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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Drama, #Romántico

Los novios búlgaros (16 page)

BOOK: Los novios búlgaros
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Cuando entré en la habitación que compartía con dos o tres vejestorios muy deteriorados, parecía dormido, pero no tardó ni un segundo en darse cuenta de que yo estaba a su lado. Se quejó con un notable sentido del dramatismo. Hizo un esfuerzo conmovedor para entreabrir los ojos, con el iris verde vuelto hacia arriba, como sin duda él entendía que deben de tener los ojos quienes sufren mucho. Como si acabaran de operarle de la garganta, con mucho esfuerzo y muy quejumbroso, murmuró:

—Quiero irme. Daniel, quiero salir de aquí. Llévame a casa.

Pobre de mí. Pobre amigo mío. Ojalá hubiese podido tomarle en mis brazos, como en las películas, como él hizo con Kalina el día de la boda, y cargar su cuerpo desnudo por los larguísimos pasillos del hospital, entre las camillas, las sillas de ruedas, los familiares atónitos, el personal médico y auxiliar sin atreverse a intervenir a causa de la emoción y una música muy cinematográfica que en aquel momento comenzaría a sonar por la megafonía del centro. En el momento de entrar en el ascensor, todo el mundo rompería a aplaudir y los más sensibles se enjugarían una lágrima.

—Quiere irse —dijo Kalina, como apremiándome.

Por desgracia, no era tan fácil. En primer lugar, porque yo soy un caballero de aspecto distinguido y notable entereza interior, pero mi potencia muscular es limitada y Kyril pesaba como un autobús. En segundo lugar, porque el contrato que yo le tenía firmado a Kyril admitía que él fuese mi chófer sin que ni él ni yo tuviésemos coche, pero los dos hubiésemos quedado en evidencia ante la inspección y la Magistratura de Trabajo si me hubiesen visto por la calle con mi chófer en brazos. Y en tercer lugar, porque el médico de planta me dijo —cuando Kalina y yo fuimos a su despacho a preguntarle lo que se podía hacer— que ellos estaban deseando dar de alta a Kyril por tratarse de un enfermo muy conflictivo, peligroso para el personal médico, auxiliar o de seguridad —al que trataba de agredir en cuanto se le pasaban los efectos de los calmantes— y molesto para el resto de los enfermos, pero que su sentido de la responsabilidad y el juramento hipocrático le impedían mandarlo a su casa. Entonces fue cuando se me ocurrió traer de Bulgaria a la madre de Kyril para que estuviese con él.

A Kalina le pareció una idea maravillosa.

—Yo soy muy joven —me dijo, asustada—. Soy una niña. Kyril necesita a su madre, porque él también es como un niño. Somos unos niños lejos de casa, Daniel.

Por un instante albergué la esperanza de que aquel plural, aquel «somos unos niños», también me incluyese a mí. Después de todo, yo estaba viviendo una especie de infancia afectiva, estaba explorando mis emociones con un chófer surgido del frío como un chiquillo descubre los misteriosos vaivenes del primer amor, me asomaba a las desconocidas honduras de un romance hispanobúlgaro a tres bandas con la inconsciencia de la criatura que gatea por el tejado de su casa para rescatar un balón que acaba de «embarcar». Me sentía tan fascinado, tan amenazado, tan ilusionado como Alicia en el País de las Maravillas. Y además, para ser un niño, contaba con ciertas ventajas: estaba bien establecido, era solvente, no ofrecía signos externos de desvarío o adicción sexual, y en el consulado de España en Sofía me conocían bien por haber tenido que arreglar con ellos, desde aquí, ciertos desajustes y malentendidos relacionados con el estudio de reconversión de la petroquímica búlgara.

Kalina y yo acordamos no decirle nada de momento a Kyril sobre el posible viaje de su madre. Aprovechamos que Emil y Natalí, primero, y poco después Dani y algunos porteros y empleados de seguridad de las discotecas en las que Kyril había trabajado acudieron al hospital para, con el pretexto de que Kalina tenía que comer algo y acercarse al apartamento a ponerle comida al gato siamés, ir a mi despacho a hacer desde allí las llamadas pertinentes. Es verdad que durante el trayecto estuve tentado de mandarlo todo al infierno, soliviantado de pronto al recordar que Emil y Natalí y Dani y un tiarrón inmenso y zascandil a quien llamaban Cococha sí que habían sido avisados el mismo sábado del accidente de Kyril, mientras yo estaba en mi casa tan tranquilo, leyendo como un imbécil los suplementos de fin de semana de los periódicos. Kalina me explicó, compungida, que a ella la había llamado, a las cinco de la mañana del sábado, desde el hospital, un camarero amigo de Kyril que le seguía en coche y lo había presenciado todo, y que ella a su vez llamó a Dani porque, en casos así, a lo primero que acudes es a la familia, y Dani llamó a Emil y ya los amigos empezaron a llamarse unos a otros. Lo sentía muchísimo, pero no había querido molestarme a mí. Menos mal que a Kyril no le había importado molestarme, me echó de menos en cuanto recuperó el sentido, le exigió a Kalina que me llamase y le dijo que no quería ver a nadie más y confiaba en que yo, gracias a mis buenos modales y a mis influencias, le sacara de aquel matadero. Cosas como aquélla, emociones como la de saberme reclamado y anhelado de aquel modo, eran las que hacían que me sintiera como la Alicia de Lewis Carroll. Sólo me faltaban las trenzas.

Cuando entré con Kalina en el despacho, Adela me miró como si las trenzas, en efecto, acabaran de salirme. Le indiqué que no me pasara llamadas y luego le advertí a Kalina:

—Llamaremos primero a la madre de Kyril, pero no se te ocurra decirle nada del accidente. Todavía no. Dile, por ejemplo, que tú y yo queremos darle a Kyril una sorpresa, lo que, por otro lado, es absolutamente cierto.

La conversación duró una eternidad. A la señora, por lo visto, le hacía ilusión, pero le asustaba, hacer el viaje. Cuando Kalina le aclaró que le enviaríamos el billete, ella le pidió que no hicieran ese gasto, que ahorraran el dinero porque seguro que les hacía mucha falta. Kalina le aclaró que el billete se lo regalaba yo y entonces me obligó a ponerme al teléfono para, entre pucheros y con palabras puntiagudas e incomprensibles, darme las gracias, supongo. Kalina luego le explicó que yo iba a enviarle inmediatamente la carta de invitación, comprometiéndome a correr con todos sus gastos durante el tiempo que permaneciera en España y a atender cualquier imprevisto sanitario o cualquier otra urgencia que se presentase, y que acudiera cuanto antes al consulado de España para enterarse de los trámites que debía cumplir. También le advirtió que no llamase a su hijo y, si por casualidad le llamaba Kyril, no le dijese nada, porque era un secreto.

Después llamé yo al consulado. Hablé con el cónsul, quien, en efecto, me identificó al instante y, cuando le expliqué lo que pretendía, me prometió hacer todo lo posible, aunque no podía asegurarme nada, porque justo el día anterior se había recibido una instrucción de Madrid para que se interrumpiese durante quince días la concesión de cualquier tipo de visado. No era una orden que afectase tan sólo a Bulgaria, sino a todos los países del antiguo bloque socialista. La avalancha de solicitudes y la intención del Gobierno de regularizar primero la situación de quienes ya se encontraban en España habían aconsejado la medida. Sin embargo, por tratarse de mí, por poder plantearse la petición «en el marco» de la cooperación técnica hispanobúlgara —puesto que se trataba de la madre del chófer del jefe del equipo de consultores que estudiaba la reconversión de la petroquímica búlgara—, y si le enviaba un fax esa misma mañana con fecha de antesdeayer, trataría de forzar una excepción. Se lo dije a Kalina, y ella hizo un gesto de desesperanza. Pero yo decidí que había que intentarlo, y sin pérdida de tiempo.

Adela permaneció invariablemente boquiabierta mientras le ordenaba que: escribiese una carta de invitación, en los términos habituales, a nombre de Yana Varimézova Marínova, para su envío inmediato por correo urgente, si el correo urgente a Bulgaria servía para algo; enviase un fax al cónsul de España en Sofía, consignando como fecha de redacción la de dos días antes —el truco era una soberana estupidez, si se tiene en cuenta que todo fax marca de modo automático la fecha en que efectivamente se emite—, recogiendo en esencia el contenido de la carta a la señora Marínova, pero con las modificaciones estilísticas de rigor; llamar a Balkan Airlines para que emitiesen un billete abierto de ida y vuelta, a nombre de la tal señora Marínova, y que debía ser situado en las oficinas centrales de la compañía aérea en Sofía; cancelase mi asistencia, ya confirmada, a una reunión con la Junta Directiva de la Asociación Española de Empresas Consultoras, cuyo secretario general —un tipo pintoresco— no dejaba de dar la matraca para que mi modestísimo gabinete de consultoría se integrase en la dichosa Asociación como miembro adherido, adhesivo, inducido, consentido o similar, aprovechando la ganga de una cuota reducida que habían establecido durante un período de promoción; concertase, para la semana siguiente, una cita con el insoportable señor Simenon Iliev, a quien tendría que proporcionar un primer informe, aunque fuera verbal, no fuese a intrigar en el consulado de España en Sofía y echase a perder el viaje de la pobre señora Marínova, madre de mi chófer, como Adela acababa de saber. Ya era hora de que Adela supiese algunas cosas personales sobre mí.

Adela siempre ha sido un modelo de eficacia y comprensión, así que dejé todo aquel galimatías en sus manos. Lo dejé durante cuatro días completos, el tiempo que Kyril tuvo que permanecer aún en el hospital. Yo iba todas las mañanas, a primera hora, al despacho, revisaba a toda prisa con Adela y mis socios los asuntos pendientes, realizaba alguna llamada en respuesta a las recibidas el día anterior y me plantaba en el hospital, junto a la cama de Kyril, como la Dolorosa al pie de la cruz en espera del descendimiento. Lo malo era que Kyril empezaba a mirarme con desdén y resentimiento por mi incapacidad para sacarlo de allí, o al menos eso me parecía. El tercer día, por la tarde, después de haber comido con Kalina en una cafetería cercana, decidí que la única manera de recuperar la anhelante confianza de Kyril era confesarle las gestiones que estaba haciendo para que su madre viniera.

—¿Verdad?

De pronto parecía un niño ansioso.

—Verdad, Kyril —en los momentos más emocionantes, siempre hablaba como él, comiéndome las preposiciones—. Pero hay algunos problemas, que espero que se resuelvan.

Le entró de pronto una gran preocupación por que su madre le viera en aquel estado, lleno de heridas, moretones y toda la parte izquierda del cuerpo hinchada por el golpe. Tenía una herida profunda, en forma de seta, en la cabeza, y le habían rapado el pelo alrededor. Un corte en la oreja izquierda había obligado a los médicos a despojarle del signo del dólar que yo le había regalado y que él utilizaba como pendiente en el primer cumpleaños que compartimos. El resto de sus joyas —pulseras, cadenas, anillos a pares en cada dedo— también se las habían entregado a Kalina, y Kyril ofrecía ahora —destapado sobre la cama, sin más vestimenta que un mínimo eslip rojo y la escayola que le aprisionaba el brazo izquierdo— una desnudez compacta y sin adornos que a mí me hacía evocar los delicados estremecimientos del francés: habría sido precisa una lengua experta en extraer el esplendor de las derrotas para fijar en piedra o bronce la crónica de aquella estación en la adversidad. Naturalmente, yo tenía que guardar la compostura. Kyril se quejaba del agobio de la escayola e iba acumulando nerviosismo hasta que amenazaba con arremeter contra todo, y entonces Kalina procuraba calmarle con besos muy hábiles y certeros. Yo los contemplaba con la resignación de un pescador de caña frente a la inmensidad del mar. Y supongo que mi comportamiento era digno de cosechar al menos cierto estupor, tanto si lo juzgaba Adela como si lo juzgaba Kalina. Pero Kalina no juzgaba, tal vez no quisiera ni prestarle atención a una actitud como la mía, tan extraordinaria; Kalina parecía agotada después de maldormir tres noches en el hospital y sus emociones brotaban lentas y en desorden. Me enseñó la cazadora que Kyril llevaba puesta la noche del accidente, la primera cosa que yo le regalé después de conocerle, y las enormes manchas de sangre reseca le daban el aspecto de las escaleras de Odessa después de la escabechina. Desde luego, una prenda irrecuperable. Pero quizás ocurriera lo mismo con la cartera de trabajo de mi gabinete de consultoría, con el estudio de reconversión de la petroquímica búlgara, con la complicidad interesada de Simenon Iliev, con la buena disposición inicial del cónsul de España en Sofía para concederle visado turístico a Yana Varimézova Marínova, la madre de mi chófer. Le dije a Kalina:

—¿Por qué no te vas esta noche a dormir a casa? Yo me quedaré con Kyril.

—¿De verdad? —por la cara que puso se diría que le estaba proponiendo que se acostase con algún ricachón libidinoso, a cambio del dinero necesario para pagar la renta del mes siguiente, sin que le pareciera demasiado mal— Gracias, Daniel. Nadie me lo había ofrecido. Sólo tú. Pero no sé si querrá Kyril.

Estaba claro: ella quería y no quería. Yo, en cambio, lo deseaba con toda mi alma. Una noche en vela, junto a mi chófer dormido —todo hombre dormido, incluso el más zafio o deforme, es conmovedor—, protegiendo su sueño, vigilando su dolor, ocupando un lugar preciso en sus penalidades, en su cansancio, en su ira, en su melancolía. Pero Kyril dijo que ni hablar. Bueno, no lo dijo exactamente así. Le dijo a Kalina:

—Haz lo que quieras.

Y Kalina comprendió que no debía moverse de su lado.

Yo lo acepté. Volví a marcharme a una hora prudente, no sin antes dejarle algún dinero a Kalina por si surgía de noche algún imprevisto. Kyril apenas había cenado y dormitaba. Tardé en encontrar un taxi. Estaba tranquilo, seguro de mi abnegación y a gusto con el papelón que había elegido para mí. El no pedir nada a cambio, ser discreto, admitir las preferencias adversas del corazón de tu chófer, no albergar remordimiento ni rencor, no querer ni empeñarse en ocupar el sitio de la otra. Las virtudes del novio ideal. El novio que cualquier novia búlgara querría para su novio.

XIII.
Donde se cumple un viaje interior

Conservo dos billetes de veinte lebas, pero ni siquiera recuerdo el cambio. Es, en cualquier caso, todo lo que queda de los dos mil dólares que Kyril, Kalina y yo llevamos a Sofía en un viaje que tuvo algo de peregrinación, de identificación y consolidación familiar, de experiencia mística, de petición de mano por mi parte a los padres de Kyril, a la madre de Kalina, a los mejores amigos de ambos, y a los santos Cirilo y Metodio, patronos de las lenguas minoritarias, aunque selectas. Un viaje, sobre todo, interior.

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