Pero no fue una semana. Fueron más de tres. Los análisis del laboratorio se retrasaban y Kyril hacía llamadas clandestinas desde la cárcel para que Kalina le dijese al abogado que moviera el culo o tendría que vérselas con él tarde o temprano. Luis, el abogado, jaleaba mucho sus propias gestiones, y además llamó a Cococha hecho una furia: en el atestado figuraba que el análisis de la sustancia, realizado por la propia Guardia Civil como primera diligencia, había detectado un componente propio de la heroína, lo que podía agravar mucho las cosas, y desde luego él dejaría el caso si no se le decía inmediatamente toda la verdad. Cococha le juró por todos sus muertos que con la cafeína no había mezcla de nada, y que si un abogado cobra un dineral es precisamente para solucionar cosas así, para demostrar que la policía o quien fuese había hecho una jugarreta poniendo caballo o lo que fuera en las bolsas. Luis me dijo que el instinto le hacía fiarse de Cococha; no me aclaró a qué clase de instinto se refería. Y hablando de dinero —que no dinerales, aclaró—, quería decirme que a Kyril se le habían abierto dos sumarios diferentes, uno por lo del coche —dentro de una gran operación conjunta entre la policía y la Guardia Civil para desarticular, en efecto, una red de traficantes de vehículos robados en Madrid y las localidades limítrofes—, y otro por presunto atentado contra la salud pública y por presunta tenencia ilícita de armas, expresiones desde luego demasiado escandalosas considerando que se trataba de escopetas de aire comprimido y de cuarto y mitad, o la cantidad que fuera, de cafeína; en cualquier caso, al tratarse de dos sumarios en dos juzgados diferentes —el primero, de San Fernando de Henares, que había instado al número uno a hacer el registro—, habría que trabajar más, con lo que habría que duplicar la provisión de fondos. Eso significaba que tenía que duplicarla yo. Porque Kyril y Kalina estaban sin un céntimo —acababan de comprarse para su nuevo piso un dormitorio de diseño increíble y no sé qué maravillas decorativas—, y tenían además que pagar la renta, la luz, el agua, la comunidad, el seguro médico privado y el último plazo del seguro anual del coche. Y Kalina quería pagarlo todo lo antes posible, para poder demostrarle a Kyril que ella podía solucionar los problemas si hacía falta, y decírselo cuando fuera a visitarlo. Luis, el abogado, me dijo que comprendía que Kyril se sintiera solo y nervioso, y que él intentaría ir a verle, aunque consideraba mucho más importante estar en los juzgados, dejándose ver, preguntando, reclamando, creando ambiente a «nuestro favor»; Kalina, sin embargo, podía verle el sábado por la mañana —aún quedaba una semana entera—, que era el día de visitas.
Kalina estaba negra. Con todo el mundo. Con el abogado, que no hacía más que pedir dinero y no movía el culo. Con Emil, que había caído también en la redada y, adoctrinado sin duda por Natalí, había declarado por lo visto que la escopeta de cañones recortados que encontraron en su casa se la había dado Kyril, para que se la guardase, unos días antes; Kalina había llamado a Emil para insultarle por haber dicho aquella mentira, pero Emil le explicó con toda tranquilidad que, si Kyril iba a pudrirse en la cárcel por lo de las drogas, daba lo mismo si se pudría también por la escopeta de cañones recortados, y uno de los dos, por lo menos, se libraba. Kalina maldecía a Emil —a quien el juez de instrucción, en efecto, había puesto en libertad— y a Natalí. Y estaba negra con los vecinos de su edificio, que habían delegado en la presidenta de la comunidad la misión de advertirle que si, como se decía, su marido estaba mezclado en un asunto de drogas, tendrían que pedirle al dueño del piso que les rescindiera el contrato, porque aquél era un bloque de familias honestas que nunca habían tenido ningún problema hasta que empezaron a llegar extranjeros; Kalina hizo uso de su habitual habilidad para parecer inocente y dulce y le explicó a la presidenta de la comunidad de vecinos que, en realidad, todo se había solucionado en seguida, pero que la madre de Kyril, en Bulgaria, al conocer la noticia, había sufrido un ataque de corazón y Kyril había ido inmediatamente a verla. Volvería pronto. Ojalá. Así dejarían los padres de Kyril y la madre de Kalina de llamar por teléfono dos o tres veces al día, que era todo lo que Kalina necesitaba en aquellos momentos. Kalina también estaba negra con los padres de Kyril y con su madre. Para colmo, yo había ido a su casa un par de tardes, al salir del despacho, para hacerle compañía y escuchar sus parlamentos de coraje o de desánimo y sus planes para el futuro, y algunos vecinos me vieron entrar y salir y debieron de pensar que Kalina, para salir adelante, recibía a hombres.
Fueron días malos. Procuraba esmerarme en el trabajo y conservar la calma, porque en cualquier momento todo podía depender exclusivamente de mí y no era cosa de atolondrarse como una estudiante de formación profesional ante un examen oral. Adela, mi secretaria, corría el riesgo de quedarse boquiabierta para siempre, porque a veces, creo que sin querer, sorprendía inquietantes conversaciones telefónicas en las que yo le aseguraba a Luis, el abogado, que estaría dispuesto —faltaría más— a declarar en un juicio a favor de mi chófer y hacer hincapié en sus buenas cualidades laborales y morales, así como en el interés demostrado en afianzarse en España con su esfuerzo personal, o pidiéndole a la Ley de los Angeles aclaraciones sobre cuestiones judiciales, sin que el abogado mercantilista nunca acertara a despejarme las dudas. Dudas que Kalina se encargaba de acrecentar, sobre todo desde que visitó a Kyril en la cárcel.
—El pobrecito está desesperado —me dijo—. Ha adelgazado muchísimo en estos diez días. Pero está en clases de español y se le ve muy orgulloso porque la profesora no le ha puesto en el grupo de los extranjeros sino con los españoles. También se ha apuntado a un curso de informática. Dice que, cuando salga, va a cambiar de vida, va a dejar la noche, va a buscar un trabajo normal, me lo ha prometido. Dice que tienes que ayudarle. Y suplica por caridad que el abogado vaya a verle. Ah, y te da las gracias por el chándal. Le dije que es precioso. Seguro que ya se lo ha puesto.
¿Sería cierto que Kyril iba a salir pronto? ¿Cuánto tardaban por término medio los laboratorios en mandar los resultados de los análisis al juzgado? ¿No empezaría Kyril a acostumbrarse a la prisión si no salía en libertad antes del próximo fin de semana, y no se le apagarían los buenos deseos de encontrar un empleo normal con un sueldo discreto, aunque no pudiera permitirse lujos en seguida? ¿Sería la profesora de lengua española de la cárcel una lagarta que volcaba su disfunción afectiva en enseñarles la lengua a los reclusos? ¿Añoraría Kyril, en el secuestro melancólico de la prisión, mis clases de lengua en general, y de francés en particular? ¿Evocaría cada mañana y cada noche —al ponerse y quitarse el chándal que yo le había comprado porque me dijo Kalina que el legendario chándal verde ya estaba roto por puro desgaste— todo lo que yo había hecho por él? ¿Tenía eso alguna importancia? El quizás viviera un pasajero brote de emoción, y yo no hacía lo que estaba haciendo a cambio de que esa emoción brotara y se convirtiera en perdurable. Yo lo hacía a cambio de nada.
—Te felicito —me dijo Luis, el abogado—, la mayoría de la gente no haría ni la décima parte de lo que estás haciendo tú. Más aún, la mayoría de la gente no querría saber nada. Conozco montones de casos en los que familiares directos, incluso padres y hermanos, se asustan como gallinas y abandonan por completo a ese hermano o ese hijo en apuros. Eso sí, siempre con el pretexto de que ellos son personas decentes.
Entre las loquiloras de la Puerta del Sol, por lo visto, pasaba lo mismo. La Ley de los Angeles me llamó para interesarse por la marcha de las cosas y me dijo que en la Puerta del Sol no se hablaba más que de eso.
—¿Pero saben lo de Kyril?
—No estoy seguro. Creo que no. A mí nadie me ha hecho ningún comentario. Y yo no le he dicho nada a nadie, por supuesto. Lo que ocurre es que en televisión y en algunos periódicos ha salido la noticia de una red de búlgaros y polacos que se dedican a robar coches de lujo y a venderlos después entre compatriotas a precios de risa. Un mercedes último modelo y flamante por cien mil pesetas, y cosas así. Si no lo has visto, yo tengo una fotocopia de lo que publicó el
ABC
, una página entera. La fotocopia ya la tiene toda la Puerta del Sol. La conejera está alborotadísima. Y ayer la Perseguida decía a gritos que ya era hora, que a ver si se pudren todos en chirona, que aquí no han venido más que delincuentes y que no será ella, desde luego, la que mueva un dedo para que los pongan en la calle.
Miserables brujas. Ya estaban cansadas de comer todos los días lo mismo. Quedé con la Ley de los Angeles en la Puerta del Sol para que me diese el recorte de prensa y me parecieron todas dispuestas a apoyar una limpieza étnica inmediata. Apenas vi rostros eslavos conocidos. Habían vuelto los mormones, seguramente adoctrinados en la vigilancia de sus pasaportes. Gildo, la Molokai, se quejaba de que aquello estaba fatal de chicos. Más aún: aseguraba haber visto a dos o tres en los últimos días en compañía de la Perseguida y, a continuación, desaparecieron como por ensalmo; en su opinión, la Perseguida los asesinaba, los descuartizaba, hacía desaparecer los restos en la bañera de su casa llena de ácido y se pasaba después horas ante el espejo para ver si iba volviéndose tan guapa, tan alta y tan rubia como el carnicero de Milwaukee. Según él, así no era de extrañar que el supermercado estuviese tan desabastecido. Urgía recibir género nuevo, quizás cubano. La Marquesa Viuda había vuelto de unas breves vacaciones en La Habana echando pestes de Fidel, haciéndose lenguas de los bellezones que abarrotan la isla dispuestos a todo —siempre que se produzca el milagro de encontrar un sitio donde sea posible todo— y con un plan de novenas a la Virgen de la Caridad del Cobre para que Cuba sea de nuevo —para «nosotros», subrayaba— un paraíso.
—Nenas —gritó la Manoslargas—: próxima parada, Cuba.
El Este de Europa ya había dado de sí todo lo que podía. Ya había proporcionado satisfacción a sus sitiadores, consuelo y razón a los desertores, abundante material a los ladrones de niños, científicos a precio de ganga, mano de obra especializada y baratísima, unos cuantos escritores atolondrados, futbolistas de talento a precio de ocasión, dolorosa alegría a los demócratas de buena voluntad y cuerpos jóvenes y necesitados a las agencias de servicio doméstico, a los puticlubs de carretera y a las pirañas concentradas en la Puerta del Sol. Si la Virgen de la Caridad del Cobre ponía por fin algo de su parte, la próxima estación, en efecto —y no sólo para las pirañas—, Cuba. Las pirañas no eran ni mejores ni peores que todos los demás.
A las pirañas, en todo caso, el Este de Europa había terminado por no dejarles nada; a mí, en cambio, me había dejado un chófer en prisión. Luis, el abogado, me aseguraba en cada una de sus llamadas telefónicas que estaba convencido de lograr la libertad provisional sin fianza, o con una fianza mínima y en relación con sus ingresos oficiales, para Kyril —así remataba el complicado recurso que había preparado y que pensaba presentar inmediatamente—, y que seguía «creando ambiente» en los juzgados «a nuestro favor» —se me ocurrió que lo mismo estaba montando allí dentro un bar gay—, pero aún no había visitado a Kyril, y Kyril estaba furioso. Kalina estaría con él a mediados de la segunda semana en un
vis-à-vis
que les habían concedido, y la propia Kalina me sugirió que le escribiese una carta, porque Kyril seguro que la necesitaba. Como la desdicha me ablanda el corazón, pensé que la generosidad no es sólo virtud de caballeros, sino que puede hospedarse también en el alma de una niña búlgara dispuesta a todo por su hombre, y le escribí a Kyril una carta en la que le decía, sobre todo, que Kalina era maravillosa, que Kalina era mejor que el oro —por un momento tuve la visión de Kyril con Kalina colgada al cuello—, que tenía que cuidarse y tener confianza y dejar la noche y sentar cabeza y sacrificarse un poco por Kalina, y que yo le ayudaría siempre en todo lo que pudiera, que yo siempre sería su amigo, el mejor amigo, aunque a él a veces hubiera podido parecerle que yo no era un amigo de oro. Como despedida, le pedía: sé bueno.
—No lo es —me dijo Kalina, muy preocupada, después del
vis-à-vis
—. Ya se ha peleado con unos cuantos.
Si no sale en seguida, Daniel, voy a perderlo. Se ha hecho muy amigo de otro búlgaro que está con una condena de diez años por haber secuestrado a alguien y haber intentado cobrar un rescate; Kyril dice que si lo dejan allí ya saben cómo fugarse. Se le está pasando el miedo. Y, encima, no me han dejado entregarle tu carta, la he tenido que poner en el correo.
—Empieza a creerse importante también allí dentro, ¿verdad?
—Exactamente. Y eso es muy malo. Ese abogado tiene que hacer algo más, por Dios.
—Hablaré con él. Díselo tú también, Kalina. Hoy mismo. Y a ver si se me ocurre alguna otra cosa.
Me miró como si estuviera a punto de vender un recuerdo de familia.
—Ir a verle —dijo—. ¿Tú crees que podrías ir a verle?
Era lo que estaba esperando oír. Sabía cómo hacerlo, pero no quería que Kalina se sintiera celosa. Estaba dispuesto a poner de mi parte todo lo que hiciera falta, pero también a ser delicado y respetuoso con las emociones que no me correspondían. Como no todo en este mundo es ruin, la generosidad a veces se ve recompensada, y ahora tenía un encargo que cumplir. Una muy querida amiga mía era muy amiga de alguien con un cargo importante en la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias, y bastó con poner en marcha la cadena de amistades para que el director de la cárcel me citara en su despacho el martes de la tercera semana que Kyril pasaba ya encerrado. Podría verle en la sala de abogados y hablar con él con absoluta tranquilidad. Ni al alto cargo de Instituciones Penitenciarias, ni al director de la cárcel —a quienes debería parecerles normal que me interesara por mi chófer— se les ocurrió sospechar, supongo, que aparecería muy ingenua y muy sofisticada para darle a Kyril un absurdo parte meteorológico, pero la verdad es que yo me sentía como Audrey Hepburn en
Desayuno con diamantes
.
—Es una locura —me dijo, muy acalambrada, la Tiralíneas—. ¿Por qué no te estás quietecita? Estoy viendo que no vas a parar hasta ofrecerte a quedarte presa en su lugar. Me veo llevándote el
¡Hola
! todas las semanas.
Pero todo salió bien. El director de la cárcel fue muy amable —aunque me advirtió, tras consultar el expediente de Kyril, que mi chófer lo tenía complicado— y me acompañó, con una autorización de su puño y letra, a la sala de abogados, después de pasar los controles de un par de funcionarios hoscos y pejigueras y un par de rejas gigantescas que se abrían y cerraban por control eléctrico y levantaban un sonido sólido y muy frío, inconfundiblemente carcelario. El director pidió a los funcionarios encargados de los avisos que llamaran a Kyril, y luego me dejó sin hacerme ninguna indicación especial.