Los ojos amarillos de los cocodrilos (51 page)

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Authors: Katherine Pancol

Tags: #drama

BOOK: Los ojos amarillos de los cocodrilos
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Josiane era rubia, regordeta y había pasado la edad de ser llamada jovencita. Así que tiene varias amantes, pensó casi con admiración. ¡Qué naturaleza!

«¡Pretende tener un misil contra él! Le da igual que le engañe, pero si quiere divorciarse, le lanzará su misil». «¿Un misil? —Había preguntado Joséphine—. ¿De qué puede tratarse?». «Un asunto de abuso de bien social. Ha encontrado unos papeles muy comprometedores. Es cierto que pueden hacer daño este tipo de cosas. Más le vale tener cuidado si no quiere acabar arruinado y en la primera página de los periódicos».

¡Pobre Chef!, pensaba Joséphine mirando el poste rojo que marcaba la entrada de la propiedad de los Dupin, tiene derecho a enamorarse, ¡no ha debido de tener muchas ocasiones de divertirse con nuestra madre! En el cielo flotaban algodonosas nubes que dibujaban manchas blancas y redondas sobre el azul.

Iris la esperaba triunfante, al pie de la escalera de la casa, vestida con el último modelo de polo Lacoste y un pantalón corto blanco. Sus inmensos ojos azules parecían aún más grandes cuando estaba bronceada. Lanzó una mirada piadosa hacia la indumentaria de Joséphine y anunció con orgullo:

—¡Cric y Croe se comieron al gran Cruc, que creía poder comérselos!

Joséphine se dejó caer en los escalones y, secándose la frente con su camiseta, preguntó:

—¿Has conseguido por fin hacer un suflé?

—Frío.

—¿Alexandre ha conducido por primera vez solo alrededor de la casa?

—Aún más frío.

—¿Esperas un bebé?

—¿A mi edad? ¡Estás loca!

De pronto, levantó la cabeza hacia su hermana y comprendió.

—Serrurier ha llamado.

—¡Bingo! ¡Y LE ENCANTA!

Joséphine rodó por tierra y se quedó tumbada, con los brazos en cruz, mirando las nubes dibujar en el cielo. Dibujó las letras «¡Y LE ENCANTA!». ¡Lo había conseguido! Florine iba a nacer por segunda vez. Y Guillermo y Thibaut y Balduino y Guibert y Tancredo. Hasta ahora eran sólo figurines guardados en una caja, envueltos en papel de seda, esperando el golpe de varita mágica… Iban a poder animarse y posarse en los estantes de las librerías y bibliotecas.

Iris se plantó delante de ella, firmemente colocada a sus pies. Sus largas piernas bronceadas y finas dibujaban una V invertida, la V de la victoria.

—Le encanta. Ninguna corrección. Todo perfecto. Salida en octubre. Gran tirada. Éxito para las fiestas. Gran campaña publicitaria. Anuncios en la radio. Anuncios en la tele. Anuncios en los periódicos. Carteles. Autobuses. ¡Publicidad por todas partes!

Levantó los brazos al cielo y, dejándose caer al lado de Jo, rodó por tierra.

—¡Lo has conseguido, Jo! ¡Lo has conseguido! ¡Se ha caído de culo! ¡Anonadado! ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Eres magnífica, eres maravillosa, eres increíble!

—Hace justo treinta años moría papá. «Los petardos del 14 de julio…». Es a él a quien hay que darle las gracias.

—¿Ah, sí? ¿Hace treinta años?

—Hoy.

—Sí, ¡pero eres tú la que ha escrito el libro! Esta noche, nos vamos de juerga. Vamos al restaurante. Bebemos champán, comemos caviar a cucharadas, cangrejos y profiteroles con chocolate.

—He corrido pensando en él, le he pedido que me echara una mano para el libro y…

—¡Para! ¡Eres tú la que ha escrito el libro, no él! —dijo Iris con un tono de molestia en su voz.

Pobre Jo. Triste Jo. Presa de sentimientos e ilusiones de pacotilla. Jo y su insaciable necesidad de amar, de compartir con otra persona. Jo que nunca se reconocía ningún mérito. Iris se encogió de hombros y su mente volvió al libro. Ahora era su turno. Ella cogía el testigo.

Se apoyó sobre los codos y declaró:

—A partir de ahora, soy una escritora. Voy a tener que pensar como una escritora, comer como una escritora, dormir como una escritora, peinarme como una escritora, vestirme como una escritora.

—¡Hacer pis como una escritora!

Iris no lo escuchó. Perdida en sus pensamientos, esbozaba planes de carrera. Se detuvo bruscamente y pensó.

—¿Cómo voy a hacer todo eso?

—Ni idea. Dijimos que nos repartíamos los papeles. ¡Es tu turno!

Intentaba hablar de forma desenvuelta, pero el corazón no le seguía.

Esa misma noche, Philippe, Iris y Jo fueron a cenar al Cirro's. Philippe aparcó su enorme berlina entre dos coches frente al mar. Iris y Joséphine tuvieron que retorcerse para salir. Iris rozó con la mano la carrocería de un coche rojo descapotable. Un hombre moreno, con chaqueta de ante beige y bigotito fino rugió: «¡Tenga cuidado! ¡Es mi coche!».

Iris le miró con altivez y no respondió.

—¡Menudo imbécil! —murmuró alejándose—. Por poco nos exige hacer un parte. Qué quisquillosos son los hombres con su coche. Te apuesto a que va a cenar sobre el capó para que nadie se le acerque.

Se alejó haciendo palmear sus sandalias Prada y Joséphine la siguió encorvada. Luca cogía el autobús. Luca llevaba una vieja parka. Luca se afeitaba cada tres días. Luca no rugía. Había vuelto a la biblioteca a finales de junio y habían retomado sus largas pausas en la cafetería.

«¿Qué hace usted este verano?», había preguntado hundiendo sus tristes ojos en los suyos. «Voy a casa de mi hermana en el mes de julio, en Deauville. En el mes de agosto, no lo sé. Las niñas estarán en casa de su padre…». «Entonces la esperaré. Me quedo aquí todo el verano. Voy a poder trabajar en paz. Me gusta el verano en París. Parece una ciudad extranjera. Y, además, la biblioteca está vacía, no hay que esperar para coger los libros…».

Habían quedado a primeros de agosto, y Joséphine se había ido feliz con la idea de volver a verle.

Iris pidió champán y levantó el vaso a la salud del libro.

—Esta noche me siento como la madrina de un barco que va a ser botado —manifestó pomposa—. Deseo al libro larga vida y prosperidad…

Philippe y Joséphine brindaron con ella. Probaron en silencio sus copas de champán rosado. Un ligero vaho empañaba el borde de los vasos, ornándolo con un color irisado. El teléfono de Philippe sonó. Miró el número y declaró «tengo que cogerlo». Se levantó y fue a hablar al porche. Iris metió la mano en su bolso y sacó un hermoso sobre blanco acartonado.

—Para ti, Jo. Para que, para ti también, esta noche sea una fiesta.

—¿Qué es? —preguntó Joséphine extrañada.

—Un regalito… que te hará la vida más fácil.

Joséphine cogió el sobre, lo abrió, sacó una tarjeta adornada de rosa en la que se leía en letras doradas la gran caligrafía de Iris:
«Happy you! Happy book! Happy life!».
Había un cheque plegado en el interior de la tarjeta. Veinticinco mil euros. Joséphine enrojeció y lo metió todo en el sobre mortificada. El precio de mi silencio. Se mordió los labios para no llorar.

No tuvo agallas para balbucear un agradecimiento. Percibió a Philippe que la observaba de lejos; había terminado su conversación y volvía con ellas. Se obligó a sonreír.

Iris se levantó e hizo grandes gestos en dirección a una chica que se dirigía a una mesa al borde de la playa.

—¡Eh! ¡Pero si es Hortense! ¿Qué hace aquí?

—¿Hortense? —preguntó Joséphine.

—Claro… mira.

Gritó en dirección de Hortense. Hortense se detuvo y caminó hacia ellos.

—¿Qué estás haciendo aquí, querida? —preguntó Iris.

—He venido a saludaros. Babette me dijo que cenabais aquí y no quería quedarme sola con los dos pequeños…

—Siéntate con nosotros —dijo Iris señalándole un sillón.

—No, gracias. Voy a ir a ver a mis amigos, que están en el bar de al lado.

Dio la vuelta a la mesa, besó a su tía, a su madre, a su tío, y preguntó a Joséphine:

—¿Me das permiso, mamaíta? ¡Estás muy guapa esta noche!

—¿Tú crees? —dijo Joséphine—. Y, sin embargo, no tengo nada especial. Sí, he corrido esta mañana, quizás sea eso…

—Debe de ser eso. Venga… ¡Hasta luego! Divertíos mucho.

Joséphine la vio desaparecer intrigada. Me está escondiendo algo. No es normal que Hortense me haga un cumplido.

—Vamos —dijo Philippe—. ¡A la salud del libro!

Levantaron sus copas. El camarero trajo las cartas para que pidiesen.

—Les recomiendo los langostinos, esta noche están deliciosos…

—De hecho —preguntó Philippe—, ¿cómo se llama ese libro?

Joséphine e Iris se miraron estupefactas. No habían pensado en el título.

—¡Dios! —dijo Jo—. Eso es cierto, ¡no he pensado en el título!

—Y, sin embargo, ¡anda que no te he preguntado! —la cortó Iris—. ¡Siempre me dijiste que eras muy buena con los títulos y no me has encontrado uno!

Intentó borrar la metedura de pata de Joséphine. Insistió y dijo:

—Mira que hace tiempo que te pasé el manuscrito suplicándote que me hicieses sugerencias, ¡y nada!, ¡nada de nada! Me lo habías prometido Jo, no está nada bien.

Joséphine, con la nariz hundida en la carta, no se atrevía a mirar a Philippe. El la miraba sin decir nada, la mirada llena de cólera. Esa escena le recordaba otra de hace quince años. La ambición es una pasión devastadora, pensó. El avaro se alimenta de oro, el libertino de carne, el orgulloso de vanidad, pero el ambicioso que no ha triunfado ¿de qué se nutre si no es de sí mismo? Se pudre, se destruye lentamente, nada puede apagar su sed de brillar, de triunfar. Está dispuesto a venderse o a apoyarse en el alma o el talento de otros para alzarse hasta el éxito. Lo que no conseguía hacer ella misma, Iris se lo mandaba hacer a otros y se apropiaba de una gloria obtenida por procuración. Había estado a punto de lograrlo una vez. Volvía a la carga y esta vez, la víctima consentía. Su mirada cayó sobre Joséphine, que disimulaba detrás de la carta.

—Tienes la carta equivocada, Jo. Esa es la de vinos…

Ella balbuceó, murmuró «lo siento, me he equivocado».

Philippe salió en su ayuda.

—¡No importa! No vamos a aguar tu fiesta, ¿verdad, querida? —dijo volviéndose a Iris.

Había dado un ligero énfasis a «tu», y después su voz había ascendido en suave ironía para terminar en ese «querida» suave y cortante.

—Vamos, Jo —prosiguió—, ¡sonríe! Ya encontraremos ese título.

Brindaron de nuevo mientras el camarero volvía a ponerse a su lado para anotar su comanda. Se levantó una ligera brisa, los toldos de los parasoles temblaron, la arena se desplazó estremeciéndose. Se respiraba el olor del mar que disimulaban los setos plantados en grandes jardineras de madera blanca. Un fresco súbito descendió sobre los comensales. Iris tembló y se ajustó el chal sobre los hombros.

—Hemos venido a festejar, ¿no? Entonces, ¡por el éxito del libro y por el de nosotros tres!

CUARTA PARTE

—¿Qué hace usted que los demás no hagan?

—Todavía mamo de mi madre.

—¿Qué le falta para ser feliz?

—Un hábito de carmelita.

—¿De dónde viene usted?

—He caído del cielo.

—¿Es usted feliz?

—Sí… para alguien que quiere suicidarse todos los días.

—¿A qué ha renunciado? —A ser rubia.

—¿Qué hace usted con su dinero?

—Lo doy. El dinero trae mala suerte.

—¿Cuáles son sus placeres favoritos?

—Sufrir.

—¿Qué le gustaría recibir por su cumpleaños?

—Una bomba atómica.

—Cite tres contemporáneos que deteste.

—Yo, yo y yo.

—¿Qué defiende usted?

—El derecho a destruirme.

—¿Qué es usted capaz de rechazar?

—Todo lo que se me quiera imponer por la fuerza.

—¿Qué ha sido usted capaz de hacer por amor?

—Todo. Cuando se está enamorado, el noventa y ocho por ciento del cerebro no funciona.

—¿De qué le sirve el arte?

—Para esperar a que caiga la noche.

—¿Qué es lo que más le gusta de usted misma?

—Mis largos cabellos negros.

—¿Sería usted capaz de sacrificarlos por una causa?

—Sí.

—¿Cuál?

—Todas las causas defendidas con sinceridad son buenas.

—Si yo le pidiese que los sacrificara ahora, ¿lo haría?

—Sí.

—¡Que me traigan unas tijeras!

Iris no se inmutó. Sus grandes ojos azules miraban a la cámara de televisión y su cara no demostraba ninguna aprehensión. Veintiuna horas. Una gran cadena pública. Toda Francia la miraba. Había respondido bien, no había olvidado ningún efecto. Una asistente trajo sobre una bandeja un gran par de tijeras. El presentador las cogió y, acercándose a Iris, le preguntó:

—¿Sabe usted lo que voy a hacer?

—Le tiemblan las manos.

—¿Acepta usted y no pondrá denuncia alguna? Diga sí, lo juro.

Iris extendió la mano y pronunció las palabras «sí, lo juro» con un tono poco propio de ella. El animador tomó las tijeras con fuerza y las mostró a la cámara. Los asistentes contenían la respiración. El hombre hizo un ligero movimiento hacia atrás y se situó de nuevo frente a la cámara blandiendo las tijeras. Parecía que se movía a cámara lenta. Que hacía durar ese suspense insostenible, esperando que Iris se levantase y protestase. ¡Ay! ¡Si pudieran cortar y poner anuncios! Qué caro se pagaría el minuto. En mi próxima emisión, la demanda de publicidad va a explotar. Después se acercó, acarició la larga melena de Iris, la sopesó, los extendió sobre sus hombros y dio el primer tijeretazo. Hizo un ruido sordo, un chirrido de metal y seda. El hombre se echó hacia atrás, soltando la masa de cabellos que sostenía. Se volvió hacia el público, blandiendo su trofeo. Se escuchó un murmullo de estupefacción y horror. Iris no se movió. Permaneció erguida, indiferente, sus grandes ojos abiertos. Una ligera sonrisa se dibujó en sus labios, sugiriendo un éxtasis. El hombre levantó otros mechones de espeso pelo, negro, brillante. Los acarició y acercó las tijeras. Los mechones de pelo caían sobre la larga mesa oval. Los otros invitados se echaban hacia atrás como si no quisieran ser cómplices de esa ejecución audiovisual.

El silencio era total. El realizador emitía planos de espectadores estupefactos que intercalaba entre cada tijeretazo.

Sólo se oía eso, el filo de las tijeras entre la sedosa masa de pelo. Producía un chirrido regular, terrorífico. Ni una sola voz se levantó para protestar. Ni un solo grito. Sólo un estupor general que se filtraba entre los labios cerrados de los espectadores como un murmullo sordo.

El presentador cortaba ahora sin ambages la masa de pelo como un jardinero armado con una podadora siega un seto. El ruido de las tijeras se había hecho más suave, más brutal. Los filos plateados bailaban por encima de la cabeza de Iris como un ballet metálico. Matas de pelo se resistían y el hombre se encarnizaba con un ímpetu de trabajador celoso. La audiencia iba a explotar. Iba a salir en todos los zappings de la semana. Sólo se iba a hablar de su programa. Se imaginaba los títulos, los comentarios, los celos de sus colegas.

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