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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Drama, #Romántico

Los novios búlgaros (14 page)

BOOK: Los novios búlgaros
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—Dos búlgaros me han pegado una paliza —dijo— Pero, aunque sean grandes y fuertes, que no se crean que esto va a quedar así.

Por la manera de decirlo, saqué la impresión de que quería que yo transmitiese el mensaje. Tenía que preguntárselo.

—Dime, Alex. ¿Tiene Kyril algo que ver con esto?

Alex sonrió. El no era un chivato.

—No sé —dijo—. Sólo sé que así no va a quedar.

Pero Kyril reaccionó despectivamente. Dijo que Alex era un hijo de puta y que había tratado de engañarle. Que Alex y Kasi habían hecho un viaje rápido a Bulgaria en coche, sin problema alguno en las fronteras, para traer formularios de documentación de coches en blanco, y que el precio convenido era de diez mil pesetas por juego de formularios. Al regreso, Alex había pretendido cobrar cincuenta mil. No hicieron el trato y, como venganza, Kyril y Emil robaron el audi de Alex. Alex no estaba seguro de quiénes habían sido los ladrones, pero él y Kasi decidieron robarle a su vez el coche a Emil, ya que Kyril había aprendido a guardar bien su moto. Aquella noche, cuando Emil descubrió que el coche se lo habían robado de enfrente mismo de la discoteca donde trabajaba, él y Kyril, en la moto, buscaron en sus casas a todos los búlgaros que les parecían sospechosos y consiguieron, a fuerza de golpes, que algunos confesaran lo que ellos se habían imaginado desde el primer momento: los ladrones eran Alex y Kasi. De Kasi, de momento, ni se preocuparon. A Alex lo encontraron en el apartamento de la Rizos y decidieron no utilizar la violencia. Le dijeron, amigablemente, que sabían quién tenía el audi y que estaba dispuesto a devolverlo a cambio de trescientas mil pesetas. La Rizos, histérica, dijo que eso era un delito y que iba a poner inmediatamente una denuncia. Alex le convenció de que no lo hiciera: el coche era nuevo, pero el seguro sólo pagaba tres cuartos de millón; en cambio, ahora, por trescientas mil pesetas podían recuperarlo. Eso sí, Kyril y Emil exigieron cien mil pesetas más, cincuenta mil para cada uno, por su labor de intermediarios y por acompañar a Alex a la hora de entregar el dinero para que no hubiera ningún problema. Alex estuvo de acuerdo. La Rizos trató de oponerse, pero no le sirvió de nada; firmó el talón por cuatrocientas mil pesetas, y los tres búlgaros quedaron para realizar la operación al día siguiente. Alex fue con el dinero en dos bolsas de plástico. Cuando quiso darse cuenta, frente a su audi, había recibido una paliza monumental y tuvo que confesar dónde estaba el coche de Emil. De esa manera, cada uno recuperó su coche, pero a Alex —mejor dicho, a la Rizos— el rifirrafe le había salido por cuatrocientas mil pesetas, más la factura del hospital en el que Alex permaneció ingresado una semana. Kyril no podía creer que aún le quedaran agallas para amenazarles, y yo haría bien en olvidarme de todo lo que sabía.

El problema era que no podía olvidarlo y tenía que contárselo a alguien. Tuve la debilidad de contárselo a Adelardo Taormina, la Mogambo, que hizo algunos aspavientos de horror, me riñó, me recomendó fervorosamente que me apartara de esa gentuza y me aseguró que, de toda aquella siniestra historia, lo único que le interesaba era cómo me sentía yo.

—Cachonda —le confesé, con una sinceridad supongo que inoportuna.

Ahora me arrepiento de haber utilizado el femenino. Aquélla era una historia de hombres, de explotación del hombre por el hombre, y ponerse loquiorquí-dea en un restaurante caro y en medio de una conversación sensata con la Mogambo, que ya vivía demasiado alejada de la selva, estaba fuera de lugar.

Además, yo no podía alejarme de aquella gentuza así como así. Kyril era mi chófer y no iba a permitir que le despidiera, con el riesgo de no obtener jamás el permiso de residencia. Entre otras cosas, ese permiso era lo único que le faltaba para casarse con Kalina. Y ya no había tiempo material para encontrar otra solución. El búlgaro de la gabardina azul desapareció de repente, supongo que cuando cubrió el cupo de precontratos que le pareció soportable para una pequeña empresa de Arganda. En ese cupo había entrado, en último momento, Emil, y ahora sólo quedaba esperar que, después del verano —que Kyril pasó en Madrid, trabajando como seguridad en una terraza de clientela difícil, y yo en casa de mis padres, ahorrando para el otoño—, continuara la explotación del hombre por el hombre, pero ahora con la tarjeta de residencia en el bolsillo.

XI.
Donde los novios dicen que sí y que no

La boda de Kyril y Kalina fue a mediados de enero, un miércoles, y Kalina se compuso como si fuera la hija de un traficante árabe de armas. Con un traje de color marfil muy ceñido y lleno de apliques de fantasía por todas partes, parecía una novia de otros tiempos en las dependencias asépticas y entre la concurrencia siempre un poco incrédula de los juzgados municipales. Había algo anacrónico, pero conmovedor, en aquel modelo excesivamente descocado y abigarrado. Había puesto Kalina mucho empeño —y más dinero del aconsejable— en parecer radiante, incomparable, y la verdad es que todo el mundo la miraba. Había, sin duda, sobredosis de ilusión y mucha melancolía compensada en aquel estrepitoso vestido de novia. A pesar de todo, cuando entró en los juzgados, Kalina no era precisamente la imagen viva de la felicidad.

—¿Qué pasa? —le pregunté a Kyril.

—Chorradas.

Desde hacía algún tiempo, Kyril utilizaba la palabra «chorradas» —siempre en plural— con mucha frecuencia e intensidad. Al decirla, lograba ser absolutamente despectivo. Kyril tenía una habilidad malévola para suplir su escaso dominio del castellano con una recargada expresividad, de modo que la misma palabra, pronunciada por él, podía resultar extremadamente dulce o extremadamente despreciativa y dañina. Sobre todo porque, como es natural, la decía siempre para que la oyera quien la tenía que oír. Kalina, por supuesto, oyó a Kyril decir que todo lo que ocurría eran chorradas y se echó de pronto a llorar de un modo muy impertinente. No tuve más remedio que poner en juego todas mis dotes mediadoras y conseguir que Kyril y Kalina hicieran las paces de un modo más impertinente todavía.

—Eso dejadlo para después, caramba —dijo, alegremente, un señor muy dicharachero, invitado de otra boda, que en aquel momento pasaba por allí.

Kalina se puso roja de felicidad. No conseguí enterarme muy bien de lo que había ocurrido para que llegasen enfadados, pero creo recordar que algo tenía que ver con el mal aspecto que, según Kalina, presentaba Kyril precisamente en un día como aquél. Desde luego, estaba limpio y bien afeitado, y estrenaba traje gris de chaqueta cruzada que ponía cierto aplomo convencional en la apariencia por lo general turbia, cuando no abiertamente bronca, de mi chófer búlgaro. Pero sí era cierto que tenía Kyril aquella mañana de su boda las ojeras oscurecidas y una mirada soñolienta que podían explicar el que Kalina se hubiese sentido ofendida, traicionada, abandonada en su última noche de soltera. Claro que más ofendida, traicionada y abandonada tendría que sentirme yo, que ni siquiera iba a casarme aquella templada y angulosa mañana de enero.

En la cinta de vídeo que guarda memoria de los grandes momentos compartidos con Kalina y Kyril, y que ahora avanza y retrocede en la pantalla del aparato de televisión como sustitución de una borrachera por la que no acabo de decidirme, todos los planos de la boda parecen inclinados, tomados desde ángulos incómodos, como si fueran clandestinos u obedecieran a una mirada envidiosa y desapacible. En realidad, la videocámara la manejó Emil Markov y, sin duda, tenía el día creativo.

Emil y Kyril se habían convertido ya en inseparables. A la boda acudió Emil con la que ya era su novia, una morena de repente vistoso y desenvuelto, pero que, en una segunda ojeada, no podía disimular los catorce o quince años que le llevaba a Emil y el apuro que le producía verse metida en aquel berenjenal; supongo que el hecho de que yo le llevase a Kyril casi veinte años no le servía en absoluto de consuelo. La novia de Emil se llamaba Natalí, imagino que sin mayores sutilezas ortográficas, y lucía, a la hora de hablar, un revelador acento extremeño. Natalí había pagado, en efecto, las cincuenta mil pesetas del precontrato de trabajo que Emil necesitaba para conseguir la residencia, y quizás en señal de gratitud el muchacho había consentido en formalizar sus relaciones. Por lo visto, también ellos estaban pensando en casarse. En el vídeo, cada vez que su novio búlgaro la enfoca, Natalí hace muchos mohines y baja la cabeza, como si así consiguiera ajustar un poco su edad a sus circunstancias. Algunos viejos amigos de Natalí, con buenas relaciones en los enjambres de la noche, le habían conseguido trabajo nocturno a Emil, y Emil había conseguido después trabajo para Kyril, aunque a Kyril le bastaron unas semanas para aventurarse por su cuenta y riesgo y encontrar acomodo en mejores discotecas con mejor sueldo, y se llevó con él a Emil, y así se estableció un entramado de favores mutuos que desembocó en algo que parecía una relación fraternal. Incluso se besaban en público, al encontrarse y al despedirse, como los mafiosos de las películas. Sin embargo, Kyril no le pidió a Emil que fuera su padrino o testigo de boda: se lo pidió a su primo Dani, que no tenía nada que ofrecerle, y me lo pidió a mí, que no dudaba en ofrecérselo todo. Emil quedó encargado de la cámara de vídeo y recogió una ceremonia llena de planos oblicuos y de inútiles bajadas de cabeza de Natalí.

No hubo más invitados. Kyril había insistido mucho en que quería una boda que no pareciera una boda, en espera de la boda verdadera, cuando él y Kalina pudiesen ir a Bulgaria y casarse por el rito ortodoxo, en una iglesia llena de iconos probablemente falsificados y con un ejército de familiares endomingados contribuyendo a la solemnidad e importancia que él le exigía a toda ceremonia nupcial. Pero la impaciencia y el exuberante sentido que tenía Kalina de su propia feminidad, que le impedía casarse de cualquier manera y vestida de diario incluso tratándose de una boda provisional, impidieron que cuajase la sobriedad y hasta la desgana que Kyril, tal vez con demasiado empeño, pretendía. Kalina se había vestido para la boda como si estuviera convencida de que no tendría en el resto de su vida otra oportunidad semejante, y ese fervor acabó por contagiarnos a todos un poco. De hecho, Kyril empezó a ponerse nervioso y a preocuparse por la trascendencia del paso que estaba a punto de dar, y yo comencé a ejercer de jefe de protocolo como si hubiera sido contratado por el mismísimo rey Simeón para que todo resultara impecable durante los esponsales de su primogénito. De pronto, la que pasaba a convertirse en un puro trámite era la futura ceremonia en Bulgaria.

Ciertamente, eso no era lo acordado. Sólo la necesidad de asegurar la permanencia de Kalina en España había llevado a Kyril a precipitar la boda. Las circunstancias no eran las mejores. De hecho, nada había mejorado lo más mínimo, excepto que Kyril ya tenía en la cartera —gracias a su contrato como chófer particular de un caballero como yo— el permiso de residencia y de trabajo. Se suponía que, con la documentación en regla, podría encontrar un empleo verdadero y, sobre todo, que le gustase: es decir, que diese poco trabajo y proporcionase buenos ingresos. Semejante tipo de empleo se retrasaba más de la cuenta, y eso había enfriado mucho la euforia de Kyril cuando recogió en el Servicio de Emigración la ansiada tarjeta azul, se presentó en mi casa, me dio las gracias atropelladamente —en una mezcla desaprensiva de español y búlgaro—, yo le correspondí con mi mejor francés y él me juró que me quería mucho porque sin mí no lo hubiera conseguido, y que al día siguiente, sin falta, iban a presentar los papeles en el Registro Civil para celebrar cuanto antes la boda, pero que no me preocupase, que no era más que un truco para que también Kalina pudiese pedir el permiso de residencia. El truco estaba a punto de consumarse, ellos seguían con una mano delante y otra detrás, y allí estábamos los tres, aquella mañana de enero, convencidos de repente de que estábamos dando un paso definitivo en nuestras vidas.

En la documentación nupcial figuraba, como oficio de Kyril, el de conductor. Como profesión de Kalina, la de traductora, lo que no dejaba de ser una fantasía pretenciosa y que obedecía al propósito de Kyril de convencerse a sí mismo de haber conquistado a una chica selecta. Mi profesión no figuraba. La realidad era que Kyril y Emil pasaban de discoteca en discoteca, trabajando como porteros o aparcacoches o en labores de seguridad, pero incapaces de permanecer en ninguna más allá de dos semanas, quemando oportunidades y dejando un reguero de broncas, informalidades, alguna que otra pequeña estafa a cuenta de los talonarios de entradas y fantaseando con golpes de fortuna que jamás se presentaban. Kalina no se decidía aún a buscar un trabajo y se había matriculado en una academia de idiomas, para estudiar español, aunque sólo habían podido pagar la matrícula y apenas había asistido a clase la primera semana. A veces tenían bastante dinero, que malgastaban en extravagancias —un gato siamés, un microondas que no cabía por la puerta del apartamento, un órgano eléctrico para que Kalina no olvidase sus estudios infantiles de piano— y que nunca era suficiente para pagar el alquiler, el teléfono o las enigmáticas deudas que Kyril acumulaba con un desparpajo asombroso. En semejante situación, la idea de casarse —y hacerlo con el mínimo de boato—, más que descabellada, resultaba heroica. O tal vez era un modo de ponerle diques a la desesperación, de echar raíces aunque fuera en el aire, de llenar de densidad y peso su permanencia en un país ajeno, de adquirir una mayor consistencia civil. El matrimonio es siempre respetable y cohibe un poco a las autoridades desaprensivas. Además, el propósito fundamental de pasar por el juzgado seguía intacto: Kalina estaba en situación ilegal y la boda iba a permitirle solicitar la exención de visado, por estar casada con un residente, como primer paso para conseguir ella la residencia. La experiencia de Yordan —aquel muchacho esquelético y de abultados y miopes ojos azules que, tiempo atrás, había ayudado a Kyril en el negocio con las lagartas holandesas—, obligado durante meses a realizar mezquinos trabajos clandestinos con los que apenas lograba comer una vez al día y pagar la pensión, decepcionado de la aventura de salir de Bulgaria en busca de fortuna rápida y complaciente, hundido al conocer que la novia que había dejado en Sofía le abandonaba por otro que había emigrado a Chipre y regresaba con algunos ahorros, decidido a recuperar al precio que fuera a aquella muchacha a la que había prometido una vida maravillosa, y que no dudó en volver a su país y a su miseria y escribió, al cabo de unas semanas, una carta tristísima en la que reconocía que nunca más volvería a intentarlo; la experiencia de ese fracaso, que a Kyril le tocaba tan de cerca, hacía que el matrimonio les pareciese un modo de conquista. A pesar de todos sus propósitos de tomárselo con absoluto desdén, Kyril estaba viviendo aquellos últimos minutos de su soltería como quien escala los últimos metros del Everest.

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