palanquines una por una. Iban vestidas con sus mejores galas de sedas resplandecientes, aunque, eso sí, siempre con la Vestidura de Encubrimiento, ocultas tras el velo, orgullosas y erguidas. Parecían disgustadas al verse envueltas por todo el clamor y estruendo que se levantaba a su alrededor.
Los jueces empezaron a circular entre los turianos y las gentes de los Pueblos del Carro. Cada uno llevaba una lista en la mano.
Por lo que sabía, no bastaba con ser mujer para poder colocarse en una estaca, de la misma manera que un guerrero cualquiera no podía participar en estos juegos. Solamente se elegía a las más bellas, y entre éstas solamente se volvía a seleccionar a las aún más bellas.
Una muchacha puede proponer su participación, de la misma manera que lo había hecho Aphris de Turia, pero eso no garantizaba que la eligieran, pues los criterios de la Guerra del Amor son muy estrictos, y se aplican lo más objetivamente posible. Tan sólo las más bellas de entre las bellas pueden participar en esa dura competición.
—¡Primera estaca! —gritó uno de los jueces—. ¡Aphris de Turia!
—¡Sí! —gritó Kamchak, dándome una palmada tan fuerte en la espalda que por poco me hizo caer de la kaiila.
Yo estaba atónito. Esa muchacha turiana era realmente bella, pues la habían elegido para ocupar la primera estaca. Eso quería decir que muy posiblemente era la mujer más bella de Turia, o por lo menos de todas las turianas que ese año participaban en los juegos.
Aphris de Turia caminaba con desdén sobre las sedas que iban colocando bajo sus pies, vestida con sus telas blancas y doradas, precedida por un juez que la guiaba hasta la primera estaca del lado de los Pueblos del Carro. Las muchachas pertenecientes a los carros, por otro lado, se colocarían en las estacas más cercanas a Turia. De esta manera, las muchachas turianas podían ver su ciudad y sus guerreros, mientras que las muchachas de los Pueblos del Carro veían las llanuras y también a sus guerreros. Kamchak me había dicho que así las mujeres quedan alejadas de los suyos, con lo cual un turiano o una persona de los carros debería cruzar el espacio comprendido entre las dos filas de estacas para entrometerse en la competición, y eso haría que los jueces detectaran la maniobra enseguida.
Los jueces continuaban enunciando nombres, y las muchachas de Turia y de los Pueblos del Carro seguían adelantándose.
Vi que Hereena, la muchacha del Primer Carro, ocupaba la tercera estaca, y eso que en mi opinión, no era menos bella que las dos chicas kassar que la precedían.
Kamchak me explicó que en la parte superior derecha de la dentadura de Hereena existía un ligero hueco entre dos muelas.
Estaba muy claro que Hereena no estaba muy conforme con la decisión de los jueces. Mejor dicho, estaba furiosa.
—¡Yo, Hereena, pertenezco al Primer Carro! —gritaba—, ¡y soy superior a estas dos kaiilas kassars!
Pero el juez ya estaba cuatro estacas más allá.
La selección de las muchachas la llevan a cabo jueces de su propia ciudad, o de su propio pueblo. En Turia los encargados son los miembros de la Casta de los Médicos que han servido en las grandes casas de esclavos de Ar. Entre los carros, los encargados son los amos de los carros públicos de esclavos, que compran, venden y alquilan muchachas, con lo que sirven tanto a los guerreros como a los mercaderes de esclavos. Se podría decir que su servicio es algo semejante al de una agencia distribuidora. Por otro lado, los carros públicos de esclavos distribuyen también Paga. Son una mezcla, en fin, de mercado de esclavos y de taberna de Paga. No conozco ningún establecimiento que se parezca a éstos en Gor. Precisamente, Kamchak y yo habíamos visitado uno la última noche, y yo había pagado cuatro discotarns de cobre por una botella de Paga. Tuve que sacar a la fuerza a mi amigo de allí, pues había empezado a pujar por una pequeña esclava de Puerto Kar de la que se había quedado prendado.
Recorrí con la mirada ambas líneas de estacas. Las muchachas de los Pueblos del Carro se mantenían orgullosamente firmes ante sus puestos, muy seguras de que sus campeones, fuesen quienes fuesen, saldrían victoriosos y las devolverían a sus pueblos. Las mujeres de la ciudad de Turia también estaban colocadas frente a sus respectivas estacas, pero éstas fingían la más absoluta indiferencia.
Suponía que a pesar de su aparente falta de interés, los corazones de las muchachas turianas debían latir con rapidez. Para ellas, éste no podía ser un día cualquiera.
Las contemplé. Eran realmente unas espléndidas mujeres, a pesar del velo que les ocultaba la cara. Sabía que muchas llevaban bajo sus sedas el vergonzoso camisk turiano. Ésa sería quizás la única ocasión en que esa prenda odiosa iba a tocar su piel. La llevaban porque sabían que si su guerrero perdía las obligarían a abandonar la estaca con una prenda diferente a la que habían traído. No las soltarían como mujeres libres.
Sonreí al pensar en que Aphris de Turia, que mantenía esa actitud tan arrogante, quizás llevaba bajo las sedas blancas y doradas el camisk de una esclava. No creía que fuese así, porque ciertamente era una mujer demasiado orgullosa, demasiado segura de sí misma.
Kamchak estaba abriéndose paso entre la multitud con su kaiila, en dirección a la primera estaca.
Le seguí.
Se inclinó sobre su silla y dijo alegremente:
—¡Buenos días, mi querida Aphris! Ella se puso todavía más tiesa, y ni siquiera se dignó volverse para mirarlo.
—¿Estás preparado para morir, eslín? —le dijo.
—No —respondió Kamchak.
Oí la risa de la chica, parcialmente mitigada por el velo bordado de seda.
—Por lo que veo ya no llevas el collar —observó Kamchak.
Aphris levantó la cabeza y no respondió.
—Todavía tengo otro —aseguró Kamchak.
Ella se giró para mirarle, apretando los puños. Sus encantadores ojos almendrados, si hubiesen sido armas, habrían matado al tuchuk tan fulminantemente como un rayo.
—¡Con qué inmenso placer veré cómo te arrodillas en la arena para pedirle a Kamras que acabe contigo! —silbó con odio.
—Tal como te prometí, querida Aphris, esta noche la pasarás con la cabeza metida en el saco de estiércol.
—¡Eslín! —gritó ella—. ¡Eslín! ¡Eslín!
Kamchak lanzó una risotada e hizo girar a su kaiila.
—¿Están todas las mujeres frente a sus estacas? —preguntó un juez.
Desde la parte opuesta de las largas líneas, otros jueces dieron la confirmación:
—¡Sí, están frente a sus estacas!
—Entonces —gritó el primer juez—, asegurémoslas.
El primer juez estaba sobre una plataforma cercana al comienzo de las líneas de estacas. Este año le correspondía estar en el lado de los Pueblos del Carro.
Aphris de Turia, obedeciendo las órdenes de los jueces menores, se quitó con un gesto de enfado sus guantes de verro blanco y seda con bordados dorados, y los guardó en un pliegue de sus ropas.
—¡Las anillas de sujeción! —requirió el juez.
—No serán necesarias —respondió Aphris—. Permaneceré inmóvil en mi sitio hasta que maten a ese eslín.
—¡Pon tus muñecas en las anillas! —ordenó el juez—. De lo contrario, alguien lo hará por ti.
Furiosa, Aphris colocó sus muñecas junto la cabeza, en las anillas dispuestas a cada lado de la estaca. El juez las cerró con mano experta y se dirigió a la siguiente estaca.
Con disimulo, Aphris movió sus manos atrapadas por las anillas, intentando liberarlas de esa presa. Naturalmente, no pudo hacerlo. Me pareció verla temblar durante un segundo, al darse cuenta de que estaba atrapada, pero enseguida volvió a tranquilizarse en apariencia, y miraba a su alrededor como si se aburriera. La llave que abría las anillas colgaba de un gancho que tenía sobre la cabeza, a unos cinco centímetros.
—¿Están ya aseguradas las mujeres? —preguntó el primer juez desde su puesto en la plataforma.
—¡Sí, lo están! —se oyó a uno y otro lado.
Vi que Hereena permanecía frente a su estaca en actitud insolente, a pesar de que sus muñecas estaban atrapadas por el acero.
—¡Que se convengan las parejas! —ordenó el juez.
Enseguida se oyó cómo los demás jueces repetían su grito.
En un momento, el terreno comprendido entre las dos líneas de estacas de llenó de guerreros turianos y de los Pueblos del Carro.
Las muchachas de los carros, como era costumbre, iban sin velo. Los guerreros turianos caminaban a lo largo de su línea de estacas, examinándolas. A veces tenían que echarse atrás, pues las muchachas les escupían y les daban patadas; también les maldecían y se burlaban, pero los guerreros aceptaban esos “cumplidos” con muy buen humor, y en ocasiones respondían con observaciones acerca de tal o cual defecto que encontraban en la chica, fuese este defecto real o imaginario. Si alguno de los guerreros de los Pueblos del Carro lo requería, el juez podía soltar las pinzas que sujetaban los velos de las muchachas y echar hacia atrás las capuchas de sus Vestiduras de Encubrimiento, para que así se les pudiera contemplar la cabeza y el rostro.