Pero un caballero no se desprende tan fácilmente de su hidalguía, de su rectitud, de su pulcritud. Un caballero no se engaña tan fácilmente a sí mismo. Tenía la certeza de estar pisando tierra minada, y la cuestión era si seguir adelante o dejar que la inmisericorde, amurallada, estreñida legalidad diese cuenta a su modo de las víctimas de la hecatombe. Creí que, guardando el secreto, el conflicto se convertiría en secreto también para mí, y que podría seguir amando a un rufián búlgaro sin contaminarme. Pensé también que el ver el coche sólo de tarde en tarde me apaciguaría, pero ocurrió todo lo contrario: saber que la prueba de mi culpabilidad rodaba cada noche por todo Madrid, fuera de mi control, me hacía sentirme enormemente vulnerable. Y para Kyril podía tener sentido jugárselo todo y perderlo todo a cambio de conducir y exhibir, aunque sólo fuera durante un puñado de días, un coche de lujo. A mí se me ponía eléctrica la permanente de sólo pensarlo.
Cuando Gildo vio el coche y, espoleado por su natural curiosidad y por el acoso de Assen, se interesó por todos los detalles de la procedencia, la operación mercantil, la fórmula de pago y la titularidad del porsche, comprendí que a la Molokai sería una soberana imprudencia confesarle la verdad. Tampoco Adelardo Taormina, la Mogambo, parecía el confidente más adecuado: me reprocharía mi dedicación demasiado naturalista a los placeres de la selva, cuando la selva sólo es compatible con una sensibilidad de raíz ecológica pero vocación permanente de modernidad si se opta por una selva estilizada, como la que crece en garitos selectos a los que nunca tienen acceso las fieras demasiado bravias. Ni Vicente Murcia, la Tiralíneas, estaba capacitado para darme una opinión ecuánime, narcotizado por una relación casi matrimonial que le impedía ya ni siquiera imaginar los placeres del riesgo. Mucho menos la Tremenda, que, aparte de hacer coros y piruetas en la Compañía Lírica Nacional, se dedicaba desde hacía un año, con un éxito tremendo, al tráfico internacional de voces líricas y jamás entendería que nadie pudiera jugarse, por un empeño de las visceras, no sólo su nombre y su hacienda, sino ni siquiera una comisión del diez por ciento. Me quedaba la Ley de los Angeles, en consideración a una hipotética profesionalidad.
Me hice el encontradizo con él en la Puerta del Sol.
—Javier —le dije, en un aparte—, mañana deja el disloque en el bufete y trae toda tu profesionalidad, que te necesito. Para una consulta.
—Servidora siempre lleva la profesionalidad dentro, como el diu —dijo él—. Dime.
Se lo dije todo. Y ya se sabe que los abogados nunca se escandalizan de nada.
—No es mi especialidad —reconoció—, pero con un buen abogado y una razonable fianza no creo que tuvieras mucho que temer. Excepto el escándalo, claro.
Estaba claro que la parte moral no la consideraba de su incumbencia, ni de la de ningún colega con un poco de estilo.
—Es que esto me coge de nuevas. Y estoy un poco asustado —admití.
—Pues yo pensaba que para ti es el pan de cada día. ¡No me dirás que es el primer delincuente que ha entrado en tu vida!
No tenía por qué explicárselo, pero hasta entonces había puesto mi afecto en personas convencionales, sencillas con frecuencia, incluso simples, sin peligro. Pero eso era antes de que un mundo en pedazos se nos echara encima y a cada uno de nosotros le tocara una parte de la catástrofe. A mí me había tocado Kyril.
—Y dime una cosa —la Ley de los Angeles empezaba a encontrar algunos detalles sorprendentes—: ¿No tenía suficiente con el pedazo de moto que le compraste?
Le recordé que la moto tiene dos inconvenientes serios: no te luce nada si no tienes una melena como la de Marianne Faithfull —don que los dioses búlgaros no volverían a concederme—, y en cuanto llueve un poco se vuelven peligrosas. En los tiempos que nos ha tocado vivir, de climatología tan desordenada, preferible es un buen coche por si llueve en cualquier momento.
La Ley de los Angeles se puso de pronto circunspecto.
—Ya veo —dijo—, pero ya sabes lo que ocurre: a veces, cuando llueve, diluvia.
Miré dentro de mí. Diluviaba.
Una tormenta de verano había dejado el jardín brillante como el recuerdo instantáneo de los días felices. Pero, como el recuerdo en cuanto pierde la lozanía del primer fogonazo, el jardín, húmedo y sacudido por el vientecillo irregular que se había levantado apenas escampó, recuperaba por minutos el aspecto de un perro noble y envejecido al que acabasen de martirizar con un remojón. Mi madre ya me había explicado que, desde que Cayetano, el jardinero, se había jubilado, era difícil encontrar a alguien experto, constante y que no cobrase por horas una fortuna.
—Los tiempos ya no están para tener cuatro o cinco personas fijas de servicio —añadió—, y estoy viendo que al final tendremos que mudarnos.
Mi padre no quería ni oír hablar de mudanza. Mis hermanas, y, sobre todo, los maridos de mis hermanas, encontraban absurdo gastar dinerales en reparaciones continuas de la casa, demasiado vistosa para soportar sólo pequeños remiendos, porque además esas carísimas reparaciones, conforme pasaba el tiempo, apenas lograban disimular el deterioro del edificio o superar las incomodidades de una distribución anticuada y casi imposible de corregir. "Yo me había ofrecido a sufragar algunos gastos, hasta un límite razonable, para tareas de conservación o incluso para mantener a alguna de las personas del servicio, y al final elegí hacerme cargo del sueldo, el montepío, el ocaso, los uniformes de invierno y de verano y otras prerrogativas intocables de Remedios, que entró a servir en casa un mes antes de que naciera yo y se había convertido, después de tantos años, según mi madre, más en una preocupación que en una ayuda, siempre asustada ante la idea de verse en la calle y sola en cualquier momento, hasta que yo le comuniqué que pasaba a ocuparme de todos sus gastos y que no tenía nada que temer. Siempre fui su niño predilecto, pero a partir de entonces fui también su ángel protector y todo lo que yo hacía, decía, proponía o censuraba era lo más acertado, lo más inteligente y lo más conveniente para todos. Según mi madre, mis hermanas y, sobre todo, los maridos de mis hermanas, era un dinero en buena parte tirado, más que nada porque, si no hubiera que costearle tantos caprichos —entre ellos, un viaje de una semana todas las Navidades para ir a visitar a una hermana monja en un convento de Burgos—, Remedios costaría la mitad y se podría utilizar el sobrante en alguna hora más de jardinero al mes, que buena falta hacía. Pero la devoción un poco disparatada de Remedios me divertía y, además, me ayudaba a seguir considerando aquélla mi verdadera casa.
Había decidido adelantar un poco las vacaciones de verano, si bien quizás necesitara realizar un viaje a Madrid a mediados de agosto para atender algunos asuntos del despacho, desde luego ninguno de ellos relacionado con la reconversión de la petroquímica búlgara. La petroquímica búlgara había pasado seguramente a mejor vida y no admitía reclamaciones, en especial de Simenon Iliev. Durante algún tiempo había albergado la idea de pasar unos días en Brasil o Tailandia, destinos turísticos de una vulgaridad que de pronto se me antojaba reconfortante, pero al final pudo otra vez conmigo el deseo un poco enfermizo de refugiarme en casa de mis padres, dejarme mimar por Remedios, discutir con mis hermanas y con los maridos de mis hermanas el destino del cada vez más escaso y achacoso patrimonio familiar, soportar las prolijas explicaciones de mi padre sobre la desaparición del noble oficio del corretaje entre caballeros —al que venía dedicándose, con mucho cuidado en la elección de las operaciones de compraventa, desde que se vendió la bodega de la familia, en la que ejercía el cargo de gerente con suficiente esmero, a su entender, al tratarse de una posición si no del todo honorífica, sí muy altruista por su parte—, atender las lamentaciones de mi madre por la falta de modales de las nuevas generaciones y su manía de celebrarlo todo —bodas, bautizos, comuniones, entierros— de manera informal, salir poco —sólo alguna noche a cenar con mis hermanas y mis cuñados—, pasar largas horas en mi antigua habitación, ahora convertida en gabinete, emprendiendo lecturas postergadas o simplemente contemplando aquel jardín que, sin duda, conoció días mejores. Era un comportamiento absurdo, depresivo, pero no forzado, y me servía para compensar la vida acelerada y la borrascosa y siempre un poco epidérmica agitación sentimental del resto del año. Cierto que, otros veranos, la cura de aburrimiento y dejadez nunca duraba más de dos semanas, pero otros veranos yo no tenía que reponerme de una experiencia mística por vía punitiva, iluminativa y unitiva en plena Bulgaria, y de un aparatoso y repentino desorden moral —como el de la mujer casada, decente y feliz que, un buen día, pierde los estribos por otro hombre y, de pronto, perturbada, tira a sus hijos por el balcón—, todo prácticamente sin solución de continuidad. En dos semanas no hay caballero que se reponga de una repentina despresurización espiritual de semejante calibre.
A Kyril seguía viéndole sólo cuando el tiempo o el sueño se lo permitían, o cuando algún imprevisto económico se lo aconsejaba. Es verdad que seguía jurándome que yo era el amigo al que más quería —y seguía acompañando su declaración con el delicioso gesto de llevarse la mano derecha abierta al lugar del corazón, a sabiendas de que yo iba a decirle que en aquel hueco del pecho los búlgaros no tenían un corazón, sino una patata—, y no había olvidado la manera de sonreír con los ojos y besar en las mejillas como si acabara de llegar de un largo y penoso viaje, pero también es cierto que la falta de una necesidad perentoria lo hacía todo menos emocionante. Cuando Kyril no tenía donde caerse muerto, cinco mil pesetas que yo le diera significaban para él la vida durante un par de días; ahora, con unos ingresos desiguales pero en modo alguno insuficientes para que él y Kalina pudiesen vivir sin grandes agobios, las diez o quince mil pesetas que yo le daba cuando nos veíamos tenían siempre algo de superfluo y aséptico. No era fácil ser y sentirse generoso con alguien que, entre lo que ganaba él y lo que ganaba Kalina, algunos meses gastaba bastante más de lo que gastaba yo sin privarme de nada. Estaban pensando en mudarse de apartamento, entre otras razones porque ya no tenían espacio para todos los aparatos electrodomésticos y audiovisuales que Kyril siempre había considerado imprescindibles para sentirse a salvo de la miseria. Tampoco les quedaban ya dedos en los que encajarse alianzas y sortijas, aunque Kyril no olvidaba la frustración de no haber podido comprarse aún la estrepitosa cadena de oro que continuaba, como esperándole, en el escaparate de la joyería de la Gran Vía y que él iba a mirar de vez en cuando, para asegurarse de que seguía allí. Esperaba colgársela pronto al cuello, junto a las otras tres o cuatro que llevaba siempre por encima de la camisa, bien visibles. Era evidente que los amos de la noche, cualquiera que fuese su especialidad, pagaban bien. Por eso, cuando llamé a Kyril para decirle que adelantaba un poco mis vacaciones, asegurarme de que tenía en su agenda el número de teléfono de casa de mis padres y pedirle que me avisara si por fin decidían pasar algunos días en la playa y podíamos encontrarnos, él me dijo que ya tenían reservas en Ibiza, donde pensaban permanecer una semana, pero que después a lo mejor iban a hacerme una visita para conocer a mi familia y pasar conmigo parte del mes de agosto. Debo reconocer que era en lo último en lo que yo habría pensado. Claro que, desde esa conversación, había pasado ya más de mes y medio y no había vuelto a tener noticias suyas —cuando llamaba a su casa, saltaba invariablemente el contestador automático, con las instrucciones grabadas con gran solemnidad en búlgaro y español, y nunca respondió a mis mensajes—, así que mi madre se ahorraría la intensa experiencia de conocer a una pareja representante de las nuevas y migratorias generaciones y con un sentido particularmente drástico de la informalidad.
En mi casa, Remedios todavía se cambiaba de uniforme y se ponía un blanquísimo delantal almidonado para servir la merienda, incluso aquellas tardes calenturientas de agosto en las que sólo merendábamos, en la terraza chica recién regada, mi madre y yo. A mi madre también le gustaba arreglarse —con esmero, pero con moderación— antes de sentarse a merendar, porque la merienda marcaba el límite entre el ajetreo diurno y el sosiego vespertino, hubiese o no previstos planes hasta la hora de la cena o, sólo en ocasiones excepcionales, para cenar fuera de casa. A mí me divertía respetar ese rito algo anticuado de la merienda y, en general, prolongaba la hora de la siesta leyendo un poco, y me duchaba y me cambiaba de ropa, antes de acudir a la terraza chica, donde todo estaba preparado con una pulcritud que resultaba muy tranquilizadora.
Cuando yo no estaba en casa, mi padre se sometía sin rechistar al rito imprescindible de la merienda. Pero en cuanto me veía aparecer por la cancela del jardín, se consideraba exento temporalmente de un ritual que sin duda se le antojaba tan rígido, ancestral e interminable como el de las bodas del futuro emperador japonés. La merienda, de hecho, no consistía más que en una taza de té o café y tortas de aceite de Casa Guerrero, y, en circunstancias normales, podría despacharse en media hora, pero el tono ceremonioso y sedante que mi madre había conseguido imponer y mantener durante décadas exigía dos horas como mínimo dedicadas cada día a merendar. De forma que mi padre, en cuanto yo llegaba a casa, recuperaba de repente dos horas extraordinarias que, salvo los paréntesis de mis vacaciones en los últimos tiempos y alguna que otra circunstancia luctuosa, había tenido que dedicar a diario a la dichosa merienda desde hacía cincuenta años, desde la primera vez que mi abuelo le permitió entrar en la casa para pretender a mi madre. Mi padre no lo olvidaría nunca: «Lo primero que hice fue eso: merendar. Y así hasta hoy». Y no se resignaba. Llevaba cincuenta años aceptándolo con una admirable docilidad, pero, el primer día que yo pasaba en casa, él se daba unas prisas locas en quitarse de en medio después de la siesta y echarse a la calle a disfrutar aquel par de horas con la glotonería con la que debe de disfrutar un preso sus primeras dos horas de libertad. En casa nos quedábamos mi madre, Remedios y yo —por razones presupuestarias y de economía doméstica, hacía años que la muchacha del cuerpo de casa y la cocinera se iban después de comer—, y todo adquiría una suavidad antigua y transparente, una armonía tal vez algo anacrónica y superficial, pero que me permitía reconciliarme con mis orígenes, con mi gente, con todo lo que yo debí ser y no soy. Durante la merienda, nunca se hablaba de asuntos desagradables, ni siquiera cuando a nosotros se unían mis hermanas o, rara vez, los maridos de mis hermanas. Todo lo más, aquel verano, mi madre se quejaba con amable resignación del deterioro del jardín. Yo procuraba consolarla con el argumento de que las restricciones de agua, por culpa de la sequía, lo tenían todo —incluso los jardines de las mejores casas— agostado, mustio. Pero el jardín tenía solera y, en cuanto lloviese un poco, reviviría. Una fugaz tormenta de verano había conseguido devolverle un poco de brillo, al menos durante unas horas. Aún olía la tarde a yerba mojada. Prolongamos la merienda un poco más de lo habitual y, cuando en la terraza chica empezó a refrescar, sentí que el interior de la casa desprendía un aliento muy acogedor, muy tibio y delicado. Se me ocurrió que allí habría podido mantener, sobre los legendarios encantos de la selva, una muy grata conversación con Adelardo Taormina. A quien no me imaginaba, desde luego, era a Kyril extasiado con aquella atmósfera de una quietud digna del ceremonial de la corte del Trono del Crisantemo.