—Podemos llamarlo así. No quiero que me deje. Tengo cuarenta y cuatro años, Jo, no encontraré otro como él. Mi piel se va a arrugar, mis senos van a caer, los dientes van a amarillear, el pelo se va a aclarar. El me ofrece una vida de oro, quiero conservar mi casa, mi chalet en Megéve, los viajes, el lujo, la tarjeta Oro, el estatus de señora Dupin. Ya ves, soy honesta contigo. No soportaría caer en una vida banal, sin dinero ni relaciones ni evasión… Y, además, quizás le ame después de todo.
Había apartado su plato y encendido un cigarrillo.
—¿Ahora fumas? —preguntó Joséphine.
—¡Es por mi personaje! Me estoy entrenando. Josiane, la secretaria de Chef…, tenía un paquete guardado, ha dejado de fumar, y me lo ha dado.
Joséphine recordó la escena que vio en el andén de la estación: Chef besando a su secretaria, instalándola en el tren como si llevara el santo sacramento. No había hablado de ello con nadie. Sintió un escalofrío y pensó en su madre: ¿qué pasaría con ella si Chef la abandonaba para rehacer su vida?
—¿Tienes miedo de que te deje? —preguntó suavemente a Iris.
—Nunca había pensado en ello… pero desde hace algún tiempo, sí, tengo miedo. Siento que está alejándose de mí, que ya no me mira con los mismos ojos. He tenido celos incluso de vuestra complicidad en Navidad. Te habla con más afecto y consideración que a mí…
—¡Qué tonterías dices!
—Pues, no. Soy extremadamente lúcida. Tengo muchos defectos, pero no estoy ciega. Siento cuándo intereso a los demás o no. Y no soporto provocar indiferencia.
Siguió las volutas de humo de su cigarrillo y pensó en su encuentro con Serrurier. En el pequeño despacho donde la había recibido. La boca desbordando alabanzas, los ojos brillantes de interés. Se sentía revivir. El se mostraba a la vez impaciente y respetuoso. Fumaba su gran cigarro cuya áspera humareda invadía el despacho e imaginaba la trama del relato inventado por Joséphine. «Muy buena la idea de esa chica que quiere retirarse en un convento y a la que obligan a casarse. Muy buena la idea de que la chica anime a sus maridos, se encuentre cubierta de oro y de gloria y enviude cada vez. Muy buena la idea de la humildad que ella persigue con obstinación y que se le escapa, muy buena la de hacerla cambiar de entorno, enfrentarla a un caballero, a un trovador, a un predicador, a un príncipe de Francia…». Caminaba de un lado a otro del despacho dando vueltas. «Es moderno, deliciosamente anticuado, cómico, ingenuo, mezquino, ¡popular! Debería añadir un punto de misterio y sería perfecto. A la gente le vuelven locas las intrigas que mezclan la historia de Francia, religión, asesinatos, amor, Dios y el diablo… pero usted lo hará bien, ¡no quiero influirla! Lo que he leído me ha encantado. Para ser honesto, no pensaba que una cabeza tan bonita encerrara tanto saber y tanto talento… ¿Y dónde ha encontrado esa historia de los grados de humildad? ¡Es magnífico! ¡Magnífico! Transformar a una mujer que se martiriza para ser humilde en protagonista a su pesar. ¡Qué idea genial!». Entusiasmado, le había estrechado la mano de forma calurosa y vibrante. Después le había dado el cheque, añadiendo que estaba listo para darle el resto cuando quisiera. Iris había preferido ocultar ese detalle a Joséphine. Había salido del despacho de Serrurier con el corazón latiendo con fuerza y las piernas temblorosas.
—¿De dónde has sacado esa historia de los grados de humildad? —preguntó intentando ocultar su admiración.
—De la regla de san Benito… pensé que estaría bien para una chica que sueña consagrarse a Dios. Ella se dedica a no ser más que una pobre sirvienta al servicio de los hombres, franquea humildemente cada grado…
—¿Y en qué consiste exactamente esa regla? Tendrás que explicármelo.
—Según san Benito existen varios grados de abnegación para llegar a la perfección y a Dios. Es lo que él llama la escala de la humildad. La Biblia dice: «Todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado». En los primeros escalones, se te pide que vigiles tus deseos, tu egoísmo, y que obedezcas a Dios en todo. Luego aprendes a dar, a amar a quien te reprende o te calumnia, a ser paciente y bueno. El sexto escalón es estar contento con la condición más ordinaria y la más baja. En lo que se le ordena hacer, el monje piensa que es un mal obrero e incapaz. Repite en acto de contrición: «No soy nada de nada y no sé nada. Soy como un animal ante Ti, mi Señor. Sin embargo, siempre estoy a tu lado». El séptimo escalón no es sólo decir: soy el último y el más miserable, también debe creerse de corazón. Y así, seguidamente… hasta el decimosegundo escalón, hasta que no eres más que una miserable cucaracha al servicio de Dios y de los hombres y que sólo creces convirtiéndote en nada. Mi protagonista, al principio del libro, antes de que sus padres intervengan, sueña con poner en práctica la regla de san Benito…
—Pues bien, ¡él ha encontrado esa idea genial!
—Charles de Foucault, por ejemplo, se humilló toda su vida. Santa Teresa de Lisieux también…
—Dime, Jo, ¿no te estarás volviendo un poco mística tú también? Ten cuidado, ¡vas a terminar en un convento!
Joséphine decidió no responder.
—Dime… —retomó Iris al cabo de un largo instante de silencio—, si has decidido seguir los caminos de la santidad, ¿por qué no perdonas a nuestra madre?
—Porque sólo estoy en el primer escalón. No soy más que una humilde aprendiz. Y, además, te recuerdo que no soy yo, sino mi protagonista. ¡No te confundas!
Iris sacudió la cabeza riéndose.
—Tienes razón. Lo mezclo todo. En todo caso le ha gustado, es lo principal. El nombre de tu protagonista también: Florine. Es bonito Florine. ¿Bebemos una copita de champán a la salud de Florine?
—No, gracias. Debo mantener la cabeza fría para trabajar esta tarde. ¿Y cuándo quiere publicar mi libro?
—Nuestro libro, Joséphine, no lo olvides. Y cuando se ponga a la venta, será MI libro. No vayas a meter la pata.
Joséphine sintió un pinchazo en el corazón. Ya se había encariñado con su historia, con Florine, con sus padres, sus maridos. Se dormía por las noches eligiendo sus nombres, el color de su pelo, de sus ojos, definiendo su carácter, inventándoles una vida, un pasado, un presente, dibujando una granja, un castillo, un molino, una tienda, caracoleaba con los caballeros, aprendía a hacer el pan, comenzaba un enorme tapiz, vivía sus vidas y le costaba dormirse. Es mi historia, eso tenía ganas de decirle a su hermana.
—Estamos en febrero… Creo que lo sacará en octubre o noviembre próximo. En septiembre salen todas las novedades, demasiado lío. Tendrás que entregar el manuscrito en julio. Eso te deja seis, siete meses para escribirlo… es suficiente, ¿no?
—No lo sé —respondió Joséphine, molesta de que su hermana le hablase como a una secretaria.
—Te las vas a arreglar muy bien. Deja de preocuparte. Pero sobre todo, Jo, sobre todo, ¡ni una palabra a nadie! Si queremos que nuestro plan funcione, no hay que decírselo a nadie, absolutamente a nadie. Lo comprendes…
—Sí —suspiró Jo con una vocecita débil.
Hubiese querido responder a su hermana que no era un «plan», estás hablando de mi libro, mi libro… Dios, se dijo, soy demasiado sensible, me afecta todo, me siento herida por cualquier cosita.
Iris tendió su brazo hacia el camarero y pidió una copa de champán. «¿Una sola?», preguntó extrañado. «Sí, soy la única que va a celebrar algo». «A mí me gustaría celebrarlo con usted», declaró él, hinchando el torso. Iris posó sobre él sus grandes ojos azules llenos de confusión y el camarero se alejó canturreando una estrofa de
Carmen
: «El amor es hijo de la bohemia, no conoce ley alguna… Si tú no me quieres, yo te quiero, y si te quiero, ten cuidado».
* * *
—Y bien, ¿todavía nada?
—Nada de nada… ¡estoy desesperada!
—No te preocupes, es normal. Tomas la píldora desde hace años y esperas que, ¡chas!, con un chasquido de tus dedos se forme el embrión. Paciencia, paciencia. Ya llegará el niño divino, pero a su hora.
—Quizás soy demasiado vieja, Ginette… pronto treinta y nueve años. ¡Y Marcel volviéndose loco!
—Me hacéis gracia vosotros dos, parecéis una pareja de recién casados. ¡Ni siquiera hace tres meses que lo intentáis!
—Me ha obligado a hacerme análisis para verificar que todo funciona bien. ¡Y eso que a mí basta con mirarme para quedarme embarazada!
—¿Ya has estado embarazada?
Josiane asintió con aire contrito.
—¡Y he abortado tres veces! Así que…
—Entonces quizás tema que te hayas dañado.
—¡Estás loca! No le he dicho nada. ¡Chitón!
—¿Has abortado a un pequeño Grobz? —preguntó Ginette, estupefacta.
—¿Y tú qué te crees? ¿Que iba a jugar a la Virgen María? Yo no tengo un José. Y Marcel, que se caga delante de la Escoba, no inspiraba seguridad… Frente a ella no es un hombre, es un puñado de polvo. Incluso ahora tengo dudas. ¿Quién me dice a mí que va a reconocerlo, a mi pequeño, una vez me haya hecho el bombo?
—Te lo ha prometido.
—Sabes bien que las promesas sólo comprometen a los que las reciben.
—Oh, ahí te pasas, Josiane. ¡No esta vez! Está que no vive, no habla más que de eso, se ha puesto a régimen, va en bicicleta, come cosas bio, ha dejado de fumar, se toma la tensión mañana y noche, se sabe de memoria todos los catálogos para bebés, a punto está de ponerse a probar pijamitas.
Josiane la miró dubitativa.
—Bueno… En fin, eso se verá cuando haya plantado la semillita. Pero te prevengo, si se arrodilla otra vez delante de la Escoba, yo me desentiendo y lo mando todo a paseo, al padre y al hijo.
—¡Atención! Que viene.
Marcel subía por las escaleras, seguido por un hombre corpulento que resoplaba en cada escalón. Entraron en el despacho de Josiane. Marcel presentó al señor Bougalkhoviev, un hombre de negocios ucraniano, a Ginette y a Josiane. Las dos mujeres se inclinaron sonriendo. Marcel lanzó una mirada tierna a Josiane y le rozó la base del cráneo con un beso una vez que el ucraniano entró en su despacho.
—¿Qué tal, bomboncito?
Había posado la mano sobre su vientre y Josiane la retiró gruñendo.
—Deja de escudriñarme como a una gallina, voy a terminar poniendo un huevo.
—¿Todavía nada?
—¿Desde esta mañana? —respondió ella con una sonrisa irónica—. No nada de nada, nadie en el horizonte.
—No te burles, bomboncito.
—No me burlo, me canso, exactamente.
—¿Queda whisky en mi despacho?
—Sí, y hielo en el minibar. ¿Esperas emborrachar al ucraniano?
—Si quiero que firme mis condiciones, habrá que pasar por eso.
Se incorporó, entró en su despacho y, antes de cerrar la puerta, susurró a Josiane:
—¡Ah! Que nadie nos moleste hasta que no me lo haya camelado.
—De acuerdo… ¿ni siquiera teléfono?
—Salvo si es urgente. Te quiero, bomboncito. Soy el más feliz de los hombres.
Desapareció y Josiane lanzó una mirada de impotencia a Ginette. ¿Qué quieres que haga con un hombre así?, parecían decir sus ojos. Desde que Marcel le había propuesto tener un bebé, no le reconocía. En Navidad la había enviado a una estación de esquí. La llamaba todos los días para saber si respiraba correctamente, se inquietaba cuando tosía, la instaba a consultar a un médico inmediatamente, le ordenaba comer carne roja, tomar vitaminas, dormir diez horas diarias, beber zumo de naranja y de zanahoria. Leía y releía
Espero un hijo
, tomaba notas, las comentaba por teléfono, se informaba de las distintas formas de dar a luz, «y sentada, ¿te lo has pensado? Es como se daba a luz antes y para el bebé es menos fatigoso, baja suavemente, no necesita luchar para encontrar la salida, podríamos encontrar una matrona que estuviese de acuerdo, ¿no?». Ella caminaba durante horas sobre la nieve pensando en ese hijo. Se preguntaba si sería una buena madre. Con la madre que he tenido… ¿se nace madre o se hace una después? ¿Y por qué mi propia madre nunca fue maternal? ¿Y si, a mi pesar, repito su comportamiento? Sentía un escalofrío, se ajustaba el cuello de su abrigo y retomaba su camino. Volvía exhausta al hotel cuatro estrellas que le había reservado Marcel, pedía un potaje y un yogur en su habitación, encendía la televisión y se metía entre las sábanas suaves y cálidas de la inmensa cama. A veces pensaba en Chaval. En el cuerpo delgado y nervioso de Chaval, en sus manos sobre sus senos, en su boca que la mordisqueaba hasta que ella suplicaba que parase. Sacudía la cabeza para alejarlo de su mente.
—¡Me voy a volver loca! —suspiró Josiane en voz alta.
—Dime, ¿sueño o se ha puesto implantes Marcel?
—No sueñas. Y una vez a la semana, se hace una limpieza de cutis en un instituto de belleza. Quiere ser el papá más guapo del mundo.
—¡Qué bonito!
—No, Ginette. ¡Qué angustioso!
—Bueno, suelta el albarán de entrega que te he pedido. Tengo una mercancía que acaba de llegar y René me ha pedido que la compruebe…
Josiane buscó entre los papeles apilados en su bandeja, encontró el que le pedía Ginette y se lo tendió. Al salir del despacho de Josiane, Ginette se cruzó con Chaval.
—¿Está ella dentro?
—«Ella» tiene nombre, te recuerdo.
—Bueno, ya vale… No me voy a comer a tu amiguita.
—Ten cuidado Chaval, ¡ten cuidado!
El la empujó con el hombro y entró en el despacho de Josiane.
—Y bien, guapita, ¿seguimos todavía con el Viejo?
—¿Y a ti qué te importa dónde pongo el culo?
—Calma, calma. ¿Está dentro? ¿Puedo verle?
—Ha pedido que no se le moleste bajo ningún concepto.
—¿Incluso si tengo algo importante que decirle?
—Exacto.
—¿Muy importante?
—Es un gran cliente. No das la talla, fideo.
—Eso es lo que tú te crees.
—¡Y con razón! Ya volverás cuando quiera recibirte.
—Entonces será demasiado tarde…
Hizo ademán de marcharse, esperando a que Josiane le llamara. Como no se movió, se volvió, molesto, y preguntó:
—¿No tienes ganas de saber de qué se trata?
—Ya no me interesas nada, Chaval. Levantar una ceja para mirarte me cuesta un esfuerzo sobrehumano. Hace dos minutos que estás aquí y ya tengo agujetas.
—¡Oh! ¡Cómo se pone el pichoncito! Desde que se ha vuelto a meter en la cama del gran jefe, arrulla de suficiencia, eyacula de pretensión.
—Y sobre todo, está en paz. Y eso, pequeño, vale por todas las canas al aire del mundo. Gorgojeo de placer.