Sacó un cuadernillo para anotar su idea. Ya no salía de casa sin su cuaderno y su bolígrafo.
Acababa de cerrar su cuaderno cuando, al levantar la cabeza, se encontró a Luca inclinado sobre ella. La miraba con seguridad indolente, con la afectuosa indiferencia que caracterizaba su relación. Ella dio un salto, su bolso se derramó y los dos se agacharon para recoger el contenido.
—¡Ah! Al fin la encuentro tal y como la conocí —dijo él maliciosamente.
—Me había distraído con mi libro…
—¿Escribe usted un libro? ¡No me lo había dicho!
—Esto… No… quiero decir mi tesis y yo…
—No se excuse. Es usted muy trabajadora. No se avergüence de ello.
Se situaron en la cola para sacar las entradas. En el momento de pagar, Joséphine abrió su monedero, pero Luca le señaló que la invitaba. Ella se sonrojó y volvió la cabeza.
—¿Prefiere usted sentarse en el fondo, en el medio o delante?
—Me da completamente igual…
—¿Vamos, pues, un poco delante? Me gusta que la pantalla inunde mi mirada.
Se quitó su parka y la dejó sobre la butaca vacía al lado de Joséphine. Se sintió emocionada viendo la prenda doblada cerca de ella, sintió ganas de tocarla, de respirar su olor, el calor de Luca, de hundir sus manos en las mangas abandonadas y colgantes.
—Ya verá, es una historia de agua…
—¿De lágrimas?
—No, de una presa… Tiene usted derecho a llorar si es sincera. Nada de lágrimas de cocodrilo, ¡auténticas lágrimas de emoción!
El sonrió con esa sonrisa que parecía surgir de una inmensa soledad. Le parecía que si ella podía verle sonreír, aunque sólo fuera durante unos minutos cada día, sería la mujer más feliz. Todo en aquel hombre era único y escaso. Nada era mecánico ni previsible. Seguía sin atreverse a preguntarle sobre su actividad de modelo. Dejaría eso para más tarde.
Las luces de la sala se apagaron y empezó la película. Enseguida apareció el agua, un agua amarilla, un agua poderosa, un agua embarrada que le hizo pensar en los estanques de los cocodrilos. Lianas que colgaban, arbustos secados por el sol y Antoine que surgía ante ella. Sin que hubiese sido invitado. Ella creía oír su voz, volvía a ver su espalda curvada como cuando se había sentado en la cocina, su mano que había cogido la suya, su invitación a venir a cenar con las niñas. Guiñó los ojos para hacerle desaparecer.
La película era tan hermosa que Joséphine se vio transportada inmediatamente a la isla con los granjeros. Llevada por la belleza herida de Montgomery Clift, con ojos llenos de una resolución dulce y salvaje. Cuando los granjeros le rompieron la cara, estrechó el brazo de Luca, que le acarició la cabeza… «Saldrá de esta, saldrá de esta», murmuró en la oscuridad… ella olvidó todo para no retener más que ese instante, su mano en su cabeza, su tono tranquilizador. Esperaba, suspendida en la oscuridad, esa mano, esperaba que él la alargase hacia ella, pasase su brazo alrededor de sus hombros, mezclase su aliento con el suyo. Esperaba, esperaba… Él había vuelto a colocar su mano a lo largo de su cuerpo. Ella volvió a incorporarse, derecha, y las lágrimas inundaron sus ojos. Estar tan cerca de él y no poder dejarse llevar. Su codo tocaba su codo, sus hombros se rozaban, pero él parecía refugiado tras la muralla china.
Puedo llorar, él creerá que es el agua de la película. No sabrá que es por culpa de ese pequeño instante de suspense, esos segundos en los que yo esperaba que me atrajese hacia él, que me besara quizás, ese pequeñísimo instante se ha roto, indicándome que yo era sólo una buena amiga, una medievalista con la que hablar de lágrimas, de la Edad Media, de lo sagrado y de los caballeros.
Lloró. Lloró de tristeza por no ser una mujer que uno atrae hacia sí en la oscuridad. Lloró de decepción. Lloró de cansancio. Lloró en silencio, lloró completamente recta sin que su cuerpo temblara. Se extrañó de llorar tan dignamente, atrapando con la punta de la lengua el agua que corría por sus mejillas, probándola como un gran reserva salado, como el agua que circulaba por la pantalla, que iba a llevarse la casa de los granjeros. Que se llevaría a la vieja Joséphine, la que nunca habría imaginado llorar al lado de otro chico que Antoine en la oscuridad de un cine. Ella le decía adiós; lloraba por decirle adiós. Esa Joséphine buena, razonable, dulce, que se había casado de blanco, había criado a dos hijas, que trataba de hacerlo lo mejor posible, siempre justa, siempre razonable. Se eclipsaba frente a la nueva. La que escribía un libro, iba al cine con un chico y esperaba que él la besase. Ya no sabía si reír o llorar.
Caminaron por las calles de París. Ella miraba los viejos edificios, los portales majestuosos, los árboles centenarios, las luces de los cafés, la gente que entraba y salía, la energía de la gente que se empujaba, se enfrentaba, se reía. Los nervios de la vida nocturna. Antoine volvía como una sobreimpresión. Habían soñado durante mucho tiempo vivir en París; sus sueños parecían alejarse cada vez más, como un engaño. Había en toda esa gente con la que se cruzaba unas ganas de vivir, de divertirse, de enamorarse que la empujaban a participar en el baile. Ella, la nueva Joséphine. ¿Tendría la suficiente energía para tender la mano o se contentaría con permanecer allí, al borde de la pista, como un niño que tiene miedo de meterse en el mar? Levantó el rostro hacia Luca. Parecía de nuevo una torre solitaria y salvaje, que avanzaba encerrada en su silencio.
¿A cuántas vidas tenemos derecho durante nuestro paso por la Tierra? Se dice que los gatos tienen siete vidas. Florine tiene cinco maridos. ¿Por qué no tendría yo derecho a un segundo amor? ¿He explicado ya cómo funcionaba el comercio en aquella época? He olvidado hablar de finanzas. Se pagaba en moneda o en especie: trigo, avena, vino, capones, gallinas, huevos. Cada ciudad importante acuñaba su moneda, algunas monedas tenían más valor que otras según la ciudad de donde procedieran.
Sintió que Luca la agarraba por el brazo.
—¡Oh! —se sobresaltó como si la despertase.
—Si no la hubiese detenido, ese coche la hubiera atropellado. Es usted realmente despistada… Tengo la impresión de caminar al lado de un fantasma.
—Lo siento… Estaba pensando en la película.
—¿Me dejará leer su libro cuando lo haya terminado?
Ella balbuceó «pero yo no, pero yo no…», él sonrió, añadiendo: «Es un misterio, siempre es un misterio la escritura de un libro, tiene usted mucha razón en no hablar de ello, puede desfigurarse exponiéndolo cuando no está terminado, y además cambia todo el tiempo, nos creemos que estamos escribiendo una historia y luego resulta que escribimos otra, nadie puede saber nada hasta que no se ha escrito la última frase. Sé todo eso y lo respeto. ¡Sobre todo no me responda!».
El la acompañó hasta su puerta. Echó una mirada al edificio, le dijo «lo repetiremos, ¿verdad?». Le tendió la mano, la estrechó suavemente, ¿largamente?, como si le pareciese de mala educación soltarla demasiado rápido.
—Bueno pues, buenas noches…
—Buenas noches y mil gracias. La película era muy bonita, de veras…
Se fue con paso firme como un hombre contento de haber escapado a la trampa de la despedida ante la puerta del edificio. Ella le vio alejarse. Una sensación horrible de vacío creció en su interior. Ahora sabía lo que significaba «estar sola». No «estar sola» para pagar las facturas o criar niños, sino «estar sola» porque un hombre del que se esperaba que la cogiese en sus brazos se alejaba dándole la espalda. Prefiero la soledad con las facturas, suspiró pulsando el botón del ascensor; al menos sé en qué punto estoy.
Las luces del salón estaban encendidas. Las niñas, Max y Christine Barthillet, alrededor del ordenador, soltaban gritos, se partían de risa, gritaban «¡y este! ¡y aquel!» apuntando la pantalla con el dedo.
—¿No estáis acostados? ¡Es la una de la mañana!
Apenas levantaron la cabeza, subyugados por lo que veían en la pantalla.
—¡Ven a ver, mamá! —gritó Zoé haciendo una señal a Joséphine para que se acercara.
No estaba segura de querer participar en la excitación general. Se sentía aún perturbada por la dulzura triste de su velada. Desató el cinturón de su impermeable, se dejó caer sobre el sofá y se quitó los zapatos.
—¿Qué pasa exactamente? ¡Parecéis a punto de estallar!
—Pero, bueno, mamá, ven a ver. No podemos decírtelo, tienes que verlo con tus propios ojos —declaró Zoé con gran seriedad.
Joséphine se acercó al ordenador puesto sobre la mesa.
—¿Estás lista? —preguntó Zoé.
Joséphine asintió. El dedo de Christine Barthillet pulsó sobre la pantalla.
—Haría usted mejor si se sentara en una silla, señora Joséphine, va a llevarse una buena sorpresa.
—¿No serán fotos porno? —preguntó Jo, poniendo en duda el sentido común de Christine Barthillet.
—¡Que no, mamá! —dijo Hortense—. Es mucho más interesante.
La señora Barthillet pulsó sobre un icono y las fotos de unos niños aparecieron en la pantalla.
—Había dicho que nada de pornografía pero tampoco nada de pedofilia —gruñó Joséphine—. ¡Y no bromeo!
—Espere —dijo Max—, mire detenidamente.
Joséphine se inclinó sobre la pantalla. Aparecían dos niños, muy rubios, y otro, más joven, de pelo castaño oscuro. Jugaban en un parque, en una piscina, iban a esquiar, montaban a caballo, cortaban una tarta de cumpleaños, se les veía en pijama, comiendo helados…
—¿Y bien? —preguntó Joséphine.
—¿No los reconoces? —se rio Zoé.
Joséphine miró con más atención.
—Son Guillermo y Harry…
—Sí, ¿y el tercero?
Joséphine se concentró y reconoció al tercer niño. ¡Gary! Gary de vacaciones con los principitos, Gary de la mano de Diana, Gary sobre un poni sostenido de lejos por el príncipe Carlos, Gary jugando al fútbol en un gran parque…
—¿Gary? —murmuró Joséphine.
—¡En persona! —exclamó Zoé—. ¿Te das cuenta? ¡Gary tiene sangre real!
—¿Gary? —repitió Jo—. ¿Estáis seguros de que no es un montaje?
—Las hemos encontrado navegando por las fotos de familia puestas en la Red por un criado malintencionado…
—¡Es lo menos que se puede decir de él! —dijo Joséphine.
—Para caerse de culo, ¿verdad? —remarcó la señora Barthillet.
Joséphine miró la pantalla, pulsando en una foto y después, en otra.
—¿Y Shirley? ¿No hay fotos de Shirley?
—No —replicó Hortense—. Pero, en cambio, ha vuelto. Llegó hace un rato, cuando estabas en el cine… ¿Ha estado bien el cine?
Joséphine no respondió.
—¿Ha estado bien el cine con Luca?
—¡Hortense!
—Ha llamado, acababas de marcharte. Para decir que llegaría un poco tarde. Pobre mamá, ¡has llegado pronto! Nunca hay que llegar pronto. Apuesto a que ni siquiera te ha besado. ¡No se besa a las mujeres que llegan a la hora!
Se puso la mano delante de la boca para ocultar un bostezo y señalar lo mucho que le aburría el poco
savoir faire
de su madre.
—¡Y no hay que arreglarse mucho de forma tan evidente! Hay que jugar sutilmente. Maquillarse sin maquillarse. Vestirse sin vestirse. Son cosas que una sabe o no, y tú, aparentemente, no estás muy dotada para eso.
Al humillarla delante de la señora Barthillet, Hortense sabía que Joséphine no podría reaccionar violentamente. Estaría obligada a aguantarse. Joséphine apretó los dientes, buscando contenerse.
—Tiene un bonito nombre… Luca Giambelli. ¿Es tan guapo como su nombre?
Bostezó y, levantando su pelo como una pesada cortina, añadió:
—No sé por qué te pregunto eso. ¡Como si me interesara! Debe de ser una de esas ratas de biblioteca que te gustan tanto… ¿Tiene caspa y los dientes amarillos?
Se había echado a reír haciendo cómplice con la mirada a Christine Barthillet, que intentaba permanecer al margen un poco molesta.
—¡Hortense, vas a ir a acostarte! —gritó Joséphine, perdiendo la calma—. ¡Y vosotros, también! Tengo sueño. Es tarde.
Abandonaron el salón. Joséphine abrió el sofá cama con un gesto brutal y se dobló una uña. Se dejó caer sobre la cama abierta.
Esa noche había sido un fracaso. Me falta tanta seguridad que no impresiono a nadie. Ni para bien ni para mal. Soy la mujer invisible. Me ha tratado como una buena amiga, no se le ha pasado por la cabeza que yo pudiera ser otra cosa. Hortense se ha dado cuenta enseguida, en cuanto he entrado en la habitación. Ha detectado mi olor a perdedora. Se hizo una bola sobre el sofá y fijó la mirada en un hilo rojo sobre la moqueta.
* * *
A la mañana siguiente, después de que Max y las niñas saliesen a visitar un mercadillo instalado en las cercanías, Joséphine recogió la cocina e hizo una lista de lo que le faltaba: mantequilla, mermelada, pan, huevos, jamón, queso, lechuga, manzanas, fresas, un pollo, tomates, judías verdes, patatas, coliflor, alcachofas… Era día de mercado. Estaba escribiendo, cuando Christine Barthillet entró arrastrando los pies.
—Qué resaca que tengo —murmuró agarrándose la cabeza—. Ayer bebimos demasiado.
Sostenía su radio y buscaba su emisora preferida llevándosela a la oreja. «Y, sin embargo, no es sorda», se dijo Jo.
—Cuando dice usted «bebimos», espero que no incluya usted a mis hijas.
—Qué graciosa es usted, señora Joséphine.
—¿No puede usted llamarme Joséphine a secas?
—Usted me intimida. No pertenecemos al mismo mundo.
—Inténtelo.
—No, ya lo he pensado, no lo conseguiría…
Joséphine soltó un suspiro.
—Señora Joséphine suena a
madame
de burdel.
—¿Sabe usted algo de putas y de burdeles?
Joséphine tuvo una sospecha y miró fijamente a la señora Barthillet. Había colocado la radio sobre la mesa y escuchaba una música sudamericana, moviendo los hombros.
—¿Acaso usted sí que sabe?
Christine Barthillet se ajustó las solapas de su bata sobre el pecho con la solemnidad de la acusada que se cubre con su dignidad.
—De vez en cuando, para sacarme algún ingreso extra.
Joséphine tragó y dijo:
—Pues entonces…
—No soy la única, sabe usted…
—Ahora entiendo mejor la historia de Alberto…
—¡Oh! Es muy amable. Hoy es nuestra primera cita, nos vamos a ver en la Défense para tomar un café. ¡Tengo que vestirme bien! Hortense prometió echarme una mano…
—¡Tiene usted suerte! Hortense se interesa muy poco por los demás.