—Supongo que habrás obtenido un buen precio por ella.
Sonreí.
—¿Estás satisfecho? —preguntó.
—Sí —respondí, recordando las Llanuras de Turia—, estoy plenamente satisfecho.
Elizabeth Cardwell, que había estado preparando el fuego en el interior del carro, se sorprendió al verme volver sin Dina, pero no se atrevió a preguntarme qué había pasado con ella. Ahora que creía saber lo que había ocurrido me miraba con perplejidad, como si no pudiera dar crédito a sus oídos.
—¿La has vendido? —me dijo, incrédula— ¿Vendido?
—Fuiste tú quien me dijo que tenía los tobillos demasiado gordos —le recordé.
—Pero... ¡Era una persona! —me dijo mirándome horrorizada—. ¡Era un ser humano!
—¡No! —gritó Kamchak sacudiéndole la cabeza por los cabellos—. ¡Era un animal! ¡Una esclava! ¡Una esclava como tú! ¿Entiendes?
Elizabeth le miró con espanto.
—Creo —dijo Kamchak— que lo mejor será que te venda a ti también.
El terror de Elizabeth creció todavía más, y me miró, implorante.
Las palabras de Kamchak también me habían producido una gran impresión.
Creo que ésa fue la primera vez que Elizabeth comprendió la situación en la que se encontraba en toda su crudeza. Desde que había llegado a los Pueblos del Carro, Kamchak se había mostrado, a fin de cuentas, gentil con ella; no le había prendido el anillo tuchuk en la nariz, no la había hecho vestir de Kajira, ni marcado con los cuernos de bosko. Ni siquiera había apresado aquel cuello tan encantador con el collar turiano. Pero en ese momento Elizabeth comprendió, visiblemente impresionada, pálida, que habría de soportar que Kamchak la vendiera o la cambiara, si así lo deseaba él, y ser tratada como si fuese una silla de montar o un eslín cazador. Había visto ya cómo vendía a Tenchika, y asumía que la desaparición de Dina debía tener la misma explicación. Me miraba con incredulidad, y negaba con la cabeza. Yo, por mi parte, creí que era mejor no explicarle lo que había hecho con Dina, que no supiera que la había liberado. ¿Qué bien podía hacerle saber una cosa así? Solamente habría hecho su situación más cruel todavía, haciéndote concebir absurdas esperanzas, pues podía llegar a pensar que Kamchak actuase como yo lo había hecho. Al pensarlo, la sonrisa ya acudía a mis labios. ¿Cómo podía una persona como Kamchak liberar nunca a una esclava? Otra cosa era cierta: ni siquiera yo, si poseyera a Elizabeth, podía liberarla. ¿Qué significaba para ella la libertad en un planeta como Gor? Si se hubiera acercado a Turia, la primera patrulla la habría atado para hacerla esclava de la ciudad. Si hubiera permanecido entre los carros, cualquier guerrero joven, al ver que nadie la defendía y que no pertenecía a ninguno de los cuatro pueblos, la habría encadenado antes de que cayera la noche. Y yo no iba a permanecer entre los carros para el resto de mis días. Si la información de Saphrar era correcta, sabía que la esfera dorada, que sin duda era el huevo de los Reyes Sacerdotes, estaba en el carro de Kutaituchik. Debía intentar obtenerlo y luego volver a Sardar. Era muy consciente de que este asunto podía costarme la vida. Sí, era mejor que Elizabeth Cardwell siguiera creyendo que había vendido brutalmente a la maravillosa Dina de Turia. Así quizás entendería lo que era ella en realidad: una esclava extranjera del carro de Kamchak de los tuchuks.
—Sí —dijo Kamchak—, creo que voy a venderla.
Elizabeth, temblando de miedo, puso la cabeza sobre la alfombra, junto a los pies de Kamchak.
—¡Por favor! —dijo en un susurro—. ¡No me vendas, amo!
—¿Cuánto crees que me darían por ella? —me preguntó Kamchak.
—No es más que una salvaje —dije.
No deseaba que Kamchak la vendiera.
—Bueno, quizás podría adiestrarla... —murmuró el guerrero.
—Sí, eso haría que su valor aumentara mucho —admití.
Sabía que un buen adiestramiento requería algunos meses, aunque con una chica inteligente los progresos son muy rápidos, y solamente se tarda unas cuantas semanas.
—¿Te gustaría aprender a vestir seda, a llevar campanillas, a hablar, a andar, a comportarte, a bailar, a hacer todo lo necesario para que los hombres se vuelvan locos de deseo por comprarte y poseerte? —preguntó Kamchak.
Elizabeth no dijo nada, pero se encogió de hombros.
—No, no creo que pudieras aprender.
Elizabeth no respondió y bajó la cabeza.
—No eres más que una salvaje —dijo Kamchak con cansancio. Se volvió hacia mí, me guiñó el ojo y añadió—: Pero es una pequeña salvaje preciosa, ¿no lo crees así?
—Sí, eso es verdad.
Vi que los ojos de Elizabeth Cardwell se cerraban y que sus hombros se agitaban por una intensa tristeza. Después se cubrió la cara con las manos.
Seguí a Kamchak fuera del carro. Una vez en el exterior, y para mi sorpresa, me miró de frente y me dijo:
—Liberar a Dina de Turia ha sido una gran estupidez.
—¿Cómo sabes que la he liberado?
—Vi cómo la hacías montar en tu kaiila para dirigirte hacia Turia —respondió—. Dina ni siquiera caminaba al lado del animal. Además —añadió riéndose—, sé que te gustaba, y que nunca la habrías utilizado para tus apuestas. Y otra cosa: ¿crees que no he visto que tu bolsa —la señaló— está igual de vacía que cuando saliste?
No pude evitar echarme a reír.
—En esa bolsa deberías tener por lo menos cuarenta piezas de oro. Eso es lo que valía ella. Y quizás valía bastante más, porque era una chica muy hábil en los juegos de boleadora. Sí —añadió riéndose entre dientes—, una esclava como Dina de Turia vale más que una kaiila. Además, era una belleza. Desde luego, Albrecht fue un estúpido al perderla. Pero tú lo eres todavía más, Tarl Cabot.
—Es posible que tengas razón —admití.
—Cualquier hombre que se permita sentir aprecio y preocuparse por una esclava es un estúpido.
—Algún día quizás incluso Kamchak de los tuchuks se preocupará por una esclava.
Al oír esto, Kamchak echó hacia atrás la cabeza y lanzó un rugido salvaje en forma de carcajada, para después inclinarse hacia delante y darse una palmada en las rodillas.
—Cuando eso ocurra —dije con determinación— sabrás a qué clase de sentimiento me refiero.
Esta última frase ya fue más de lo que Kamchak podía concebir. Perdió todo control sobre sí mismo, y se lanzó hacia atrás dándose sendas palmadas en los muslos, mientras se reía como si se hubiese vuelto completamente loco. Incluso rodó por el suelo como si estuviera borracho, y dio golpes en la rueda de un carro vecino durante uno o dos minutos, hasta que sus risas se convirtieron en jadeos espasmódicos. Emitiendo extraños sonidos, luchaba por aspirar una pizca de aire que diera un respiro a sus agitadas costillas. La verdad es que en ese momento no me habría importado demasiado si se hubiese asfixiado por culpa de sus propias risas.
—Mañana —le recordé— es el día. Mañana lucharás en las Llanuras de las Mil Estacas.
—Sí —me respondió—, y por esta razón quiero emborracharme esta noche.
—Lo mejor que podrías hacer —le dije—, es pasar la noche durmiendo.
—Sí —dijo Kamchak—, pero soy un tuchuk, y por lo tanto me emborracharé.
—De acuerdo. En tal caso, también me emborracharé yo.
Acto seguido escupimos para saber quién de los dos iba a poner la botella de Paga. Kamchak se colocó de lado y giró la cabeza rápidamente al hacerlo, con lo cual me ganó por más de veinte centímetros. A la vista de sus resultados, mis esfuerzos parecían tristemente ingenuos, faltos de imaginación, poco inteligentes y simples. No conocía el truco del giro rápido de cabeza. Naturalmente, el astuto tuchuk me había hecho escupir a mí primero.
Y ahora llegábamos a las Llanuras de las Mil Estacas.
Después de tan tumultuosa noche, pues la había pasado con la botella de Paga en la mano, cantando ruidosas canciones tuchuks y asustando a la pobre Elizabeth Cardwell, Kamchak parecía estar de buen humor. Iba mirando a su alrededor y silbaba, y a veces marcaba el ritmo mediante golpes en su silla. No quería decírselo a Elizabeth, pero ese ritmo era el que lleva el tambor en la Danza de la Cadena. Deduje que Kamchak estaba pensando en Aphris de Turia, y que de alguna manera contaba con una presa que todavía no había cazado, lo cual era muy peligroso.
No sé si el número de estacas que hay clavadas en las llanuras corresponde o no al nombre del lugar, pero creo que son mil como poco. Esas estacas, cuyo extremo superior es plano, miden unos dos metros de altura, y tienen un diámetro de unos cinco o seis centímetros. Se colocan en dos largas líneas, estaca frente a estaca, por parejas. Entre línea y línea debe haber unos quince metros, mientras que entre las estacas de una misma línea hay unos diez metros. Las dos líneas se extienden en una distancia superior a los cuatro pasangs a través de la llanura. Una de estas líneas es más cercana a la ciudad, y la otra a las praderas, al espacio libre. Hacía muy poco que habían pintado cada una de las estacas, y siempre de una forma completamente diferente unas a otras, en deliciosas formaciones de color. La decoración y el arreglo de cada una de ellas dependía exclusivamente del capricho del artesano: algunas veces se trataba de dibujos y colores simples, que en otras ocasiones se tornaban fantasiosos o barrocos. El aspecto de todo el conjunto comunicaba una sensación de colorido, ligereza y alegría, y se podía decir que el ambiente que se respiraba tenía algo de carnavalesco. Tuve que esforzarme para recordar que entre esas dos líneas pronto lucharían y morirían los hombres.
Vi que todavía quedaban algunos hombres trabajando sobre las estacas para acabar de fijar en ellas las anillas de sujeción una a cada lado, a una altura de aproximadamente un metro y sesenta centímetros. Uno de los hombres comprobaba si cerraban correctamente, y luego abría las anillas con una llave. Finalmente dejó ésta colgada de un gancho colocado en lo alto de la estaca.
Algunos músicos, venidos desde Turia a muy temprana hora, interpretaban una suave melodía tras las estacas turianas, cincuenta metros mas allá.
En el espacio comprendido entre las dos líneas, y entre cada pareja de estacas, había un círculo de unos ocho metros de diámetro. En el interior de estos círculos se había arrancado la hierba, y la tierra se había rastrillado.
Entre las gentes de los Pueblos del Carro unos cuantos vendedores de Turia ofrecían sin miedo sus pasteles, sus vinos y demás manjares. Incluso alguno vendía collares y cadenas.
Kamchak observó la posición del sol, que estaba a una cuarta parte de su camino por el cielo.
—Los turianos siempre llegan tarde —dijo.
—Por ahí vienen —dije yo, pues a lomos de mi kaiila distinguía una nube de polvo que se aproximaba desde Turia.
Entre el grupo de tuchuks estaba, sin montura, el joven Harold, al que Hereena había insultado tan agriamente mientras ambos asistían a nuestro desafío con Conrad y Albrecht. Llevaba armas, pero no podía luchar en este tipo de confrontaciones, pues se requiere tener cierta categoría, y solamente se permite la participación de guerreros de mucha reputación. Cabría decir también que sin la Cicatriz del Coraje un tuchuk no tiene derecho a cortejar a una mujer libre, ni poseer un carro, o más de cinco boskos y tres kaiilas. Por lo tanto, se puede decir que la Cicatriz del Coraje tiene un valor tanto social y económico como militar.
—Tienes razón —dijo Kamchak levantándose sobre sus estribos—. Los primeros son los guerreros.
Efectivamente, los guerreros se acercaban sobre sus tharlariones en una larga procesión. El sol que caía sobre las Llanuras de las Mil Estacas se reflejaba en sus cascos, en sus largas lanzas de tharlarión y en los repujados del metal de sus escudos ovalados, tan diferentes a los escudos redondos que se emplean en la mayoría de las ciudades goreanas. Podía oír retumbar a los dos tambores de tharlarión, que como el latido de un corazón, iban marcando la cadencia de la marcha. Tras los tharlariones caminaban otros hombres de armas, a los que seguían algunos ciudadanos de Turia y también buhoneros y músicos, todos ellos atraídos por los juegos.
En las mismas alturas de las murallas de Turia podía distinguir el ondear de las banderas y pendones. Sobre esas murallas se veía a mucha gente, y supongo que muchos usarían las largas lentes de la Casta de los Constructores para observar el terreno de la contienda.
Los guerreros de Turia extendieron su formación disponiéndose a lo largo de la línea de estacas. Finalmente cubrieron la misma distancia que éstas en una fila de cuatro o cinco hombres. En ese momento se detuvieron, y tan pronto como lograron apaciguar a sus centenares de pesados tharlariones para ponerlos en la formación correcta, una lanza empenachada se inclinó, y los tambores hicieron una señal. Inmediatamente bajaron las lanzas todos los jinetes turianos, y con un grito hicieron que aquellas hordas de tharlariones se lanzaran a correr, gruñendo y silbando, en nuestra dirección, mientras la cadencia de los tambores aumentaba.
—¡Traición! —grité.
Sabía que no había nada viviente sobre la superficie de Gor que pudiese resistir el impacto de una carga de tharlariones.
Elizabeth Cardwell se puso a gritar y ocultó la cara en las manos.
Observé con sorpresa que los guerreros de los Pueblos del Carro no le prestaban demasiada atención a la avalancha bestial que se nos estaba echando encima. Algunos incluso seguían regateando con los buhoneros, y otros continuaban con sus charlas.
Hice girar a mi kaiila en busca de Elizabeth Cardwell. Si permanecía en pie sobre aquel terreno, lo más probable era que la matasen antes de que la carga de tharlariones hubiese cruzado nuestra línea de estacas. La vi derecha frente a los tharlariones que se acercaban, con las manos tapándole la cara y como paralizada por el terror. Me incliné sobre mi silla e hice que mi kaiila avanzara un poco para recoger a la muchacha y subirla a mi montura. Así, por lo menos podríamos intentar escapar.
—¿Traición? —preguntó Kamchak, incrédulo.
Volví a incorporarme y vi que las líneas de lanceros detenían violentamente a los tharlariones en su loca carrera, con lo que esos grandes animales desgarraban la superficie del terreno entre silbidos y gritos. Finalmente quedaron parados a unos quince metros por detrás de su línea de estacas.
—No ha sido más que una broma turiana —dijo Kamchak—. Valoran estos juegos tanto como nosotros, y no cometerían la tontería de echarlos a perder.