Kamchak pasó el pulgar por la hoja de su arma. De pronto vi que lo retiraba, sorprendido: de la yema de su dedo brotó la sangre. Me miró y dijo:
—Está muy afilada, ¿eh?
—Sí —dije con exasperación. Y volviéndome al juez le pregunté—: ¿No podría luchar yo en su lugar?
—No está permitido —me respondió.
—Pero era una buena idea —me dijo Kamchak.
Agarré por los hombros a mi amigo y le dije:
—Kamras no desea realmente matarte. A él le basta con humillarte. Retírate.
Los ojos de Kamchak se iluminaron repentinamente.
—¿Acaso quieres verme humillado?
—Mejor humillado, amigo mío —le dije—, que muerto.
—¡Nunca! —dijo Kamchak, con ojos duros y afilados como el acero—. ¡Antes muerto que humillado!
Abandoné el área de combate.
En el último momento le grité:
—¡Por todos los Reyes Sacerdotes, Kamchak, aguanta el arma así!
E intenté enseñarle la manera básica de empuñar la espada corta, que permitía a la vez una retención fuerte y flexible. Fue inútil, porque en cuanto me alejé un poco, ya volvía a sujetarla como si fuese una sierra goreana.
Incluso Kamras cerró los ojos por un momento, como si no le gustase en absoluto ese espectáculo. En aquellos momentos me daba cuenta de que Kamras solamente había deseado que abandonara para derrotarlo y humillarlo. Tenía tantas ganas de matar a aquel torpe tuchuk como a un campesino o a un alfarero.
—¡Que empiece el combate! —dijo el juez.
Kamchak miraba la punta de su arma, y le daba vueltas. Aparentemente, lo que le llamaba la atención y divertía era el juego de la luz del sol en la hoja de su arma. Kamras se le acercó cautelosamente, preparando el primer golpe.
—¡Cuidado! —grité.
Kamchak se giro para ver el motivo de mi alarma, y para su gran fortuna, al hacerlo el sol rebotó en la hoja y emitió un destello que fue directamente a los ojos de Kamras, quien de pronto levantó el brazo y parpadeó mientras sacudía la cabeza, momentáneamente cegado.
—¡Gírate y pégale con tu espada! —grité.
—¿Qué? —dijo Kamchak.
—¡Cuidado! —volví a gritar, pues Kamras se habría recuperado y se le aproximaba otra vez.
Naturalmente, Kamras tenía el sol a sus espaldas, y lo utilizaba de la misma manera que el tarn, para proteger su avance.
Kamchak había tenido una suerte increíble. El destello en su hoja se había producido en el momento justo.
Era muy probable que le hubiese salvado la vida.
Kamras embistió, y pareció como si Kamchak levantase el brazo en el último momento para conservar el equilibrio, e incluso se tambaleó sobre un solo pie. Aprecié que aquel movimiento había detenido el golpe, afortunadamente. El turiano empezó entonces a perseguir a Kamchak alrededor del círculo de arena. Mi amigo parecía a punto de perder el equilibrio y caer hacia atrás en cualquier momento, y Kamras continuaba instigándolo en una lucha más bien poco lucida. De todos modos había contado doce golpes de Kamras, y en cada una de esas ocasiones, de manera harto sorprendente, el desequilibrado Kamchak, que sujetaba su arma como si de un utensilio de cocina se tratara, había logrado evitar el golpe de una u otra forma.
—¡Mátalo! —gritaba Aphris de Turia.
Tenía que esforzarme para no taparme los ojos.
La muchacha kassar se lamentaba.
Entonces, como si sintiera una gran fatiga, Kamchak se sentó en la arena, resollando. Mantenía la espada frente a su rostro, con lo cual aparentemente anulaba su campo de visión. Con las botas siguió girando, manteniéndose frente a Kamras, sin que importara de qué dirección venía. Cada vez que el turiano golpeaba con su espada, cada vez que yo creía que Kamchak iba a recibir un golpe mortal, de alguna forma, incomprensiblemente y en el último instante, con un pequeño quiebro de su espada el tuchuk desviaba el arma del turiano sin recibir daño alguno. Tenía el corazón en vilo, y por esa razón no me había dado cuenta de que el Campeón de Turia llevaba atacando unos tres o cuatro minutos, y cada vez lo hacía con más furia, sin que por ello mi amigo sufriera el más mínimo rasguño.
Kamchak se levantó entonces con dificultad. Era evidente que estaba cansado.
—¡Muere, tuchuk! —gritó Kamras, lanzándose sobre él con rabia.
Durante un minuto, mientras yo apenas me atrevía a respirar y el silencio expectante solamente se veía quebrado por el choque de los aceros, contemplé a Kamchak. El guerrero se mantenía en pie rudamente, con la cabeza casi hundida en los hombros, y se diría que nada en su cuerpo se movía, a excepción de un giro de muñeca u otro, de una mano que se levantaba rápida y ligera.
Kamras estaba exhausto, y apenas podía levantar el brazo. Se tambaleaba.
Una vez más, el reflejo del sol en la hoja de Kamchak volvió a deslumbrarle por completo.
Aterrorizado, Kamras pestañeó y sacudió la cabeza, batiendo los brazos como un muñeco, moviendo su espada sin sentido.
Kamchak, paso a paso, avanzó hacia él. Vi brotar la sangre por primera vez en la mejilla de Kamras, y luego volvió a ocurrir lo mismo con su brazo izquierdo, y luego con su muslo, y luego con su oreja.
—¡Mátalo! —gritaba Aphris de Turia—. ¡Mátalo!
Pero ahora, de manera parecida a un borracho, Kamras estaba luchando por su vida, mientras que el tuchuk, como si se tratara de un oso, apenas movía nada más que el brazo y la muñeca y le iba siguiendo, y pisaba la arena inmediatamente después que él, y le tocaba una y otra vez con la hoja de su arma.
—¡Atraviésalo con tu espada! —gritó Aphris de Turia.
Durante algo más de quince minutos, sin prisas, Kamchak de los tuchuks persiguió a Kamras de Turia, y le tocaba con su arma una y otra vez. Las heridas, marcadas con una mancha roja y brillante que brotaba en la piel o en la túnica del turiano, se sucedían una tras otra. Después, para mi sorpresa y la de todos los que habían acudido a presenciar el combate, que eran muchos, vi que Kamras, Campeón de Turia, debilitado por la falta de sangre, caía sobre sus rodillas ante Kamchak de los tuchuks. Kamras intentó levantar su espada, pero Kamchak la aplastó con su bota contra la arena. El turiano levantó los ojos para contemplar con aturdimiento la inescrutable expresión del rostro del tuchuk, cuya espada tenía en el cuello.
—Seis años antes de que me hicieran las cicatrices —dijo Kamchak—, era mercenario en la guardia de Ar. Allí aprendí cómo eran las murallas y defensas de esa ciudad para después poder informar a los míos. Durante ese tiempo me convertí en Primer Espada de la guardia de Ar.
Kamras cayó en la arena a los pies de Kamchak, incapaz de pedir clemencia.
Kamchak no lo mató.
Lo que hizo fue lanzar su arma a la arena, y lo hizo descuidadamente. A pesar de ello, se hundió en la superficie hasta la empuñadura.
—Es un arma muy interesante —me dijo Kamchak sonriente—, pero yo prefiero la lanza y la quiva.
La multitud rugía y el estruendo de las lanzas pegando contra los escudos de cuero era ensordecedor. Corrí hacia Kamchak y lo rodeé con mis brazos. Su sonrisa iba de oreja a oreja, y el sudor corría entre las estrías de sus cicatrices.
Acto seguido, se giró y empezó a avanzar hacia la estaca de Aphris de Turia. La chica, cuyas muñecas seguían apresadas por el acero, le contemplaba, enmudecida por el terror.
Kamchak miró a Aphris de Turia.
—¿Qué hace una esclava disfrazada con las ropas de una mujer libre? —preguntó.
—Por favor, tuchuk, no lo hagas —le rogó Aphris de Turia—. ¡No, por favor!
Pero en un momento, el cuerpo de Aphris de Turia, prisionero en la estaca, se descubrió ante los ojos de su dueño.
Aphris echó atrás la cabeza y gimió. Sus muñecas seguían atadas a las anillas de retención.
Como ya sospechaba, no se había dignado ponerse el humillante camisk bajo sus ropas blancas y doradas.
La muchacha kassar, que había estado atada frente a ella, en la estaca contraria, había sido liberada por un juez, y corrió hacia el lugar en el que Aphris seguía confinada.
—¡Bien hecho, tuchuk! —dijo la chica saludando a Kamchak.
Kamchak se encogió de hombros.
Después, con vehemencia, la chica escupió en la cara de Aphris.
—¡Esclava! —le dijo—. ¡Eres una esclava!
Tras lo cual se volvió y corrió en busca de algún guerrero de los kassars.
Kamchak se echó a reír ruidosamente.
—¡Castígala! —pidió Aphris de Turia.
Sin pensárselo dos veces, Kamchak le dio una bofetada. La cabeza de la turiana giró hacia un lado, y en la comisura de sus labios brotó un hilillo de sangre. La muchacha miró al guerrero con un miedo repentino. Debía ser la primera vez que alguien la pegaba en toda su vida. Kamchak no la había golpeado demasiado fuerte, pero sí lo suficiente como para darle una lección.
—Tendrás que aprender a soportar los abusos de cualquier persona libre que pertenezca a los Pueblos del Carro.
—Por lo que veo —dijo una voz—, sabes cómo tratar a los esclavos.
Me volví para ver allí a Saphrar, de la Casta de los Mercaderes, a unos cuantos metros. Sus esclavos sostenían el palanquín abierto, enjoyado y cubierto de cojines que habían transportado hasta aquella arena ensangrentada.
Aphris pareció ruborizarse de la cabeza a los pies, como cubriendo su cuerpo con la encarnada y translúcida capa de su vergüenza.
La cara redonda y rosada de Saphrar irradiaba alegría, y eso me extrañó, porque me habría inclinado a pensar que aquella era para él una jornada trágica. Los labios rojos y finos se abrían en un círculo que expresaba benigna satisfacción. Incluso podía percibir las puntas de sus colmillos de oro.
De pronto, Aphris empezó a tirar de las anillas que la retenían, intentando correr hacia su tutor, sin preocuparse ya por los tesoros de su belleza que habían quedado al descubierto hasta para los esclavos que transportaban el palanquín. Naturalmente, para ellos Aphris de Turia ya no era superior, sino igual, pese a que ella quizás nunca tuviera que sujetar las barras de los palanquines, ni cargar con cajas, ni cavar la tierra, pues las esclavas llevaban a cabo tareas más agradables, y sin duda menos pesadas que los hombres que debían someterse a un amo.
—¡Saphrar! —gritaba Aphris de Turia—. ¡Saphrar!
Saphrar miró a la muchacha. De un estuche de seda que tenía frente a sí en el palanquín extrajo una pequeña lente que imitaba la forma de una flor, rodeada por pétalos de cristal y montada en un tallo de plata, del que colgaban hojas también de plata. Con ayuda de este instrumento examinó a Aphris mas de cerca.
—¡Aphris! —gritó, como horrorizado, aunque sin borrar la sonrisa.
—¡Saphrar! —lloraba Aphris—. ¡Libérame!
—¡Qué desgracia! —se lamentó Saphrar.
Kamchak me rodeó los hombros con el brazo y me susurró:
—Aphris de Turia va a llevarse una sorpresa.
—Soy la mujer más rica de Turia —dijo la nueva esclava volviéndose hacia Kamchak—. Ahora, ¡ponme un precio!
—¿Tú que crees? —me preguntó Kamchak—. ¿Serán bastante cinco piezas de oro, o piensas que es demasiado?
Yo estaba sorprendido.
Aphris estuvo a punto de quedarse sin respiración.
—¡Eslín! —susurraba—. ¡Eslín!
Después se volvió hacia Saphrar y dijo:
—¡Cómprame! ¡Utiliza todos mis recursos, si es necesario, pero cómprame!
—¡Aphris, Aphris! ¿Acaso no comprendes que mi obligación es defender tu fortuna? —preguntó Saphrar con voz inocente—. ¿Qué pretendes? ¿Que malgaste tus propiedades y riquezas en una esclava? No, eso sería una decisión absurda e irresponsable por mi parte, no puedo permitírmelo.
Ahora, Aphris le miraba con gran perplejidad.
—Es cierto, eras la mujer más rica de Turia —seguía diciendo Saphrar—, pero eso se ha acabado. No eres tú quien administra tus riquezas, sino yo, y así ha de ser hasta que alcances la mayoría de edad, lo cual, si no me equivoco, no ocurrirá hasta dentro de unos días.
—¡Pero yo no quiero ser una esclava! ¡Nunca! ¡Ni un solo día!
—Me parece comprender —dijo Saphrar levantando los ojos y fijándolos en Aphris— que tu deseo es transferir toda tu fortuna a un tuchuk antes de alcanzar la mayoría de edad. ¡Y eso solamente para obtener tu libertad!
—¡Claro que sí! —dijo ella sollozando.
—Entonces, me alegro muchísimo de que la ley proscriba una transacción de este tipo.
—No te entiendo, Saphrar.
Kamchak me apretó el hombro y se frotó la nariz.
—Estoy seguro de que sabrás —prosiguió Saphrar— que un esclavo no puede poseer propiedades, de la misma manera que no pueden las kaiilas, los tharlariones o los eslines.
—¡Pero yo soy la mujer más rica de Turia! —gritó Aphris.
Saphrar se reclinó un poco más en sus cojines. Su cara redonda y sonrosada brillaba. Apretó los labios, sonrió, adelantó la cabeza y dijo rápidamente:
—¡Eres una esclava!
Y después se echó a reír.
Aphris de Turia cerró los ojos, apoyó la cabeza en la estaca y gritó.
—Ni siquiera tienes un nombre —susurró el mercader.
Eso también era cierto. Seguramente, Kamchak continuaría llamándola Aphris, pero ese nombre pasaba a ser propiedad del tuchuk, ya no era de la muchacha. Un esclavo, que según la ley goreana no es una persona, no tiene derecho a poseer su propio nombre, lo mismo que un animal. Y es que por desgracia según esta ley, los esclavos son animales que están a disposición de sus amos completa e incondicionalmente, y éstos pueden hacer con ellos lo que se les antoje.
—Creo —rugió Kamchak—, que la llamaré Aphris de Turia.
—¡Libérame, Saphrar! —gritó la muchacha patéticamente—. ¡Libérame!
Saphrar se rió.
—¡Eslín! —empezó a gritarle Aphris—. ¡Eslín repugnante! ¡Eso es lo que eres!
—¡Ándate con cuidado! —advirtió Saphrar—. Me parece que ésta no es la manera de hablarle al hombre más rico de Turia.
Aphris sollozaba y tiraba de las anillas.
—Supongo que comprenderás —dijo el mercader— que en el mismo momento en que te has convertido en esclava, todas tus propiedades y riquezas, todas tus ropas y joyas, todas tus inversiones, todas tus tierras, han pasado a mis manos.
Aphris lloraba desconsoladamente, todavía prisionera de la estaca. Luego levantó la cabeza para mirar a su antiguo tutor. Sus ojos llorosos brillaban.
—¡Te lo ruego, noble Saphrar! —sollozó—. ¡Te lo suplico, te suplico que me liberes! ¡Por favor! ¡Por favor!