Ella hacía proyectos porque no tenía intención de permanecer ociosa. Aprender chino, cocina china, hacer brazaletes, collares como las mujeres del mercado, venderlos quizás en Francia, fabricar productos de maquillaje con semillas y colorantes locales, abrir un cineclub, un taller de dibujo. Cada día tenía una idea nueva. Joséphine no se había molestado siquiera en descolgar el teléfono para insultarle, llamarle cobarde, ladrón. Dos mujeres en una coraza. Una piel de cocodrilo, pensó sonriendo por el atrevimiento de la comparación. Las mujeres han aprendido tan bien a ser fuertes que se han acorazado. A veces son crueles de tanto parecer impías. Tienen razón, hoy no hay que tener piedad. El veía las orillas, los bloques de piedra que delimitaban los estanques, las alambradas que impedían vagabundear a los cocodrilos. Sintió levantarse una pequeña brisa y se echó hacia atrás el pelo sobre la frente. Un cocodrilo intentaba salir fuera del agua. Había sacado su cuerpo del estanque y avanzaba sobre sus patas macizas y cortas, patas de inválido, pensó Antoine. El cocodrilo permaneció un momento con su hocico pegado al alambre de espino, intentó retorcerlo, lanzó un grito sordo y mordió varias veces la alambrada con sus fauces. Después se tumbó y cerró sus ojos amarillos como persianas que se bajan con pesar.
Ayer noche, Mylène había dicho que le gustaría volar a París. Durante una semana. «Así podrías ver a tus hijas». Y un gran agujero se había abierto en su estómago, llenándose de miedo. Se puso a sudar, a sentir arcadas; enfrentarse a Joséphine y a sus hijas, confesarles que se había equivocado, que no había sido tan buena la idea de criar cocodrilos. Que le habían engañado una vez más…
Miró ante él la hierba alta y las grandes acacias que se mecían con la brisa matinal. Me gustan el amanecer y el rocío que brilla sobre la hierba todavía húmeda, antes de que el sol la reseque. Me gustan el olor a verbena, los troncos de árbol que se dibujan en el día naciente, la bruma húmeda que se evapora con los primeros rayos de sol. ¿Soy realmente yo, Antoine Cortès, el que se sienta sobre los escalones del porche? El cocodrilo volvía a golpear la alambrada. No renunciaba. Sus grandes ojos amarillos parecían empequeñecidos por la cólera y sus garras arañaban el suelo como si quisiera excavar un subterráneo para escapar. Debe de ser un macho, pensó Antoine, ¡un buen macho! Este me dará docenas de crías. Tiene que darme crías. ¡Este maldito criadero tiene que funcionar! Tengo cuarenta años, joder, si no lo consigo ahora, estaré acabado. Nadie confiará en mí, formaré parte de los viejos, de los perdedores, ¡y de eso nada, joder! Se puso a soltar tacos para aumentar el odio que sentía crecer dentro de él, odio hacia míster Wei, odio hacia los cocodrilos, odio hacia este mundo que consideraba que si no se tenía éxito a su edad, uno sólo servía para ir a la basura, odio hacia sus dos hembras a las que nada era capaz de abatir. Asco de sí mismo, también. Sólo hace seis meses que estás aquí y ya estás dispuesto a rendirte…
Se levantó para servirse una copa, decidió coger la botella y beber directamente de ella. Si viajaba a París, pensaría un plan con Faugeron para que le pagasen. Faugeron siempre le había tratado bien. Seguramente gracias al dinero de Chef y sus relaciones con Philippe, se dijo acercando una vez más la botella a sus labios, eso no impide que sea amable, hablaré con él y encontraremos un medio para hacer pagar a ese viejo chino. ¿Quién se cree ese? ¿El emperador de China? ¡Esos tiempos terminaron!
Había pensado que al nombrar a míster Wei, el miedo se habría anudado nuevamente a su estómago, pero no pasó nada. No sólo no tenía miedo, sino que se sentía exultante. Lleno de una loca alegría, la alegría de un hombre que sabe exactamente cómo va a romperle la cara al tío que le toma el pelo desde hace meses. Sabía exactamente lo que iba a hacer: ir a París, hablar con Faugeron, poner a punto un plan y hacerse pagar. Seguramente habría un medio de sacar pasta de este Croco Park de las pelotas. ¿Quién ha puesto en marcha esta plantación de mierda? Yo, Tonio Cortès… Y nadie más. Y no un chiquillo en pantalón corto que tiene miedo de soltar la mano de su mamá, ¡no! ¡Un hombre de verdad con un buen par! Un hombre que podría incluso ir a dar un beso a ese cocodrilo sarnoso… Se echó a reír y levantó la botella a la salud del cocodrilo.
La luz del amanecer había borrado las manchas amarillas de los cocodrilos. El sol se elevaba tras el tejado de la casa con una lentitud majestuosa que llenó a Antoine de un emocionado respeto. Se inclinó mucho, simuló una reverencia y después otra, perdió el equilibrio y cayó sobre el polvo.
Se levantó, bebió un trago de la botella y después, fijándose en cada par de ojos amarillos, abrió su bragueta y soltó un chorro caliente, dorado, sonoro frente a los reptiles. Iba a demostrarles que no sólo no sentía vergüenza, sino que ya no tenía miedo y que les convenía mantenerse quietecitos.
—¿Quieres demostrar algo orinando de esa forma frente a esas bestias asquerosas? —preguntó una voz adormilada a sus espaldas.
Se volvió y vio a Mylène que bajaba los escalones ajustándose una tela de algodón a las caderas. La miró alelado:
—¡Qué aspecto! —soltó ella.
Se preguntó si soñaba o no había un punto de desprecio en su voz. Lanzó una carcajada que quería ser natural y se inclinó de nuevo, diciendo:
—
The new Tonio is facing you!
[5]
—Habla en cristiano, por favor. Me gustaría entender lo que dices…
—No te preocupes. Yo sé lo que sé y sé que esto no va a quedarse así…
—Es exactamente lo que me temía —suspiró Mylène ajustándose el paño a su cadera—. Vamos, ven, vamos a desayunar, Pong ya está en la cocina…
Y como Antoine caminaba titubeando hacia la casa, ella elevó la voz lo bastante como para que la escuchase y soltó con tono seco:
—Me gustaría que fueses tan valiente y determinado frente a ese ladrón de Wei. Cuando pienso que estamos gastando todos mis ahorros, se me hace un nudo en la garganta.
Antoine no lo escuchó. Había tropezado con el escalón de la entrada y se había caído sobre el suelo del porche. La botella de whisky rodó por la escalera, bajó hasta el último escalón, donde terminó por verter sobre el suelo un charco de líquido ámbar que reflejó los rayos más altos del sol.
* * *
—Entonces le he dicho que os deberíais volver a ver, que era estúpido que ya no os hablaseis y ella me ha dicho que no, no mientras no se disculpe, disculpas sinceras, disculpas que vengan del corazón, no disculpas a lo tonto, fue ella la que me agredió, es mi hija, me debe un respeto. Le dije que te daría el recado y…
—Ya está todo dicho, no voy a disculparme.
—Así que de momento no vais a volver a veros…
—Estoy muy bien sin ella. No necesito ni sus consejos ni su dinero ni el amor que ella cree dar y que no es más que abuso de autoridad. ¿Te crees que mi querida madre me quiere? ¿Lo crees de verdad? Yo no lo creo, creo que ha cumplido con su deber criándonos, pero que no nos quiere. Sólo se quiere a ella misma y al dinero. A ti te respeta porque te casaste bien, porque se pavonea hablando de su maravilloso yerno, de tu gran piso, de tus amigos, de tu tren de vida, pero a mí… a mí me desprecia.
—Jo, hace casi ocho meses que no la has visto. Imagínate que le pasa algo… ¡Después de todo es tu madre!
—No le pasará nada: mala hierba nunca muere. Papá murió con cuarenta de un ataque al corazón, ella llegará a los cien.
—Ahí estás siendo mala.
—No, no soy mala, ¡estoy viva! Desde que no la veo me siento de maravilla.
Iris no respondió. Apuñaló con la mirada a una despampanante rubia que acababa de entrar riéndose a carcajadas.
—Estás cambiando, Jo, estás cambiando. Te estás endureciendo… ¡ten cuidado!
—Dime, Iris, no me has citado en este café de la puerta de Asniéres para hablarme de nuestra madre y sermonearme, ¿verdad?
Iris se encogió de hombros y suspiró.
—He pasado por la empresa de Chef antes de venir, Hortense estaba en su despacho, busca unas prácticas en el mes de junio para su escuela, puedo decirte que a los chicos del almacén les hervía la sangre. La vida se ha detenido con la llegada de Hortense…
—Lo sé, provoca ese mismo efecto en todo el mundo…
En el interior del Café des Carrefours, Jo e Iris almorzaban. Los camiones hacían temblar las vitrinas del establecimiento al frenar justo antes de girar y de meterse en la circunvalación; los clientes habituales entraban haciendo batir la puerta. Jóvenes, en su mayoría, que debían de trabajar en los despachos vecinos. Llegaban empujándose, gritaban que tenían hambre y elegían el menú de diez euros, cuarto de vino incluido. Iris había pedido huevos fritos con jamón, Joséphine una ensalada y un yogur.
—He visto a Serrurier, el editor —empezó Iris—. Lo ha leído y…
—¿Y? —dijo Joséphine, presa de la angustia.
—Y… le ha encantado tu idea, está encantado con las veinte páginas que me has dado, me ha colmado de felicitaciones y… y…
Cogió su bolso, lo abrió y sacó un sobre que agitó en el aire.
—Me ha dado un primer anticipo. La mitad de los cincuenta mil euros… el resto me lo dará cuando le entregue la totalidad del manuscrito. Te he firmado inmediatamente un cheque de veinticinco mil euros, así, visto y no visto, para ti.
Tendió el sobre a Joséphine, que lo tomó con infinito respeto. De pronto, cuando cerraba su bolso, una pregunta le atormentó:
—¿Cómo vas a hacer con los impuestos? —preguntó a Iris.
—Tienes lechuga en los dientes —la interrumpió Iris haciendo el gesto de limpiarse los dientes.
Joséphine asintió y planteó de nuevo la pregunta.
—No te preocupes, Philippe no se dará cuenta. De todas formas, no es él el que hace la declaración sino un contable, y paga tantos impuestos que no es eso lo que cambiará mucho las cosas.
—¿Estás segura? ¿Y yo? ¿Y si me preguntan de dónde viene ese dinero?
—Dirás que es un regalo de tu hermana que está forrada.
Joséphine hizo una mueca de duda.
—Deja de preocuparte, Jo. Aprovéchate, aprovecha… ¿No es maravilloso? Nuestro proyecto ha sido aceptado, con las felicitaciones del jurado.
—No me lo puedo creer. ¡Y tú me hablas de nuestra venenosa madre! ¿Te das cuenta, Iris? ¡Le ha gustado! ¡Le ha gustado mi idea! ¡Ha firmado un cheque de veinticinco mil euros sólo por mi idea!
—Y por los veinte folios que has escrito… Muy astuto, tu plan. Dan ganas de leer lo que sigue.
Joséphine, durante un instante, tuvo la tentación de pedir un chucrut para celebrar el acontecimiento, pero se resistió.
—¿No es genial, hermanita? —preguntó Iris, con un reflejo azul en sus ojos abiertos como platos—. ¡Vamos a ser ricas y famosas!
—La riqueza para mí, la fama para ti.
—¿Te molesta?
—No. Al contrario. Así puedo escribir lo que quiera: nadie sabrá que soy yo. Me quita algo de angustia, ¡te lo juro! ¡Y además sería totalmente incapaz! Cuando veo lo que hay que hacer y decir para salir en la tele, me dan ganas de meterme en la cama.
—Pues para mí va a ser divertido. Estoy harta de mi imagen de mujer correcta, Jo, ya no puedo más…
Iris permaneció un momento ensimismada, compartiendo el silencio de Joséphine, que miraba amorosamente su bolso. Después su mandíbula siguió masticando y se golpeó la frente con la mano.
—Casi me olvido. Quería enseñarte un artículo de prensa que he recortado para ti.
Introdujo la mano en su bolso y sacó un periódico doblado en dos, que abrió delicadamente, buscando el artículo que le interesaba.
—Aquí está. Es un retrato de Juliette Lewis, ya sabes, la antigua actriz de cine… en fin, cuando digo antigua, debe de tener poco más de treinta años, pero ya no le ofrecen papeles, así que se ha reconvertido a la canción. Escucha bien lo que dice el artículo. «Juliette Lewis lidera ahora un grupo de rock, Juliette and the Licks, Juliette y los Lametones, un nombre que incita a la provocación por sí mismo, sobre todo cuando el joven que se ocupa de las relaciones con la prensa de los Lametones confirma que Juliette Lewis aparece en el escenario con esas bragas bastante escuetas que bien podemos llamar tangas. «Sí, a veces enseña buena parte del trasero», afirma el tal Chris en el mismo instante en el que Juliette viene hacia nosotros diciendo
Here we go, man
, con esa voz ronca que todos conocemos…
—Me parece una tontería…
—¡Pues yo estoy dispuesta a jugar a eso!
—¿A enseñar el tanga?
—A fabricar imágenes como esas para vender el libro.
Joséphine miró a su hermana y se preguntó si no estaría cometiendo una enorme estupidez al convertirse en su cómplice.
—Iris, ¿estás hablando en serio?
—Pues claro, zoquete. Voy a montar un show… Un auténtico show que planearé hasta el mínimo detalle, y tengo la intención de reventar la pantalla. Él, Serrurier, no para de decírmelo, «con sus ojos, sus relaciones, su belleza…». Todo eso es mejor que tus deditos sobre tu teclado y toda tu erudición. Para vender, quiero decir, para vender…
Se echó su larga cabellera negra hacia atrás, extendió los brazos al cielo como si abriese un camino real y suspiró:
—Me aburro tanto, Jo, me aburro tanto…
—¿Por eso lo haces? —preguntó Jo tímidamente.
Iris abrió los ojos de par en par y pareció no comprender.
—Pues, sí. ¿Qué otra razón habría?
—Precisamente me gustaría saberlo. El otro día, en el tren, me dijiste que te sacaba de un apuro… Incluso empleaste la palabra «atolladero», así que me preguntaba…
—¡Ah! Te dije eso.
Hizo una mueca como si Joséphine acabase de traerle un mal recuerdo.
—Me dijiste eso exactamente, y creo que tengo derecho a saber.
—Pero, qué dices, Jo. ¡Derecho a saber!
—Pues, sí… Me embarco contigo en una galera y me parece justo tener las mismas cartas que tú en la mano.
Iris sopesó a su hermana pequeña con la mirada. Joséphine estaba cambiando. Más luchadora, más audaz. Comprendió que no podía callar, lanzó un largo suspiro y lo soltó, sin mirar a Jo:
—Es por culpa de Philippe. Tengo la impresión de que se aleja de mí, que ya no soy la última maravilla del mundo. Tengo miedo, que me abandone y pienso que, escribiendo este libro, le seduciría de nuevo.
—¿Porque lo amas? —preguntó Joséphine, con esperanza en su voz.
Iris le lanzó una mirada mezcla de piedad y exasperación.