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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Drama, #Romántico

Los novios búlgaros (12 page)

BOOK: Los novios búlgaros
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—Como novios —me dijo Gildo, resentido—. Tu novio y Vasil se portan exactamente como novios. ¿No crees que hay algo entre ellos?

—Seguramente —dije—. Y además apuesto cualquier cosa a que se meten en la cama los dos con la moto.

—Pues ya verás como acaba pegándole la lepra ésa que tiene.

No me quedó muy claro si Kyril iba a pegarle la lepra a Vasil o a la suzuki. Por lo visto, la suzuki había sido la gota que había colmado el vaso de la paciencia de Vasil, que no podía consentir que Gildo, con todo su dinero, no fuera tan generoso como yo. Tampoco podía consentirlo Assen y acabó por dejar también plantado a Gildo unos días después, aunque él no buscó la abarrotada hospitalidad de Kyril, sino la de una compañera de trabajo en el restaurante, una pueblerina feísima y con sarna congénita, según Gildo, que redoblaba sus esfuerzos para merecer el adecuado sobrenombre de la Molokai. Yo ahora veo los recibos del banco y rememoro los estragos de mi prodigalidad, y comprendo que Gildo me guardase rencor —sin confesarlo, porque el rencor, según él, es cosa de criadas— y pusiera mucho empeño en echarle a perder la beca a Kyril. Comenzó a celebrar de nuevo fiestas en su casa, fiestas a las que acudíamos los habituales y una patulea de búlgaros recién llegados que nos miraban como una cleptómana mira las estanterías de los supermercados. Fiestas a las que Vasil se negaba a asistir, con lo que lograba que Kyril me pidiese perdón por no acompañarme, a sabiendas de que yo no trataría nunca de forzarle a hacer lo que no quisiera, porque así es como debe comportarse un caballero. En una de aquellas fiestas a las que fui en solitario conocí a Emil Markov.

Veo ahora la cinta de vídeo y me pregunto qué hubiera sido de Kyril, de Kalina, de la moto, de mi vida hasta hoy, si Emil Markov hubiera sido un poco más hábil y Kyril un poco menos astuto. Porque Emil reunía todas las virtudes para desestabilizar a un caballero tan peculiar como yo. Lanzador de jabalina, medalla de oro de la especialidad en los penúltimos campeonatos europeos juveniles, dueño de un físico aparatoso y de una personalidad no más complicada que la de un tubo, era además el kamasutra completo en comparación con las paraplejias que aquejaban al resto de sus compatriotas en cuanto se encamaban con un protector sensible. Es cierto que yo lo había visto cancaneando por la Puerta del Sol, pero, acaso como consecuencia de mi cabezonería de serle fiel a Kyril, lo había catalogado como inabordable. En cambio, cuando lo vi en casa de Gildo, se me antojó inevitablemente accesible. Kyril estaba lejos y, para colmo, Vasil estaría ocupando mi lugar en la moto y se sentiría, con toda desfachatez, Marianne Faithfull. Gildo, que adivinó al instante que en aquel terreno podía crecer la cizaña, obligó a Emil a sentarse a mi lado y le explicó en seguida, con muchos manoteos y muchos infinitivos, que nuestros respectivos novios nos habían dejado para liarse el uno con el otro. Luego, le aseguró que yo les compraba una moto a todos los búlgaros que caían en mis manos. Las calumnias de Gildo hicieron efecto de inmediato en las glándulas del joven y guapo lanzador de jabalina y empezó a desplegar palmotadas, abrazos, miradas picaras y sonrisas provocativas que caían sobre mí como una tentación irresistible. En el fondo, me molestaba serle infiel a Kyril y, sobre todo, que Gildo supiera que le era infiel, pero recordé de pronto que Kyril y Vasil, al menos en una ocasión, se habían llevado al apartamento a una búlgara teñida y regordeta y se habían hecho fotografías mientras fornicaban con ella despreocupadamente; Kyril me enseñó después aquellas fotos a sabiendas de que no iban a gustarme y confiando en que me diera un ataque, pero yo me limité a hacer una mueca de indiferencia y, por lo visto, a esperar el momento en que pudiera utilizarlas como pretexto para permitirme un acto de infidelidad. Además, como insistía Gildo, Kyril y Vasil formaban una pareja tan insistente y armónica, sobre todo cuando iban sobre la suzuki, que en efecto cabía considerarla sospechosa, y la sospecha siempre ha sido una excelente cómplice de la deslealtad.

Kyril, desde luego, supo que Emil había estado en casa. Si no fue Gildo quien se lo dijo personalmente —y me consta que le habría encantado—, haría todo lo posible para que alguien, quizás Assen, se lo dijera. Por otro lado, parece que Emil y Kyril se conocían, según ellos de haber coincidido durante unos meses en la Legión Extranjera, antes de que ambos desertaran, pero eso podía ser una invención para darse importancia y resultar fascinantes. En cualquier caso, Kyril me conocía bien, era capaz de calcular el alcance de mis debilidades y sabía que Emil era un rival peligroso. Por eso al día siguiente se presentó en casa, me castigó sin el abrazo y el beso cariñoso que siempre me daba al entrar, y fue directo al grano:

—Sé que Emil ha estado aquí. ¿Por qué?

Pude darle un montón de razones: porque tú no estabas, porque Emil es un monumento, porque parece que se contentaría con un coche de quinta mano que costaría la quinta parte de lo que va a costarme tu moto, porque ya en casa de Gildo me di cuenta de que en los momentos secretos sabe lo que se trae entre manos, porque uno es un caballero, pero no un caballero de piedra; por todo eso. No obstante, me limité a decir:

—Lo siento.

—No quiero que vuelva.

—No volverá.

—No quiero que tu casa sea como la de Gildo.

—Mi casa no va a ser como la de Gildo.

—No quiero que le firmes un precontrato a Emil para su residencia.

Me quedé desconcertado. Nadie había hablado de firmarle a Emil nada semejante, al menos que yo supiera. Al parecer, también era cosa de Gildo aquel infundio y, aunque tratara de camuflarlo, se veía que aquello sí que inquietaba a Kyril de verdad.

—No voy a firmarle nada a Emil.

—¿Seguro?

—Más que seguro.

Sonrió al oírme decir aquella frase que él utilizaba siempre para prometerme lo que no pensaba cumplir.

—Así, no —me exigió, burlón—. Dímelo de verdad.

Muy peliculero, me llevé la mano derecha al lugar del corazón y le aseguré:

—Lo digo de verdad.

Pareció aliviado. Le echó una mirada relajada a la habitación como para confirmar que no tenía nada más que reclamar. Luego, me abrazó y besó como si acabara de entrar por la puerta y propuso celebrar mi compromiso con un paseo en moto por la Casa de Campo. Creo que fue la última vez que monté en la suzuki con Kyril, la última vez que disfruté el espejismo de tener una mata de pelo como la de Marianne Faithfull, y desde luego estoy seguro de que no volví a hacerlo después de la llegada de Kalina.

Nada más llegar, Kalina ocupó sin el menor reparo el lugar que, en su aparente candor, creyó que le correspondía; en realidad, fue como si lo ocupara todo de golpe: el apartamento, el asiento trasero de la moto, los poderosos brazos de Kyril, los mejores planos en la cinta de vídeo. Es cierto que ahora, remirando la cinta, llego a la reconfortante conclusión de que Kalina no es nada videogénica. Resulta demasiado regordeta, como si el ojo de la videocámara la inflase un poco o ella se esponjase de gusto al saberse atrapada por aquel animalejo electrónico que se volvía lascivo en manos de su
boyfriend
. Aquel día, el primero que Kalina pasó en Madrid, algunas lorilocas callejeras nos vieron a Kalina y a mí cruzando en muy cordial conversación la Puerta del Sol, camino del restaurante, mientras Kyril nos seguía con la videocámara y ella se volvía de vez en cuando a saludar radiante, como una cateta. En la calle Mayor, Kyril se entretuvo un rato para recoger en el vídeo el escaparate completo de una joyería —un poco antes había hecho lo mismo, ante el asombro alarmado de los transeúntes, en el establecimiento de la Gran Vía que exhibía la cadena de oro que, por culpa de la moto, ya no podría comprarse—, y ahora, entre el
rakía
que no me decido a beber y las letras dócilmente atendidas a su vencimiento, compruebo que todas esas imágenes pertenecen sin remedio a Kalina, siguen con ella, la alimentan, me faltan, me llenan la mirada de resquemor y de sorna y me obligan a aceptar que Kalina, en vídeo, queda tan esbelta como un trompo. Se ve que la entereza de un caballero a la antigua no resiste la malevolencia de algunos modernos artilugios.

X.
Donde el hombre es explotado por el hombre

Por aquellos días, poco después de la llegada de Kalina y de mi consolador inciso con Emil, comenzó a aparecer por la Puerta del Sol, a la hora estratégica del atardecer, un búlgaro cuarentón, rollizo, de una seriedad inquietante, de rostro inexpresivo, mirada fría y cauta y movimientos lentos como los de un capataz rencoroso e implacable. Pese a que ya estaba muy crecida la primavera, aquel búlgaro de manual llevaba siempre una gabardina azul de corte estrictamente socialista y que dotaba a su figura achaparrada de una contundencia brumosa, emboscada, turbia. También llevaba siempre un bolso de mano demasiado pequeño para todo lo que, al parecer, tenía que guardar, ese tipo de bolso desgastado y prieto por el que cualquiera identificaría sin titubear al cobrador de una banda de extorsionistas. Kyril me dijo que, en realidad, era camionero, trabajaba en Arganda en una pequeña empresa de transportes de mercancías y ofrecía a sus compatriotas, por cincuenta mil pesetas y previo acuerdo sobre porcentajes con el dueño de la empresa, precontratos falsos de trabajo y toda la documentación complementaria e imprescindible para obtener el permiso de residencia. Si algún búlgaro, agobiado por el plazo para la presentación de documentos según la orden ministerial para la regulación de la residencia de extranjeros, no disponía de la cantidad exigida, podía conseguir que el de la gabardina le concediese un préstamo —desde luego, nunca por todo el importe del precontrato— al brutal interés de un diez por ciento semanal. Vasil, Dani, Ivo, Yordan e incluso Bambi —a pesar de que Bambi llevaba unos meses deslomándose como repartidor de bombonas de butano, casi a cambio sólo de las propinas y sin ninguna garantía laboral— tenían ya uno de esos precontratos, de modo que la pequeña empresa de transportes de Arganda experimentaba un desarrollo admirable y cualquier inspector de perspicacia pervertida podía acabar por proponerla como candidata a empresa modelo.

—La policía de aquí es tonta —me dijo Kyril—. Pero hasta el más tonto se da cuenta de que tantos búlgaros a la vez en una sola empresa es una cosa un poco rara.

Kyril, en cambio, tenía una empresa para él solo: yo.

Y no me refiero a mi despacho de consultor, en el que seguía confesando todas sus debilidades, como una solterona de pueblo, la petroquímica búlgara. Me refiero a mí como individuo sin otra marca comercial que su nombre y su apellido, a Daniel Vergara como ciudadano de patrimonio moderado pero gustos tan sibaritas como para permitirse el contratar a otro ciudadano, aunque fuera búlgaro, y ponerlo a su servicio. Había tenido que improvisar un puñado de excusas burocráticas para no mezclar mis intereses profesionales con mis servidumbres sentimentales, atendiendo a un enraizado y asquerosamente burgués instinto de autodefensa, aunque no me importaba poner en juego mi tranquilidad personal y la imagen de sobriedad e independencia —uno no es sólo independiente cuando no está subordinado a nadie, sino cuando carece de subordinados— que tenía de mí mismo en mi vida privada. Jamás se me había pasado por la cabeza tener criados —no creo que pueda considerarse como tal, sino como colaboradora doméstica, a la asistenta por horas que venía dos veces por semana a limpiarme el piso—, ni siquiera esos criados comodones y demasiado cómplices que llamamos chóferes. A pesar de todo, Kyril se convirtió en mi chófer con todas las bendiciones legales, con un contrato en regla y las obligadas cotizaciones por mi parte a la Seguridad Social, no dentro del régimen del servicio doméstico —lo que para Kyril habría sido denigrante—, sino del de servicios profesionales, lo que para mí y, sobre todo, para la lógica capitalista, resultaba todo un desafio. Porque Kyril había pasado a ser, en efecto, mi chófer, pero yo no he tenido coche en mi vida.

No sé si es propio de un caballero español no tener coche y contratar a un chófer, pero algo me decía en aquel momento que Kyril y yo estábamos plantando el germen de alguna revolución en el marco inmisericorde de las relaciones laborales, en la repugnante rutina capitalista de la explotación del hombre por el hombre. De hecho, el ímpetu desordenado con el que Kyril había ingresado en el capitalismo, sobre todo por vía de mi facilidad para el francés y la agilidad de mis cervicales, no le había dejado tiempo para comprender que, en un capitalismo consolidado, los explotadores son siempre los mismos y los explotados, por consiguiente, también. Kyril, sin encomendarse a ningún santón de la economía de mercado, había decidido saltarse todas las etapas intermedias y es verdad que era de repente mi chófer, pero no conducía ningún coche y no me daba servicio más que cuando se lo aconsejaba su santa voluntad, fórmula mediante la cual se había hecho merecedor no de un precontrato carísimo y fraudulento, proporcionado por un búlgaro con gabardina, sino de un contrato irreprochable, de la cartilla de la Seguridad Social, de un expediente infalible a la hora de solicitar el permiso de residencia y de trabajo, facilitado por un caballero indígena de los que ya no quedan. Lo que yo había inventado, en el nuevo contexto económico mundial, al trastocar las relaciones entre el obrero y el patrón, al permitir con tanta soltura y generosidad que la parte contratada explotase sin miramientos a la parte contratante, era como para que me concediesen sin discusión el Nobel de Economía.

—Hay que ver las tonterías que pueden hacerse por culpa del amor —dijo Vicente Murcia, la Tiralíneas, en cuanto lo supo.

—Eso no es amor —se apresuró a incordiar Gildo, la Molokai—. Es vicio.

—Te equivocas, pedazo de bruja —le increpé—: es amor. Afortunadamente, el amor ya no es lo que era.

Afortunadamente, el mundo estaba patas arriba, confuso, dislocado, y, en ese turbión sin pies ni cabeza, algunos hidalgos ingeniosos podíamos inventar una cierta clase de amor, un amor intenso pero creativo, capaz de incidir con agudeza y descaro en el entramado social y la maquinaria productiva hasta el punto de inventar una nueva figura realmente atractiva y emocionante: la del asalariado que tiene la sartén por el mango. Otros seguían empeñados en fijar sus relaciones con sus novios, amantes o explotadores búlgaros por medio de un amor a la antigua usanza y los resultados eran penosos. El que no sufría como una poetisa provinciana, terminaba por aburrirse y regresar a los consabidos, previsibles, acartonados sentimientos de toda la vida, como si el mundo no se hubiera hecho trizas y el Muro de Berlín siguiera en pie.

BOOK: Los novios búlgaros
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