Los ojos amarillos de los cocodrilos (33 page)

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Authors: Katherine Pancol

Tags: #drama

BOOK: Los ojos amarillos de los cocodrilos
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Hace hora y media que intento tener chispa por escrito y resulta que encuentro mi vena oralmente, pensó Joséphine despechada. Y tuvo unas imperiosas ganas de quedarse a solas.

—¡Marión Brando! Para mí era Robert Mitchum. Estaba loquita por él. Mira, ayer vi una película muy buena en el canal cine. Con Robert Mitchum, Paul Newman, Dean Martin, Gene Kelly y Shirley MacLaine. En la época en la que se rodaba esa película, ella vivía un amor tórrido con Mitchum.

—Ah… —dijo Joséphine, distraída, buscando una excusa para quitarse a Shirley de encima.

Es increíble, se dijo, es mi mejor amiga, la quiero con ternura y ahora, en este momento preciso, podría hacerla picadillo y congelarla para que se largase con viento fresco.

Shirley había terminado de recitar el nombre de todos los actores de la película, el de la responsable de vestuario, «Edith Head, muy conocida, sabes Jo, una gran dama del vestuario, vistió a las actrices más guapas de Hollywood y ninguna película elegante se habría hecho sin ella en aquella época». Estaba contando el argumento de la película cuando Joséphine aguzó el oído.

—…Y como no quería de ningún modo convertirse en rica, busca casarse con el hombre más modesto, el más discreto con el fin de llevar una vida muy tranquila, porque, según ella, el dinero no hace la felicidad, sino justo lo contrario. ¡Es tan divertido, Jo! Porque ya puede elegir al hombre más tierno, el más modesto, que gracias a ella llega a la cima, gana mucho dinero, se mata trabajando, y ella enviuda cada vez, lo que le confirma su idea de que el dinero no hace la felicidad.

—Espera —dijo Joséphine parando a Shirley en seco—. Vuelve a contarme la historia desde el principio. No estaba escuchando.

Había puesto la mano en el brazo de Shirley y la agarraba como si su vida dependiese de ello. Shirley contempló el aspecto ávido y apasionado de su amiga y dedujo que no estaba muy lejos de descubrir el secreto que escondía Jo. Todo iba a esclarecerse. Joséphine buscaba una historia que contar. ¿Para escribir un libro? ¿Un guión? La solución del enigma se le escapaba todavía, pero no desesperaba. Shirley aceptó volver a contar la historia de
Ella y sus maridos
, la película de Jack Lee Thompson que había visto en la televisión.

—¡Pero si es mi idea! ¡La idea que tuve ayer! La historia de una chica que no quiere ser ni rica ni poderosa, que se casa con hombres pobres que se vuelven grandes porque basta que ella se una a ellos para que triunfen. ¿Cómo se llama esa película?

Shirley repitió el título. Joséphine apretaba los puños de excitación.

—Nunca te he visto tan emocionada por un programa de televisión —soltó Shirley burlándose.

—¡Es que no es un programa de televisión cualquiera! Es la historia que quería contar yo en esa maldita novela.

Se mordió los labios y se dio cuenta de que había hablado demasiado. Shirley festejó en silencio su triunfo.

—Me he traicionado.

—No diré nada. Te lo prometo, te lo juro, por estas, ¡por el mismísimo Gary!

Shirley extendió una mano para jurar y cruzó los dedos de la otra mano a su espalda porque tenía la intención de contárselo a Gary. Se lo contaba todo a su hijo. Todo lo que era importante para entender la vida. Cómo la gente te utiliza, te culpabiliza, te martiriza. Para que se ponga en guardia y desconfíe. Le contaba también el talento, el amor, los encuentros, las hermosas fiestas. No formaba parte de esos adultos que afirman que no hay que hablar de «ciertas cosas» con los niños. Aseguraba que los niños lo saben todo antes que nosotros. Poseen una intuición diabólica o angélica, a elegir, pero saben. Saben antes que sus padres que estos van a separarse, que mamá bebe a escondidas, que papá se acuesta con la cajera del Shopi o que su abuelo no ha muerto de un ataque al corazón en su cama, sino que había expirado sobre el cuerpo de una stripper en Pigalle. Tomarles por ignorantes es ofenderles. En fin, resumía ella para terminar, pensad lo que queráis, pero yo no considero que mi hijo sea un simple.

—Desde el momento en que entré aquí, me olí el cotarro —siguió Shirley intentando que Jo se confiara con el fin de que contara más cosas.

No estaba segura de haberlo entendido todo. Le faltaban algunos elementos.

—Es culpa mía —balbuceó Joséphine—, te he subestimado…

—Soy muy buena, Jo, jugando a esos juegos de la vida; he sufrido demasiado. He desarrollado cierta sensibilidad para detectar fraudes.

—¡Pero no dirás nada!

—No diré nada…

—Se pondría furiosa si supiera que tú lo sabes…

«¿A quién se refería Joséphine? ¿A Iris?», Shirley puso cara de segura de sí misma y de que lo había comprendido todo con el fin de llevar a Joséphine al final de su confesión.

—Voy a tener que aprender a mentir.

—¡Y no vales mucho para eso, Joséphine!

—Cuando Iris me propuso escribir para ella, al principio lo rechacé, te lo aseguro…

«¡Bingo! —pensó Shirley—, es Iris el cerebro del fraude. Lo sabía, lo sabía, pero ¿a qué juega?».

—Escribir una novela para la que tú buscas la idea…

—Sí. Me propuso intercambiar mi supuesto talento de escritora por dinero contante y sonante. ¡Cincuenta mil euros, Shirley! Es mucho dinero.

—¿Y necesitas tanto dinero? —preguntó Shirley realmente extrañada.

—Hay otra cosa que no te he contado…

Shirley sostenía la mirada de Joséphine y la animaba a hablar. Joséphine se lo contó todo.

Shirley se cruzó de brazos y observó a Joséphine suspirando.

—No cambiarás nunca… Te vas a dejar devorar por el primer tiburón hipócrita que te encuentres. Lo que no entiendo muy bien es por qué Iris necesita hacerte escribir una novela.

—Para que ella la firme y se convierta, a ojos de todos, en una escritora. Está muy bien visto actualmente, sabes, todo el mundo quiere escribir, todo el mundo cree que puede escribir. Empezó presumiendo de ello una noche, en una cena, ante un editor…

—Sí, pero ¿por qué? ¿A quién quiere impresionar? ¿Qué va a ganar con ello?

Joséphine bajó la mirada.

—No ha querido decírmelo…

—¿Y tú has aceptado sin saber nada?

—Me dije que eso era cosa suya.

—Pero, bueno, Jo, ¿te conviertes en cómplice de un fraude y no quieres saber el porqué? ¡Me sorprenderás siempre!

Joséphine se mordía los dedos, desgarraba la pielecilla alrededor de sus uñas y lanzaba miradas atemorizadas a Shirley.

—Lo que me gustaría es que, la próxima vez, la próxima vez que la veas, le hagas la pregunta. Es importante. Va a poner su nombre en un libro que habrás escrito tú y con ello ¿qué va a ganar? ¿La gloria? Para eso vuestro libro tendría que ser un éxito. ¿La fortuna? Te va a dar todo el dinero. A menos que haya previsto robarte… No es imposible. Te promete el dinero, pero sólo te dará una pequeña parte. Con el resto se marchará a Venezuela con su amante…

—¡Shirley! Eres tú la que está escribiendo una novela. No me metas ideas así en la cabeza, ya estoy bastante angustiada…

—O bien escribe para obtener una coartada… Está planeando algo perverso a tus espaldas. Se encierra en una habitación, pretende que está trabajando, sale por la ventana y…

Joséphine miró a Shirley desamparada. Shirley se arrepintió de haber sembrado la duda y la angustia en la mente de Jo.

—He grabado la película de ayer, ¿quieres verla? —propuso para compensarlo.

—¿Ahora mismo?

—Ahora mismo. Tengo mi clase en el conservatorio dentro de hora y media, si no ha acabado, te dejaré delante de la tele.

Mientras Shirley rebobinaba la película, Joséphine le contó todos los detalles: el préstamo de Antoine, la propuesta de Iris, su aprensión ante la idea de escribir, «tengo miedo de no conseguirlo, cuando entraste en la cocina, me encontraba en plena duda, buscaba la inspiración. Al final está bien habértelo contado, porque ya no estoy completamente sola. Podré confiar en ti cuando algo no vaya bien… Sobre todo, porque Iris tiene prisa, ¡debe enseñar veinte folios a su editor a finales de mes!».

Se sentaron en el sofá. Shirley pulsó la tecla del mando a distancia y gritó: «¡Motor!». Apareció entonces en la pantalla la resplandeciente, la deliciosa, la emotiva Shirley MacLaine vestida completamente de rosa, con un inmenso sombrero rosa, en una casa rosa de columnas rosas, tras un féretro rosa llevado por ocho hombres de negro. Joséphine se olvidó del libro, de su hermana, del editor, de las mensualidades del préstamo de Antoine y siguió la silueta larga, fina y rosa que descendía la escalera suspirando de pena.

—La foto del hombre de la parka, sobre el teclado, ¿la has visto? —murmuró a Shirley mientras desfilaban los títulos de crédito.

—Sí, y me dije que debías de estar haciendo algo importante para pegar su foto permanentemente bajo tus ojos, debía inspirarte…

—No ha funcionado. ¡No me ha inspirado nada!

—Conviértele en uno de los maridos y funcionará.

—Muchas gracias, me has dicho que morían todos.

—¡El último no!

—Ay… —soltó Joséphine en voz baja—. Es que yo no tengo ganas de que se muera.


Silly you!
Ni siquiera sabes quién es.

—Me lo imagino y es maravilloso. Es casi mejor que vivir un amor en sueños, no hay riesgo de llevarse un chasco…

—¿Y hacer el amor en sueños, cómo es?

—No he llegado a eso —suspiró Joséphine-los ojos puestos en la pantalla, donde el ataúd del difunto marido se había resbalado de las manos de los portadores mientras que Shirley Mac-Laine, imperturbable, continuaba avanzando bajo su gran sombrero rosa.

* * *

Por la noche, ya no podía descansar. El dedo amenazador de Faugeron le sacaba de su sueño; se despertaba sudando, con la almohada y las sábanas empapadas. Se ahogaba, perdía el aliento, sentía estertores, se retorcía, se asfixiaba hasta que el nudo de su garganta se deshacía y por su nariz entraba el aire fresco de la noche. Se levantaba, iba a ducharse, se vestía con un pantalón de pijama limpio y seco, escuchaba el ruido de la noche africana entrar por la ventana completamente abierta de la habitación. El graznido de los loros refugiados sobre el techo de la casa, el chillido de los monos persiguiéndose de rama en rama en las altas acacias, la rápida carrera de un impala entre las altas hierbas, todo le parecía extraño, amenazante. Durante el día, se sentía un intruso en aquellas tierras, pero por la noche era como si toda la naturaleza le gritara que se fuese, que volviese al país de los blancos, esos hombrecillos enclenques y sudorosos que no soportaban el calor de África y se atiborraban a quinina.

Escuchaba el aliento tranquilo de Mylène a su lado y no conseguía dormirse. Entonces se levantaba, bajaba al salón, se servía un whisky y salía a la terraza de madera que rodeaba la casa. Sentado en los escalones, bebía un sorbo de alcohol y después, otro y otro; sus ojos se habituaban a la oscuridad. Poco a poco, iban destacando entre las sombras unas manchas amarillas, vacilantes, alumbrándose una tras otra y que parecían converger en él: la amarillenta mirada de los cocodrilos. Afloraban a ras del agua, posadas como luciérnagas sobre la superficie muaré y negra de los estanques, mirándole. Escuchaba cómo sus colas agitaban el agua, sus cuerpos se movían lenta, pesadamente, se aproximaban a la orilla a esperar. Frente a la casa. Uno, luego dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho… Atravesaban la oscuridad como buceadores silenciosos. A veces uno de ellos abría sus grandes fauces y una fila de dientes blancos cortaba la negra noche. Después la boca se cerraba con un golpe seco y sólo percibía las rasgaduras amarillas mirándole fijamente. Hace veinte millones de años que viven en la Tierra, pensaba, que resisten a todas las catástrofes naturales, la Tierra que se agrieta, se dobla, se rompe, arde y se licúa, se hiela y se solidifica. Han visto pasar a los dinosaurios, a los primates, a los hombres a cuatro patas, a los hombres inclinados, a los hombres erguidos, a los hombres apaleados y siguen aquí, al acecho. No doy la talla frente a ellos. Me encuentro solo. Nadie con quien hablar. Y todavía sin noticias de míster Wei. Sin noticias, sin cheque, sin explicación. Su secretaria me responde siempre que sí, sí,
míster Wei is going to cali you back
, pero nunca le devuelve las llamadas.
Don't worry, míster Tonio, he'll call you, he'll call you, everything's all right
,
[4]
¡pero no! Nada era
all right
, no había visto un céntimo desde su llegada. Vivía de los ahorros de Mylène. Cuando llamaba a las niñas a Francia, se inventaba historias, hablaba de beneficios monumentales, prometía hacerlas venir pronto, ahora sólo era cuestión de días. Debían de sentir la tensión en su voz porque sólo respondían con monosílabos para no molestarle. ¿Y Jo? Murmuró siguiendo a un cocodrilo que venía para unirse al grupo, añadiendo dos candiles amarillos al conjunto de luces que le contemplaban. Faugeron debía de haberla puesto al corriente. Ella no había llamado. No le había dirigido el menor reproche. Sintió vergüenza. Volvió la mirada hacia las manchas amarillas y le entraron ganas de llorar. Se sentía tan cobarde. Más fuerte que la vergüenza, sentía crecer en él un miedo frío y tenaz que no le soltaba. El miedo había reemplazado a la gran seguridad de antaño, cuando se pavoneaba, por la noche, después de los safaris, bajo las tiendas de tela, bebiendo whisky. No tenía nadie a quien decir que sentía miedo. Los cocodrilos sí lo sabían. Sienten mi miedo desde el fondo del estanque y vienen a agruparse frente a mí para alimentarse de él. Esperan. Tienen todo el tiempo del mundo, todo el tiempo, no importa que les maten, saben que al final vencerán, que la fuerza bruta vence siempre. Esperan clavando sobre él su mirada amarilla.

Para aumentar su miedo. Su miedo… grande como una caverna que le devoraba.

Joséphine. Mylène. Ellas se han endurecido mientras yo me reblandezco, ellas tienen la cabeza bien colocada sobre los hombros mientras que la mía gira como una peonza. Mylène mostraba calma y serenidad cuando Pong traía el correo. No decía nada, ni siquiera necesitaba preguntar si había llegado el cheque, le miraba recoger los sobres sobre el plato de madera que le presentaba Pong, y después cortaba su filete de búfalo rayando el plato. Antoine sentía escalofríos en la espalda. Ella preguntaba: «¿Está bueno? ¿Te gusta?». Había aprendido a cocinar el búfalo haciéndolo marinar en una salsa a la menta y a la verbena salvajes, que le daba un gusto delicioso. Era un cambio después de tanto pollo.

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