Maurice, escrita entre 1913 y 1914, y publicada en 1971, después de la muerte de su autor, cuenta la difícil adolescencia y juventud de un londinense perteneciente a la burguesía acomodada —cuyo nombre da título a la novela— que descubre de manera imprevista que sus sentimientos no son heterosexuales, sino que van dirigidos a individuos de su propio sexo. La obra está dedicada a «tiempos mejores», o sea, a una época más dichosa que pudiera contempla r sin hostilidad las claves íntimas que laten en sus páginas. La dedicatoria encierra así la intención de un libro delicado y sutil que su autor no se atrevió a publicar en vida, por temor a chocar con el pu ritanismo que imperó en la sociedad británica.
E. M. Forster
Maurice
ePUB v1.0
Polifemo701.01.12
Título original:
Maurice
E. M. Forster, 1971.
Traducción: José M. Álvarez Flórez y Ángela Pérez Gómez
Editor original: Polifemo7 (v1.0)
ePub base v2.0
Comenzada en 1913
Terminada en 1914
Dedicada a Tiempos Mejores
Por P. N. Furbank
El éxito de
Howards End
, publicada en 1910, tuvo un efecto perturbador en la vida de Forster. Le llenó de supersticiosos augurios, entre ellos el miedo a convertirse en un escritor estéril. Estuvo inquieto durante todo el año siguiente, su vida doméstica le torturaba y era incapaz de centrarse en nada. Comenzó una nueva novela,
Arctic Summer
, pero no pudo aclararse con ella y se fue a la India en el invierno de 1912-1913, preguntándose si podría alguna vez volver a escribir obras de creación. La India le causó una profunda impresión; le dio un nuevo punto de vista y —tal como pensaba— le arrancó definitivamente de sus preocupaciones insulares y burguesas. Aun así, no significó una cura. A su regreso inició una novela de ambiente indio, pero pronto se le plantearon numerosas dificultades y no pudo hallar una salida. En privado se acusaba de debilidad, y comenzaba a preguntarse si alguien tan ocioso como él tenía derecho a emitir juicios sobre los que trabajaban para ganarse la vida. Temía llegar a ser «ridículo e impopular» si continuaba con lo que estaba haciendo.
Entonces, en setiembre de 1913, fue a visitar a Edward Carpenter, el profeta de la vida sencilla y de la homosexualidad orgullosa, y experimentó una revelación. Cuenta lo que le sucedió en su propia Nota Final: el amigo de Carpenter, George Merrill, le tocó la cadera, y la sensación, tal como él la describe, fue una suerte de ramalazo que subió directamente recorriendo su espalda hasta su mente. Al instante, toda una nueva novela tomó forma: trataría de la homosexualidad, habría en ella tres personajes principales y tendría un final feliz.
Al fin sabía cuál era el problema. Durante años,
Maurice
, o algo parecido a
Maurice
, había estado pidiendo salir a la luz. Ya antes, había buscado alivio escribiendo relatos humorísticos sobre el tema de la homosexualidad; pero esto no había sido suficiente, aunque tales relatos no le avergonzasen, lo mismo que la disciplina y el autocontrol no habían sido suficientes, aunque no los abandonase. Había llegado el momento en que debía aceptar en su imaginación, ya que no en su vida real, la idea de que el amor homosexual era bueno. Necesitaba afirmar, sin posibilidad de retroceso, que este tipo de amor podía ser ennoblecedor y no degradante, y que si había alguna «perversión» en él, tal perversión era atribuible a una sociedad que negaba sañudamente una parte esencial de la herencia humana.
Su depresión se desvaneció. Púsose a trabajar inmediatamente, en un estado de exaltación, y a los tres meses había concluido un primer bosquejo de la infancia de Maurice y de sus experiencias en Cambridge. Luego, su entusiasmo sufrió un duro golpe: Lowes Dickinson leyó una de sus narraciones humorísticas y quedó sorprendido y disgustado. Esto le trastornó seriamente, mas a pesar de todo perseveró en su idea. Pero en el abril siguiente recibió un choque aún más serio. En la parte de la novela que alude a Cambridge, se había basado sobre todo en su amistad con H. O. Meredith;
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pero Meredith, cuando leyó el manuscrito, no mostró ningún interés por él; no sólo eso, sino que parecía creer que su desinterés no importaba mucho. Este golpe provoca el que Forster empiece a pensar en abandonar la novela; pero la idea no persiste, y en junio de 1914,
Maurice
estaba terminada.
No se planteó en absoluto el publicarla: no podía pensarse en tal cosa, creía, «hasta mi muerte y la de Inglaterra». En realidad su idea original era que la estaba escri-biendo sólo para sí mismo. Pronto empezó, sin embargo, a enseñársela a algunos amigos. El primero que la leyó fue Dickinson, que —con gran alivio— la juzgó admirable y conmovedora, aunque considerara el final feliz demasiado artificial. El propio Forster sabía que ésta era la parte más floja del libro y se puso a trabajar (sería la primera vez, pero no la última) para mejorarla. Veía claramente dónde residía el problema. Estaba ligado al motivo básico que le había impulsado a escribir el libro. «Podría haber sido más inteligente dejar que también esta parte (la parte de Alec Scudder) se disolviese en la incertidumbre y en la niebla», escribía a Dickinson (13 de diciembre de 1914), «pero se siente la incontenible tentación de proporcionar a las criaturas que uno forma una felicidad que la vida real no proporciona. "¿Por qué no? —continuó pensando—. Un pequeño reajuste, más que buena suerte." Pero sin duda el reajuste es fundamental. Es el ansia de permanencia lo que lleva a un novelista a elaborar teorías al final de cada libro. La única permanencia que no es teoría, sino hecho es la muerte. Y quizás haya quedado ahito de ella tras
The Longest Journey
. Sea como fuere, la repugnancia que siento por matar se hace cada vez mayor».
Un mes o dos después, un tanto nervioso, mostró la novela a Forrest Reid, un amigo más reciente. Reid no se sorprendió, tal como Forster temía que hiciese, pero la novela no se ajustaba realmente a su gusto, y sus objeciones estimularon a Forster a realizar una defensa más amplia.
«Quiero separar estos problemas de las nieblas de la teología: Varón y Hembra los creó Él. Dejando a un lado a los que como Clive interrumpen su proceso… tan sólo quedan los "pervertidos" (una palabra absurda, porque al utilizarla se supone que tenían elección, pero usémosla de todos modos). ¿Son estos «pervertidos» buenos o malos como los hombres normales, debiéndose su desproporcionada tendencia al mal (que yo admito) a la criminal ceguera de la Sociedad? ¿O es congénita su maldad? Tú respondes, igual que yo, que se trata de lo primero, pero tu respuesta es un tanto reticente. ¡Yo quiero responder
vehementemente
! El personaje de mi libro es, hablando en términos generales, bueno, pero la Sociedad llega casi a destruirlo, está a punto de deslizarse por su vida furtivo y asustado, abrumado por una conciencia de culpa. "¿Qué hubiera hecho si no hubiese encontrado otro hombre como él?" ¿Qué hubiera hecho realmente? ¡Pero acusemos a la Sociedad, no a Maurice, y demos gracias de que, aunque sea en una novela, cuando se permite a un hombre elegir el mejor camino, sea capaz de hacerlo!
»Esto me lleva a otra cuestión… ¿Es siempre justo que una relación tal incluya lo físico? Sí… A veces. Si ambos lo desean y ambos son lo suficientemente adultos para saber lo que quieren, sí. Yo no pensaba así antes, pero ahora sí. Maurice y Clive hubiesen hecho mal, en la relación entre Maurice y Dicky habría sido peor aún, pero en el caso de M. y A. me parece muy bien, algunas personas no podrían ser rectas nunca…
»Mi defensa en un Juicio Final sería: "yo intentaba ligar y utilizar todos los fragmentos con los que nací". Lo he hecho exhaustivamente en
Howards End
, y Maurice, aunque sus fragmentos son más escasos y más extraños que los de Margaret, forma parte de la misma tarea…»
A lo largo de los años, como reacción a las reacciones de los distintos amigos, su opinión de la novela varió. Hubo veces en que estaba seguro de que había hecho «algo totalmente nuevo, aun para los griegos». Otras, tenía dudas, sobre todo respecto a la última parte de la novela, en la que Maurice halla la felicidad física. «No hay nada más reacio al tratamiento artístico que lo carnal —escribía a Siegfried Sassoon en 1920—, pero tiene que incluirse, estoy seguro: todo tiene que incluirse.» Volvió a trabajar más en esta difícil parte última, en 1919, y de nuevo en 1932, y la revisó una vez más, bastante exhaustivamente, en 1959-1960. Un lector le había planteado una duda respecto al
dénouement
, en el que Maurice contempla el barco de Alec alejándose rumbo a la Argentina y vuelve después su rostro hacia Inglaterra, en un audaz arrebato de exaltada emoción. Era conmovedor e impresionante; pero, ¿cómo iba Maurice realmente a ir a
buscar
a Alec? Aquello preocupó a Forster, y en consecuencia añadió un pasaje en el que condujo a Maurice sin ningún tropiezo a los brazos de Alec.
En la década de los sesenta, su madre y la mayoría de sus parientes próximos habían muerto y las actitudes hacia las cuestiones sexuales habían variado mucho, por lo que podía, si lo deseaba, haber publicado la novela. Algunos amigos se lo sugirieron, pero él rechazó firmemente tales sugerencias. Sabía el interminable alboroto y el ajetreo que ocasionaría tal cosa. Además, el libro se había convertido en algo lejano para él. Decía que estaba menos interesado ya en la salvación, en liberar «desde fuera»; pensaba que era una «patraña». La gente podía ayudarse entre sí, pero estas ayudas no eran decisivas de aquel modo. Además, uno o dos amigos a los que había mostrado hacía poco el libro, pensaban que estaba «pasado». Él hizo cuidadosos preparativos para su publicación postuma, pero su comentario final (sobre la cubierta del original de 1960) era «Pu-blicable… ¿pero merece la pena?». Pocos lectores de esta novela conmovedora y magistral tendrán dudas sobre la respuesta.
Había un día del curso, en que todo el colegio salía a dar un paseo —es decir, tomaban parte en él los tres maestros, en unión de todos los alumnos—. Solía ser una excursión agradable, y todo el mundo la esperaba con gusto, olvidaba viejos rencores y actuaba con libertad. Para que se resintiera menos la disciplina, tenía lugar siempre antes de las vacaciones, cuando la indulgencia no resultaba perjudicial, y realmente la gira parecía más una fiesta familiar que una actividad escolar, pues la señora Abrahams, la mujer del director, se reunía con ellos en el salón de té, con algunas damas amigas, y se mostraba hospitalaria y maternal.
El señor Abrahams era un profesor de escuela preparatoria a la vieja usanza. No se preocupaba ni del trabajo ni de los juegos, pero alimentaba muy bien a los muchachos y vigilaba que no se comportaran mal. Dejaba el resto a los padres, sin especular sobre lo que los padres le dejaban a él. Entre mutuas felicitaciones, los muchachos pasaban a un colegio de enseñanza secundaria rebosando salud, pero retrasados, para recibir allí, sobre su carne indefensa, los primeros golpes de la vida. Podría decirse mucho sobre el menosprecio de la formación intelectual, pero a los discípulos del señor Abrahams no solía irles mal y se transformaban en padres a su vez, y en algunos casos, le enviaban a sus hijos. El señor Read, el ayudante más joven, era un profesor del mismo tipo, sólo que más estúpido, mientras que el señor Ducie, el decano, actuaba como un estimulante, e impedía que todos se echaran a dormir. No resultaba muy agradable, pero sabían que era necesario. El señor Ducie era un hombre competente, ortodoxo, pero no totalmente desligado del mundo, ni incapaz de ver las dos caras de un problema. No era el adecuado para tratar con los padres ni con los muchachos más torpes, pero era bueno para los de primera fila, y hasta había instruido alumnos becados. No era un mal organizador. El señor Abrahams, mientras fingía llevar las riendas y preferir al señor Read, dejaba las manos libres al señor Ducie, y acabó por hacerle su socio.