Y siempre con esa sonrisa artificial tomándome por tonta, gruñó Josiane. Hasta Ginette y René habían caído en sus redes. En cuanto a los mozos, sus lenguas se arrastraban por el suelo de deseo.
—No tienes más que preguntarle… Estoy segura de que estará encantado de tener una becaria como tú.
—Porque a mí, lo que me interesa, es conocer el gusto de la gente y trabajarlo. Se puede vender barato y vender bonito.
—¿Porque lo que vendemos aquí es feo? —no pudo contenerse Josiane, irritada por la condescendencia de la chiquilla.
—Oh, no, Josiane… no he dicho eso.
—No, pero lo has dado a entender. Ve a ver a Chaval, seguramente te aceptará, pero date prisa, se va a finales de mes. Su despacho está en el piso de arriba.
Hortense le dio las gracias ofreciéndole una última sonrisa tan artificial que dejó fría a Josiane. Va a ser interesante el choque entre esos dos, pensó. Me pregunto quién se comerá a quién.
Miró por la ventana para ver si el coche de Chaval estaba en el patio. Estaba. Aparcado como el jueves, en medio. Los otros, que se las arreglaran para encontrar un sitio.
Se encendió la luz del teléfono y lo descolgó. Era Henriette Grobz que buscaba a su marido.
—Todavía no ha llegado —respondió Josiane—. Tenía una cita en Batignolles y debía estar allí a las diez…
En realidad estaba haciendo jogging como cada mañana. Llegaba cubierto de sudor al despacho, se duchaba en casa de René, se tragaba unas vitaminas, se cambiaba y emprendía la jornada con la energía de un jovencito.
Henriette Grobz exigió que la llamara en cuanto llegase. Josiane prometió darle el recado. Henriette colgó sin despedirse ni dar las gracias y Josiane sintió una punzada en el corazón. Ya tendría que estar acostumbrada después de tantos años, pero no se hacía a ello. Hay pequeñas humillaciones que marcan mucho más que un guantazo en la cara, y ella, ella me humilla desde hace demasiado tiempo. ¡Ay!, pronto todo cambiará y entonces… Entonces nada de nada, se calmó, me importa un comino la Escoba, lo que le pase se lo habrá buscado ella.
Mientras Hortense hacía sus pinitos en la empresa de Chef, Zoé, Alexandre y Max paseaban por las salas del Museo de Orsay. Iris les había llevado allí, temprano, con la esperanza de que las obras de arte impresionistas calmasen la turbulencia de los niños. Ya no soportaba más el Jardín Botánico, las colas delante de las atracciones, los gritos, el polvo, los peluches horribles con los que había que cargar porque los habían ganado y los exhibían como trofeos. Ya es hora de que Jo termine y yo vuelva a mi vida de antes. ¡Ya no puedo aguantar más tiempo a estos adolescentes calenturientos! Alexandre pase todavía, pero los otros dos ¡qué mal educados están! La pequeña Zoé, antes encantadora, se ha convertido en un monstruo. Debe de ser la influencia de Max. Después de la visita al museo, los llevaría a comer al café Marly y les interrogaría sobre lo que habían visto. Les había pedido que eligiesen cada uno de ellos tres cuadros para comentar. El que se expresase mejor ganaría un regalo. Así yo también podré ir un poco de compras. Eso me relajará. Fue Philippe el que había tenido la idea del museo. Ayer noche, al acostarse, le había dicho: «¿Por qué no les llevas a Orsay? He estado con Alexandre y le gustó mucho». Algo más tarde, antes de apagar, había añadido: «¿Y tu libro, avanza?».
—A paso de gigante.
—¿Me lo dejarás leer?
—Prometido, en cuanto lo haya terminado.
—¡Muy bien! Termínalo pronto y así tendré algo que leer este verano.
Ella había creído escuchar un punto de ironía en la voz de Philippe.
Mientras tanto, deambulaban por las salas del Museo de Orsay. Alexandre miraba los cuadros, avanzando, retrocediendo, para hacerse una idea, Max arrastraba los pies arañando la punta de sus playeras en el parqué y Zoé dudaba entre imitar a su amigo o a su primo.
—Desde que Max vive con vosotros, ya no me hablas —se quejaba Alexandre a Zoé, que acababa de colocarse a su lado mientras que miraba una tela de Manet.
—No es verdad… Te quiero igual que antes.
—No. Has cambiado… No me gusta ese verde que te pones en los ojos… Me parece vulgar. Te hace más vieja. ¡Es horroroso!
—¿Qué cuadros vas a elegir?
—Todavía no lo sé.
—A mí me gustaría ganar. Ya sé lo que le pediría a tu madre como regalo.
—¿Qué le pedirías?
—Un montón de bártulos para ponerme guapa. Como Hortense.
—¡Pero si ya eres guapa!
—No, no como Hortense.
—¡No tienes personalidad! Lo quieres hacer todo como Hortense.
—Y tú no tienes personalidad, lo quieres hacer todo como tu padre. ¿Te crees que no me he dado cuenta?
Se separaron, molestos, y Zoé fue al encuentro de Max, que miraba impresionado una mujer desnuda de Renoir.
—¡Vaya tía en pelotas! No sabía que existían cosas así en los museos.
Zoé rio y le dio un codazo.
—No le digas eso a mi tía, se va a desmayar.
—Me da igual. ¡Yo ya he marcado tres cuadros!
—¿Dónde los has marcado?
—Aquí…
Le enseñó la palma de la mano donde había anotado tres cuadros de Renoir.
—No puedes elegir tres cuadros del mismo pintor, eso es trampa.
—A mí me gustan las chávalas de ese tío. Son acogedoras y parecen buenas y felices de estar vivas.
Durante la comida, a Iris le costó mucho hacer hablar a Max.
—No tienes mucho vocabulario, querido —no pudo evitar comentar—. No es culpa tuya, ¡es una cuestión de educación!
—Sí, pero yo sé cosas que usted no sabe. Cosas para las que no se necesita vocabulario. ¿Para qué sirve el vocabulario?
—Sirve para ayudarte en tu pensamiento. Para expresar con palabras las emociones, las sensaciones… Clarificas tu cabeza sabiendo poner la palabra correcta en la cosa justa. Y al clarificarte la cabeza, te forjas una personalidad, aprendes a pensar, te conviertes en alguien.
—¡Yo no tengo miedo! ¡A mí me respetan! ¡Nadie se me sube a la chepa!
—No es eso lo que quería decir… —empezó a decir Iris, que decidió abandonar la conversación.
Había un abismo entre ese chico y ella, y no estaba segura de querer salvarlo. Para no provocar celos, decidió conceder a los tres niños la elección de un regalo, y fueron hasta el Marais de tiendas. A ver cuándo se acaba esta tarea, termina Jo el libro, se lo llevo a Serrurier y nos reencontramos, en familia, en Deauville. Esperaremos juntas a que lo haya leído y dé su opinión. Allí estarán Carmen o Babette y yo no tendré que soportar el humor de estos niñatos todos los días. Había conseguido convencer a Joséphine de que pasase el mes de julio con ellos. «Si hay que hacer algún cambio, estarás conmigo, será más práctico». Joséphine había aceptado con reticencias. «¿No te gusta nuestra casa?»
—Sí, sí —había respondido Joséphine—, es sólo que me gustaría no pasar todas mis vacaciones con vosotros. Me da la impresión de ser una niña subnormal.
Deambulando por las calles del Marais, Zoé, presa de remordimientos, se acercó de nuevo a Alexandre y le cogió suavemente de la mano.
—¿Qué quieres? —refunfuñó Alexandre.
—Voy a contarte un secreto…
—¡Me dan igual tus secretos!
—No, porque este es un secreto enorme.
Alexandre cedió. Le entristecía el tener que compartir a su prima con ese Max Barthillet, que le imponían cada vez que salían. No puedo aguantar a ese tío; además, hace como si yo no existiera. Todo porque vive en las afueras y yo, en París. Me toma por un pijo y me desprecia. Era mucho mejor cuando estábamos solos Zoé y yo.
—¿Cuál es tu secreto?
—Ah, veo que te interesa. Pero no se lo digas a nadie, ¿me lo prometes?
—De acuerdo…
—Entonces, venga… Gary el hijo de Shirley es un
«royal».
Zoé
se lo contó todo: la velada ante la tele, las fotos de Internet, Guillermo, Harry, Diana, el príncipe Carlos. Alexandre se encogió de hombros diciendo que no eran más que tonterías.
—No son tonterías, es cierto Alex, te lo juro. De hecho, hay algo que prueba que es verdad: Hortense se lo cree. Se ha vuelto muy amable con Gary desde entonces. Ya no le habla con altanería, lo acepta… Antes, no lo podía tragar.
—Ahora hablas tan mal como él.
—No está bien estar celoso.
—No está bien contar mentiras.
—No son mentiras —gritó Zoé—, es la verdad…
Fue a buscar a Max y le pidió que corroborara su versión. Max aseguró a Alexandre que todo era verdad.
—Pero él, Gary, ¿qué dice? —preguntó Alexandre.
—No dice nada. Dice que nos hemos equivocado. Dice lo que su madre, que alguien se le parece, pero nosotros no nos creemos lo del parecido ¿eh, Max?
Max asintió con aire serio.
—Y tú, ¿crees que es verdad? —preguntó Alexandre a Max.
—Pues, sí, porque les he visto. En la tele y en Internet. ¡Puede que no tenga vocabulario, pero tengo ojos!
Alexandre sonrió.
—¿Te ha molestado mi madre?
—Pues, sí, mogollón… ¡Porque cague en un tigre de oro no tiene que joder a los que no lo tienen!
—Está claro que eso no es culpa tuya.
—Tampoco es culpa de mi madre. Me toca los huevos con sus discursitos de pija, ¡payasa!
—¡Eh! Tranquilo, que si fuese tu madre…
—¡Eh! No vayáis a pelearos… Venga, haced las paces.
Alexandre y Max se dieron una palmada en la espalda. Caminaron un rato los tres juntos. Iris les llamó para pedirles que la esperasen, había visto una blusa en un escaparate. Se detuvieron y Max preguntó a Alexandre:
—¿Qué móvil tienes tú?
Alexandre sacó su móvil y Max soltó un grito.
—¡El mismo que el mío, colega! ¡El mismo! ¿Y qué tono utilizas?
—Tengo varios. Depende de quién me llama…
—¿Me los dejas escuchar? Podríamos cambiárnoslos…
Los dos chicos se pusieron a hacer sonar sus móviles, dejando a Zoé a un lado.
—Yo ya sé lo que quiero —murmuró Zoé—. Quiero un móvil. Iré al mercado negro de Colombes y robaré uno.
* * *
Joséphine se despertó la primera y bajó a prepararse el desayuno. Le gustaban esas mañanas en las que estaba sola en la gran cocina cuyo ventanal daba a la playa. Ponía las rebanadas de pan en el tostador, calentaba agua para el té, sacaba la mantequilla salada y las mermeladas. A veces se hacía un huevo frito con una salchicha o beicon y desayunaba mirando al mar.
Echaba de menos a sus personajes. Florine, Guillermo, Thibaut, Balduino, Guibert, Tancredo, Isabeau y los demás. He sido injusta con el pobre Balduino. Lo ejecuté apenas entró en escena. Y todo porque estaba enfadada con Shirley. Guibert le producía un estremecimiento. Se sentía como Florine: subyugada. A veces, por las noches, soñaba que venía a besarla, sentía su olor, sus labios cálidos y suaves sobre los suyos, ella respondía a su beso y él le colocaba un puñal en la garganta. Se despertaba con un escalofrío. ¡Los hombres eran tan violentos en aquella época! Recordaba una escena leída en un antiguo manuscrito. Un marido que asiste al parto de su mujer. «Más de cien kilos de carne, sangre e irascibilidad. En una mano un largo y grueso atizador, en la otra una enorme cafetera llena de líquido hirviendo. El bebé era un varón y el padre se relajó, se puso a llorar, a rezar y a reír». Las mujeres sólo servían para dar a luz. Isabeau canta una nana que dice: «Mi madre pretende que me ha dado a un hombre de corazón. ¿Qué corazón es ese? Me clava su dardo en el vientre y me pega como a su mula». Había entregado el manuscrito a Iris, que se lo había llevado a Serrurier. Cada vez que sonaba el teléfono, las dos hermanas se sobresaltaban.
Esa mañana, Philippe se unió a ella en la cocina. También él se levantaba pronto. Iba a buscar el periódico y los cruasanes, tomaba un primer café fuera y volvía a terminar su desayuno en casa. Sólo iba los fines de semana. Llegaba el viernes por la noche y se iba el domingo. Se cogía las vacaciones el mes de agosto. Llevaba a los niños a pescar. Salvo a Hortense, que prefería quedarse en la playa con sus amigos. Debería conocerlos, pensó Jo. No se atrevía a pedirle que se los presentara. Hortense salía a menudo por la noche. Decía: «¡Oh, mamá! Estoy de vacaciones, he trabajado todo el año, ya no soy un bebé, ya puedo salir…». «Pero, como Cenicienta, vuelves a medianoche», había decretado, con un tono de broma que escondía mal su ansiedad. Temía que Hortense se rebelara. Pero Hortense estaba de acuerdo. Joséphine, aliviada, no había vuelto a plantear el tema, y Hortense volvía, puntual, a medianoche. Después de la cena, se escuchaba el ruido breve de un claxon, Hortense terminaba rápidamente el postre y abandonaba la mesa. Los primeros días, Joséphine la había esperado hasta medianoche, aguardando el ruido de los pasos de Hortense en la escalera. Después, aliviada por la actitud de Hortense, cedió al sueño. ¡Era la única forma de estar en paz! No tengo el valor de enfrentarme a ella todas las no-ches. Si su padre estuviese aquí, nos repartiríamos los papeles, pero, sola, no me siento con fuerzas para luchar, y ella lo sabe.
El mes de agosto las niñas viajarían a Kenia con su padre y sería Antoine el que haría de carabina. Por el momento, lo que más deseaba Joséphine era no agotarse en interminables disputas con su hija.
—¿Quieres un cruasán caliente? —preguntó Philippe dejando los periódicos y la bolsa del pan sobre la mesa.
—Sí, con mucho gusto.
—¿En qué pensabas cuando entré?
—En Hortense y sus salidas nocturnas…
—Es dura tu hija. Necesitaría un padre con puño de hierro…
Joséphine suspiró.
—Es cierto… Al mismo tiempo, es tan dura que no me preocupo por ella. No creo que se deje embarcar en historias turbias. Sabe exactamente lo que quiere.
—¿Tú eras como ella a su edad?
Joséphine estuvo a punto de atragantarse con su té.
—Estás de broma, supongo. ¿Ves cómo soy ahora? Pues bien, era la misma pero aún más torpe.
Se detuvo, arrepintiéndose de sus palabras; tenía la impresión de estar mendigando piedad.
—¿Qué te faltó de niña?
Ella reflexionó un instante y le agradeció que le hiciese esa pregunta. Nunca se la había planteado y, sin embargo, desde que escribía, había retazos de su infancia que volvían a su memoria y le llenaban los ojos de lágrimas. Como aquella escena en brazos de su padre gritando a su madre «¡eres una criminal!». El final de una tarde con un cielo cubierto de nubes negras y el ruido estrepitoso de las olas. Está creciendo en mí una sensibilidad un poco tonta, tengo que recobrarme. Intentó describirlo sin sensiblería.