Los ojos amarillos de los cocodrilos (28 page)

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Authors: Katherine Pancol

Tags: #drama

BOOK: Los ojos amarillos de los cocodrilos
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—¡Pero si es Max Barthillet!

Joséphine se salvó de perder la paciencia gracias a dos rápidos timbrazos en la puerta. Reconoció la mano enérgica de Shirley e, inclinándose para besar a Zoé, le recomendó que repasara historia mientras esperaba a su hermana, que no tardaría en llegar.

—Hacéis los deberes y, esta noche, festejamos Navidad con Shirley y con Gary.

—¿Y tendré mis regalos con antelación?

—Y tendrás tus regalos con antelación…

Zoé se alejó brincando hacia su habitación. Joséphine la miró y se dijo que pronto podría verse desbordada por sus dos hijas.

Desbordada por la vida en general.

Volver a los tiempos de Erec y Enide. Al amor según Chrétien de Troyes.

El amor Cortès y sus misterios, sus caricias, sus suspiros, sus dolores encantados, sus besos robados y la idealización del otro cuyo corazón se enarbola en la punta de la lanza. Yo estaba hecha para vivir en aquella época. No es por azar por lo que me apasiona ese siglo. ¡La Princesa Misteriosa! Yo puedo hablar a mi hija de eso, yo que soy incapaz.

Suspiró, cogió su bolso, sus llaves y cerró la puerta.

Sólo cuando ya estaba en la peluquería, con la cabeza cubierta de papelitos de aluminio, Joséphine retomó el hilo de sus pensamientos y se confió a Shirley, quien se hacía un tinte platino en su corte de chico.

—Tengo una cara rara, ¿no? —preguntó Jo mirándose en el espejo con la cabellera repleta de tiras plateadas.

—¿No te has hecho nunca mechas?

—Nunca.

—Pide un deseo si es la primera vez.

Joséphine miró al payaso que veía en el espejo y susurró.

—Deseo que mis hijas no sufran demasiado en la vida.

—¿Es Hortense? ¿Ha atacado de nuevo?

—No, es Zoé… pena de amor por culpa de Max Barthillet.

—Las penas de amor de nuestros hijos es lo peor que hay. Sufrimos tanto como ellos y somos impotentes. La primera vez que le pasó a Gary me creí morir. Hubiera destripado a esa chica.

Joséphine le contó lo de «la lista de vaginas explotables». Shirley se echó a reír.

—Yo no lo encuentro divertido, sino preocupante.

—No es tan inquietante puesto que te lo ha contado: lo ha soltado, y es formidable, confía en ti.
She trusts you!
Felicítate por ser una madre amada en lugar de quejarte de las costumbres actuales. Así es como es hoy en día y así es en todas partes. En todos los medios, en todos los barrios… Así que convierte tu dolor en paciencia y haz exactamente lo que haces: presencia a distancia. Tenemos suerte: trabajamos en casa. Estamos allí para escuchar la más pequeña de las heridas y rectificar el tiro.

—¿No te choca?

—Me chocan tantas cosas que me quedo sin aliento. Así que he decidido volverme positiva porque si no me vuelvo loca.

—Vamos de cabeza, Shirley, si unos niñatos de quince años clasifican a las chicas según el acceso a sus vaginas.

—Cálmate. Te apuesto que hasta Max Barthillet se convertirá en una florecita azul el día en el que se enamore de verdad. En la espera, juega a ser un machito y se hace el arrogante. Mantén a Zoé lejos de él un tiempo, y, ya verás, volverán a ser amigos sin problemas.

—¡No quiero que él la agreda!

—No le hará nada. Si hace algo, será con otra. Te apuesto lo que quieras a que ha hecho todo eso para impresionar a… ¡Hortense! Todos sueñan con tu pequeña alimaña. ¡Y mi hijo el primero! Se cree que no lo veo, pero se la come con los ojos.

—Cuando era pequeña, me pasaba lo mismo con Iris. Todos los chicos estaban locos por ella.

—Y ya has visto en qué se ha convertido.

—Bueno. Ha tenido éxito, ¿no?

—Sí. Ha conseguido casarse bien, si a eso le llamas tener éxito. Pero sin el dinero de su marido, ella no es nada.

—Eres dura con ella.

—No. Soy lúcida. Y tú deberías entrenarte para serlo un poco más.

La entonación agresiva de Iris, el otro día, en la piscina, volvió a la memoria de Jo. Y la otra tarde, por teléfono, cuando Jo había intentado darle ideas para su libro… «Te ayudaré, Iris, te encontraré historias, documentos, sólo tendrás que ponerte a escribir. Anda, ¿sabes cómo se llamaban los «impuestos» en aquella época?». Y como no respondía, Jo había contestado: «"banalidades", los llamaban "banalidades". ¿No te parece gracioso?». Y entonces… Entonces… Iris, su hermana, su querida hermana, había respondido… ¡No me jodas, Jo, no me jodas! ¡Eres demasiado…! Y había colgado.

¿Demasiado qué?, se había preguntado Jo estupefacta. Había descubierto un punto de auténtica maldad en ese «no me jodas, Jo». No se lo contó a Shirley, sería darle la razón. Iris debía de estar pasándolo mal para reaccionar así. Eso es, está pasándolo mal…, se había repetido Jo escuchando el teléfono que sonaba ocupado, en el vacío.

—Se porta bien con las niñas.

—¡Para lo que le cuesta!

—Nunca te ha gustado, no sé por qué.

—Y tu Hortense… si no pones atención, terminará como su tía. Eso de ser «la mujer de» no es una profesión. El día en el que Philippe deje a Iris en la estacada, no le quedarán más que las bragas para llorar.

—Nunca la dejará en la estacada, está locamente enamorado de ella.

—¿Y tú qué sabes?

Jo no respondió. Desde que trabajaba para Philippe, había aprendido a conocerle. Cuando visitaba su gabinete de abogados, en la avenida Víctor Hugo, echaba un vistazo a su despacho si la puerta estaba entreabierta. El otro día, le había hecho reír… ¿Hay que darle al botón de algún mando a distancia para que levantes la vista de tus casos?, había preguntado ella en el quicio de la puerta. Le hizo una señal para que entrara.

—Un cuarto de hora más y lavamos —declaró Denise, la encargada de los tintes, separando las papeletas plateadas con la punta de su peine—. Está cogiendo bien, ¡va a quedar magnífico! Y usted —se dirigió a Shirley—, en diez minutos la llevo a la pila.

Se alejó contoneando sus caderas en su bata rosa.

—Oye… —preguntó Jo, siguiendo con los ojos el trasero de Denise—. ¿Mylène no trabajaba aquí?

—Sí. Me hizo las uñas una vez. Muy bien, por cierto. ¿Tienes noticias de Antoine?

—Ninguna. Pero las niñas tienen…

—Es lo principal. Un buen chico, Antoine. Algo débil, algo blandengue. Uno más que no ha terminado de crecer.

Al oír el nombre de Antoine, Jo sintió cómo su estómago se contraía. Una masa negra se lanzó sobre ella y la agarró por la gar-ganta: ¡la deuda! ¡Mil quinientos euros al mes! El señor Faugeron… El crédito comercial. Si tenía en cuenta el pago de enero, no le quedaría nada de los ocho mil doce euros. Se había gastado lo poco que le quedaba comprando un regalo para Gary y otro para Shirley. Se había dicho que, ya puestos, unos pocos euros más, unos pocos euros menos… y, además, la cara que pondría Gary cuando abriese el paquete.

Se dejó caer en el sillón, desordenando sus papeles de aluminio.

—¿Estás bien?

—Sí, sí…

—Estás blanca como un lienzo… ¿Quieres una revista?

—Sí… ¡gracias!

Shirley le pasó el
Elle.
Jo lo abrió sin llegar a leerlo. Mil quinientos euros. Mil quinientos euros. Vinieron a buscar a Shirley para llevarla hasta la pila de aclarado.

—En cinco minutos, su turno —dijo la chica.

Joséphine asintió y se forzó a leer la revista. Nunca leía las revistas. Miraba las portadas expuestas en los quioscos o en el metro, por encima del hombro de sus vecinas, descifraba la mitad de un régimen, el principio de un horóscopo, contemplaba la foto de una actriz que le gustaba. A veces recogía una, olvidada en un asiento, y se la llevaba a casa.

Abrió la revista, la hojeó y soltó un grito.

—¡Shirley, Shirley, mira!

Se levantó y fue hasta la pila blandiendo la revista.

Con la cabeza hacia atrás y los ojos cerrados, Shirley declaró:

—Ya ves que no puedo leer.

—¡Sólo mira la foto! Este anuncio de una marca de perfume.

Joséphine se sentó en el sillón al lado de Shirley y le puso la revista en las narices.

—¿Y qué? —dijo Shirley haciendo una mueca—. Me ha puesto espuma en el ojo.

Joséphine agitó la revista y Shirley torció el cuello en la pila.

—Mira el hombre de la foto…

—No está mal. No está nada mal.

—¿Eso es todo?

—He dicho que no estaba nada mal…
You want me to fall on my knees?
[3]

—Es el tío de la biblioteca, Shirley. El tío de la parka. Es modelo. Y la rubia de la foto es la del paso de cebra. Se hacían la foto cuando les vimos. ¡Qué guapo es! Pero ¡qué guapo es!

—Qué raro: en el paso de cebra no me había llamado la atención.

—A ti no te gustan los hombres.


Sorry
: los he amado demasiado, por eso los mantengo a distancia.

—Eso no quita: es guapo, está vivo, es modelo.

—¡Te vas a desmayar!

—No, voy a cortar la foto y meterla en mi cartera… ¡Oh, Shirley, es una señal!

—¿Una señal de qué?

—Una señal de que va a volver a mi vida.

—¿Tú crees en esas gilipolleces?

Jo asintió con la cabeza. Sí, y hablo con las estrellas, pensó sin atreverse a decirlo.

—Vamos, señora, sígame, vamos a aclarar —la interrumpió Denise—. Va usted a sentirse completamente nueva…

Y los cabellos de Isolda la rubia, tan dorados y relucientes, no serán nada en comparación con los míos… pensó Joséphine sentándose tras la pila de lavado.

* * *

Las grandes agujas del reloj se situaron en las cinco y media. Iris se sorprendió observando la puerta del café con ansiedad. ¿Y si no venía? ¿Y si, en el último minuto, él decidía que no valía la pena? Por teléfono, el director de la agencia le había parecido Cortès, preciso. «Sí, señora, la escucho…».

Le había explicado lo que deseaba. Él había planteado algunas preguntas y había añadido: «¿Conoce usted nuestras tarifas? Doscientos cuarenta euros diarios en día de diario, el doble los fines de semana». «No, el fin de semana no le necesitaré». «Muy bien, señora, podríamos fijar una primera cita, digamos, dentro de una semana». «¿Una semana, está usted seguro?». «Absolutamente, señora. Una cita en algún lugar, preferentemente donde no vaya usted nunca, en el que no corramos el riesgo de cruzarnos con algún conocido suyo». «Les Gobelins», había propuesto Iris. Sonaba misterioso, clandestino, incluso un poco turbio. «¿Les Gobelins, señora? Muy bien. Digamos a las diecisiete treinta en el café del mismo nombre, avenida Gobelins a la altura de la calle Pirandello. Reconocerá fácilmente a nuestro hombre: llevará un sombrero de lluvia Burberry, todos lo llevan, no llamará la atención. Él le dirá "hace un frío estremecedor" y usted responderá "ya lo creo"». «Perfecto —había respondido Iris sin pestañear—, allí estaré, adiós señor». ¡Qué fácil! Había dudado tanto tiempo antes de decidirse a llamar, y ya estaba hecho. La cita estaba fijada.

Miró a la gente sentada a su alrededor. Estudiantes que leían, una o dos mujeres solas que parecían esperar, como ella. Unos hombres bebiendo en la barra, la mirada perdida en el vacío. Se escuchó un ruido de cafetera, órdenes, la voz de Philippe Bouvard contando un chiste en la radio, era la hora del programa de humor: «Sabes la historia del marido que le dice a su mujer: "Querida, cuando tienes un orgasmo, nunca me lo dices". Y la mujer responde: "¡Claro que no! Nunca estás allí"». El camarero rio detrás de la barra.

A las diecisiete treinta en punto, un hombre entró en el café, llevando el famoso sombrero con motivos escoceses. Un hombre guapo, joven, ágil, sonriente.

Dio una rápida mirada al horizonte y sus ojos se posaron enseguida en Iris, que inclinó la cabeza para señalar que sí, que era ella. Puso cara de sorpresa y se acercó, pronunciando la frase prevista a media voz:

—Hace un frío estremecedor.

—Ya lo creo.

Le tendió la mano y le señaló que le gustaría sentarse a su lado si tenía la gentileza de quitar de la silla su bolso y su abrigo.

—No es prudente dejar su bolso a la vista de cualquiera sobre una silla…

Se preguntó si era también una frase clave, pues la pronunció con el mismo tono que su comentario de presentación anterior.

—¡Oh! No tengo nada de valor en el interior.

—Sí, pero, el bolso, en sí mismo, es valioso —remarcó él posando sus ojos sobre las siglas Vuitton.

Iris hizo un gesto con la mano para indicar que no era un problema, que no le importaba especialmente, y el hombre hizo un pequeño gesto retirando el mentón y mostrando su desaprobación.

—Permítame insistir en que sea prudente. Hacerse desvalijar es siempre una experiencia dolorosa, no tiente usted al diablo.

Iris le escuchaba sin atender. Tosió para mostrarle que había llegado la hora de pasar a cosas serias y, como él no parecía entenderlo, miró de forma evidente varias veces su reloj.

—Es usted impaciente, señora, voy pues a empezar…

Hizo una seña al camarero y pidió un refresco de naranja bien fresco, sin hielo.

—No me gusta el hielo. Para el hígado son muy malas las bebidas heladas…

Iris se frotó las manos bajo la mesa, su corazón latía fuertemente. Todavía podría irme, irme enseguida…

El carraspeó y después se decidió a hablar:

—Así pues, como usted nos pidió, me he encargado de seguir a su marido, el señor Philippe Dupin. Le localicé el jueves 11 de diciembre a las ocho y diez de la mañana ante su domicilio y le seguí, apoyado en esto por dos colegas, sin interrupción hasta ayer por la noche, 20 de diciembre, a las veintidós treinta, hora a la que volvió a su domicilio.

—Es exacto —respondió Iris con voz apagada.

El camarero vino a dejar el refresco y pidió que se saldase la cuenta, pues su servicio terminaba. Iris pagó e hizo una señal de que se quedase con el cambio.

—Su marido tiene una vida muy organizada. No parece esconderse. El seguimiento fue, pues, muy sencillo. Pude identificar a la mayoría de sus citas salvo a un interlocutor que me cuesta…

—¡Ah! —dijo Iris, sintiendo cómo su corazón se aceleraba.

—Un hombre al que ha visto dos veces, con tres días de intervalo, en un café del aeropuerto de Roissy. Una vez a las once y media de la mañana, la otra a las tres de la tarde. Cada encuentro duró una hora corta… Un hombre de unos treinta años, con un maletín negro, un hombre con el que parece tener conversaciones serias. El hombre le ha enseñado fotos, documentos escritos, recortes de periódico. Su marido asentía con la cabeza, y después le hizo numerosas preguntas mientras el hombre escuchaba y tomaba notas…

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