Decidió lanzar una última estocada, se inclinó hacia Bérengère, que había abortado varias veces, y murmuró con tono amenazante:
—«¿Has matado al fruto de tu vientre? ¿Expulsado el feto de la matriz ya sea mediante maleficios o mediante hierbas?».
Bérengère se tapó la cara con la mano.
—¡Detente, Iris! Me das miedo.
Iris soltó una carcajada.
—A los recién nacidos no deseados los ahogaban o los tiraban al agua hirviendo. A los que lloraban demasiado, les metían en ranuras de mortero rogando a Dios o al diablo que se los cambiasen por otros más tranquilos.
—Para ya o no vuelvo a comer nunca más contigo.
—¡Ay! Alma descarriada, ¡yo pisoteo el sexo y las vanidades de este mundo y hago de mi cuerpo una hostia viviente!
—Amén —replicó Bérengère, que tenía ganas de acabar con eso—. Y Philippe, ¿cómo ha reaccionado?
—Debo decir que está bastante asombrado y respeta mi enclaustramiento. Es un amor, se ocupa todo el tiempo de Alexandre.
No era completamente falso. Philippe veía la nueva ocupación de su mujer con perplejidad. Nunca hablaba de ello, pero, en cambio, era verdad que se ocupaba mucho de Alexandre. Volvía todas las tardes de su despacho a las siete, pasaba algún tiempo en su habitación tomándole sus lecciones, explicándole los problemas de matemáticas, le llevaba a ver partidos de fútbol o de rugby. Alexandre estaba radiante. Imitaba a su padre en todo, metía las manos en los bolsillos de su pantalón con aire importante, tomaba prestadas palabras de Philippe y podía repetir «es escandaloso» con la misma seriedad que su padre. Iris había llamado a la agencia de detectives para abandonar la investigación. «Una decisión oportuna, había remarcado el director de la agencia, parece ser que habíamos sido descubiertos». «Oh, me puse nerviosa por nada, se trataba simplemente de un asunto profesional de mi marido», había dicho Iris para acabar cuanto antes.
No era tan simple, había pensado el director de la agencia. Había recibido una visita de Philippe Dupin. Este último le había hecho comprender que, si no ponía fin a su seguimiento, haría que perdiese su licencia profesional. Tenía los medios. No parecía estar bromeando. Se había sentado con autoridad en el gran sillón de cuero frente a la mesa. Había apoyado sus antebrazos en los reposabrazos, cruzado las piernas y tirado de los puños de su camisa. Había permanecido un momento sin decir nada. Después, con los párpados a medio cerrar, había hablado en voz baja, dejando filtrar una mirada despiadada que significaba que no hablaba en vano. «Eso es todo, espero haber sido claro…». Se había levantado, su mirada había recorrido el despacho como si hiciese inventario. El director había avanzado para acompañarle, pero Philippe Dupin le había dado las gracias como se agradece a un miembro del servicio y se había marchado sin añadir una palabra. El director de la agencia había decidido cerrar el dossier antes, incluso, de que la señora Dupin le llamase.
* * *
Terminada la comida, Iris cogió el coche y salió disparada hasta Courbevoie a ver a Joséphine. Tenía que contarle cómo había embaucado a Bérengère. Se encontró la puerta cerrada. Maldita sea su hermana por no tener móvil, por ser ilocalizable. Renunció y volvió a su casa a retocar su personaje de novelista de éxito. No debía dejar ningún detalle al azar. Entrenarse para responder a todas las preguntas, preparar respuestas agudas. Y leer, leer. Había pedido a Jo que le hiciese una lista de obras indispensables y las estudiaba, tomando notas. Carmen fue autorizada a traerle su té. En silencio.
A veces pensaba en Gabor. ¿Leería quizás el libro? Podría ocurrírsele la idea de adaptarlo para realizar una película. Trabajarían juntos en el guión… ¡como antes! Como antes… Suspiró y se hundió en el blando sofá frente a su cuadro preferido, el que le recordaba a Gabor. No había conseguido olvidarle.
Joséphine se había refugiado en la biblioteca. Las ventanas completamente abiertas sobre un jardín francés dejaban entrar una luz serena, una luz de monasterio, que inundaba la atmósfera con un dulce halo de quietud. Se escuchaba el canto de los pájaros, el ruido rítmico de un aspersor de riego; era un entorno a la vez bucólico y sin edad.
Podría encontrarme igual en el castillo de Florine…
Había desplegado sus notas sobre la mesa y proseguía el desarrollo de su plan. Florine ha enviudado por primera vez. Guillermo Larga Espada, siguiendo sus consejos, había partido a la cruzada. No es de buena ley, amigo mío, que permanezcáis en el castillo cuando el nombre de Dios reclama vuestra bravura en tierras lejanas e impías. Vuestras gentes se burlan de vuestro ardor amoroso y escucho murmurar villanías sobre vuestra virilidad, que me hieren y me atormentan. ¡Armaos, pues, de nuevo! Guillermo se había inclinado ante su joven esposa y, tras seis meses de felicidad amorosa, se había vuelto a vestir con su armadura, montado a caballo y marchado a guerrear a Oriente. Allí, tras haber descubierto un tesoro que se había apresurado a enviar a Florine, moría degollado por un infiel celoso de su audacia y su belleza. Florine lloraba sobre su montaña de oro, se rodeaba de pena y devoción. Pero su estatus de joven viuda afligida desencadenaba la codicia.
Quieren forzarla a casarse de nuevo. Se la acosa con nuevos pretendientes que ella ignora. Se la amenaza con retirarle sus bienes. Su suegra gime. ¡Florine debe reaccionar! Es su deber como mujer y como condesa. La suplica y no le deja reposo alguno. Florine sólo desea una cosa: vivir en paz en su castillo y entregarse al ayuno, a la oración, a la adoración de Dios. No ha tenido tiempo de concebir un heredero que la protegiera de esos asaltos haciendo respetar el nombre de su padre…
La vida de una joven viuda, en aquella época, es un duro combate, y Florine es obligada a volver a casarse si no quiere verse despojada del tesoro de Guillermo y ver el nombre de su familia cubierto de lodo. No tiene elección. Además, Isabeau, su fiel sirvienta, le informa de que están urdiendo un complot contra ella. En el castillo vecino, Etienne el Negro ha comprado los servicios de una banda de mercenarios para que la secuestren, la deshonren y pueda así adueñarse de sus tierras sin combatir. El rapto era, en aquel entonces, un medio corriente para apropiarse de un dominio. Florine resuelve casarse de nuevo. Elige al pretendiente más dulce, el más modesto, el que no se interpondrá en sus planes de devota: Thibaut de Boutavant, llamado el Trovador. Es de buena familia, honesto y recto, se pasa los días escribiendo poemas sobre el amor Cortès y toca la mandolina soñando con Florine. Falta aún que el matrimonio sea aceptado por los otros señores. Florine dará el hecho consumado y se casará en secreto, una noche, en la pequeña capilla del castillo. Entrega una gran suma de dinero al sacerdote encargado de unirles. Al día siguiente, ofrece un banquete en el que presenta a su nuevo marido a los pretendientes engañados. Corren ríos de vino, de vino gascón, ya que el vino inglés «hay que beberlo con los ojos cerrados y los dientes apretados» de lo malo que es, y los pretendientes caen borrachos. Thibaut va a plantar su estandarte en la muralla del castillo para demostrar a todos que es su único señor.
Joséphine, para escribir, inspiraba a menudo en la personalidad de alguien que conocía. Uno o varios detalles. Una impresión incluso fugaz. No era útil que fuera exacto. De esta forma había tomado la imagen de su propio padre para encarnar al padre de Florine. Y era como si al fin pudiese conocerle. Recordaba que de niña, admiraba a su padre y le perdonaba su ironía porque había comprendido que lo hacía para desahogarse. Regresaba a su casa, preocupado y cansado, y se dejaba llevar por juegos de palabras fáciles. Volvían a ella retazos de recuerdos. Comprendía los silencios, los momentos que entonces no había entendido. Pensaba que ella amaba el trabajo, la ley y la autoridad porque su padre encarnaba esos valores. No soy una rebelde ni una luchadora, he heredado su humildad; respeto esa actitud frente a la vida. Me gusta admirar. Me gusta la gente que me parece superior, sin duda porque soy la hija de mi padre. El era, para mí, un personaje misterioso, humilde pero exigente. Yo había comprendido que su silencio era su forma de luchar, de buscar. Al conocer a gente que no espera nada, que no busca nada, me he dado cuenta, por contraste, de la riqueza de mi padre. Es alguien que siempre se dirigió hacia lo que no servía para nada. Por eso yo necesito caballeros, reyes mendigos, esos tiempos pasados en los que la regla de san Benito pregonaba la humildad.
A veces, le venían recuerdos que no comprendía bien, como pecios flotantes componiendo un dibujo que no conseguía descifrar. Esa cólera terrible y silenciosa de su padre un día de tormenta, en verano, en Las Landas… La única vez que había levantado la voz contra su madre, que la había tratado de «criminal». La única vez que su madre no había respondido. Recordaba haberse marchado en los brazos de su padre. El olía a sal: ¿era el mar o las lágrimas? Ese recuerdo iba y venía, depositando cada vez una nueva cosecha de emociones, haciéndole brotar lágrimas en sus ojos sin que supiese bien por qué. Adivinaba que esa resistencia escondía un enigma, pero la escena se disolvía siempre. Un día, descifraré el enigma de los pecios que flotan, pensó Joséphine.
Se preguntaba, chupando la tapa de su Bic, a quién podría tomar como modelo para encarnar a Thibaut, el dulce trovador, cuando su mirada recayó sobre el hombre de la parka, instalado al otro lado de la larga mesa. Estaba allí, a unos metros de ella. Llevaba un cuello vuelto negro que desentonaba con la atmósfera primaveral de aquella tarde de mayo. Su parka azul marino reposaba sobre el respaldo de su silla. ¡Será el mi trovador! Pero, se dijo inmediatamente, tendrá que morir, porque sólo es el segundo marido. Dudó. Le observó. Escribía con la mano izquierda, apoyado en el codo, mantenía la cabeza baja, ignorando la mirada que se posaba sobre él. Tiene largas manos blancas, las mejillas azuladas por el nacimiento de una recia barba, cejas espesas que esconden ojos pardos tachonados de verde, es tan pálido, tan delgado. ¡Qué guapo es! Cómo inspira el amor. ¡Qué lejos parece de las vanidades de esta tierra!
Será Thibaut y no morirá: desaparecerá y volverá al final de la historia. Será una nueva peripecia. Le creerán muerto, Florine derramará lágrimas de sangre, se volverá a casar, pero su corazón pertenecerá siempre a Thibaut el Trovador.
No… Debe morir. Si no mi historia no se mantendría en pie. No debo dejarme distraer. Thibaut es a la vez señor y trovador. Compone canciones de amor pero también escribe panfletos contra el poder del rey de Francia o de Enrique II. Canta la alegría que procuran las batallas, los mandobles, pero también los beneficios de las guerras, las maniobras de la corte, la rapiña de los conquistadores. Condena la política de los dos soberanos, los impuestos demasiado altos, las campiñas devastadas. Sus canciones se repiten en las ciudades y los burgos; se vuelve influyente, demasiado influyente. «El dinero —escribe-debe ser gastado para bien de los súbditos y no para la gloria de los príncipes. Recoge las quejas murmuradas por los campesinos, los siervos y los vasallos. Seduce, irrita. Crea polémicas. Le cubren de oro para escucharle cantar sus baladas comprometidas. Enrique II pone precio a su cabeza. Muere envenenado tras haber conocido la gloria.
Joséphine se resignó a la muerte de Thibaut el Trovador con un suspiro.
Trabajó toda la tarde nutriéndose de la presencia del hombre de la parka, notando la mano que mesaba y mesaba la barba incipiente, los ojos que se cerraban en busca de una idea, el puño delgado y descarnado que reposaba sobre la hoja en blanco, las venas de la frente que se hinchan, las mejillas que se hunden… y volcó todos esos detalles en el personaje de Thibaut. Florine, emocionada por la dulzura de ese hombre, descubre el amor, olvida a su Dios y después se castiga con largos rezos para hacerse perdonar… Florine descubre los placeres del lecho conyugal. Joséphine enrojeció al comenzar el relato dé la noche de bodas, cuando Thibaut, en camisa, viene a acostarse al lado de Florine, en la gran cama con dosel. Lo dejó para más tarde: cuando no estuviese en la biblioteca, frente a él.
Pasaba el tiempo. Apenas si se dio cuenta de que el hombre recogía sus cosas y se preparaba para marcharse. Ella dudó un momento entre Thibault y el hombre de la parka y… le siguió hacia el camino de la salida, empujando a su vez la puerta de doble hoja que protegía la sala de trabajo de los ruidos externos. Le alcanzó en la avenida llena de coches, en la parada del autobús donde él esperaba con la cabeza perdida en sus pensamientos.
Ella se puso a su lado y dejó caer un libro. El se agachó para recogerlo y, al levantarse, la reconoció y sonrió.
—Es una costumbre suya el tirar todo al suelo.
—¡Es que soy tan distraída!
Él rio dulcemente y añadió.
—Pero yo no voy a estar siempre ahí.
Había pronunciado esas palabras con tono monocorde y plano. Sin el menor rastro de picardía. Constataba algo, y ella se avergonzó de su maniobra. No sabía qué responder. Se arrepintió de permanecer muda, buscó, buscó cómo replicar ingeniosamente, pero se quedó callada y enrojeció.
—Estamos en primavera y sigue usted llevando su parka —se arriesgó a decir para que no se instalase el silencio.
—Yo siempre tengo frío…
Otra vez permaneció en silencio y se maldijo. El autobús se detuvo a su altura. Él la dejó pasar y subió tras ella, como si fuesen los dos en la misma dirección. ¡Dios mío! Este no es mi camino en absoluto, comprobó Jo cuando vio que el autobús giraba en dirección a la plaza de la Boule. Fue a sentarse y le dejó sitio para que se instalase a su lado. Le vio dudar un instante. Pero se rehízo, le dio las gracias y se sentó a su lado.
—¿Es usted profesora? —preguntó educadamente.
Tenía una nariz larga con ventanas nasales bien dibujadas. ¿Thibaut de la Gran Nariz? Sería más original que Thibaut el Trovador.
—Trabajo en el CNRS, sobre el siglo XII.
Él hizo una mueca de aprecio.
—Hermosa época, el siglo XII. Un poco ignorada, sin duda…
—¿Y usted? —preguntó ella.
—Yo escribo una historia de las lágrimas… Para un editor extranjero. Un editor universitario. No es muy divertido, sabe usted.
—¡Oh! Pero debe de ser apasionante.
Se insultó: qué comentario más idiota. Idiota e insulso, que no daba lugar a la réplica, a la conversación.
—Era de algún modo el cine de la época —dijo él—. Un modo de expresar las emociones tanto en privado como en público. Hombres y mujeres lloraban mucho…