Los ojos amarillos de los cocodrilos (30 page)

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Authors: Katherine Pancol

Tags: #drama

BOOK: Los ojos amarillos de los cocodrilos
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Giró el rostro de Jo hacia ella, inspeccionando cuidadosamente su nariz.

—Voy a ponerte un poco de hielo… Y recuerda: te has golpeado con la puerta de cristal de la peluquería. ¡No metas la pata! Es Navidad, no se la vamos a estropear y a aterrorizarlos.

Joséphine fue a buscar a las niñas y los regalos que había escondido en el estante más alto del armario de su habitación. Ellas se burlaron de la torpeza de su madre y de su nariz hinchada. Cuando llamaron a la puerta de Shirley, oyeron villancicos en inglés y Shirley abrió la puerta con una gran sonrisa. A Jo le costó reconocer a la furia que había derrotado a tres delincuentes.

Hortense y Zoé lanzaron gritos de alegría al abrir sus regalos. Gary descubrió el iPod que Jo le había comprado y dio un salto de alegría.
«¡Yes, Jo!
—rugió—, ¡mamá no quería que tuviese uno! Eres realmente demasiado. ¡Demasiado demasiado!». Y se le echó al cuello, aplastándole la nariz. Zoé miraba sin creérselo sus películas de Disney y acariciaba el lector de DVD. Hortense estaba estupefacta: su madre le había comprado el último modelo de Apple, ¡y no un aparato en oferta! Y Max Barthillet contemplaba el billete de cien euros que Shirley había metido en un sobre con unas palabras.

—¡Joder! —agradeció con una sonrisa maravillada—. Eres una tía guay, Shirley, ¡has pensado en mí! Por eso mamá no está aquí. Sabía que hacías una fiesta y no me dijo nada para darme una sorpresa.

Joséphine giró la cabeza hacia Shirley para hacerle una seña de complicidad. Tendió su regalo a Shirley: una edición original de
Alicia en el país de las maravillas
, en inglés, que había encontrado en un puesto en Puces. Y Shirley le regaló un magnífico cuello redondo en cachemira negra.

—Para pavonearse en Megéve.

Jo la estrechó entre sus brazos. Shirley hizo un movimiento de abandono que la volvió ligera y suave. «Las dos juntas hacemos un buen equipo», murmuró Shirley. Jo no supo qué responder y la estrechó más fuerte.

Gary había cogido el ordenador de Hortense y le enseñaba cómo utilizarlo. Max y Zoé estaban absortos con las películas de Walt Disney.

—¿Todavía ves dibujos animados? —preguntó Jo a Max.

El la miró con la mirada brillante de un niño pequeño y Jo estuvo otra vez a punto de echarse a llorar. Tengo que tener cuidado para no convertirme en una fuente, se dijo. Esta fiesta que a ella no le apetecía por culpa de la ausencia de Antoine se desarrollaba como no había osado imaginar. Shirley había montado y adornado un abeto. La mesa estaba decorada con ramas de acebo, copos de nieve de algodón hidrófilo y estrellas de papel dorado. Largas velas rojas ardían en candelabros de madera, dando a toda la escena la apariencia de un sueño.

Descorcharon champán, devoraron el pavo con castañas, un tronco de chocolate y café, receta secreta de Shirley y, después, terminada la cena, echaron la mesa a un lado y bailaron.

Gary bailó con Hortense una canción lenta y melódica y las dos madres les vieron bailar mientras sorbían el champán.

—Qué guapos están —dijo Jo un poco achispada—. Has visto: Hortense no se ha hecho de rogar. Me parece incluso que baila demasiado cerca.

—Porque sabe que él le va a ayudar a poner en marcha su ordenador.

Joséphine le dio un codazo en las costillas y Shirley lanzó un grito de sorpresa.

—¡No toques a la mujer kárate o lo vas a pasar mal!

—Y tú, deja de ver maldad en todo.

A Joséphine le hubiese gustado detener el tiempo, quedarse con ese momento de felicidad y guardarlo en una botella. La felicidad, pensó, está hecha de pequeñas cosas. Siempre se la espera con mayúsculas, pero llega a nosotros de puntillas y puede pasar bajo nuestras narices sin darnos cuenta. Esta noche, la había agarrado y no la soltaba. Por la ventana, percibió las estrellas en el cielo y tendió su vaso hacia ellas.

Hubo que volver a casa y acostarse.

Estaban en el descansillo cuando la señora Barthillet vino a buscar a Max. Tenía los ojos enrojecidos y se excusó con que se le había metido polvo a la salida del metro. Max exhibió su billete de cien euros. La señora Barthillet dio las gracias a Shirley y Jo por haber cuidado de su hijo.

A Jo le costó mucho acostar a sus hijas. Daban saltos en sus camas y gritaban de alegría por la partida al día siguiente hacia Megéve. Zoé quiso verificar diez veces que su maleta estaba bien hecha, que no había olvidado nada. Jo consiguió por fin atraparla, hacer que se pusiese el pijama y acostarla. «¡Estoy plof, mamá, completamente plof!». Había bebido demasiado champán.

En el cuarto de baño, Hortense se limpiaba la cara con leche desmaquillante que le había comprado Iris. Pasaba y repasaba el algodón sobre su piel e inspeccionaba las impurezas recogidas. Hortense se volvió y preguntó:

—Mamá. Todos esos regalos, ¿eres tú la que los ha pagado? ¿Con tu dinero?

Joséphine asintió.

—Pero entonces, mamá, ¿ahora somos ricas?

Joséphine estalló de risa y se sentó en el borde de la bañera.

—He encontrado un nuevo trabajo: hago traducciones. Pero chissst, es un secreto, no hay que decírselo a nadie. Si no se acabó. ¿Prometido?

Hortense le tendió la mano y repitió prometido.

—Me han dado ocho mil euros por la traducción de una biografía de Audrey Hepburn y quizás obtenga muchas más…

—¿Y tendremos mucho dinero?

—Tendremos mucho dinero.

—¿Y podré tener un portátil? —preguntó Hortense.

—Quizás —dijo Joséphine, feliz de ver un brillo de alegría en los ojos de su hija.

—¿Y nos cambiaremos de casa?

—¿Tanto te fastidia vivir aquí?

—Ay, mamá, ¡es tan vulgar! ¿Cómo quieres que haga relaciones aquí?

—Tenemos amigos. Mira la velada tan formidable que acabamos de pasar. ¡Vale todo el oro del mundo!

Hortense arrugó el semblante.

—A mí me gustaría vivir en París, en un buen barrio… Ya sabes, tener relaciones es tan importante como los estudios que se hacen.

Estaba fresca, alta y hermosa en su pequeña camiseta de tirantes y su pantalón de pijama rosa. Todo en su rostro indicaba seriedad y determinación. Jo se oyó decir:

—Te prometo, cariño, que, cuando haya ganado suficiente dinero, iremos a vivir a París.

Hortense soltó el algodón y se lanzó a abrazar a su madre.

—¡Ay, mamá, mi mamaíta querida! ¡Cómo me gusta cuando eres así! ¡Cuando eres fuerte! ¡Decidida! De hecho, no te lo había dicho: te sienta muy bien tu nuevo peinado y tus mechas. ¡Estás muy guapa! Como una flor…

—¿Me quieres un poco entonces? —preguntó Joséphine, intentando parecer despreocupada y no estar implorando.

—Ay, mamá, te quiero con locura cuando eres una ganadora. No soporto cuando eres una cosita triste, inexistente. Me pone de los nervios… peor aún, me da miedo. Me digo que nos vamos a hundir.

—¿Cómo?

—Me digo que al primer gran problema vas a flaquear, y eso me aterroriza.

—Te voy a prometer algo, mi niña querida, no nos vamos a hundir. Voy a trabajar como una loca, ganar mucho dinero y nunca más tendrás miedo.

Joséphine abrazó el cuerpo cálido y suave de su hija y se dijo que, ese momento, ese momento de intimidad y amor con Hortense, era el mejor regalo de Navidad.

* * *

Al día siguiente, sobre el andén F de la estación de Lyon, el andén donde estaba estacionado el tren 6745 en dirección Lyon, Annecy, Sallanches, a Zoé le dolía la cabeza, Hortense bostezaba y Joséphine enarbolaba una nariz violeta, verde y amarilla. Estaban esperando sobre el andén, con los billetes confirmados en la mano, a que Iris y Alexandre se unieran a ellas.

Esperaban con las manos agarrando el asa de sus maletas, por miedo a que se las robaran, y recibiendo los empujones de los pasajeros apresurados. Esperaban atentas a la gran aguja del reloj que avanzaba inexorablemente hacia la hora de salida.

Dentro de diez minutos el tren partiría. Joséphine giraba la cabeza en todos los sentidos, esperando atrapar al vuelo la imagen de su hermana acompañada del pequeño Alexandre corriendo hacia ellas. No fue esa imagen tranquilizadora la que vio, sino otra que fijó con actitud de perro de presa.

Volvió la cabeza rogando al cielo para que sus hijas no vieran lo que ella acababa de ver: a Chef sobre el mismo andén que ellas besando en la boca a Josiane, su secretaria, y ayudándola después a montar en el tren con mil recomendaciones, ruidos de besos y delicadezas. Es ridículo, pensó Joséphine, ¡se diría que lleva el santo sacramento! Giró una vez más la cabeza para comprobar que no era una alucinación y sorprendió de nuevo a su padrastro subiendo los escalones del tren detrás de la generosa Josiane.

Ordenó pues una movilización general, diciendo a las niñas que montasen rápidamente en el vagón 33 que estaba en la cabecera del andén.

—¿No esperamos a Iris y Alexandre? —preguntó Zoé gruñendo. Me duele la cabeza mamá, ayer bebí demasiado champán.

—Los esperaremos en el interior. Tienen sus asientos, nos encontrarán. Venga, vamos, ordenó Jo con voz firme.

—¿Y Philippe no viene? —se inquietó Hortense.

—Se reunirá con nosotros mañana, tiene trabajo.

Arrastrando las maletas, descifrando el número de los vagones que pasaban, se alejaron del sitio fatal donde Chef abrazaba a Josiane.

Jo se volvió una última vez para percibir de lejos a Iris y Alexandre, que llegaban corriendo como locos.

Se instalaron en sus asientos en el momento que el tren se ponía en marcha. Hortense se quitó su plumífero, lo dobló cuidadosamente y lo colocó perfectamente en el lugar reservado para los abrigos. Zoé y Alexandre comenzaron a contarse inmediatamente la velada de ayer con grandes gestos, lo que exasperó a Iris que les reprimió severamente.

—Van a terminar idiotas, te lo juro. Pero ¿qué te ha pasado? ¡Estás desfigurada! ¿Has hecho judo? Ya no tienes edad, ¿sabes?

Cuando el tren arrancó, tomó a Jo aparte y le dijo:

—Ven, vamos a tomar un café.

—¿Ahora mismo? —preguntó Jo temiendo encontrar a Josiane y a Chef en el vagón restaurante.

—Tengo que decirte algo importante. ¡Cuanto antes!

—Pero podemos hablar y quedarnos en nuestro sitio.

—No —ordenó Iris entre dientes—. No quiero que lo oigan los niños.

Jo recordó entonces que Chef y su madre pasaban las Navidades en París. Así que no había montado en el tren. Se resignó a seguir a Iris. Se iba a perder su tramo preferido: cuando el tren atravesaba las afueras de París, se hundía como una flecha de acero en un camino de marquesinas y pequeñas estaciones aumentando su velocidad. Ella intentaba descifrar el nombre de las estaciones. Al principio lo conseguía, después se saltaba la mitad de las letras, la cabeza le daba vueltas y no leía nada. Entonces cerraba los ojos y se dejaba llevar: el viaje podía comenzar.

Apoyadas en la barra del vagón restaurante, Iris daba vueltas y vueltas a la cucharita de plástico dentro de su café.

—¿Te pasa algo? —preguntó Jo, sorprendida de verla tan sombría y nerviosa.

—Estoy con la mierda al cuello, Jo, con la mierda realmente al cuello.

Jo no dijo nada y pensó que no era la única. Yo también estaré metida en un buen marrón dentro de quince días. A partir del 15 de enero, exactamente.

—¡Y sólo tú puedes sacarme!

—¿Yo? —articuló Joséphine, atónita.

—Sí, tú. Ahora escúchame y no me interrumpas. Ya es bastante difícil de explicar, así que si me interrumpes…

Joséphine asintió. Iris bebió un sorbo de café y, clavando sus grandes ojos azul violeta en su hermana, comenzó:

—¿Te acuerdas de aquella trola que solté una noche en la que simulé que escribía un libro?

Joséphine, muda, asintió. Los ojos de Iris le producían siempre el mismo efecto: la dejaban hipnotizada. Le hubiese gustado pedirle que apartara ligeramente la cabeza, que no la mirase de esa forma, pero Iris hundía su mirada profunda y de una intensidad casi negra en la de su hermana. Sus largas pestañas añadían un toque grisáceo o dorado según la luz que captaran al cerrarse o al abrirse.

—Pues bien, ¡voy a escribir!

Joséphine, extrañada, dijo:

—Bueno, esa es más bien una buena noticia.

—No me cortes, Jo, no me cortes. Créeme, necesito todas mis fuerzas para decirte lo que tengo que decirte porque no es fácil.

Inspiró profundamente, escupió el aire con irritación como si le hubiese quemado los pulmones y continuó:

—Voy a escribir una novela histórica sobre el siglo XII tal y como presumí aquella noche… Llamé ayer al editor. Está encantado. Le he soltado, para que se le haga la boca agua, algunas anécdotas que afortunadamente tú me habías soplado: la historia de Rollon, de Guillermo el Conquistador, de su madre la lavandera, las «banalidades», y patatín y patatán, hice una especie de ensaladilla con todo eso y ¡parecía completamente subyugado! ¿Para cuándo puedes tenerlo?, me preguntó. Le dije que no lo sabía, que no tenía ni idea. Entonces me prometió un buen anticipo si le ofrecía una veintena de páginas lo antes posible. Para ver cómo escribo y si doy la talla. Porque, me dijo, para ese tipo de temas, hace falta ciencia y esfuerzo.

Joséphine escuchaba y opinaba en silencio.

—El único problema es que yo no tengo ni ciencia ni esfuerzo. Y ahí es donde intervienes tú.

—¿Yo? —dijo Jo tocándose el pecho con el dedo.

—Sí, tú.

—No veo muy bien cómo, sin querer ofenderte…

—Tú intervienes para que las dos firmemos un contrato secreto. ¿Te acuerdas cuando, siendo pequeñas, hacíamos el juramento de sangre?

Joséphine dijo sí con la cabeza. Y después, hacías lo que querías conmigo. Me aterrorizaba la idea de romper el juramento y morir de golpe.

—Un contrato del que no hablaremos con nadie, ¿comprendes? Con nadie. Un contrato que sirva a los intereses de ambas. Tú necesitas dinero. No digas que no. Necesitas dinero. Yo necesito respetabilidad y una nueva imagen, no te explico el porqué, sería demasiado complicado y, además, no estoy segura de que lo entendieses. No comprenderías la urgencia que tengo.

—Puedo intentarlo si me lo explicas —propuso tímidamente Joséphine.

—¡No! Y, además, no tengo ganas de explicártelo. Así que lo que vamos a hacer es muy simple: tú escribes el libro y recibes el dinero, yo lo firmo y me voy a venderlo en la tele, en la radio, en los periódicos… Tú produces la materia prima, yo me encargo del servicio posventa. Porque hoy en día, un libro, no basta con escribirlo, ¡hay que venderlo! Mostrarse, hablar de una, tener el pelo limpio y brillante, estar bien maquillada, tener una imagen, cuál todavía no lo sé, dejarse fotografiar en el mercado, en el cuarto de baño, de la mano con el marido o con el amante, bajo la torre Eiffel, ¡yo qué sé! Muchas cosas que no tienen nada que ver con el libro, pero que le aseguran el éxito. Yo soy muy buena en eso, ¡y tú no sirves! Yo no sirvo para escribir, ¡y a ti se te da de maravilla! Nosotras dos, poniendo lo mejor de cada una, ¡seremos perfectas! Te lo repito, para mí, no es una cuestión de dinero, todo el dinero será para ti.

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