—¿Cómo es posible —pregunté— que se pueda servir hígado de pez volador aquí en Turia?
—Dispongo de una galera de guerra en Puerto Kar —me respondió Saphrar—, y la envío al Cos dos veces al año en busca de pescado.
Saphrar era un hombrecillo obeso y sonrosado de cortas piernas y cortos brazos. Sus ojos eran brillantes e inquietos, y sus labios finos y rojos dibujaban una boca redonda. De vez en cuando movía sus dedos gordos de uñas escarlata rápidamente, como si le sacara brillo a un discotarn o sintiera la textura de una tela fina. Como muchos mercaderes, llevaba la cabeza rapada. Tampoco tenía cejas, y sobre cada ojo se había fijado cuatro colgantes de oro que contrastaban con aquella piel rosácea. También llevaba dos dientes de oro, que se hacían visibles cuando sonreía; se trataba de los colmillos superiores, y probablemente contendrían veneno, pues rara vez se adiestra a los comerciantes en el uso de las armas. Le faltaba la oreja derecha, sin duda como consecuencia de un accidente, pues tal amputación se practica en las orejas de los ladrones cuando cometen la primera falta; la segunda falta se castiga con la pérdida de la mano derecha, y la tercera con la amputación de la izquierda y de ambos pies. Realmente hay muy pocos maleantes en Gor, pero por lo que había oído existía una Casta de Ladrones en Puerto Kar, una casta muy poderosa que protegía a sus miembros de indignidades tales como la amputación de oreja. Naturalmente, en el caso de Saphrar, siendo él un miembro de la Casta de los Mercaderes, la falta de la oreja no podía obedecer más que a una coincidencia, coincidencia que, sin duda, debía resultarle bastante molesta. Saphrar era un tipo agradable y simpático, de apariencia indolente si uno no se fijaba en sus ojos o en sus rápidos dedos. Desde luego, puedo asegurar que era un anfitrión excelente y nos colmaba de atenciones. No me habría importado conocerlo mejor.
—¿Y dices que tú, un mercader de Turia, tienes una galera de guerra en Puerto Kar? —pregunté—. ¿No es eso un poco extraño?
Saphrar se recostó en los cojines amarillos, al otro lado de la mesa baja cubierta de vinos y frutas y platos dorados rebosantes de delicadas viandas.
—No me había enterado de que Puerto Kar estuviese en buenas relaciones con alguna de las islas interiores —insistí.
—No lo está.
—¿Y entonces?
—El oro no tiene casta —dijo Saphrar encogiéndose de hombros.
Me llevé a la boca el hígado de pez volador, que inmediatamente obligué a bajar con un buen trago de Paga.
Saphrar hizo una mueca.
—Quizás —sugirió— preferirías un poco de carne de bosko asada.
Volví a colocar el pincho de oro en su soporte, empujé a un lado el plato brillantísimo en el que un esclavo había dispuesto cuidadosamente una buena cantidad de objetos teóricamente comestibles de forma que sugiriesen un manojo de flores silvestres que brotaban de una roca, y dije:
—Sí, creo que lo preferiría.
Saphrar comunicó mis deseos al escandalizado Mayordomo de Banquete quien, después de lanzarme una mirada, envió a dos jóvenes esclavos para que registraran a toda prisa las cocinas de Turia en busca de una tajada de carne de bosko.
Miré hacia un lado y vi a Kamchak, que daba cuenta en ese momento de otro plato, llevándoselo a la boca y después levantándolo para que la comida se deslizara hasta su boca. Si no lo conseguía no tenía ningún inconveniente en empujar con la mano todas esas viandas tan cuidadosamente dispuestas en el plato.
Dediqué entonces mi atención a Saphrar, vestido con sus ropas de placer, hechas de seda de color blanco y dorado, los colores de la Casta de los Mercaderes. Saphrar mordisqueaba con los ojos cerrados algún bicho que continuaba estremeciéndose después de que lo hubiesen empalado en un palillo coloreado.
Aparté la mirada y me concentré en un lanzador de fuego que actuaba al ritmo de las compulsivas melodías elegidas por los músicos.
—No pondré ninguna objeción a que se nos reciba en la Casa de Saphrar de los Mercaderes —había dicho Kamchak—, porque en Turia quienes realmente ostentan el poder son esta clase de hombres.
Miré por un momento a Kamras, el plenipotenciario de Phanius Turmus, Administrador de Turia, Era un hombre de anchas muñecas, fuerte, de pelo largo y moreno. Estaba sentado como un guerrero, aunque fuese vestido de seda. Le cruzaban la cara dos largas cicatrices, y por su finura se podía decir que eran obra de una quiva. Se decía de él que era un gran guerrero, incluso que era el campeón de Turia. No había hablado con nosotros, y ni siquiera parecía que se hubiese dado cuenta de nuestra presencia en el banquete.
—Además —me había dicho Kamchak dándome un codazo en las costillas—, la comida y la distracción son mejores en Casa de Saphrar que en el palacio de Phanius Turmus.
«Ya me las arreglaré —había pensado yo— para conseguir un buen pedazo de carne de bosko».
No entendía cómo era posible que el estómago de Kamchak aguantara las agresiones culinarias que estaba devorando con tanto placer aparentemente. Y la verdad es que no las aguantó. El banquete turiano se prolonga hasta muy entrada la noche, y puede llegar a consistir en ciento cincuenta platos diferentes. Preparar tales cantidades de comida resultaría absurdo si no fuese por las palanganas doradas y la vara de banquete, coronada por un penacho que se sumerge en aceites perfumados, por medio de la cual el comensal puede “refrescarse” cuando lo desee, para luego volver a atiborrarse con renovadas energías. Yo no había hecho uso de ese detestable utensilio, y me había conformado con tomar un poco de cada plato, lo suficiente para satisfacer los requerimientos de la etiqueta.
Los turianos sin duda contemplaban esto como una espantosa tarea propia de los bárbaros.
Lo más probable era que hubiese bebido demasiado Paga.
Kamchak y yo, con cuatro kaiilas cargadas, habíamos entrado esa misma tarde por la primera puerta de las nueve que tiene la muralla de Turia.
Los animales cargaban estuches maravillosamente chapados, alhajas, vasijas de plata, broches de piedras preciosas, espejos, anillos, peines y discotarns de oro, sellados con los signos de una docena de ciudades. Traíamos esto último como un regalo más para los turianos, y era un gesto insolente para demostrar lo poco que estas cosas importaban a los Pueblos del Carro: tan poco, que les regalaban los discos a los turianos. Como es natural, cuando las embajadas turianas devuelven la visita a los Pueblos del Carro, se esfuerzan en superar, o por lo menos igualar, esos regalos. Kamchak me había dicho, y creo que era una especie de secreto, que algunos de los obsequios que llevábamos habían pasado de uno a otro lado por lo menos en una docena de ocasiones. Lo que Kamchak guardaba celosamente era un estuche pequeño y plano, y vigilaba que ninguno de los siervos de Phanius Turmus se lo llevase. Cuando el mercader fue a recibimos a la puerta principal, Kamchak insistió en cargar con ese estuche, y cuando nos sentamos a la mesa lo colocó al lado de su rodilla derecha.
Había sentido una gran alegría al entrar en Turia, pues me encantaba conocer nuevas ciudades.
Turia parecía responder a mis esperanzas. Era una ciudad fastuosa. Sus comercios estaban repletos de artículos extraños e intrigantes. Olí perfumes absolutamente desconocidos para mí hasta ese momento. En más de una ocasión nos encontramos con una línea de músicos que danzaban en fila de a uno en medio de la calle y que tocaban con sus flautas y tambores, quizás de camino hacia un banquete. Con placer volví a ver las espléndidas variedades de los colores de casta tan típicos en las ciudades goreanas, colores que en Turia se ostentaban sobre ropas que a menudo eran de seda. Con placer también, volví a oír los gritos de los vendedores ambulantes, esos gritos que me resultaban tan familiares, de los vendedores de galletas, de verduras, del repartidor de vino que cargaba con un doble pellejo de su cosecha. Nosotros dos no llamábamos la atención tanto como había temido, y deduje que por lo menos cada primavera debían llegar a esa ciudad algunos visitantes de los Pueblos del Carro. Muchos eran los que apenas nos miraban, a pesar de que en teoría éramos sus enemigos de sangre. Supongo que la vida en el interior de las altas murallas de Turia es la misma día tras día, y pasa sin que sus ciudadanos piensen demasiado en los Pueblos del Carro, que normalmente se hallan lejos. La ciudad nunca había caído, y hacía más de un siglo que no sufría un asedio. El ciudadano de Turia debía empezar a preocuparse por los Pueblos del Carro solamente cuando salía de sus murallas, y cuanto más se alejase de ellas mayor debía ser su temor. Un temor que, en mi opinión, es muy razonable.
Una de las cosas que me molestaron al cruzar el interior de Turia fue que se nos adelantara un pregonero para prevenir a las mujeres de la ciudad de nuestro paso y darles tiempo a ocultarse. Incluso las esclavas corrían a esconderse. De manera que, desafortunadamente, y a excepción de un par de ojos oscuros y furtivos que nos miraban por encima de un velo desde una ventana apartada, en nuestro trayecto desde la puerta de la ciudad hasta la Casa de Saphrar no vimos a ninguna de las legendarias bellezas sedosas de la ciudad de Turia.
Le hice esta observación a Kamchak, y él se echó a reír.
Tenía motivos para hacerlo. Sin moverse de los carros podía encontrar a un buen número de esas bellezas, vestidas con un trozo de cuerda y de tela, marcadas con un hierro candente, con un anillo en la nariz y un collar turiano en el cuello. Sin ir más lejos, en nuestro carro, y para enojo de Elizabeth Cardwell, que en las últimas semanas había dormido encadenada a la rueda, había dos turianas: Dina, a la que había cazado en la competición, y su compañera, esa muchacha tan despierta que había mordido el cuello de la kaiila de Kamchak y que luego había intentado ocultar la herida que le había producido la lanza de Albrecht; su nombre era Tenchika, una deformación tuchuk de su nombre turiano, Tendite. Intentaba servir correctamente a Kamchak pero era evidente que lamentaba estar separada de Albrecht de los kassars. Sorprendentemente, éste había intentado por dos veces comprar a su antigua esclava, pero Kamchak daba largas para obtener mayor beneficio de la venta. En lo que respecta a Dina, me servía muy satisfactoriamente, casi con devoción. Albrecht, que por lo visto proyectaba realizar otra competición de boleadora, me había hecho una oferta para volver a poseerla como esclava en una ocasión, pero no me había convencido.
—Entonces, ¿está satisfecho el amo con su esclava? —me había preguntado Dina esa misma noche apoyando la cabeza en mi bota—. ¿Por eso no ha querido prescindir de mí?
—Sí, eso es —le había respondido yo.
—Estoy contenta.
—Tiene los tobillos demasiado gordos —había observado Elizabeth Cardwell.
—No son gordos —respondí yo—, sino fuertes y robustos.
—Eso si te gustan los tobillos gordos —había dicho Elizabeth dándose la vuelta y revelando, no sé si inadvertidamente, la deliciosa delgadez de sus tobillos antes de salir del carro.
De pronto, mi consciencia surgió de nuevo en el banquete de Saphrar de Turia.
Había llegado mi tajada de carne de bosko asada. La así y empecé a mascarla. Me habría gustado más si la hubiesen asado sobre un fuego abierto, en plena pradera, pero era buena carne. Volví a hincar mis dientes en aquella masa jugosa y continué engulléndola.
Las mesas sobre las que se servía el banquete eran largos rectángulos abiertos en sus extremos, lo cual facilitaba el trabajo de los servidores, que así podían llegar a todos los rincones, y permitía a los artistas actuar entre las mesas. A un lado se encontraba un pequeño altar dedicado a los Reyes Sacerdotes, sobre el que ardía un pequeño fuego. Sobre este fuego, al comienzo del festín, el mayordomo del banquete había esparcido algunas migajas de comida, un poco de sal coloreada y unas cuantas gotas de vino. “Ta-Sardar-Gor” —había dicho para que el resto de comensales repitiesen sus palabras— “Por los Reyes Sacerdotes de Gor”. Ésa había sido la libación general, y el único que no había participado en ella había sido Kamchak, pues para él tal ceremonia no era digna a los ojos del cielo. Yo sí participé en esa libación, y lo hice por respeto a los Reyes Sacerdotes, y sobre todo por uno en particular: mi amigo Misk.
Un turiano que se hallaba cerca de mí se dio cuenta de que yo me unía a la ceremonia y dijo:
—Por lo que veo no has crecido entre los carros.
—Es cierto —respondí.
—Este hombre es Tarl Cabot, de Ko-ro-ba —había dicho Saphrar.
—¿Cómo es posible que sepas mi nombre?
—Uno oye hablar de esas cosas —me respondió.
Le habría preguntado más sobre el asunto de no haberse vuelto de espaldas para hablar con un hombre que tenía detrás, acerca de cuestiones que supuse relacionadas con el banquete.
Y luego lo olvidé por completo.
No habíamos podido contemplar a las mujeres en las calles de Turia, pero Saphrar se había encargado de suplir esta deficiencia en su festín. Había bastantes mujeres presentes en las mesas, mujeres libres, y otras más, esclavas, servían. Las mujeres libres, con gran desvergüenza según la opinión del pudibundo Kamchak, bajaron sus velos y se quitaron las capuchas de sus Vestiduras de Encubrimiento para disfrutar de la ocasión, y se podía decir que comían con tanto entusiasmo como los hombres de Gor. La belleza de esas mujeres, el brillo de sus ojos, sus risas y sus conversaciones hicieron que la velada mejorase inconmensurablemente, al menos para mí. Algunas eran de lengua ligera, ingeniosas, encantadoras y despreocupadas. De todos modos, pensé que no era demasiado corriente que aparecieran en público sin velo, y particularmente cuando Kamchak y yo estábamos presentes. Las esclavas que nos servían llevaban cuatro anillas de oro en cada muñeca y en cada pie, por lo que al andar se oía el ruido de las pulseras y ajorcas que chocaban entre sí; a este ruido se añadía el de las campanillas de esclava que llevaban colgando de sus collares turianos y del cabello. Por último, una de estas campanillas pendía de cada oreja, perforada a tal efecto. Todas estas esclavas vestían un camisk turiano. En realidad, desconozco la razón por la que se le llama camisk, como no sea porque constituye una prenda sencilla para las esclavas. El camisk corriente no es más que una única pieza de ropa de una anchura próxima a los cincuenta centímetros y resulta muy parecida al poncho. Cuelga normalmente un poco por encima de las rodillas y se ata con una cuerda o cadena. En cambio, el camisk turiano, si se deja sobre el suelo tiene una forma parecida a una T invertida y, biselada por cada lado de su parte horizontal. Se sujeta con una sola cuerda, que va atada a la prenda de la muchacha por tres puntos: tras el cuello, tras la espalda y ante la cintura. Como podrá suponerse, la ropa está sujeta tras el cuello, cae por delante, pasa entre las piernas y después vuelve a subir, para que los dos extremos horizontales de la T rodeen las caderas de la chica y se aten por delante. El camisk turiano, a diferencia camisk corriente, cubre la marca de la esclava; por otro lado, también a diferencia del camisk corriente, el turiano puede quedar bien sujeto, y si se ajusta correctamente resulta lo más apropiado para revelar la belleza de la muchacha.